Todas las familias felices

Mercedes de Vega

Fragmento

cap-1

1

Les feuilles mortes

Ciudad Lineal, 21 de diciembre de 1970

Todas las dudas caen sobre él. Dudar, esa es su enfermedad. Y la dolencia del que duda, el miedo. Y tras haber superado el temor al miedo, otra vez la duda. La duda le indica el buen camino, eso piensa.

Tomás Anglada se pregunta otra vez si es buena idea arrancar el dos caballos, de tercera o cuarta mano, con la capota roída por el viento, en el interior del gélido y mal pintado garaje de su casa, en el que reina el orden pulcro y exacto del buen bricoleur. Sus herramientas están clasificadas por tamaños y tipos, sujetas con perfectos clavos a la pared de su banco de trabajo. Ruedas usadas, recogidas en desguaces y recauchutadas una y otra vez por sus propias manos, grandes y huesudas, cuelgan de las paredes como aros olímpicos. Los estantes contienen botes de pinturas de todos los colores y tamaños, antióxidos, lijas, barnices, espátulas, ceras, algodones, trementinas; junto a sacos de cemento y arena, ladrillos y tejas apiladas. Cuida con esmero sus dos carretillas, la hormigonera, las sierras, una desbrozadora y las herramientas de jardín que abarrotan la antigua cochera para más de tres vehículos.

Si existe el paraíso, es la destartalada casa de Arturo Soria.

Son las siete de mañana de un día ordinario y cualquiera, y no sabe que es la última mañana de su vida que recorrerá el garaje con la mirada.

Piensa en lo mucho que le gusta la rutina; pero la decisión está tomada, por más que le pese. Le sobran argumentos para no dirigirse al trabajo, sino al lugar del que jamás regresará. No se imagina, ni por lo más remoto, lo que el destino ha guardado para él este gélido lunes, 21 de diciembre. Ni el discurrir de los acontecimientos desde este instante. Aunque es capaz de reconocer y experimentar la incertidumbre y el desasosiego ante lo desconocido, como la opresión que ha sentido en el pecho mientras sacaba los documentos que ha preparado cuidosamente y que guarda entre sus libros de resistencia de materiales de la estantería de su estudio.

Apenas ha podido pegar ojo en toda la noche pensando en el viaje, atormentando su imaginación. Baraja distintas hipótesis. Pero, como suele ocurrir con el destino, a veces uno se queda atrapado por la hipótesis menos probable y más remota, y tiene mil excusas para arrojarse temprano a la carretera, recorrer doscientos kilómetros y regresar con la ilusión de saber algo más de su incierto origen. Necesita algo sólido entre las manos que ofrecer a Teresita. Por fin ha decidido hacer caso a su mujer. En mil ocasiones ella le ha pedido, desde que nació la niña, modulando la voz como una hábil consejera, que no se niegue al pasado, porque en él están las respuestas que, ahora como padre, tiene el deber de ofrecer a su hija. «No sigas huyendo, cariño. El final del camino estará vacío, y nuestra niña te acompañará en tu terrible soledad. ¿De qué tienes miedo, Tomás?»

Teresita, tan sana y hechicera, tiene los ojos del color del chocolate. Es pequeña como un bonsái, y se mece en las dulces ramas de la infancia. Es alegre y feliz, como los niños al arrullo del amor. De un amor tan feroz e inocente como la vida y la muerte de Tomás Anglada.

Antes de salir de casa se ha puesto su americana de espiguilla y coderas de ante, color tabaco. Es de una lana áspera que le irrita el cuello, con tres botones de asta de búfalo. Lleva unos pantalones beige de pana gruesa y un jersey marrón de cuello alto a juego con las coderas. La chaqueta le da un aspecto imponente de hombre encantador. Es un regalo de Rosa, comprada en Galerías Preciados, con una pequeña parte de los ahorros de la venta de su tienda de modas, atesorados en una lata de mantequilla para extras y pequeños imprevistos que guarda en un armario de la cocina.

A las siete de la mañana Rosa duerme tranquilamente envuelta en su camisón de satén, y sus piernas largas y seductoras son la promesa que él necesita para soportar la jornada. Tomás le ha dado un beso en la frente antes de abandonar la alcoba. Lo hace todos los días. Pero ella desconoce que este beso es el último beso de su marido, y que habrán de pasar más de treinta años para que sepa de su muerte. Y cuando llegue esa noticia, igual Rosa ya no está en su sano juicio para entenderla. Si es que la muerte de quien se ama más allá de lo real se puede entender. Porque Rosa de la Cuesta ha sido hija única, caprichosa, y ama con fiereza y ya no posee más familia que su idolatrado Tomás y la Teresa de su alma.

Tomás tampoco sabe que ha heredado la altura y la corpulencia de los Anglada, la cintura estrecha, la delgadez de su madre, y sus ojos fríos y azules hielan la sangre cuando miran de verdad. Su cabello es rubio y rizado. Es de apariencia equilibrada, de perfil exacto y desgarbado. Es tan alto que le saca a Rosa más de cuarenta centímetros y, al verlos juntos, se pueden comprender muchas cosas. La rectitud de su conducta y su serio comportamiento de hombre responsable en exceso y un poco triste, que vale más de lo que dice, le dan un aire taciturno y ausente que entristece a Rosa, pendiente y alerta de los vaivenes emocionales de su joven marido. Porque Tomás es diez años menor, y ella lo ama con una locura casi enfermiza. Es el hombre que le ha prometido un amor eterno, un amor que se hunde en las entrañas. Y lo que más le gusta a Rosa de la Cuesta es la alegría infantil que observa en el rostro de Tomás cuando abre la cancela del chalé y cruza el jardín a grandes zancadas para entrar en casa, sobre las seis de la tarde, y comenzar la jornada hogareña, día tras día, para abordar como un prestidigitador los numerosos trabajos de remodelación de la vivienda que todavía quedan pendientes.

A Tomás las cosas le van bien en Madrid. Aunque sea la única ciudad que conoce. Una ciudad que ama en lo más profundo de su convicción y que nunca ha abandonado. Es el nido perfecto. No necesita conocer otros lugares ni vivir más aventura que la de enlucir paredes y pintar a muñequilla. Pero ha comprado dos billetes de avión para hacer las paces de una discusión que nunca debió producirse. Ha estado pensándolo durante días, el vuelo lo tiene intranquilo. Pero es lo mejor para volver a la normalidad con ella. Incluso ya desea estar de vuelta de ese viaje de fin de año a Italia que no le acaba de convencer. Porque vivir en la Ciudad Lineal es todo lo que él soñó en la infancia. Es disfrutar de la urbe sin estar en ella, es la tranquilidad del extrarradio apacible. Un barrio-ciudad de antiguos chalés y grandes casas vacías, la mayoría en mal estado. Algunas se vienen abajo. Otras han sido reconstruidas tras la posguerra. Refinadas residencias que conservaban el espíritu del pasado y la historia de un barrio ideado por un raro inventor-urbanista caído en el olvido de una torpe ciudad que mal preservaba su legado.

Los derribos en el barrio son numerosos y constantes.

Las grúas se elevan en el horizonte y demuelen fachadas de piedra y amarillentas balaustradas. Los jardines están siendo colonizados por casetas de obra. Las lujosas residencias y sus ornamentos desaparecen bajo las piquetas de los obreros que tanto irritan a Tomás. Los nombres de esas casas también están desapareciendo de la memoria de los vecinos, que hacen referencia a sus antiguos propietarios, personajes ilustres y adinerados de comienzos del siglo XX, como Villa Fleta, antigua mansión de un tenor aragonés, y

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