La raíz rota

Arturo Barea

Fragmento

Prólogo

Prólogo

El escritor exiliado Arturo Barea ha sido aclamado mundialmente por haber elaborado uno de los grandes testimonios personales sobre la España del primer tercio del siglo XX: su trilogía La forja de un rebelde.[1] El tomo inicial, La forja, publicado en 1941, relata su infancia en el barrio madrileño de Lavapiés a principios del siglo pasado; La ruta, que salió dos años después, se centra en su experiencia de la guerra colonial en Marruecos durante los años veinte, en la que conoció a muchos de los generales que se levantaron contra la Segunda República en julio de 1936; y el tomo final, La llama, que vio la luz en 1946, trata de la Guerra Civil, donde Barea, como jefe de censura de la prensa extranjera, no sólo fue testigo de la lucha del bando republicano desde dentro, sino que también se relacionó con escritores de la talla de Ernest Hemingway y John Dos Passos. Pero además en 1951 Barea, exiliado en Inglaterra desde 1939, publicó una cuarta y última novela, La raíz rota. En contraste con la trilogía, La raíz rota fue una novela, no una autobiografía novelada, y con ello un producto de la imaginación literaria del autor. En común con la trilogía, el escenario de La raíz rota, como en casi toda la obra de Barea, es España, en este caso el Madrid de 1949. De hecho, se puede ver la novela de 1951 como una continuidad de los tres tomos de 1941 a 1946, tanto en términos cronológicos como temáticos, e incluso en términos personales (el protagonista de la novela, Antolín Moreno, es, en muchos aspectos, un retrato apenas disimulado de sí mismo). Por ello, hay una innegable continuidad entre La forja de un rebelde y La raíz rota: no es casual que Barea hubiera pensado en un principio en denominar la trilogía «Las raíces». Publicado en inglés originalmente, La raíz rota apareció en español en 1955 gracias a Santiago Rueda Editor, en Argentina. Jamás ha sido publicado en España. Por tanto, el lector tiene entre sus manos la primera edición española de un libro no sólo imprescindible para comprender la obra de Arturo Barea en su totalidad, sino también de indiscutible valor a la hora de acercarse al desarraigo provocado por la tragedia más grande de la España del siglo XX: la Guerra Civil.

Nació Arturo Barea el 20 de septiembre de 1897 en Badajoz, pero a los dos meses su familia se marchó a Madrid debido a la muerte prematura del padre, un agente del servicio de reclutamiento. Una vez en la capital, la madre, Leonor, se puso a trabajar como criada en la casa de su hermano José y como lavandera en el río Manzanares, una ocupación que suministra la primera escena de La forja. A diferencia de sus tres hermanos, Arturo pasaba la semana con sus tíos de posición acomodada, que le matricularon en un colegio religioso, pero los fines de semana volvía al hogar familiar en el barrio obrero de Lavapiés. Esa vida entre dos mundos —el burgués de sus tíos y el obrero de su familia— condicionaría a Arturo de por vida, haciéndole sentir un desclasado, lo que repercutiría en su trabajo al dotarle de una notable capacidad de observación desde fuera.

El sueño del joven Arturo era ser ingeniero, pero el fallecimiento repentino de su tío le obligó a entrar en el mercado laboral a los trece años. Se dedicó a una amplia variedad de empleos, desde aprendiz de bisutería y mensajero sin sueldo de un banco hasta oficinista, agente comercial de un vendedor de diamantes y secretario del administrador de la empresa Hispano-Suiza. Aprovechando la herencia de su tío y el dinero que había acumulado como agente comercial, fundó una fábrica de juguetes (que, desgraciadamente, se hundió debido a la malversación de fondos de un pariente). La experiencia laboral inicial desembocó en una temprana militancia política: a principios de los años diez Arturo se afilió al sindicato socialista de la Unión General de Trabajadores. Por otra parte, se le había pegado «el microbio literario», en sus propias palabras, desde muy joven. Era «un lector furibundo» y publicó sus primeros escritos —cuentos y poemas— en la revista de su colegio. A los dieciséis años, asistía a los círculos literarios de los cafés de Madrid. No obstante, como explica Barea en unas notas autobiográficas, la necesidad de invertir más tiempo «a halagar y “dar coba” al maestro elegido que a escribir» y de dedicar «meses y años» a estas «bajezas y torturas mentales sin fin» para poder alcanzar algún puesto mal remunerado en un periódico chocó con «mi manera de ser».[2] Desilusionado, Barea abandonó la escena literaria, consciente de que sería difícil, si no imposible, ganarse la vida con la pluma.

Durante los primeros años de la década de 1920, Barea llevó a cabo su servicio militar en el Protectorado Español de Marruecos, la principal colonia del país. Allí, como narra en La ruta, fue testigo no sólo de la corrupción institucional de los oficiales «africanistas» y de sus flagrantes carencias militares, sino también de la horrenda situación del soldado raso. Asimismo, le impresionaron las desgracias y miserias que en esa etapa tuvo que padecer la población marroquí bajo el dominio español. Al mismo tiempo, se cruzó con muchos de los insurgentes más destacados de julio de 1936, además del mismísimo dictador de los años veinte, el general Miguel Primo de Rivera.

En 1924, al volver a la vida civil, Barea se casó con Aurelia Grimaldos, con la que tuvo cuatro hijos. Ansioso de mantener a su familia, en la que se incluye a su madre (a la que dedicó tanto La forja de un rebelde como La raíz rota, lo que refleja su adoración por ella), se consagró al mundo de los negocios en vez de intentar la carrera de escritor. Al final de la década, Barea se había convertido en términos económicos en un buen burgués: director técnico de una importante empresa de patentes en la calle de Alcalá, que ganaba el dinero suficiente como para poder sustentar a la familia entera. Sin embargo, su matrimonio fue, como él mismo cuenta, «un fracaso deprimente» que le incitó a pasar cada vez más tiempo en su trabajo.[3]

La euforia popular que suscitó el advenimiento de la Segunda República, en abril de 1931, y la gran movilización política que caracterizó el período animaron a Barea a involucrarse de nuevo en el mundo sindical. Participó en la organización del Sindicato de Empleados de Oficinas de la UGT, aunque ese compromiso constituyó «una contradicción constante y amarga» con su actividad profesional.[4] En el momento del estallido de la Guerra Civil, en julio del 36, las publicaciones de Barea eran muy escasas: unos cuantos poemas y algunos cuentos. En este aspecto la Guerra Civil, el tema central de La llama, marca un antes y un después en su vida. En agosto de ese año, empezó a trabajar en la Oficina de Prensa de Censura Extranjera, lo cual le puso en contacto con periodistas y escritores de muchos países, incluyendo a Hemingway y Dos Passos.

El abandono de Madrid por parte del gobierno en n

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