Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio

Alice Munro

Fragmento

cap-1

ODIO, AMISTAD, NOVIAZGO, AMOR, MATRIMONIO

Hace años, antes de que dejaran de pasar trenes por tantas líneas secundarias, una mujer de alta frente pecosa y pelo rizado y rubicundo entró en la estación de ferrocarril a averiguar qué había que hacer para facturar muebles.

El encargado de la estación solía bromear un poco con las mujeres, sobre todo con las feúchas, que parecían apreciarlo.

—¿Muebles? —dijo, como si la idea nunca se le hubiera ocurrido a nadie—. Bien. A ver. ¿De qué tipo de muebles se trata?

—Una mesa de comedor y seis sillas. Un juego de dormitorio, un sofá, una mesita de té, rinconeras, una lámpara de pie. Y también una vitrina y un aparador.

—Caramba. Eso es una casa entera.

—Yo no diría tanto —repuso ella—. No hay nada de cocina y solo lo justo para un dormitorio.

Sus dientes se agolpaban delante de la boca como dispuestos a discutir.

—Necesitará un camión —dijo él.

—No. Quiero mandarlos por tren. Tienen que ir al oeste, a Saskatchewan.

La mujer le hablaba en voz muy alta, como si él fuera sordo o estúpido, y había algo raro en su pronunciación. Un acento. Pensó que tal vez fuera holandés —últimamente se instalaban muchos holandeses allí—, pero la mujer no tenía el aplomo ni la tersa piel rosada ni el precioso pelo rubio de las holandesas. No debía de haber cumplido los cuarenta, pero ¿qué importaba? No era precisamente una reina de la belleza.

Volvió a centrarse en el asunto.

—En primer lugar, necesitará el camión para traerlos aquí. Y hay que ver si el tren pasa por alguna localidad de Saskatchewan. Si no, tendrá que ocuparse de que se los recojan, pongamos, en Regina.

—Van a Gdynia —dijo ella—. El tren pasa por allí.

Él cogió una guía grasienta que colgaba de un clavo y le pidió que le deletreara la palabra. Ella tomó el lápiz, que también estaba sujeto a un cordel, y en un papel que sacó del bolso escribió: G D Y N I A.

—¿Y eso de qué nacionalidad es?

Ella dijo que no lo sabía.

Él recuperó el lápiz para recorrer las líneas.

—Allá hay montones de lugares llenos de checos, húngaros y ucranianos —aclaró. Mientras lo decía se le ocurrió que tal vez ella fuese uno de ellos. Pero qué importaba; se había limitado a exponer un hecho—. Ya lo tengo. Es cierto. Está en la línea.

—Sí —dijo ella—. Quiero enviarlos el viernes. ¿Es posible?

—Podemos consignarlos. Lo que no puedo es prometerle que lleguen al día siguiente. Depende de las prioridades. ¿Habrá alguien esperándolos cuando lleguen?

—Sí.

—El del viernes es un tren mixto. Sale a las dos y dieciocho de la tarde. El camión se los recogerá el viernes por la mañana. ¿Vive usted en el pueblo?

Ella asintió y escribió la dirección: Exhibition Road, 106.

Hacía muy poco que se habían numerado las casas y, si bien el hombre conocía Exhibition Road, no logró situar el lugar. Si en aquel momento ella hubiera dicho el apellido McCauley, él se habría interesado más y las cosas habrían tomado otro rumbo. Por allí había casas nuevas, construidas después de la guerra, aunque las llamaban «casas de la guerra». Supuso que debía de ser una de esas.

—Se paga al facturar —le dijo.

—También quiero un billete para el mismo tren. El del viernes por la tarde.

—¿El mismo destino?

—Sí.

—Puede ir en ese tren hasta Toronto, pero luego tendrá que esperar el Transcontinental, que sale a las diez treinta de la noche. ¿Quiere compartimento o coche cama? En el coche cama hay literas; en el compartimento va sentada.

Ella dijo que viajaría sentada.

—En Sudbury tendrá que esperar el tren de Montreal, pero no es necesario apearse: un simple empujoncillo y enganchan los vagones. Luego pasan por Port Arthur y van hasta Kenora. Usted no se baja hasta Regina, donde tendrá que coger el de cercanías.

Ella asintió para que él acabara de una vez y le diera el billete.

—Pero no le prometo que los muebles lleguen cuando usted —añadió él, con más lentitud—. Yo diría que los recibirá un par de días más tarde. Todo depende de las prioridades. ¿Habrá alguien esperándola?

—Sí.

—Mejor. Porque la estación no debe de ser gran cosa. Los pueblos de por allá no tienen nada que ver con los nuestros. Suelen ser bastante rudimentarios.

Pagó el pasaje, para lo cual sacó del bolso un rollo de billetes que llevaba en un saquito de tela. Como una anciana. Además contó el cambio. Pero no como lo hubiera contado una anciana: lo sostuvo en la mano y le echó un vistazo, aunque era evidente que no se le escapaba un solo penique. Luego dio media vuelta descortésmente, sin despedirse.

—Hasta el viernes —dijo él.

Aunque era un día cálido de septiembre, la mujer llevaba un abrigo gris largo, zapatones de cordones y calcetines tobilleros.

Él se estaba sirviendo café del termo cuando ella volvió a entrar y dio unos golpecitos en la ventanilla.

—Los muebles que voy a enviar son muy buenos, están como nuevos —dijo—. No quiero que los rayen ni los golpeen ni les hagan ningún daño. Y tampoco quiero que huelan a ganado.

—Pues claro —concedió él—. El ferrocarril tiene mucha experiencia en el transporte. Y los muebles no viajan en los mismos vagones que los cerdos.

—A mí solo me importa que lleguen en el mismo estado en que salen.

—Mire, cuando usted compra muebles, no los tienen en la tienda, ¿de acuerdo? Pero ¿alguna vez se ha parado a pensar en cómo llegan allí? Porque en la tienda no los hacen, ¿verdad? No. Los hacen en una fábrica que está en otro lugar y luego los transportan hasta la tienda, muy posiblemente por tren. Siendo así, ¿no le parece razonable confiar en que el ferrocarril sepa cuidarlos?

Ella siguió mirándolo sin sonreír ni reconocer que eran bobadas de mujer.

—Eso espero —dijo—. Eso espero.

El encargado de la estación habría dicho, sin pensarlo mucho, que conocía a todo el mundo en el pueblo. Lo cual significaba que conocía a la mitad. Y la mayor parte de las personas a las que conocía eran el núcleo, las que de verdad eran «del pueblo», en el sentido de que no habían llegado el día anterior ni planeaban mudarse a otra parte. A la mujer que iba a marcharse a Saskatchewan no la había visto nunca porque no iba a la misma iglesia que él ni daba clases a sus hijos en la escuela, ni trabajaba en ningún comercio, restaurante u oficina a los que él fuera. Tampoco estaba casada con ningún hombre que él conociera de la Orden de los Alces, la logia de Oddfellow, el Lion Club o la Legión. Al mirarle la mano izquierda mientras ella sacaba el dinero había deducido —y no le sorprendió— que no estaba casada. Con aquellos zapatos y calcetines en vez de medias, y sin sombrero ni guantes en plena tarde, bien podía ser una granjera. Pero le faltaba la indecisión característica, la timidez. No tenía modales de campesina; de hecho, no tenía modales. Lo había tratado como si él fuera una máquina de dar información. Además, había anotado una dirección del pueblo: Exhibition Road. En realidad le recordaba a una monja con ropa de calle a la que había visto en la televisión hablando del trabajo misionero que realizaba en la

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