Índice
Mapa
Portadilla
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Dedicatoria
Fotografía
Cita
Las marcas del agua
La noche de las falenas
La vendedora de periódicos
La miga de pan
El matador de toros
Arden los libros
El entierro de los libros
El hombre invisible
Voy a mirar quién anda ahí
La chusma y la Providencia
Natura maxima in minimis
Fósforo vivo
El cuerpo abierto
La bofetada de los muertos
El aldabonazo
El cantante callejero
La locomotora de plomo y la lancha voladora
Dez y Terranova
El segundo combate de Curtis
Las rosas blancas
Las espinas de las palabras
La bengala del abuelo Mayarí
Ó y Armonía
La lengua de los chimpancés
La estrategia de la luz
La mujer de los erizos
Jolie madames!
El Aprendiz de Taxidermista
Las 666 castañas
El enterrador
La cucaracha del Rey Cintolo
Ácido acetilsalicílico
El beso de la bruja
La bicicleta de Pinche
La mujer de la ventana
El cajón del juez
El juez de Oklahoma
El coleccionista de yugos
El suministrador de Biblias
Mim desamparou
La esfera de zarzas
Las hojas que no caen
La Estrella y el caballo Romántico
Lo prohibido
El campeonato de Dios
Las fotos
La sonrisa de Paúl Santos
Los Moradores del Vacío
El balón del Diligent
El hombre de Roswell
El Chemin Creux
Ó y los hombres célebres
El Buzo Fosforescente
Tu nombre
El precio
El libro de Elisée
Blu, dipinto di blu
Banana split
El camarote de Montevideo
El cant dels ocells
Leica y Silvia
La Historia dramática de la cultura
Una «fiesta sagrada»
El escritor compulsivo
La novela del faro
Ó y los animales
El arquitecto portugués
El hotel de los Espejos
Ese irse-la-luz
La denuncia
El cuaderno
La carga de la sospecha
Judit
El vientre de la ballena
La Rosa Taquigráfica
El «museo» de Ren
La niebla azul
La detención
El parto de Popsy
El jugador de la suerte
Los disfraces
La tragafuegos de Camden Town
La felicidad de la expresión
El condecorado
Purple rain
La Coccinella septempunctata
El trabajador de la eternidad
Las picotas
A ti, sí
Algo especial
Nota del autor
Mi agradecimiento:
Imagen
Manuel Rivas | El esclavo Henrique
La crítica ha dicho de Los libros arden mal
Entrevista a Manuel Rivas
Podemos tocar una inmensa mirada
Notas
Sobre el autor
Créditos
A Antón Patiño Regueira,
librero y naturalista.
In memóriam.
Quema de libros tras el golpe fascista del 18 de julio.
Dársena de A Coruña, agosto de 1936.
Incierto es, en verdad, lo porvenir. ¿Quién sabe lo que va a pasar? Pero incierto es también lo pretérito, ¿quién sabe lo que ha pasado?
ANTONIO MACHADO
Juan de Mairena
Las marcas del agua
Al principio me molesta. Es joven. No lo conozco. A veces, ocurre. Se meten en medio. Yo estaba atenta al chico de los tangos. Al que salió a cantar en el palco invitado por Pucho Boedo, el de la Orquesta Oriente. Con traje blanco y un pañuelo rojo al cuello. Con todos vosotros, un amigo que tiene la voz del mar, acunada por la luz del faro: Luis Terranova. Qué guapo. Y aún más guapo cuando se puso a cantar. Se le fue de la cara todo lo que tenía de infantil. Dibujado, de repente, por los huesos. Era Chessman, el tango de un condenado a muerte. Nunca había oído cantar así un tango. Parecía que lo acababa de componer él, que le estaba saliendo en ese instante. Ya son las diez, suena el reloj, un paso doy, voy a mi Dios. Mira tú por dónde, la hora coincidía. Eso fue en el baile de San Pedro de Nós. Ahora no lo recuerdo, pero pienso que incluso los músicos dejaron de tocar. Aquel verano, con Ana y Amalia, recorrí las verbenas con la ilusión de oírlo otra vez, pero no se volvió a saber de él. Yo cantaba el tango en el río, Los libros son mis pasos, calvario del Señor, la silla mi descanso, que el mundo deparó, y así, insistiendo, con sentimiento, fui componiendo su figura en el agua. Ya sé que es trampa. Pero yo también tengo derecho a imaginarme las figuras. No estar sólo a la espera de las que vengan.
Como ésta. Ésta vino por su cuenta.
Es un soldado. Al principio me sorprendo. Me pareció un poco monstruoso. Tan joven y uniformado. Barbilampiño. Muy crío, excepto en los labios, que son carnosos y más atrevidos que el resto de los rasgos. Quizá es que al estar en el agua, contracorriente, la boca se entreabre ansiosa. Me mira con mucha curiosidad. Con una sonrisa melancólica. Tiene la cara algo redonda. A la manera de nuestra familia. Es rubio. Hay algo de dorado en el agua, no es el centelleo del sol, quizá un fruto de su ser rubicundo. A mí me gusta la compañía de las figuras, pero me molesta que me miren fijamente. Con disimulo, dejo caer la pieza que lavo en esa dirección, muy despacio, para no hacer añicos la imagen sino para que se hunda con calma, a ocultarse en una hendidura, entre guijarros y hierbas, o para que le dé tiempo a esconderse entre los juncos.
Esta vez, no. Esta vez la dejo estar.
Un soldado con cara de crío y mirada de hombre. Un soldado barbilampiño. Una guerrera de botones grandes y cuello duro. Enmarcado en un círculo de agua. Tiene los brazos cruzados y en la manga del izquierdo se ve un distintivo. La mirada de hombre, sí. No me mira soberbio, pero tampoco compasivo. Es lo que tienen las figuras del agua, que vienen a ver, que miran cuando las miras.
Le pregunté a mamá.
Le pregunté por un soldado jovencito.
Ella hace que no oye.
¡Zas, zas! La ropa en la piedra.
Creo que mamá no quiere saber nada de mis figuras. Quizá ya le llega con las suyas. Noto que tiene cuidado de no sacudir la ropa en el río cuando yo me quedo con la mirada absorta en el agua. Pienso que también se mueven, que algunas van de mirada en mirada por el río, porque son figuras muy inquietas. Cuando una lleva tiempo sin aparecer a lo mejor es porque anda por los círculos que están en la parte de mamá. Eso me pasó con el boxeador. El boxeador anduvo un tiempo por aquí, por esta parte del río, y luego se fue. Me parece que se fue hacia donde lava ella, porque Polca me contó que el boxeador era muy amigo de las cerilleras y de las cigarreras.
Pero ella hace como que no ve las mías, y yo, las suyas.
¿Qué dices?
Un soldado. Un soldado con cara de crío.
Hubo varios soldados, dijo. ¡Zas, zas!
Ya. Yo hablo de un soldado rubio y lampiño que parece un crío. Un soldado sonriente. Medio sonriente.
Ése debía de ser Domingo, dice ella por fin. El que murió en Annual. En 1921. El de los tubos de la risa.
La figura sonreía. Sí, era él. El de los tubos de la risa.
Era muy sonriente, dijo Olinda. Listo como un ajo, pero de cuerpo débil. Enfermizo. Nuestra madre, tu abuela Dansa, lo acompañó a la caja de recluta.
Este chaval no sirve para la guerra, dijo.
Y uno de los que estaban allí, en la oficina de reclutamiento, le respondió: Todo el mundo sirve para la guerra. Si no sirve para matar, sirve para morir.
Un día escribió una carta diciendo que andaba con los tubos de la risa. Parece ser que así llamaban a los postes de los radiotelegrafistas. Él iba con una mula, llevando las emisoras. Y le enseñaron. Decía que ahora ya entendía el lenguaje de los pájaros. Todas sus cartas eran una broma. No parecía que viniesen de una guerra, sino de una comedia. Eran tan de risa que la abuela lloraba cuando se las leíamos. Al acabar siempre escribía: B. L. M. ¿Y eso qué quiere decir? Beso La Mano de usted, madre. Y la abuela aún lloraba más: Mira tú lo que ha ido a aprender en la guerra.
Y entonces Olinda se desahogó. Me habló de una de esas cosas de las que nunca quería hablar, de la historia de los soldados de la familia y del vecindario. Filipinas. Cuba. Marruecos. Creced y multiplicaos en carne de cañón. Un imperio de huesos, acrecentado año tras año. Y después los muertos en la guerra de España. Lo que perdieron fuera, los militares vinieron a conquistarlo dentro. Eso era lo que decía Olinda. ¡Zas, zas! El golpeteo de la ropa mojada en la piedra parecía en ella, de tan pocas palabras, una manera de seguir contando. Palabras con una costra de sudor polvoriento, de yodo y sangre, de repente empapadas, retorcidas, golpeadas, enjabonadas, más retorcidas, escurridas. Expuestas al sol. Limpias. Una camisa blanca a secar. Unos pantalones. El viento que llena la ropa vacía. En el lavadero, en una hendidura del muro que abriga del nordés, hay siempre un petirrojo. Cuando las mujeres callan, el petirrojo canta. El tubo de la risa. Los viejos enterrando a los jóvenes, dice Olinda. Eso es la guerra.
Pero a mí me pasa una cosa. Y yo no sé muy bien si eso es normal o no. Yo no me veo en el agua. A Olinda, sí. Miro de reojo, y veo a mi madre en el agua y fuera del agua. Está de rodillas, con el cuerpo ensamblado en la piedra del lavadero. Un cuerpo de mujer angular. La forma de la piedra resulta tan ajustada que parece que ha sido tallada poco a poco por el roce de los vientres. Ese eje que pasa por nuestros vientres y la forma de la piedra es lo que une el cielo, la tierra y el mar. Mientras ella enjabona, yo miro de reojo, primero hacia su imagen en el agua, y luego hacia ella. Está a contraluz, lleva el pelo recogido en un pañuelo atado en la nuca y ahora vuelve a mostrar el rictus de la dureza. Es dura hacia dentro. Sus ojos guardan. Eso se ve mejor en el agua.
La noche de las falenas
Oulton Cottage, noche del 11 de julio de 1881
Le pregunté si había alguna esperanza.
Ninguno de nosotros verá el día de mañana, respondió el timonel.
Era la segunda noche en que el viejo Borrow volvía a relatar aquella tormenta en el cabo Finisterre. Henrietta MacOubrey, su hijastra, decidió que esta vez sólo lo escucharía durante el tiempo que tarda una mariposa blanca en chocar con la lámpara. Dos, si la primera llegaba muy pronto. Le pareció una medida justa. Él era un buen narrador. Cuando contaba, todo su cuerpo era una caligrafía en movimiento. Desde el gesticular de los dedos a la dilatación de las pupilas. Como propagandista bíblico que había sido, conocía las reglas del suspense. Y precisamente por eso avanzaba en peldaños verbales, con sutileza, sin escalones que chirriasen, porque amaba la invención, pero lo irritaba hasta el desprecio lo que era inverosímil, tanto como la verdad fanática. Así que, para él, no es que la estuviese contando por segunda vez, sino que se acercaba un poco más, con una exactitud encarnizada, a aquella tempestad, con viento huracanado, de la noche del 11 de noviembre de 1836, a la altura del cabo Finisterre, en la costa más abrupta del mundo.
Llevaba una temporada excitado. La primavera había llegado con retraso, así que el verano se presentó en Oulton Cottage como un agitador con prisas. Rodeaba en festón la vivienda la modestia exuberante de las fucsias, a las que él llamaba flores gitanas, acechando por las ventanas como poderosos lepidópteros. Una atmósfera ardorosa de polen y zumbidos aprovechaba cada hendidura y penetraba combativa y dispuesta a entregar su mensaje. En el interior, todas las cosas parecían pendientes de su recuperado magnetismo, aliviadas y al acecho tras el episodio invernal de un Borrow postrado y gruñón, poseído por una corriente repulsiva que a él mismo le resultaba desconocida. Ahora era otra cosa. Apenas tenía visitas, con la festejada excepción de algún viejo amigo calé que no medía el tiempo, virtud que tanto incomodaba a Henrietta. Pero el anciano se comportaba como si Borrow, el incansable viajero, el políglota, el muchacho que era capaz de recorrer ciento veinte millas a pie en un día con el único sustento de una pinta de cerveza y dos manzanas, viniese de nuevo a ocuparse de él. Lavengro era su nombre para los gitanos, la clave del hombre de los caminos. Lavengro, el animoso, siempre volvía.
Lavengro, murmuró.
Henrietta observó con atención la ventana, por si algo se movía más allá de las fucsias.
No viene nadie.
El invierno ha sido ruin, dijo él. Disculpa mi ternura de erizo.
Nada cansa tanto, pensó Henrietta, como la excitación de un anciano. Cansa más que el propio cansancio. Borrow resistía con valentía la tentación del lecho, y se pasaba la mayor parte del tiempo amarrado al escritorio, como un piloto, decía, a la rueda del timón. Leía las Escrituras con el gesto severo de quien está enhebrando la aguja de la eternidad, o se ponía a escribir enfebrecido. Pero de vez en cuando, y de ahí los sobresaltos de la hijastra, que padecía lo que alguien denominó el síndrome de la cuidadora, Borrow se ponía en pie con el vigor de un delirio y se echaba al camino llamando a sus amigos gitanos, a los que les ofrecía la huerta como campamento, o recitaba bajo la lluvia, como plegarias de la naturaleza, los cantos de Iolo Goch o Dafydd ab Gwilym, que él mismo había traducido del galés.
Por segunda noche volvía a Finisterre. Henrietta, a pesar de su cansancio, un largo día de fatigas, tenía no obstante interés en escuchar al anciano, a quien la noche daba ánimos y una voz bíblica. No le pareció irreverente calificarla así, algo se le pegaría, tantos años con la palabra de Dios a cuestas por los caminos. Aunque Borrow seguía ironizando sobre sí mismo cuando le parecía caer en un exceso de tono misional. ¡Cielo santo, si parezco un echacuervos!
Henrietta podía ver ahora la tempestad de Finisterre en la cámara oscura de los ojos de Borrow, gracias a la luz y la sombra de su voz. Se vio a sí misma como una paulilla hechizada por el resplandor y el trueno del relato. La primera falena.
George Borrow tenía la certeza de que la descripción de la tempestad en Finisterre, incluida en su libro de viajes La Biblia en España, era una de sus mejores páginas literarias. Recordaba el acto de su escritura como una segunda tempestad. Escribía en rachas de viento, en oleadas de mar. Mojaba la pluma en el pandemónium del tintero para después avanzar de tal manera que se oyese el rasgar de las palabras, con la convicción de que el empuje gráfico favorecería un estilo encarnizado. Pero ahora eran los escritos, el murmullo de los versos juveniles, los que hacían regurgitar los despojos de la memoria.
The wild Death-raven, perch’d upon the mast,
Scream’d ’mid the tumult, and awoke the blast.
Sí, el Cuervo de la Muerte en lo alto del mástil se posó y al graznar en el tumulto a la tempestad despertó.
El achacoso vapor había salido de Londres, del Támesis, hizo escala en Falmouth y finalmente partió atestado de un pasaje de enfermos de tuberculosis que huían del frío y húmedo invierno inglés a la búsqueda ilusionada del sol del sur. Así que ahora añadió al relato algo que Henrietta no le había escuchado antes, un apunte irónico que aludía al estado de la máquina de vapor: el barco también estaba tísico. Se le notó la enfermedad a la primera embestida. Conocía los detalles, el relato se repetía, pero a Henrietta le gustaba cuando Borrow utilizaba la imagen de las catedrales de espuma para representar la fuerza de la marea. El barco apropiado en el lugar y el momento oportunos, dijo Borrow con ironía. Añadió: Y el timonel perfecto. El día anterior había dedicado algunos comentarios al capitán, un temerario incorporado a última hora que acercó demasiado el barco a la costa, a quien sin embargo le reconocía valor y habilidad, como al resto de la tripulación. Pero la única voz que habla por sí misma en el relato es la del timonel. Dentro de una hora, dice, chocaremos con Finisterre, donde hasta el barco de guerra más grande del mundo se haría trizas.
Había escrito, iba a decir ahora: El océano vomitaba sus heces más profundas.
Dijo: Benditos sean los relámpagos. Combinan muy bien con los juramentos.
Fue un resplandor, la visión del promontorio de Finisterre, lo que le empujó a jurar que volvería con un ejemplar de las Sagradas Escrituras en acción de gracias. Si la oscuridad fuese continua, maciza, apenas habría actos, momentos de animación, resistencia. Sin la intermitencia del relámpago, destrozada la máquina, arrastrada finalmente la nave como una brizna, tal vez los tripulantes no habrían acometido la absurda hazaña de izar las velas que estaban allí, delirantes, cuando el vendaval roló de repente, ante la inminencia del desastre.
Volví. Volví para cumplir con Dios. Y me encontré con Antonio de la Trava. Él fue el depositario del Nuevo Testamento. A él fue al único al que se lo dediqué.
Una primera mariposa chocó con la redoma de la lámpara. Tenía la cabeza albina, peluda, y esas facciones tan humanas de algunas mariposas nocturnas. Fue un choque brutal, insistente, suicida, directo contra la luz, que hizo estremecer a Henrietta. No pasaría de la segunda.
Digan lo que digan, España no es fanática, pero allí la vida puede pender de una palabra.
Henrietta se olvidó de la mariposa y sonrió. Le divertía muchísimo aquel episodio en el que Borrow, confundido con el mismísimo jefe de los fanáticos españoles, don Carlos, y a punto de ser ejecutado por los liberales del confín atlántico, a los que llamaban negros, era salvado en un interrogatorio in extremis en el que la prueba de inocencia fue pronunciar la palabra knife. ¿Knife? ¿Ha dicho knife? Este tipo es inocente, afirma Antonio de la Trava, el Valiente de Finisterre, cuchillo en ristre. A medida que Borrow entra en detalles, Henrietta ríe cada vez más hasta que tiene que refregarse los ojos.
Imprimimos en Madrid cinco mil ejemplares del Nuevo Testamento. Al poco de llegar, en mayo de 1837. Una buena parte los repartí yo por España, de mano en mano. De lo contrario, se pudrirían en algún calabozo, como así sucedió en parte cuando un año después me detuvieron y se prohibió la venta y la circulación del Nuevo Testamento. ¡Los papistas no querían que el pueblo leyese el Evangelio! El Vaticano le asignó a España el papel de verdugo. Siempre alejaron a la gente de la palabra de Dios. Era algo escandaloso, pero de lo que no se hablaba. En el país más católico del orbe, la gente tenía miedo de comprar las Sagradas Escrituras. Podías ver cómo se les estremecían las fosas nasales cuando yo les ponía un libro en las manos. Estaban olfateando el fuego de la Inquisición.
Hay algo que no he entendido, ni ayer ni hoy, dijo Henrietta. ¿Usted firmó las Sagradas Escrituras?
Firmar no es la palabra correcta. Suscribí una acción de gracias. Un atrevimiento único, que nunca más se repitió. Puse una dedicatoria. A Antonio de la Trava, el Valiente de Finisterre. Y después mi firma. Aquel hombre me salvó la vida. Y es cierto que quien salva una vida, salva a la humanidad. Uno le da mucha razón al Talmud, sobre todo cuando el salvado eres tú mismo. Le entregué el libro una noche como ésta. Me había acompañado como escolta a un pueblo llamado Corcubión, donde se asentaba el alcalde mayor. Un presuntuoso que se rió de que yo anduviese por allí con el Nuevo Testamento. En cambio, Antonio estaba emocionado. Me dijo que leería la palabra de Dios cuando el nordés no les permitiese hacerse al mar. Yo pienso que estaba un poco alegre. Había estado bebiendo aguardiente mientras yo despachaba con el alcalde. Me trató de capitán y me dijo que si volvía, que fuese en un barco inglés, cargado de contrabando. Ahí se le veía que era un verdadero liberal.
Una segunda mariposa tropezó con la lámpara. Un gran satúrnido de pelo blanco. Las pequeñas falenas acechaban tras el cristal de la ventana y después encontraban el camino de la brisa por donde también venía el aroma a lavanda.
Me voy a acostar, dijo Henrietta. Y usted también debería dormir.
Era el mes de julio de 1881. El verano había penetrado con agitación en su cuerpo de anciano. Ahora, tras el relato de la tempestad de Finisterre, parecía más tranquilo. Se encaminó tambaleándose un poco hacia el escritorio. Quería traducir unos poemas armenios.
Buenas noches, se despidió Henrietta.
¡Knife!, dijo él.
La vendedora de periódicos
16 de junio de 1904
Suyo. Él pensaba que ya era suyo. Igual que cuando un nuevo enjambre deja la colmena y alza el vuelo con la reina es de quien lo atrapa. Lo que él había capturado era un periódico del 16 de junio de 1904. Fresco, del día. Iba por la Dársena, camino del extremo del muelle de Hierro, porque ya le tardaba el día de embarcar. Le pasó volando por delante. Ese vuelo torpe de los periódicos que aún no han sido leídos, seguido por los chillidos irónicos de las gaviotas. Él no era capaz de dejar ir un papel escrito por el aire. Ya desde niño. Tenía compañeros que andaban tras los nidos de pájaros y tras los murciélagos. Él, Antonio Vidal, andaba tras los papeles impresos. Cualquiera le servía, con tal de que llevase algo escrito. Incluso aquel que llamaban papel de excusado, pedazos cortados sin respetar el orden de las columnas, de tal forma que desde niño no sólo aprendió a leer, sino a integrar los pedazos perdidos. Y eso le fue de utilidad para ver el mundo. Ver lo que faltaba.
Antonio Vidal cazó el periódico pisándole las alas. Después se agachó y lo dobló. Lo tranquilizó. El periódico ya no estaba solo. Ya tenía a alguien que lo iba a leer. Traía noticias de sucesos importantes. Un carguero griego se había hundido en las islas Lobeiras, en la ría de Corcubión: había tanta niebla que los tripulantes no se veían unos a otros en cubierta. Después, denuncias sobre adulteración de los vinos, sobre la pesca con dinamita… Pero los ojos se le fueron hacia la sección de Telegramas. Tenía ese instinto. El de la última noticia.
MADRID 15 (23 h.) Hoy el Congreso ha estado desanimadísimo. La mayoría de los diputados se fueron a la corrida de toros.
¿Qué? ¿Te dedicas a recoger cuentos por el suelo?
Desde abajo, con una aureola solar, le pareció una repentina aparición. Una mujer que llevaba aves encima de la cabeza. Pero lo que ella llevaba en realidad en el cesto eran periódicos, que agitaban sus hojas con la brisa marina. La muchacha tenía el brazo estirado y reclamaba lo suyo, con aquel gesto de los dedos magnéticos. ¿Quién le iba a decir que no, que no era suyo, si ella soportaba el peso de las noticias? Le devolvió el periódico cazado y se iba a marchar sin más, pero ella posó el cesto y desplegó las distintas cabeceras con la gracia de un inmenso abanico. Y mientras ella pregonaba las noticias, él permanecía allí. Había oído pregonar muchas cosas, animales y fruta en las ferias. Había oído el cantar de un ciego. Pero nunca a una moza pregonar noticias frescas.
¿Qué? ¿Te los vas a llevar todos?
Y a él le dio un brinco el cuerpo entero. No estaba preparado para el trato con una vendedora de noticias. Era casi una niña, ya se veía, doce o trece años como mucho, pero hablaba como una mujer hecha y derecha. Era una manera de hablar que le protegía el cuerpo con una vestidura muy parecida a la de las pescantinas que andaban alrededor. Quizá en algún momento también vendería pescado. Quizá, si no lo hubiese sorprendido tan pronto, Antonio Vidal podría llegar a ver peces en aquel cesto. Un cesto que podía llevar fresas y cerezas, erizos de mar y sardinas, según la temporada. Pero ahora pregonaba noticias. Era un hablar cantado que convertía a la pequeña vendedora en el centro de la ciudad. Si ella se moviese, también se desplazaría el centro.
¿Se te ha quedado la mano atrapada? ¡No das ni la hora!
A partir de esta frase, Antonio Vidal tuvo que recomponer la realidad. En lo alto, sobre sus cabezas, un cielo burlón, los chillidos irónicos de las gaviotas. Echó cuentas con las yemas de los dedos en los bolsillos. Se había gastado un dineral para llevarle a su tío el Tónico Asiático del Doctor Ayala y el Milagroso Céfiro, los inventos aquellos contra la calvicie. Le pareció que era el espectro de su madre quien lo guiaba, con generosa venganza, pues también compró una pócima para las canas y para recuperar el color natural del cabello, el agua milagrosa de La Carmela, en Sucesores de Villar. Su madre insistía: Ya de joven tenía entradas en el pelo. Añadió: Y en la conciencia también tenía entradas. Ahí acababa la denuncia. Nunca quiso profundizar en esas calvas de la conciencia que por lo visto tenía el tío Ernesto. Era de los que se reunieron en La Habana para hacer una Escuela Moderna en el Cruceiro de Airas, y desde los púlpitos se había hecho correr la voz de que los emigrantes se habían vuelto «masones, ateos y protestantes» y trataban de corromper a los niños. No se puede ser todo a un tiempo, observó Antonio Vidal. ¿El qué? Masón, ateo y protestante; no se puede ser las tres cosas a la vez. Tú calla, qué sabrás tú, le dijo Matilde, su madre. A Ernesto salúdalo, que es tu tío. Después dedícate a trabajar, si no quieres tener entradas en la conciencia. Y nada de tirar el dinero al infierno.
¿Quieres un sacabalas?
¿Para qué?
Para las monedas.
Antonio Vidal rebuscaba en el fondo del bolsillo. Más que monedas, lo que buscaba eran palabras rápidas, ligeras, de poco gasto, para salir del paso.
Hoy me voy a llevar uno, dijo. Se lo pensó mejor: Bueno, dos. Dame también ese que se marchaba volando.
¡Qué suerte!, dijo ella con sorna. Ya he encontrado un magnate que me mantenga.
Me voy para Cuba. En el vapor Lafayette.
¡Con lo que me gustaría a mí tener un quiosco de prensa en el Parque Central de La Habana!
¿Y qué sabes tú de La Habana?
Todo. Casi todo. Como si fuese rica y estuviese sentada en el porche del hotel Inglaterra. Cuando desembarques, no subas por el paseo del Prado. Habrá gente que se reirá de ti. Y los que se ríen de tu gorra y de tu acento son gallegos que llegaron antes y que ya tienen un traje blanco y un sombrero de paja fina. No vayas por el paseo del Prado por lo menos hasta que tengas un traje blanco.
La muy charlatana dando consejos. Ahora sí que le pareció una atrevida, una cotorra. Hablaba por los codos. Por las orejas. Su cuerpo había disminuido con tanto hablar sin tregua. Vidal pensó que ya había perdido tiempo suficiente. Se olvidó del paseo por el muelle de Hierro. Tenía que pasar por la pensión Las Tres Américas y por la Compañía General Transatlántica.
Tengo prisa, dijo Antonio Vidal. Dobló bajo el brazo los dos periódicos. Y la dejó con la palabra en la boca.
¡Guárdalos, llévatelos contigo!, gritó ella en serio, adivinando su desconfianza. Cada uno de ellos te abrirá una puerta. Ya lo verás.
Iba a decir: Yo mañana no vengo. Mañana no puedo venir. Mañana voy a buscar greda a la playa de las Lapas. Pero esto último no lo dijo. El chico ya iba lejos. ¿A quién le importaba si ella iba a venir o no mañana? Ni su nombre le había preguntado.
Antonio Vidal se sentía ridículo con su paquete de Tónico Asiático y otras pócimas para tratar la caída del pelo. Su tío Ernesto tenía una abundante cabellera con un corte muy moderno. ¿Qué miras? ¿Te gusta mi pelo? Y fue y se lo quitó: Aquí tienes, un auténtico peluquín importado de Nueva York. El mejor. Hecho con pelo de india virgen del Amazonas. Desde que llegó a La Habana, tras dos semanas de travesía, no sabía si le estaba hablando en serio o en broma. Pero el peluquín de pelo espeso y negrísimo centelleaba en sus manos como azabache. El progreso está aquí, recuerda, le dijo Ernesto, y eres tú quien viene del atraso. Sí que venía del atraso. Además, en el vapor Lafayette, cuando se recuperó de los primeros días de mareo, se había pasado casi todo el tiempo en popa, viendo la estela del agua y leyendo los periódicos que la muchacha le había vendido. Se los leyó de arriba abajo durante los catorce días que duró el viaje. Así que se lo sabía todo de memoria. Incluso el capítulo del folletín literario que incluía El Noroeste. Había leído tantas veces aquel folletín, con el capítulo de Ana Karenina, que le parecía lo más real de todo lo impreso. «Aquí está —decía apartándose del cuadro y señalándolo con un gesto—. Cristo ante Pilatos, Mateo, capítulo XXVII —sentía que sus labios temblaban de emoción y se retiró para colocarse detrás de los visitantes.» Todo lo que sabía del pintor Mikhailov estaba en aquel capítulo, pero pensaba que ya era suficiente. Se había ido imaginando la novela a partir de aquel fragmento y estaba convencido de que se parecería mucho a la que habría escrito aquel ruso que firmaba, León Tolstói. En popa, se sentía un poco Mikhailov. El periódico, incluso la estela en el océano, era un espejo de culpa. No se le iba de la cabeza la muchacha que llevaba el cesto de noticias, los papeles que agitaban sus alas con la brisa marina.
Aquel periódico iría a parar a un amigo de su tío, aún más elegante. Sí, allí estaba Fermín Varela, en la terraza del hotel Inglaterra, hojeando con voracidad El Noroeste. Su tío Ernesto leía de reojo, por encima del hombro de Varela, con la sorna en sus ojos de pata de gallo. ¿Vino artificial? ¿Pesca con dinamita? ¿Los diputados en las corridas de toros? Lo miró como a un pequeño culpable. Al fin y al cabo, Antonio era el último en llegar: ¿El nuestro es un país o un escorpión?
¿Qué sabes hacer?, preguntó Fermín Varela.
De todo.
Así me gusta, dijo Varela.
Es la ventaja de nacer en las malvas, comentó el tío Ernesto. Es mucho lo que uno sabe mamado en la leche.
¿Sabes disparar?
No, no sabía. Pero dijo que sí.
¿Sabes mandar?
¿Mandar?
Sólo hay un mandar. ¿Sabes mandar en hombres?
Le estaba haciendo preguntas muy difíciles. Antonio Vidal nunca había pensado en eso, en la posibilidad de mandar en hombres. Él venía buscando un trabajo. Podía trabajar mucho, sin tregua. Eso de mandar era otra cosa.
Eso enseguida se aprende, Varela, intervino Ernesto. Hay bulas para difuntos.
¿Qué es lo que quieres hacer tú?
Él trató de hacerla callar, pero una voz dijo por él: Tener un quiosco de prensa en el Parque Central.
Se rieron a carcajadas. No esperaban aquella salida. Después, Varela dijo: No está mal pensado. Muy bien, Vidal, muy bien. Prometes. El futuro está en El Vedado. Ése será el rectángulo de oro. Pero ahora tu destino queda un poco más lejos. Lo que puedo ofrecerte es trabajo en Mayarí. Irás allí y te pondrás al servicio de mi mujer. Para todo, como tú dices. Ella te enseñará a mandar. ¡Es una auténtica mariscal de campo!
Varela hablaba con una mezcla de hastío e ironía.
¿Usted no viene, señor?, preguntó Antonio Vidal.
A mí me ha llegado la hora de ser impuro. Estoy harto de la provincia, gallego. Me pasa lo que a los habaneros, que ahora siento un sacrosanto horror por el campo. A ti te sucederá lo mismo más adelante.
Yo soy de la aldea, señor Varela. Eso sí, de una encrucijada.
Pues por eso. ¿Quién crees que llena los music hall, quién crees que se hace limpiar dos veces al día los zapatos aquí, en el soportal del Inglaterra, y toma el plus en el Plaza? Como quien dice, todos bajamos del Tren Central. Y no queremos irnos de vuelta. Si lo haces bien, podrás volver con dinero suficiente para poner un quiosco de hierro forjado en medio y medio del Parque Central, junto al Diario de la Marina, e incluso hacerte un palacete en la Calle Diecisiete.
¿Qué clase de trabajo es?, le preguntó a su tío cuando se quedaron a solas.
Una gran hacienda de ganado y madera en Mayarí, dijo Ernesto. Recuerda que mandar es también callar. Con la señora tendrás que saber mandar y saber obedecer. Ella es la rica de verdad. Y hay algo que él no te ha dicho. Es una mujer culta. Incluso lee libros. Creo que prefiere las novelas a Varela. ¿Y eso que has dicho del quiosco en el Parque Central?
Me salió así. Sin pensarlo.
Tenía un día para decidirse. Antonio Vidal se sentó en un banco del paseo del Prado. Estaba allí con su traje blanco, de lino, de estreno. Ya pertenecía a la esfera de la luz. Diese las vueltas que diese, tuvo conciencia de que el principal de los reparos era ése. Acababa de llegar y ya no se quería marchar de La Habana. Tenía el segundo periódico sobre los muslos. Estaba pensando otra vez en el cínico pintor Mikhailov de Ana Karenina y en la muchacha que llevaba el cesto de periódicos encima de la cabeza, junto al muelle de Hierro del puerto de Coruña.
¿Qué?
La cabeza del chaval moreno había entrado en el sol como un eclipse.
¿Le sobra una hoja de papel?
¿Para qué quieres el papel?
Para hacer un gorro.
¿Sabes hacer gorros con papel de periódico?
Yo no, pero la maestra sí, dijo el chaval señalando a la altura de cuatro bancos más abajo, en el paseo. Había un grupo de escolares y una mujer joven que con el brazo hacía gestos de llamada al mensajero.
¿Ésa es la maestra?
Sí, señor. Y también la que hace los gorros. Los hace perfectos, como barcos.
Toma. Llévale todo el periódico.
Sentado en su banco, estuvo viendo cómo la maestra hacía gorros hasta acabar el papel. Los doblaba de una manera especial. Era verdad. Tenían más aspecto de navíos que de capuchones. Cuando los escolares pasaron a su altura, lo que vio fue un desfile de cabezas-barco.
Gracias, señor, dijo la maestra al pasar.
¿Señor? Él correspondió con una inclinación de cabeza. Y luego le salió la voz, sin hacer nada para detenerla esta vez: ¡Perdón, señorita! Hace mucho sol. ¿No le sobrará uno de esos barcos de papel?
Sí, sonrió ella. El mío.
La miga de pan
12 de julio de 1936
¡Dinos una misa, Polca!
Las cavidades de las piedras tenían allí la hechura de tronos, de sillas de granito. Francisco Crecente, Polca, el único que no estaba desnudo, se subió a la piedra más alta del Ara Solis del castro, escupió con un resoplido nostálgico la pepita de la última cereza, hizo la señal de la cruz y murmuró: In principio erat Verbum.
No se oye, protestó Terranova. ¡Más alto!
Polca sintió las espinas del sol en los ojos. Puso la mano a modo de visera y vio casi lo que buscaba. Junto al riachuelo del Souto, ladera abajo, había ropa tendida como un alegre injerto de gente en la naturaleza. Extendió los brazos y su voz de predicador descendió monte abajo montada en los rayos.
Et lux in tenebris lucet et tenebrae eam
non comprehenderunt,
etcétera, etcétera.
El segundo domingo de julio había llegado con un derroche de luz. Nadie se podía fiar de ese cielo de vértigo, la puerta de todas las borrascas de las Azores, ni siquiera en pleno verano. Pero esta vez acertaron con la misión. Polca estaba contento y orgulloso. Habían aceptado su propuesta. Era su aldea. Y hoy tenía la escala de un paraíso.
Todo era un don del sol, y el paisaje no parecía guardar nada para sí. Se sentía en la corona de la elevación. Estas ruinas habían sido el primer asentamiento de la ciudad, un monte fortificado, a prudente distancia del mar. Entre el Ara Solis y el faro de Hércules, en el altozano del istmo, había un eje visual. Cualquiera que se colocase en el mismo lugar que Polca experimentaría esa mirada geológica. La ciudad había renacido en el mar, rodeando la gran roca atlántica y haciéndose palafito en los arenales y las marismas, había ganado espacio en el vientre de la bahía con una sensualidad de jardines y construcciones en las que el fundamento era el cristal. Como el mar era hoy una superficie de espejo, Polca pensó que verdaderamente el segundo domingo de julio era un regalo y se merecía una bendición.
¡Un oficio divino, Polca!
Holando había leído los diez mandamientos del naturismo. Durante el baño de sol, tumbados y desnudos sobre las piedras calientes, forradas de musgo aterciopelado y de los dorados del liquen, con el péndulo de las cerezas sobre los labios, midiendo el tiempo de fuera adentro, todo el enunciado tenía la forma de un afloramiento de la razón. El cuarto: No dejéis de bañaros todos los días en agua fría. Ahí hubo un abucheo. ¿De dónde es el profeta? El doctor Nigro Basciano es de Brasil. Así cualquiera. Por lo demás, asentían. Hasta el décimo: No os alimentéis de carnes, ni asesinéis a los pobres animales, siendo compasivos con ellos. Mens sana in corpore sano. Finis. Amen.
Hubo un rato de silencio. Lo que duraron las cerezas.
¡Eso será después de las fiestas!, exclamó Polca finalmente.
¿El qué?
Lo de ser compasivos con los animales.
Tú tómatelo todo a broma, dijo Holando. Los mataderos son un espectáculo repulsivo. Fijaos en el Orzán cuando hay matanza. El mar teñido con la sangre de las reses. ¿No es una vergüenza prehistórica? Aquí las vacas también deberían ser sagradas.
Por eso nos las comemos, dijo de repente Anceis. Casi nunca hablaba. Anceis era un muchacho muy serio, caviloso. Y cuando lo hacía, cuando hablaba, parecía arrepentirse enseguida. Estaba a punto de salir para Pasai San Pedro, donde embarcaría en un bacaladero vasco. Sólo le faltaban dos días. También era poeta. Un poeta secreto. Había empezado a escribir lo que él llamaba Poemas S.O.S., en la estela del poeta marinero Manoel Antonio, el vanguardista de De catro a catro. Ni siquiera había publicado en la casa de sus amigos, en la revista Brazo y Cerebro. Uno de los pocos a quienes se los confiaba era a Arturo da Silva. Encontraba una relación entre escribir poemas, tal y como él los entendía, y boxear.
Lo mismo que a Cristo, dijo Anceis.
No veo la comparación, replicó Holando.
¿Por qué la gente prefirió que soltasen a Barrabás y que crucificasen a Cristo? Fue, por así decirlo, una elección de calidad gastronómica. A quién hincarle el diente. Lo que mejor sabe es lo sagrado. Es una homeopatía. El culto al Sagrado Corazón de Jesús. La Semana Santa con la celebración del Calvario y la Crucifixión. El sacramento de la Comunión. Es el ansia por alimentarse de lo sagrado. Los cantores griegos comían grillos. Los atletas, saltamontes.
Oyó cómo se reían. Pestañeó. Era él quien los había hecho reír. Nadie había imitado su voz. Sus amigos reían. Eran muchachos alegres. Hablaban de la revolución como de una fiesta. Llevaban días preparando la jira de los Caneiros. Habría un tren especial. Después irían en barcas remontando las aguas centelleantes del Mandeo hacia el corazón del bosque. Habría discursos libertarios, comida hasta hartar y después música, mucha música. Era un día hermoso, un día de paraíso en la tierra. Parecía un pecado no ser feliz. Así que dijo:
Perdón.
Él, en realidad, estaba pensando en un poema en el que las palabras eran migas de pan sobre un mantel de hule. Se había pasado la noche en vela, consciente el cuerpo por vez primera de que iba a abandonar su tierra en un largo viaje. Los dedos del silencio trabajaban al tiempo que las alas de las palomillas. Fueron puliendo migas de pan esféricas con la exactitud encarnizada de las cuentas de un rosario astral. Una de esas migas era el sol del segundo domingo de julio.
Perdona, Holando.
No hay nada que perdonar. Lo que yo digo es que no necesitamos sacrificar animales para sobrevivir. En una sociedad más civilizada, sobrarían alimentos. Es en los países más ricos donde se sacrifican más animales sin necesidad. ¿Sabéis por qué casi se extinguen los búfalos en las grandes praderas americanas? Por la lengua. Los indios lo aprovechaban todo, pero las grandes matanzas fueron hechas por blancos. La lengua de búfalo fue un menú de moda en los restaurantes de Nueva York. Buffalo Bill era una máquina de matar, un cazador industrial. Dicen que en un día mató más de tres mil búfalos él solo.
¿Tres mil?
Contemplaron el fértil valle de Elviña. Más allá, A Granxa, a la orilla del río de Monelos. Tres mil búfalos eran muchos búfalos.
Por aquel entonces, a finales de siglo, se mataban cuatro millones de búfalos al año. Cuatro millones de lenguas. Con sus huesos se podría construir otra muralla china. Faltó la mente monumental.
Holando tiene razón, dijo Arturo da Silva. Eso sí que sería poner el mundo al revés. Dejar de ser carnívoros. Pero ya sabes lo que hacían los monjes de Oseira en Cuaresma, cuando estaba prohibido comer carne. Tiraban los cerdos al río y después lanzaban las redes para pescarlos. Los labradores, que no podían ni oler el tocino bajo pena de excomunión, fueron a protestar por aquel abuso y el abad dijo: ¡Todo lo que cae en la red es pescado!
El campeón de Galicia de los pesos ligeros apoyó la cabeza y los codos en el suelo alfombrado de musgo y, con perfección gimnástica, enderezó las piernas hacia el sol. Cabeza abajo dijo: Y para boxear yo necesito un bistec.
Terranova se acerca a él. Su andar es cómico, de Charlot descalzo, que lleva como imaginario bastón una paja de heno con la que señala el sexo del campeón al tiempo que declama la cita más clásica de su repertorio portuario: Eu sou aquelle occulto e grande cabo a quem chamades vós outros Tormentório. [1] Arturo no aguanta las cosquillas de la espiga ni la risa que le provoca la clásica ironía. Se pone en pie con una acrobacia y echa a correr detrás de Terranova, quien, tras salvar una mata de tojo, trepa por el peñasco y posa escultórico en un saliente que le sirve de peana. Se cubre y descubre con las manos: ¡Oh, Gran Pene caído en desgracia! ¡Lurdo di Columnata! Mi pobre tocino curado en mármol de Carrara.
La piel muy morena, parecía que llevaba toda la vida desnudo al sol. Y brincaba por los peñascos con ligereza, sin tener que mirar los pies. La escuela de los perceberos de la Gaivoteira, del Altar, del Caballo de las Praderas, los grandes farallones al pie del faro. Lo que a él le gustaba era tener un público atento al que cantarle, al que divertir con su saber portuario, aquella picardía internacional que tenía hechizado al veterano maestro Amil, en las clases nocturnas de la Escuela Racionalista. Terranova subió un peldaño natural. Se cubrió y descubrió el sexo con el capuchón de las manos.
Yo no tengo la culpa. Me lo dijo Luba, la del Normandie: Si la tienes pequeña, no es culpa tuya, que es de Baba. ¿Quién es Baba? ¿Quién va a ser? El Demonio. Usó contra ti una fuerza por encima de tu fuerza y una potencia por encima de tu potencia. Eso, tal cual, dicho por una camarera del mayor vapor del mundo, me dejó hecho polvo. ¿Y no tiene remedio, Luba? Claro que tiene remedio, corazón. Darle la vuelta al mundo. Y después se echó a reír. Teníais que ver la dentadura de Luba. Cuentan que cuando ardió el Pabellón Lino sólo quedaron intactas las teclas del órgano. Pues así son los dientes de Luba. Deberían poner un retrato suyo como mascarón en la proa del Normandie. La suya es una alegría que da miedo. Explícate mejor, Luba, le dije, ¿cómo se le da la vuelta al mundo? Tenéis que ver esa dentadura. La pieza más valiosa del Normandie. Es lo que hace andar ese vapor.
Abrevia. ¿Cuál es el remedio?
¡Leed Brazo y Cerebro! Y cumplid los mandamientos del naturismo.
Holando le tiró un guijarro con el que le apuntó al ombligo: No seas bobo.
Lo siento. No lo puedo decir. Va contra todas las religiones.
Mejor.
Y dijo Luba: Que la mujer sea cielo, y el hombre, tierra.
¿Y así crece el pene?
Así crece todo, mi vida.
Estamos aquí, a secar, como dioses.
Como congrios. No me hables de dioses.
Dioses griegos, dijo Holando. A mí me gustan. Se pasaban el día subiendo y bajando, en el Más Allá y en el Más Acá. Sin miedo a resbalar en la hoja de la higuera. Prometeo era un libertario. El primero en romper las cadenas. Y Dioniso, otro. A ése habría que llevarlo en andas a los Caneiros. ¿Y qué me decís de Afrodita, Atenea…?
¡Minerva!
Minerva no, dijo Holando. Ésa era itálica. Aunque también vale lo suyo.
Miró de reojo. Todos se estaban riendo. Incluso Arturo da Silva, con la cabeza apoyada en tierra. Todos pensando en la bibliotecaria de Germinal. También él. El primero.
¿Que si vale? ¡Por todos nosotros!, exclamó Dafonte. ¿Por dónde andará hoy?
Ellas van a los Pelamios y a San Amaro, dijo Leica. Y a la playa de las Conchas. Hay algunas que se bañan desnudas.
¿Las has visto tú?
Las vi. Ella, en la playa de las Conchas, sólo vestida con algas. Ésa sí que es una diosa.
¿Andabas buscando fotos, Leica?
No, andaba buscando luz. Hay que aprender a ver.
¿Y tu hermana, Leica, también se baña al pie del faro?, preguntó Arturo da Silva.
Mi hermana anda por Francia. Le han dado una beca de pintura.
Qué lástima que no venga a pintar a los Caneiros.
Iría de buena gana. Seguro.
Las mujeres van al mar y nosotros aquí, como carneros sagrados, dijo Dafonte. En el monte celta. El próximo domingo hay que bajar al mar, a vestirnos con algas, a sumergirnos en el clasicismo.
Ahora Terranova está raspando bajo el musgo y cavando con las manos, con un entusiasmo infantil.
Aquí tiene que haber tesoros. ¿Nunca vinisteis con las herramientas, Polca?
Vinimos. De chavales. Pero no encontramos nada. Excepto un sifón. Una botella de sifón.
Un sifón celta.
Eso. Lo que sí encuentran los labradores cada vez que en el valle se remueve la tierra para sembrar son botones de guerreras donde se puede leer Liberté, Égalité, Fraternité. Todo esto que veis fue un terrible campo de batalla. La batalla de Elviña. Que se sepa, la más dura de la historia de Galicia. Yo mismo tengo uno de esos botones en la chaqueta. Ahí, en la manga.
Y era cierto. La chaqueta estaba colgada de la horquilla de un árbol pegado a la muralla del castro.
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