Miró, vio el mar
y tuvo a quién mostrarlo.
IDA VITALE,
«Misterios»
… y el mar, el mar, el mar
que golpea con pausa solemne la nada.
GABRIEL CELAYA,
«Primer día del mundo»
A otras cosas quizá las atrapa el lenguaje
y caben, cómodas y ajustadas, en sus nombres.
El mar no es una de ellas.
AURORA LUQUE,
«Nomenclatura náutica»
A modo de botadura: la vida azul
Las olas rabiosas contra el espigón. Un estallido de espuma sobre los pescadores. En el puerto, los barcos en su danza hipnótica, los mújoles devorando, ciegos, la porquería de la ciudad. Una playa de piedras junto a las rocas. En ella encontraba, de vez en cuando, una orejita de mar que cogía como si fuera un tesoro. El cielo gris sobre la playa de San Lorenzo, con el agua del color del barro. Otras veces, un sol aplastado sobre la arena, el espacio mínimo de la toalla cuando sube la marea, mientras se oye por megafonía el aviso de que se ha perdido un niño de cinco años, Pedro, con un bañador verde, Pedro de cinco años, quien lo encuentre que lo lleve a la caseta de Salvamento situada en la escalera número doce. Y mi madre: un niño perdido, ¿veis?
Éste es mi enlace con el mar: el Cantábrico en Gijón.
En el furioso Cantábrico, mi hermana y yo aprendimos a nadar. O algo así. Las olas nos llenaban de arena el bañador. Después fuimos a la piscina de la Laboral, para aprender mejor en esas aguas quietas. Miguel Delibes decía que un verdadero nadador se hace en la naturaleza, en los ríos y en los lagos y en el mar. Cuando él y sus hermanos cumplían seis años, su padre les ataba una cuerda a la cintura y los echaba al río, al lago, al mar, para que aprendieran a nadar. Decía que no entendía cómo la gente no enseñaba a sus hijos a hacer algo que saben hacer hasta los perros. Años después, Delibes salvaría a un hombre de ahogarse en Suances. Lo cuenta en Mi vida al aire libre. Lo que más recuerda Delibes es que ese día llevaba una faja de lana de color crema que le dio vergüenza mostrar en público y que se echó al agua con ella puesta, por lo que el frío húmedo de la faja empapada le paralizó el vientre, que tardó varios días en volver a funcionar.
Nunca nadé demasiado bien porque no aguanto el agua pesando sobre las pestañas. Levantaba la cabeza como un perrillo. Hace unos cuantos años, por fin me compré unas gafas de natación y, cuando empecé a meter la cabeza en el agua al bracear, y a respirar como se debe, mejoré mucho. Con las gafas veo también los peces y el baile de manchas luminosas de sol sobre la arena del fondo. Aprendemos a nadar, a flotar en el agua, y más que aprender es como si recuperáramos una habilidad que habíamos olvidado.
Algo tiene el mar.
Cuando era pequeña, mi abuelo José me decía que le echara agua de mar a las heridas porque así curaban mejor. Las marcas blancas que tengo en las rodillas son de eso, de postillas que se cayeron antes de tiempo. Aun así, hay verdad en lo que decía mi abuelo. Algo tiene el mar que ayuda a curar las heridas. Nos sumergimos en él y se produce una suspensión del pensamiento. Las preocupaciones parecen menores, más remotas. Hay un alejamiento físico mayor que el de la distancia. Y eso es porque el mar no admite competidores por su atención. Abraza, golpea, cambia su piel a cada momento y nos deslumbra con los metales de los peces que nos pasan junto a las piernas.
En el primer capítulo de Moby Dick aparecen «millares de mortales perdidos en divagaciones oceánicas». Son personas que, a lo largo de la costa de Manhattan, apoyadas contra los pilotes, sentadas en las escolleras, miran hacia el mar. Personas de tierra firme que, escribe Melville, pasan la semana encerradas entre cuatro paredes, atadas a mostradores, clavadas en bancos, pegadas a escritorios, y que el fin de semana se ven irresistiblemente atraídas hacia el mar, del que se convierten en silenciosos centinelas. Ismael, que narra esta historia, cuenta que se echa al mar para disipar la melancolía. Cada vez que siente una niebla ante los ojos, embarca. Pero Ismael no sólo embarca para combatir la tristeza, también para trabajar. Es marinero. En esta ocasión, como ya sabemos, en el ballenero Pequod. Además del magnetismo del mar, de su condición enigmática, de su unión a nuestros recuerdos, esto también me interesa: el trabajo, los trabajos, del mar.
Pensamos en el mar siempre en relación con nosotros. Así ocurre con todo lo demás y es lógico: nuestro pensamiento es antropocéntrico. Pero lo bueno es que el mar es indiferente a nuestro ego y que existe por sí mismo. Que seguiría existiendo aunque desapareciéramos. En ese caso, lo haría incluso con un mayor dominio de su condición, sin que nosotros lo convirtiéramos en despensa, placer, vertedero y lugar de paso.
España es casi una isla. Si hubiera una línea de puntos por los Pirineos y cortáramos, nos convertiríamos, junto con nuestros vecinos portugueses, en isleños. Incluso los habitantes de las provincias del interior lo serían, aunque nada parezca menos propio de una isla que los extensos campos roturados de la meseta Central. Esta casi insularidad ha marcado y marca la historia de sus regiones. El país apoya su cabeza en la almohada vibrante de una superficie marina que se acerca al millón de kilómetros cuadrados.
Junto con Grecia, Italia y Croacia, España es uno de los países de la Unión Europea con más territorio junto al mar. En el Perfil Ambiental establecido en 2006 por el entonces Ministerio de Medio Ambiente, se estimaba que España tiene 7.905 kilómetros de costa. La actual Ley de Costas señala que el litoral español mide más de diez mil kilómetros. En realidad, nadie lo sabe con exactitud. Es imposible saberlo. Esto se debe a su geometría fractal. La costa no es una línea recta, está llena de entrantes y de salientes. Por eso su longitud cambia según la precisión con la que la midamos. Desde el Instituto Hidrográfico de la Marina, que es el organismo competente en determinar la línea de costa, me lo explican así: que esta medida es difícil de establecer, ya que depende de la escala tomada como referencia. A mayor resolución, mayor longitud. Además, la costa cambia a cada instante. Un temporal que se come la mitad de una playa, la ampliación de un puerto o la construcción de un espigón son algunos de los muchos elementos que modifican la longitud de la costa. Es imposible medir el hueco que deja cada roca que se cae en un acantilado y cada tetrápodo de hormigón que se añade a un rompeolas. Y a mí este misterio me parece maravilloso.
En los municipios costeros vive un cuarenta por ciento de la población española. Entre los habitantes de los litorales atlántico y cantábrico hay mariscadoras, percebeiros y bateeiros, pescadores de bonito y bocarte, constructores modernos de antiguos barcos balleneros. Al sur, el Atlántico continúa sus dominios hasta las islas Canarias y Tarifa. Son tierras de pescadores de atún que trabajan, como sus abuelos y bisabuelos, con el arte de la almadraba, pero ahora con técnicas japonesas. De esas costas partieron descubridores de nuevos mundos que no creyeron que más allá de Fisterra sólo había monstruos. A partir del Estrecho, las aguas frías del Atlántico se convierten en las del mar de Alborán, el recibidor del Mediterráneo, y las costas españolas alcanzan el continente africano, con Ceuta y Melilla. Bajo las aguas antiguas del Mediterráneo se mezclan hechos y mitos de fenicios, griegos y romanos, pero en él no sólo hay ánforas con vinos agrios, también microplásticos sobre los que alertan los biólogos. Y olas de calor marinas, cada vez más frecuentes. Aun así, sus praderas de posidonia resisten y son un escondrijo verde para peces y estrellas.
El mar pertenece también a los que lo han escrito. Del mar vienen los poemas de Rosalía de Castro dedicados a los que cruzaron el Atlántico tal vez para no volver, además de las nostalgias de marinero en tierra de Rafael Alberti. La pleamar trae palabras de Pío Baroja, de Josep Pla, de Carmen Conde, de Manuel Antonio. La literatura sobre el mar es también una corriente que guía la navegación de este libro. Y entre las olas nacen las canciones de Joan Manuel Serrat y las de los arrantzales(1) vascos.
Estas páginas proponen un viaje por los mares de España. Un viaje con los ojos llenos de azul y los oídos escarchados de salitre para escuchar las historias de sus habitantes. Laberinto mar no habría sido posible sin la generosidad de tantas personas que compartieron sus vidas y sus conocimientos. Por eso los agradecimientos al final del libro son extensos. Además de a esos hijos e hijas de la mar, en estas primeras páginas quiero citar y dar las gracias a Carme Riera, que hizo que este barco de papel llegara a buen puerto; a Pilar Álvarez, su primera armadora naval, y a Pablo J. Casal, que tanta luz y orientación me ha dado durante esta larga travesía.
Hay quienes necesitan empezar las cosas por la A y luego pasan a la B y tras esto a la C y así todo. Yo no creo que los libros deban ser así, porque la vida tampoco lo es. Este libro recoge una navegación movida por los vientos y por la curiosidad. No es una sucesión de puertos en los que atracar en un orden, sea éste el que sea, ni mucho menos una serie de tesis. Nada de eso. Meter en un libro el mar, los mares, es un empeño de locos —de loca—. Una tarea destinada de antemano a fracasar pero que afronto con la inconsciencia de aquel niño que quería verter, con una concha, toda el agua del océano en un agujero en la arena. La historia, una de esas historias nada históricas, dice que san Agustín de Hipona se encontró con ese niño y le dijo que su tarea era imposible. Como el santo también estaba intentando meterse en la cabeza lo incomprensible de que dios es uno y trino, el crío —que era el mismo dios, ya se sabe— le replicó: «Pues igual que es imposible que tú entiendas con tu mente finita el misterio de Dios, que es infinito». Al margen de estos enigmas teológicos, que no son lo mío, la infinitud del mar me llama con la atracción que sólo tienen las cosas que nunca comprenderemos del todo.
I. Otras aguas saladas: sudor y lágrimas. Vida y muerte en el mar

Memorial de náufragos. De la Costa da Morte y el Cantábrico al cabo de Palos y Terranova
El primer pan salido del horno en Año Nuevo se arrojaba al mar para que lo engullera y, a cambio, respetara la vida de los marineros. Un pan por un hombre, por lo menos. La costumbre la mantenían algunas mujeres de los pueblos costeros de Galicia: las esposas, las madres, las hijas, las hermanas. Vicente Risco la recoge en su Etnografía y así lo anota Manuel Rivas al inicio de Los náufragos, una crónica sobre marineros a los que el mar quiso tragarse pero que al final escupió, vivos o algo así.
Rivas es uno de los escritores que más ha profundizado en la relación de Galicia con el mar. La historia de estos náufragos la recoge en el libro La mano del emigrante, cuyo título preferiría que fuera una traducción del original: A man dos paíños.[1] En Los náufragos, Juan Jesús Piñeiro, cocinero de barco, cuenta cómo sobrevivió —y fue el único— al hundimiento del Enteli, un mercante que llevaba cemento y que se hundió junto a las costas de Argelia. Y le habla a Rivas de los «pensamientos de oro», aquellos que ocupan la mente de los náufragos mientras se aferran a algún resto del barco, durante horas interminables de frío y resistencia. Los pensamientos de oro son esos pensamientos mágicos con los que los náufragos empiezan a solucionar los problemas que han quedado en casa: la vida de la mujer y de los hijos, los temas y las conversaciones pendientes. Después de resolver, en su cabeza, todo su mundo, Juan Jesús Piñeiro dice: «Cuando todo estuvo en orden, quedé muy tranquilo. Calmadísimo en el medio de la tempestad».
Nunca sabremos quiénes, de los muchos naufragados en nuestras costas y en otras más lejanas, llegaron a tener esos pensamientos de oro. Por ellos ya sólo podemos recordar algunas de sus historias y conjurar así el olvido. Debemos hacerlo porque no creo que, como decía Federico García Lorca en aquel poema, el mar vaya a recordar de pronto los nombres de todos sus ahogados. Creo más bien, y así lo escribió Joseph Conrad en sus memorias marineras recopiladas en El espejo del mar, que el océano no tiene compasión, ni fe, ni ley, ni memoria.
En la Costa da Morte, el Atlántico se enfurece a menudo. La rabia de las olas rompe los acantilados graníticos y levanta muros de nata por los que el viento pasa desfilando los bordes. Estas tempestades producen noches de una profundidad espantosa, la unánime noche, escribía Borges. Cuenta la leyenda negra que, en esas noches, los barcos veían luces y, cuando pensaban que estaban salvados, se estrellaban contra las rocas, ya que esas luces eran hogueras preparadas por los raqueiros, piratas de tierra firme, para atraerlos a las zonas más peligrosas y hacerlos naufragar. La leyenda negra cuenta también que se ponían faroles o candiles encendidos en los cuernos de las vacas y que éstas se dejaban libres en las playas para que parecieran luces de barcas de pescadores y así atraer a los barcos hasta los bajíos.
Sigue habiendo debate —y discusiones— sobre si esto sucedía o no, y en qué medida, pero sin duda es cierto que, cuando naufragaba un barco y el mar calmaba su furia, los vecinos de los pueblos cercanos, cuyas vidas no eran ni fáciles ni prósperas, sacaban lo que pudieran de él. Pero esas mismas manos eran también las que ayudaban a los náufragos que llegaban vivos a las playas y las que curaban sus heridas.
Eran también las manos que enterraban a los muertos.
En los bajos de los Balieiros, cerca de las islas Sisargas, es donde naufraga el marinero adolescente que rescata Hadrián, un viejo pescador, al comienzo de La Costa de la Muerte.[2] Esta novela escrita en los años veinte por José Mas, escritor sevillano fascinado por este territorio, amplió la mitología de estas costas y sus historias de naufragios y pescadores. También Aurelio, marinero argentino, aparece como un delfín, dice el viejo pescador, en la playa de Seaia, en Malpica de Bergantiños. Es el único que se ha salvado de toda una tripulación comandada por un capitán que ya venía borracho desde Buenos Aires. «Aun sin empinar el codo hay que tener cuidado. Y ojos de gato para ver en la sombra, porque con estas peñas de mi país no se juega en vano», le dice el viejo.
La escritora inglesa Annette Meakin dejó el nombre de Costa de la Muerte para la historia. De ella es uno de los primeros escritos que lo registra: su diario, en enero de 1908, cuando llega a A Coruña y dice que acaba de desembarcar en lo que los marineros llaman «coast of death». Aunque existen algunas divergencias sobre la delimitación de la Costa da Morte, se podría decir que son los recortes rocosos que van desde Arteixo, a pocos kilómetros de la capital coruñesa, hasta Fisterra, el cabo donde algunos siglos antes se acababa la tierra conocida y del que, más allá, a saber qué extrañas criaturas había. «La línea de costa formada por estas rías y las pequeñas ensenadas hacia el norte de ellas son tan peligrosas para los barcos que los marineros las llaman «la costa de la muerte». Muchos buques ingleses se perdieron en esa costa», escribe Meakin. La escritora, amiga de la reina Victoria Eugenia de Battenberg, esposa de Alfonso XIII, publicaría un año después su viaje por Galicia con este título: Galicia, the Switzerland of Spain.[3] Meakin dice que la pérdida de barcos ingleses frente a las costas gallegas y las peticiones de su país a España hicieron que el entonces ministro de Fomento, Augusto González Besada, nacido en Tui, Pontevedra, anunciara la instalación de boyas luminosas en los lugares más peligrosos.
El naufragio del torpedero inglés HMS Serpent al encallar contra la punta do Boi, en el cabo Trece, en Camariñas, en la noche fría y fatal del 10 de noviembre de 1890, es la tragedia a partir de la que se hacen más conocidos los peligros de esta costa, aunque los hundimientos de barcos ya eran habituales. Desde hace unos años, hay en Camariñas una «Ruta dos Naufraxios» que incluye una aplicación de realidad aumentada con información sobre sesenta y tres naufragios. Entre ellos están los de otros barcos ingleses como el Iris Hull —también estrellado contra la punta do Boi—, el Tinacria y el City of Agra; además de pataches españoles y portugueses, veleros franceses; mercantes estadounidenses, liberianos y marroquíes —como el Banora, que llenó de naranjas las playas—; y de buques carboneros griegos, italianos y noruegos. Son tantas las historias que, sólo en estas costas, darían para unos Episodios nacionales sobre naufragios.[4]
El HMS Serpent llevaba a bordo a ciento setenta y seis marineros ingleses. El comandante Harry Leith Ross estaba al mando. Sólo tres marineros se salvaron. Los tres tenían puesto el chaleco salvavidas, que no era obligatorio en ese momento en la Marina, y por eso en el barco únicamente había veinticinco chalecos. A partir de la tragedia del HMS Serpent, como recuerda una placa informativa en el lugar del naufragio, el uso de los chalecos salvavidas se generalizó en la Royal Navy.
Ola a ola, día a día, el mar fue entregando los cuerpos de los marineros. Se quedó con treinta y uno de ellos. Los otros ciento cuarenta y dos fueron recogidos y enterrados por los vecinos de Camariñas en el cabo Trece, en este lugar en el que estoy, llamado desde entonces «cementerio de los ingleses». Se llega hasta aquí por una carretera pedregosa y retorcida y, al final, por una pasarela de madera.
Este lugar parece muy lejos de cualquier presencia humana. Sólo el cementerio la recuerda. Está entre tojales y brezales que se redondean sobre los coios, cantos graníticos erosionados por el mar, y junto a la solitaria playa de Trece, hasta la que nadaron aquellos tres únicos supervivientes. El cementerio está rodeado por un muro de piedras de granito rosa. Dentro de él hay una estela que dice: «En memoria de todos los náufragos da Costa da Morte». Alrededor de la estela, bajo mis pies y bajo la hierba, están los marineros del HMS Serpent. En una placa que hay en la entrada se recuerdan, uno a uno, sus nombres y sus puestos en el barco: mariñeiro, contramaestre, doctor, cociñeiro, maquinista, fogueiro, fogueiro xefe, mecánico, artilleiro, corneta, infante de mariña.
En un pequeño recinto dentro del cementerio, al que se entra al empujar una verja oxidada, están enterrados el comandante Harry Leith Ross y sus oficiales. Aquí siempre hay flores que dejan los vecinos de estos pueblos de la Costa da Morte. Un ramo de no hace demasiados días, con rosas rojas, de una floristería de Camariñas, lleva una banda blanca en la que se lee: «Con cariño para todos eles». A su lado se pudren algunos ramos de claveles blancos y rojos y hay una cruz de madera y dos velas anegadas por la lluvia. Siento a la vez calma e inquietud. Frente al cementerio restallan las olas y todo lo llena el mar con su ruido blanco.
—Cuando tenía trece años, mi padre se cayó de un pino y murió. Éramos siete hermanos y con catorce ya me llamaron para la mar. Pescábamos y llevábamos carga y mucha gente a donde fuera. Nosotros pescábamos bonito y hasta las Azores íbamos. La galerna nos cogió a veinte millas de A Coruña.
Aquilino Novo Mariña está sentado al borde de la carretera que va al faro de Estaca de Bares. Todos los días hace este paseo desde su casa, en Vila de Bares, una vez por la mañana y otra por la tarde. Nunca llega a completarlo: la espalda le mata. Tiene noventa y un años y ha pasado toda una vida en el mar, menos los diez años que estuvo en Holanda, en una fábrica de maderas.
Aquilino es uno de los supervivientes de la gran galerna del 12 de julio de 1961, que todavía recuerdan los marineros de más edad de las costas cantábricas.[5] Durante esa galerna, con olas de doce metros y vientos dementes, murieron ochenta y tres pescadores. La mayoría gallegos, pero también muchos asturianos, y vascos y cántabros. Dejaron medio centenar de viudas y más de cien niños y niñas huérfanos. Todos los barcos intentaron desesperadamente volver a puerto, pero la mayoría no lo consiguió.
—Muchos barcos comió la mar, mucha gente, mucha, mucha. Se veían ir al fondo como moscas. De aquí y de todos lados, de Celeiro, de Viveiro, de Espasante, de ahí también comió la mar más barcos que el demonio. En uno venía el patrón, el hijo del patrón y dieciséis hombres, y ahí desapareció todo. Nosotros teníamos un barco grande, íbamos diez o doce. Lo habían comprado en el País Vasco, se llamaba Estrella del Alba. Trajimos a un pesquero de aquí, de Bares, que si no es por nosotros se va también al fondo, porque era una barca más pequeña y, como había tantos golpes de mar y tanto viento, no podía. Tuvimos que venir desde A Coruña a Gijón con esa barca en popa todo el tiempo.
»A Gijón llegaban barcos que venían con la bandera en el palo a media asta y eso es que traían heridos o muertos. Y un barco vino sin puente, le desapareció en la mar, era de la Marina o no sé qué, y cuando llegaba a El Musel vino una madre y un hijo pequeño que tenía, y lloraban. Había mucha gente en el puerto. Otra barca que tenía los imbornales más pequeños, cuando el agua entraba para dentro, no daba colado. Le venía un golpe de mar y quedaba encima y la barca no podía con ese peso y la llevaba para el fondo, y un marinero ya se había puesto la ropa de agua para que le echáramos un cabo para traerlo a nuestro barco.
Una galerna es como si una maldición se te precipitara encima. El día es sereno, cálido, y de repente el cielo corre una capota de nubes y se vuelve noche. El aire pesa. La temperatura desciende diez grados o más casi en un instante y el viento coge tanta fuerza como para arrancar el alma.
La galerna que ha causado más muertes en el Cantábrico es la conocida como «Galerna del Sábado de Gloria». Más de trescientos marineros murieron aquel mes de abril de 1878. Los que lograron volver a puerto nunca olvidarían los saltos enloquecidos de sus barcas en el mar y «la visión de su sepultura entre los pliegues de aquel abismo sin límites», como escribió José María de Pereda en Sotileza, una novela sobre la vida marítima en Santander y en la que esta galerna servirá también para deshacer nudos narrativos.
Tres décadas después, en agosto de 1912, otra galerna desaforada, la «Galerna de la Noche de Santa Clara», se llevará a ciento cuarenta y tres —aunque las cifras bailan— arrantzales vascos, la mayoría de Bermeo. Era temporada de bonito y, como en unos días venían las fiestas de San Roque, muchos de los pescadores jóvenes habían organizado sus bodas.[6] Dicen que estaban previstas treinta. A esas chicas, el mar las hizo viudas prematuras. En las lanchas boniteras había muchos padres con sus hijos, algunos de ellos eran expósitos adoptados por los pescadores, algo bastante habitual entonces. Muchos todavía eran niños. En tierra, más de doscientos críos se quedaron huérfanos.

Publicación de la revista donostiarra Novedades, sobre la galerna de 1912.[7]
Besadas por abadejos, meros, sargos y bogas, en los restos del Sirio crecen las gorgonias, que son los abanicos del mar. Es uno de los pecios más conocidos de Cabo de Palos, que ha convertido los naufragios en parte de su economía, antes sobre todo pesquera y ahora sobre todo turística. Hay varios centros de buceo en los alrededores de su puerto, ceñido por restaurantes siempre llenos en verano y en los que se puede encontrar arroz al caldero, antes plato de pescadores. Los centros de buceo enseñan estos barcos hundidos a buceadores más o menos experimentados, ya que están a profundidades de entre treinta y setenta metros.
El transatlántico Sirio salió de Génova el 2 de agosto de 1902 con destino a Río de Janeiro, a Santos y a Buenos Aires. Llevaba a un millar de personas a bordo, entre ellas unas doscientas embarcadas en Barcelona y en Alcira. Emigraban, y en sus maletas se mezclaban ilusiones y calcetines. No se sabe cuántas personas murieron, porque el vapor embarcó a más pasajeros de los permitidos, pero se estima que los muertos se acercan a los cuatrocientos.[8]
El naufragio se produjo cuando el barco chocó contra el bajo de Fuera de las islas Hormigas, uno de los fondos rocosos que aquí han provocado muchos hundimientos. El rescate de los supervivientes lo hicieron, en nueve barcas, los pescadores de Cabo de Palos. También los botes de dos vapores, uno francés y otro italiano, el Marie Louise y el Umbría; los de un transatlántico francés, el Poitou, y, sobre todo, Vicente Buigues y la tripulación del pailebote Joven Miguel.
Una placa a pocos metros del faro de Cabo de Palos recuerda este salvamento. En ella hay una foto en blanco y negro de un condecorado Buigues y una imagen que recrea el naufragio: el vapor casi hundido, con las dos chimeneas a punto de ser tragadas por el agua y la proa apuntando al cielo. En esta ilustración, desde dos de los laúdes de los pescadores, varios náufragos observan con espanto cómo se hunde el Sirio. El laúd es una barca de pesca con vela latina que era muy usada en el Mediterráneo. Se ven muy bien en Las tres velas, una pintura de Joaquín Sorolla que fue comprada por un banquero alemán de ascendencia judía. Esta obra se libró de chiripa de caer en manos de los nazis y hace más de una década que se vendió a un coleccionista anónimo por 2,9 millones de euros.
Bajo las aguas que rodean Cabo de Palos existe todo un cementerio submarino. Aquí duermen muchos otros pecios que despiertan la curiosidad de los buceadores. En este atardecer de óxido y chicharras, veo desde el faro a varias zódiacs que esperan a los que han desaparecido bajo la estremecida piel del mar. Además del Sirio, entre los pecios más conocidos están el Isla Gomera, llamado Naranjito por su carga; el Lilla, conocido como Carbonero por la misma razón, y hundido por un submarino alemán en 1917, durante la Primera Guerra Mundial; el SS Stanfield, un carguero inglés que también llevaba carbón, en su caso con destino al ejército italiano; y el Minerva, un vapor británico que transportaba raíles de ferrocarril. Igual que en Cabo de Palos, en todas las costas españolas hay restos de barcos hundidos. E incluso alguna sorpresa, como el avión Junkers Ju 88 del ejército nazi que hay frente al pueblo de S’Algar, en Menorca.
Mal borradas con brea, en la cuesta de subida del estilizado faro de Cabo de Palos, me he encontrado varias pintadas. La primera decía: «Salvemos el faro». La segunda: «Hotel no». La tercera: «Stop privatizar». Y así seguían, clamando que el faro no se vende, salvemos el faro, que no al pelotazo, que el faro es de todos. Se hicieron en 2017, durante unas protestas del movimiento ciudadano Salvemos el Faro de Cabo de Palos en contra de la propuesta de convertirlo en hotel. Y también para pedir a la Autoridad Portuaria de Cartagena que impidiera cualquier uso privado del faro.
Los faros son los vigilantes del mar. Los marineros buscan sus guiños luminosos para evitar un posible hundimiento al chocar contra los bajíos o contra los acantilados, pero no siempre los naufragios se pueden evitar de este modo. Otra opción muy habitual es rezar. Hoy precisamente he visto la procesión de la Virgen del Mar en Cabo de Palos, con barcos engalanados con coloridos banderines y las cubiertas llenas de familias, amigos, concejales. Participaban unos cuarenta barcos, casi todos de recreo, también había unos niños en un bote de remos y hasta un chico en una tabla de paddle surf. Banda de música, petardos y teléfonos móviles grabando a los barcos que salen por la estrecha bocana del puerto.
—A los barcos que salían, los niños antes les tiraban globos de agua, pero ahora ya no —le explicaba un abuelo a su nieta, rubia y lagartija.
—¿Y por qué? —preguntaba la niña, decepcionada.
—Porque los globos son de plástico y eso se queda en el mar.
Cuando los marineros, los pescadores, se veían en medio de una tormenta, o con una vía de agua en el casco por haber chocado contra unas rocas, rezaban a las Vírgenes marineras de sus pueblos. O a sus santos. Si los salvaban, después les entregaban un exvoto. Todas las ermitas e iglesias de los pueblos del mar tenían exvotos, aunque muchos han acabado en la basura porque se los comían las polillas o el polvo o a saber. Los exvotos pueden ser hélices, remos, bolas de cañón o pinturas sobre el naufragio, a veces hechas por los propios marineros. Algunos exvotos son insólitos, como un kayak con piel de foca que hubo en el santuario guipuzcoano de Nuestra Señora de Itziar, en Deba. Era de una familia inuit que había traído —desarraigado, más bien— el capitán de un galeón ballenero, en el siglo diecisiete.[9] Pero los marineros milagrosamente salvados regalaban sobre todo maquetas de sus barcos. En la iglesia de San Salvador, en Getaria, hay uno de esos exvotos. Es la maqueta de una fragata mercante que cuelga, vuela casi, bajo una de las bóvedas nervadas.
Es imposible recordar todos los naufragios. De costa a costa, de pueblo marinero en pueblo marinero, se pueden seguir esas piedras del dolor que son los memoriales por los muertos. He visto tantos que no me caben aquí. Entre los naufragios más graves, los hay ya lejanos en el tiempo, como el llamado «desastre naval de La Herradura», a mediados del siglo dieciséis. En la ahora muy turística bahía granadina de La Herradura, una tormenta provocó el hundimiento de veinticinco galeras. La cifra de muertos es sobrecogedora porque se estima en cinco mil. En la historia más reciente, el naufragio con más fallecidos no ocurrió por causas naturales, sino por la Guerra Civil. Fue el del buque mercante Castillo de Olite, reutilizado por los sublevados para el transporte de tropas. Lo hundió en Cartagena, en marzo de 1939, una de las baterías de defensa costera. Murieron más de mil cuatrocientos hombres. Otros naufragios muy recordados, aunque ocurridos en otros mares, son los de los transatlánticos Príncipe de Asturias, en las costas brasileñas, y Valbanera, en Florida, a principios del siglo veinte. Los dos eran de la misma compañía, la gaditana Naviera Pinillos, y en cada uno murieron medio millar de personas.
En nuestras costas, entre los peores hundimientos se cuentan también el de la fragata Santa María Magdalena y el bergantín Palomo, en la ría de Viveiro, durante la noche del 2 al 3 de noviembre de 1810. La causa fue un temporal que hundió también a un brick inglés y a varias embarcaciones pequeñas. Murieron más de setecientas personas, unas quinientas cincuenta entre las tripulaciones de la Magdalena y el Palomo, la mayoría de Ferrolterra, y más de doscientos ingleses. Los cuerpos de los ahogados empezaron a aparecer en la playa de Covas y fueron enterrados por los vecinos del lugar en zanjas cavadas entre las dunas. Se dijo entonces que el comandante de la fragata, Blas de Salcedo, había aparecido abrazado a su hijo, Blas de Salcedo y Reguera, guardamarina. Sea cierto o no, esto provocó la aprobación de una real orden para impedir que padres e hijos, y también hermanos, estuvieran en el mismo barco.
La fragata Magdalena había tenido hasta entonces una vida larga y nada aburrida. Había estado en campañas de realización de cartas náuticas en las costas españolas y en algunas islas africanas, navegó hasta América, participó en operaciones de guerra y también hizo de corso, y además había sido buque hospital en la isla de Martinica. En esta ocasión, había salido de A Coruña y era parte de una escuadrilla de veintiocho buques conocida como «la expedición cántabra», dentro de un operativo hispano-inglés contra los franceses, durante la guerra de la Independencia. Su objetivo era tomar los puertos de Santoña y de Getaria, y destruir las fábricas de armamento que estaban siendo utilizadas por el ejército francés.
Un pescador, Antón López Polo, más conocido como Almanegra, descubrió el pecio de la fragata en los años cincuenta, y los restos fueron rescatados por la Armada a mediados de los setenta, para evitar también el saqueo que se estaba produciendo. La fragata había sido construida en Esteiro, en Ferrol, y en sus museos se conservan estos restos.[10] En el Museo Naval está la campana del barco, con la melena de madera corroída por el tiempo, y objetos que sugieren historias sobre la vida a bordo: cucharas y tenedores, navajas de afeitar, botones de uniforme, trozos de sables, herrajes de fusil y una alpargata y una zueca que sienten nostalgia de pie humano. Junto a estos restos, cuelgan sobre la pared cuatro vigotas de la fragata que parecen caras gritando, como la del cuadro de Munch. Es como si las hubieran colocado así para recordar los lamentos de los ahogados.
A las tormentas y a los vientos vengativos, a los estrellamientos contra rocas y a los golpes de mar, se suma la destructiva mano humana. Los miles de naufragios y de muertos provocados por las guerras y por los ataques de piratas y corsarios. En una de las primeras salas de este museo, hace un rato, un oficial de la Armada acompañaba a un grupo de niños de una excursión escolar y les enseñaba un facsímil de una ordenanza de 1779 que prescribe «las reglas con que se ha de hacer el corso de particulares contra enemigos de la Corona».
—Seguro que habéis visto Piratas del Caribe —decía el oficial a los niños—, pero no sé si sabéis cuál es la diferencia entre un pirata y un corsario.
Algunos niños respondían que no y otros no respondían nada porque estaban despistados mirando maquetas de barcos o musarañas marinas, que también existen.
—Pues la diferencia es que el corsario debe entregar parte de lo que se lleve al rey —completó el oficial.
En el otro museo ferrolano, el dedicado a la construcción naval, se conservan más restos de la fragata Magdalena. Son algunos trozos de la popa y parte de la roda, unida todavía por hierros oxidados. Parecen huesos negros saliendo de la carne rota de la madera. En el tajamar persisten las láminas de cobre con las que se recubría el casco para evitar que lo devorara un enemigo minúsculo pero temible: el teredo navalis, más conocido como broma o gusano de barco, un bivalvo que llega a hundir las embarcaciones porque agujerea la madera. En otras partes de la roda se ven bien sus túneles voraces, pesadilla de los constructores de barcos y de muelles.
En este museo hay además una reproducción del mascarón de proa del San Telmo. El santo se representa como es costumbre, con un barco en la mano, ya que también se considera pat
