{

La vieja sirena (Los círculos del tiempo 1)

José Luis Sampedro

Fragmento

cap-2

1. LA TIERRA DE LOS DIOSES

Durante la tibia mañana de la primavera egipcia, ya próxima al verano, el mercado de los terceros días en Canope es una continua vibración de luz, color y vocerío. Acribillan el aire los más contrapuestos olores y los gritos de los mercaderes, que pregonan sus géneros sentados sobre esterillas de papiro trenzado. «Paso, paso», claman constantemente quienes intentan moverse en la aglomeración, más densa hoy porque muchos campesinos han levantado sus cosechas y distraen el ocio impuesto por la inundación anual, que no tardará en ser anunciada desde el gran nilómetro del sur, en la isla Elefantina. Algunos aprovechan para ponerse en manos del barbero sangrador, pasar el tiempo con el juego de la serpiente, o detenerse ante el charlatán de las hierbas mágicas para casos de amor o de dolencias. Incluso se permiten el lujo de pedir agua de cebada al aguador, que anuncia la bebida con el tintineo de sus cascabeles, porque están contentos: al fin salió de los campos la plaga de los escribas fiscales, que presenciaron la siega como cuervos expectantes, para evaluar a la vista de la mies los impuestos exigibles.

Hacia el mediodía hortelanos y mercaderes van recogiendo sus puestos. Los olores acres o dulces, fermentados o aromáticos, se avivan al remover los géneros: habas, lentejas, ahumados peces del delta, vísceras y carnes, pequeños higos de sicomoro junto a los más jugosos de la higuera, dátiles, pistachos, caracoles, miel de abejas salvajes cogida en los oasis nubios, sésamo, ajos y tantos otros artículos no comestibles: pelo cabrío, lino, cueros, herramientas, leña, carbón, aperos, sandalias y sombreros de papiro. La plaza se vacía pero en las callejuelas adyacentes permanecen abiertas tiendecillas con mercancías más selectas: desde las sedas y transparentes linos para plisar hasta la orfebrería, pasando por los amuletos y los perfumes, la plata y el lapislázuli del Sinaí, el ámbar importado y los cosméticos, las pelucas para hombre o mujer y los cinturones de última moda. Por una de esas vías, la que baja desde el otero coronado por el muy famoso templo de Serapis, desciende un jinete montado en un asno cuya alzada y lustroso pelo demuestran la calidad del personaje: un hombre maduro de tez clara, ojillos astutos y labios delgados que, de vez en cuando, comprueba la correcta colocación de su negra peluca. Un esclavo abre paso a la cabalgadura y otro camina al lado llevando el bastón y las sandalias de su señor; tres porteadores caminan detrás, con los fardos de géneros adquiridos en el mercado.

La sonrisa del jinete delata gratos pensamientos. Ciertamente, las palabras oídas en el templo no han podido ser más prometedoras, disipando sus temores de que el nuevo Padre de los Misterios no le dispensara la misma protección que el anterior, recientemente fallecido. La comunidad sacerdotal piensa a largo plazo y no ha alterado los planes previstos en defensa de los divinos intereses; ni tampoco ha olvidado los servicios prestados por el jinete desde que era un joven escriba en el santuario. «Ten paciencia, hijo mío –ha dicho el Padre–, el tiempo trabaja para el cielo. El sacrílego expolio de las tierras de Tanuris, perpetrado por el emperador Caracalla hace cuarenta y dos años, se corregirá con tu ayuda. Serapis recobrará esa propiedad y tú ya no serás tan sólo el mayordomo de tu impío patrón, sino el administrador vitalicio de esa hacienda en nombre del templo.» El jinete mandará en Tanuris y acabará construyéndose en la colina junto al canal una tumba digna de un escriba nacido en la casta sacerdotal, con un bello sarcófago donde seguir viviendo en el mundo de Osiris. Su mente se recrea acariciando los medios adecuados para abreviar el proceso de recuperación y no olvida las posibilidades de su hija Yazila que, apenas cumplidos los diez años, ya promete convertirse en una doncella de encantos muy codiciables. ¡Si logra que el joven amo se fije en ella…!

Entretanto el esclavo guía ha sacado a la comitiva del área del mercado, acercándola a las orillas del canal de Alejandría, donde se concentran las placenteras actividades que han hecho de Canope uno de los más lujosos balnearios y centros de diversión de todo Egipto. Desde los pabelloncitos ribereños y casas de placer y desde las embarcaciones de recreo pintorescamente decoradas, llega el tintineo de los címbalos, el ritmo de los tamboriles y la melodía de cítaras y flautas. Algunos bateles transportan a excursionistas alejandrinos, pero la mayoría pertenecen a los ricos financieros y a familias de la alta sociedad, cuyos nombres aparecen en los libelos callejeros o en los epigramas eróticos estampados nocturnamente sobre ciertos muros de la capital.

Como un servicio público más, en esa zona se encuentra una de las mejores cuadras de esclavos para la venta, especializada en jóvenes de ambos sexos educables para el placer. El dueño se levanta presuroso de su sombreado asiento en el pórtico al reconocer a un habitual comprador: el Gran Mayordomo de la Villa Tanuris, propiedad de Ahram el Navegante y habitada por su yerno Neferhotep. El jinete detiene su montura para escuchar condescendiente las zalemas del mercader, pero responde impaciente a los elogios del género disponible, pues no tiene intenciones adquisitivas. El vendedor insiste:

–Echa al menos una mirada, noble Amoptis. Tengo una auténtica rareza, lo nunca visto. ¿Cómo, si no, me hubiese atrevido a detenerte?

Ante un gesto del jinete su bastonero se apresura a arrodillarse para colocar las sandalias junto al asno y ayudar a su amo a desmontar y a calzárselas. Entregándole luego el bastón, le sigue por el pórtico hasta el patio, donde se queda esperando a que Amoptis vuelva a salir.

En una estancia aparte de los dormitorios comunes y sobre un poyo cubierto con estera de papiro reposa una mujer que se incorpora al ver entrar a un posible comprador y, con la indiferencia de la costumbre, deja caer a sus pies el manto que la cubre. Las oblicuas rayas de sol cernidas por una celosía doran en el acto la tersa blancura de una torneada cadera que, sin embargo, no llega a provocar el interés del visitante, pues Amoptis prefiere las formas andróginas a ese cuerpo esbelto con pechos erguidos y bien puestos, cuya arrogancia reside más en su adivinable densidad que en su volumen. Además no es una carne joven: ha rebasado ya los veinte años y por eso el mayordomo lamenta haber entrado y mira con reproche al viejo vendedor. Pero éste lo esperaba y, sin una palabra de excusa, sonríe pícaramente y arranca el velo que cubría la cabeza femenina.

De golpe, una cascada increíble se derrama hasta los desnudos hombros y enmarca el rostro con una dorada claridad próxima al fulgor del cobre recién cortado. No es una pelirroja de las mal vistas por la superstición egipcia: esa viva mata de seda, que serpentea a cada movimiento en largas ondas, como de mar tendida, tiene el rubio profundo, fuerte y dulce del ámbar antiguo, de la miel reciente. Amoptis, fascinado, se aproxima y acaricia el prodigio con mano estremecida, mientras la mujer permanece indiferente. Por primera vez contempla el rostro femenino: le asombran unos ojos entre verdes y grises, que le hacen sentirse culpable de atrevimiento aunque no le miran siquiera. No, no le están viendo; ajena todo como si estuviese sola, esa mujer ofrece a la contemplación masculina una figura que ahora resulta admirable: la plenitud discreta de los labios, la delicada nariz, el grácil cuello sobre los redondos hombros, el cárdeno color de unos pezones levemente apuntados, la lisura del vientre con la perfección del ombligo, la ternura del pubis, y las largas, llenas, estatuarias piernas de rodillas impecables. Amoptis desearía, como es natural en esos tratos comprobar por su propio dedo si la mujer es virgen pero, inexplicablemente intimidado, vuelve de pronto la espalda a la esclava y camina hacia la salida. Le sigue el asombrado vendedor, que cierra la puerta tras él.

–¿No le ha gustado a tu nobleza?

–Supongo que a su edad no será virgen.

El vendedor hace un gesto de impotencia:

–Si lo fuera, y además joven, lo tendría todo. Pero, señor, ¡esa cabellera…! ¡No he visto otra igual en mi vida!

Amoptis lo reconoce y, en ese instante, concibe una idea que puede granjearle más influencia sobre su señora y además –aunque no se lo confiese a sí mismo– librarle de su ridícula inhibición ante una mera esclava. ¡Absurdo sentimiento en el Gran Mayordomo de Neferhotep, yerno de Ahram el Navegante, gracias a cuya influencia es miembro del Consejo Municipal de Alejandría!

Amoptis inicia el trato desdeñosamente.

–No vale gran cosa. Sólo me sirve su cabellera; si me la vendieras suelta te dejaría el cuerpo.

Y como el vendedor le mira extrañado, concluye:

–Para ofrecer una peluca a mi señora. Le encantará deslumbrar con ella a las damas de Alejandría.

Convenido al fin el precio –no muy alto porque al vendedor le ha sido preciso reconocer que ella tiene ya veintitrés años y es una terrorista cristiana–, Amoptis vuelve a entrar en el cuarto, donde la mujer se pone en pie, adivinando el resultado.

–Alégrate: has tenido suerte con tu nuevo amo –comienza el vendedor–. Nada menos que el poderoso Ahram…

Amoptis le hace callar con un gesto y manda desnudarse a la mujer.

–Vuélvete y dóblate –ordena imperioso, descubriendo así la armonía de la espalda femenina, casi cubierta hasta la cintura por la cabellera.

La mujer obedece, inmovilizándose en ángulo recto, con las manos apoyadas en sus rodillas. Amoptis se acerca a las sugestivas nalgas y, con humilladora brutalidad, hurga entre las piernas obligándolas a separarse. Aparentemente se limita a cumplir con la costumbre pero en realidad ejerce una venganza por haberse sentido intimidado ante ella, aunque para eso haya de tocar impuros repliegues femeninos, poco atractivos para quien se inició en el sexo con viriles traseros adolescentes en la escolanía del templo. Ordena luego a la esclava que se vista y le prohíbe descubrir sus cabellos mientras él no lo disponga: quiere sorprender a la señora.

–¿De dónde eres? –pregunta en egipcio.

–De la isla de Psyra, señor –responde ella también en egipcio, aunque torpemente. La voz es seductora sin proponérselo.

–¿Tu nombre? –continúa Amoptis en griego, orgulloso de sus conocimientos.

–Ahora me llamaban Irenia –responde la esclava. Y una punzada no perceptible hiere su corazón al recordar que fue Domicia quien le impuso ese nombre de paz cuando ella se unió a los cristianos errantes.

Al abonar su compra, Amoptis manda traer para la esclava unas sandalias de papiro. No quiere estropear, con la larga hora de camino hasta Tanuris, los delicados pies que avaloran la mercancía.

Para asegurarse la sorpresa y como se ha hecho tarde para exhibir su hallazgo, dispone al llegar a la Villa que la esclava sea llevada a su propia alcoba, donde han de tenderle una estera y servirle comida. Por eso cuando, terminadas otras obligaciones, sube a su aposento, encuentra allí a la mujer. Preferiría estar solo pero decide aprovechar esa presencia para que le descalce y lave los pies con agua de natrón detergente, ordenándole antes que descubra la sorprendente cabellera.

La deja hacer, abstraído, cuando de pronto nota que los gestos femeninos son singularmente suaves al acariciarle en la jofaina. Inclinándose contempla en torno a sus tobillos unas manos delicadas, sin las asperezas propias de quien ha recorrido tierras con una banda terrorista. En la inclinada cabeza la cabellera despliega ondulaciones a cada movimiento. Amoptis acaricia esa seda y siente latir en sus maduras venas un deseo ya casi olvidado. Entretanto ella ha acabado de secar los pies y retira la jofaina.

–Eres hábil. ¿Aprendiste las artes del masaje?

–Las he practicado, señor.

El hombre se levanta y la requiere para que le ayude a desnudarse. Luego se tiende de bruces sobre el lecho, mostrando la estrecha espalda de escriba con el espinazo algo desviado, las nalgas fláccidas, las piernas delgadas con rodillas nudosas. Señala un pomo de óleo en la repisa. Las manos femeninas comienzan a acariciar, presionar, estimular esas magras carnes. El hombre suspira, pensativo:

«Quién iba a imaginar… ¿Qué me ocurre, a mis años…? Si mi pequeña Yazila aprendiera estos masajes, seguro que el amo se encapricharía de su cuerpo flexible, de su piel de canela… Lo conseguiré, tendrá que ayudarme… ¡Ah, esta mujer, esta mujer…! ¡Tan fría y sabiendo tanto! Es un desollarme suavemente, un quitarme la piel para llegar más adentro… ¿Dónde habrá…?»

–¿Has trabajado en burdeles? ¡No mientas!

La mujer le mira estupefacta. ¿Por qué había de mentir?

–En Bizancio, señor.

«Bizancio… Dicen que allí los placeres… Seguro que…» Se vuelve de pronto boca arriba y, antes de pensarlo siquiera, su cuerpo ordena a su voz:

–¡Chúpame!

La esclava no replica. Arrodillada como está inclina su cabeza sobre el pubis masculino y su boca inicia sabiamente la caricia del miembro circunciso mientras los cabellos rozan los muslos entreabiertos… Lenta, lentamente… El hombre suspira, jadea, se agita, goza… Le queda el cuerpo descoyuntado, disperso, líquido: jamás conoció un diluirse tan febril… La mujer vuelve al rincón de la jofaina, regresa con ella, lava cuidadosamente el miembro empequeñecido.

–Apaga la lámpara –manda al fin el hombre–, pero deja encendida aquella lucerna.

Amoptis cierra los ojos, no tanto para dormirse como para hacer desaparecer a la causante de su desconcierto. ¡Él, tan seguro siempre! ¿Cómo le ha trastornado tanto esa mujer que parecía estar ignorándole…? Empieza a preguntarse si no habrá metido en la casa a un ser maligno. De pronto le aterra recordar que, según se dice, entre las gentes de mal vivir abundan las portadoras de esa extraña peste recrudecida últimamente… En cuanto se le corte el pelo, mañana mismo, la relegará a las cocinas. No, a los establos, donde ni él mismo la vea, donde no constituya un riesgo para nadie. Instintivamente lleva la mano a su sexo, como para protegerlo, y empieza a musitar la fórmula que apacigua a Sekhmet la poderosa, la destructora.

Así fue comprada la esclava Irenia para el Excelso Señor Neferhotep, de la Villa de Tanuris, en las calendas de mayo del año 1010 de la fundación de Roma, cuarto del reinado del césar Cayo Publio Licinio Valeriano, mes que los escribas egipcios llaman Mesore y el pueblo conoce como cuarto de la estación Chemu, antes de que las lágrimas de Isis, allá en el remoto sur, provocasen la crecida del Nilo y su desbordamiento sobre la milenaria tierra de los faraones.

¿Qué me ocurre, qué me trastorna? Ese pomposo personaje que me ha comprado y que no acaba de dormirse creerá quizás que él me ha quitado el sueño, o que me inquietan estos nuevos amos, pero no es eso, es todo desde que me trajeron, es esta tierra, Egipto… Apenas tres semanas que llegué y sólo de mirar por el camino, de escuchar en el patio, de comer diferente, de oler el aire y de sentir la noche, envuelta estoy en un mundo insospechado… ¡Egipto!, antes sólo era un nombre para mí, como Siria, Armenia, Sogdiana, Cirenaica, cuando íbamos con Uruk, Fakumit me ponderaba su grandeza, me hablaba de sus dioses, tuve que aprender algo su lengua para entenderla, según ella no había tierra mejor, imperio más grande, me parecían exageraciones de su nostalgia, pero eran verdades, esto es otro mundo, ¡qué catarata de vidas y misterios! No cesa mi estupor, aunque nada me importa ya en la vida, aunque no espero nada, me arrastra esa abundancia, así nacería el mundo, preñado, rebosando, pariendo a cada instante, aguas, seres, dioses, ayer mismo, al salir de la casa de esclavos, en el rincón del patio, aquel jacinto, anteayer no estaba, brotado en sólo una noche, con su tierna arrogancia, frágil y poderoso, su tallo, sus flores, sus hojas espigadas, lanzando su perfume como el canto de un gallo, anteayer aún no estaba, esta tierra no descansa, pariendo lotos, cocodrilos, papiros, ibis, pájaros, palmeras, sierpes, toros, hipopótamos, y el verdor ofuscante, incluso aquí en esta villa junto al mar, todo vibra caliente, los penachos de las palmas, el aire movedizo, este mundo me anega, me penetra, engendrador, multiplicador, derrochador de vidas, ¡qué contraste con Cirenaica!, no sólo aquella cárcel, sus adobes resudados, su bazofia y su mugre, incluso libre en los oasis era todo precario, palmeras asediadas por la arena, el agua en una charca o encerrada en un pozo, aquí amplios canales y los brazos del delta, allí apenas adelfas junto a la rambla seca, Egipto creando vidas, y además todas dioses, Sobek el cocodrilo sagrado, Bast la gata, Udjit la cobra, Hapi el Nilo, Nefertum el loto, Hathor madre de Osiris… No, su hija, me confundo, Seth que es malo y es bueno, todo divino, el agua, el trigo, la cerveza, porque todo da vida, «Vida» es la palabra clave, así tanta esperanza, así sonríe la gente aunque desnuda y sin bienes, hasta los muertos viven en sus tumbas, tan sólo yo sin alma, cómo seguir viviendo después de mi catástrofe, muerta en el circo aunque no me devorasen las morenas, me mató la muerte de Domicia, en todo silencio está su voz, ahora mismo, aquel susurro, su sabiduría en la serenidad, y su mano, su mano, nadie me acarició jamás así, ni Narso en la isla, ningún hombre en Bizancio, ni en el harem, no, ni siquiera Uruk, él era otra cosa, el fuego quemante pero agotable, la mano de Domicia era el calor oscuro, el roce interminable, ninguno así, ni recordado ni olvidado, ante mi éxtasis ella sonreía, me lo explicaba: «Ningún hombre comprende la carne de mujer sino otra mujer», sabía lo que yo sentía, sintiéndose conmigo al mismo tiempo, ¡cómo creaba el placer!, ¡cómo encendían sus dedos y su lengua!, era un mundo de mujeres aunque también siguieran hombres a la Madre, yo había oído hablar antes de Cristo, cuando Uruk me llevaba Orontes abajo por Antioquía, bien me acuerdo, pero ellas declaraban mujer al Mesías, su vestir masculino fue sólo un disfraz, el llamado Cristo nació niña, cuerpo de niña y alma de niña, creció mujer, esa nueva diosa me atrajo, y el amor de Domicia me retuvo, su absoluta certeza, vivía a salvo de todo, así me llevó a otra altura, diferente del hombre, no volveré a gozar tales instantes, revelación de la vida, el alma desprendiéndose, antes fueron pasiones, caricias o excitaciones, recovecos de la carne, pero Domicia era maestra de todo, incluso del espíritu, ¡cómo empezó a ilustrarme!, las letras, ¡el latín entre besos!, ¡qué geometría en la piel!, había estudiado en Siracusa, de una rica familia, por eso diaconisa de la Madre, ¡estoy muerta sin ella!, ¡lo fue todo!, devastador recuerdo, me atormenta el vacío, la falta de sus labios en mi sexo, en mis pezones, no la suplen mis manos imitando, no recordar, no recordar, pero imposible olvido, la llevo en mi piel, desde que me tocó su mano, posándola en mi brazo, en aquella mazmorra en tinieblas, su voz acariciante, «¿cuáles son tus penas, hermana?», yo gemía por Uruk, habían pasado meses y aún lloraba por él, fue la primera vez que me llamó hermana, a mí: la nacida sin nadie, la inexplicablemente aparecida en una playa, me acercó a la claridad del ventanuco, advertí en su mejilla el verdugón violáceo, un látigo cruzándole la cara, pero en sus ojos la serenidad, inmutable, su certeza en la fe, me confié, por primera vez pude hablar a alguien de Uruk asesinado ante mis ojos, le transferí mi desesperación, desde entonces ya no nos separamos, me infundió su sosiego, me mostró que el amor de mujer no está en los juegos de burdel y harem, sino en poner el alma en la carne, y la carne en el alma, me sacó de mi dolor, sin hacerme olvidar a Uruk porque ella lo abrazó también, había conocido antes el amor de hombre, podía comprenderme, ¿por qué recuerdo, si me duele tanto?, nuestros abrazos en la noche, el oasis, oscura isla de plata lunar de las arenas, nuestras andanzas cogidas de la mano, envidiadas pero también admiradas, y censuradas, por los hombres del grupo sobre todo, codiciadas las dos, sé que entristecí al diácono, enamorado de mí sin confesarlo, yo hubiera sido suya, ella lo hubiera comprendido, pero él se lo prohibía a sí mismo, me quería extrañamente, sólo para la fe, para la salvación en la otra vida, ¡qué rechazo de ésta!, imposible comprenderle, aunque quizás el secreto en su pasado, quizás como yo ahora indiferente a todo, muerta Domicia se me acabó el mundo, ella me cambió el nombre, otro nombre en mi vida, como reencarnaciones, pero esta vez la última, estoy acabada, hubiese querido cortarme el pelo allí mismo, ante su cuerpo asaeteado, el pelo que ella adoraba, tantas veces deslizándose sobre sus muslos, sus pechos, sus nalgas, un placer de escalofrío, pero me lo impidieron, me hace más valiosa, después de devorarme las morenas me hubiesen rapado ellos para venderlo, como el viejo éste, seguro, es lo que ha pensado, qué más da, nada me importa nada, y sin embargo, también se me hundió el mundo cuando mataron a Uruk, también antes cuando mi pobre hija, mi pequeña Nira, acuchillada por los piratas, destrozos de mi vida pero seguí viviendo, ¡cómo resiste la vida!, ¡cómo nos retiene ella!, y más en este Egipto, hormiguero de seres, fecundación del Nilo… Nada me importa nada, y sin embargo… ¡cómo nos droga la vida!, ya he sentido otras muertes como ahora, pero no me maté siendo tan fácil, ¡cuánto puede, contra el dolor, la sangre!, ¿se repetirá todo?, me parece imposible, entonces ¿por qué sigo respirando en el ahogo?, jadeo atormentada pero sigo, sin poder olvidar aquellas horas, aquella eternidad junto a Domicia, en la Iglesia de la Mujer Divina, entre las «femineras», como nos decían…

Antes que el de Irenia, la esclava llevó el nombre de Nur, recibido de Uruk y mantenido por los pescadores de coral que la recogieron en las costas sirias cuando ella huía, temerosa de los asesinos. Navegaban rumbo a poniente, hacia las Columnas de Hércules y el jardín donde las Hespérides guardan sus manzanas de oro, para vender su coral del Egeo en Puteoli y en Cartago Nova, donde cargarían en cambio el famoso garu codiciado por los sibaritas de todo el Mare Nostrum. Nur vivió con ellos a gusto, recobrando sus costumbres de Psyra, de su vida con Narso el pescador. Los vientos y las olas, las velas y la tablazón del falucho le eran familiares, y los pescadores estaban encantados de aquella compañera que, además, les ofrecía un cuerpo deleitoso en la concavidad del batel o en las nocturnas arenas, todavía tibias, de las calas donde sacaban a tierra la embarcación. De pronto ella les sorprendía con conocimientos inesperados o con relatos asombrosos, pues había corrido más tierras y tenía más experiencia de la vida. A cambio, el susurro de la brisa y el olor salino, la soledad entre aquellos hombres elementales, eran lo más que ella podía soportar del mundo tras haber perdido a Uruk. Ser gozada por ellos no la afectaba nada; formaba parte de sus tareas, como en Bizancio. Ya el médico de Astafernes le había asegurado que no volvería a ser madre, sin duda a consecuencia de las brutalidades infligidas por los piratas aunque ella, semiinconsciente, sólo recordara luego dolores y sangre.

La vida en la mar con los coraleros resultó así una larga calma, un sedante paréntesis. La mala suerte fue aquella recalada en Leptis Magna, donde los hombres la aguardaron bebiendo en el puerto mientras ella subía al mercado para comprar vituallas. Sí, la mala suerte fue aquel disturbio callejero en cuyo torbellino se vio de pronto acorralada con un grupo de transeúntes por la caballería del prefecto y conducida con ellos a la cárcel. La buena suerte fue, en cambio, que en el seno de la mazmorra una mano se posara en su brazo y una voz acariciante pronunciase las palabras: «¿cuáles son tus penas, hermana?». Y que esa misma mano, cuando todas las mujeres capturadas fueron puestas en libertad, la guiase hasta el grupo de la Madre Porfiria; uno de los muchos que, predicando de diversos modos el mensaje galileo, recorrían la Cirenaica en esos tiempos de alumbramientos y desplomes. La enseñanza de Cristo, a base de múltiples evangelios, adoptaba formas contradictorias que los respectivos fieles defendían encarnizadamente, empezando por discutir la naturaleza misma del Mesías. Para unos era humana, con la divinidad injertada en la carne mortal; para otros al contrario: un dios revestido de figura corporal; mientras algunos armonizaban ambas esencias. Para Nur, la nueva Irenia, carecían de sentido tales discusiones y por eso se resistía al bautismo, sin que la apremiase su amiga Domicia porque aceptaba el natural fluir de las cosas y la lenta maduración de las decisiones dentro del corazón.

Los creyentes también discrepaban en su manera de vivir. Unos veían la virtud en aplicar su credo a la vida cotidiana, sometiéndose a las leyes del Imperio romano. Otros rechazaban esa organización y vivían en comunidad de bienes, con supresión de lujos e igualdad entre todos. Algunos pretendían extender estos principios a la sociedad entera, propugnando la distribución de las riquezas, la sustitución de toda autoridad y poder por la fraternal solidaridad y la supresión de armamentos y soldados a fin de instaurar una paz definitiva; no vacilando en perseguir tales objetivos –era el caso de los llamados «terroristas»– mediante la misma violencia utilizada por sus perseguidores, con tal de destruir el orden social del imperio. Por último, los menos, se refugiaban en desiertos o retiros para resolver individualmente la contradicción entre sus principios y el sistema establecido, fundando los primeros eremitorios donde imperaban el ascético silencio y las mortificaciones que, junto con el ardor espiritual, reducían el cuerpo de aquellos hombres al nivel de la más frágil subsistencia. Cada doctrina esgrimía frente a las demás sus argumentos teológicos, proclamando su verdad frente a las opuestas herejías, y los odios eran terribles: se aborrecía más al hermano discrepante que al romano, judío o egipcio todavía no tocado por la luz de algún evangelio.

Irenia no podía comprender esos odios fraternales, ni cómo la privación de alimentos, la flagelación cotidiana, los cilicios o la mugre podían agradar a ningún dios ni servirle de nada; como tampoco podía aprobar los incendios y saqueos de los terroristas. Sentía en cambio inclinación hacia la comunidad de Domicia, aunque tuviera pocos seguidores. Al frente del grupo estaba Porfiria de Sabratha, discípula del alejandrino Orígenes, muerto en Tiro pocos años antes, cuyas ideas había desarrollado ella hasta convencerse de la feminidad del llamado Cristo. Creía también –aunque no lo elevase a dogma– que fue Adán, con su orgullo masculino tan impropio de la mujer, quien realmente desafió a Dios en el paraíso terrenal e hizo pecar a Eva; aunque luego los varones redactores del Génesis impusieran una versión enmendada, muy conveniente para ellos al justificar la ulterior sumisión de la mujer en la vida social.

Porfiria abundaba en argumentos para defender su tesis. Ante todo, era imposible considerar justo a un dios que empezara por encarnarse varón, discriminando así en contra del otro sexo. Sólo sería aceptable que hubiera querido nacer andrógino o asexuado, pero, en ambos casos, su deformada humanización le hubiera impedido comprender a los seres que venía a salvar y hacerse comprender por ellos. Puesto, por tanto, a vivir con un determinado sexo, lo justo era asumir el femenino, más próximo a la creación de la vida en el proceso de generación. Cuando el contrincante rechazaba ese razonamiento, Porfiria alegaba la naturaleza misma del mensaje divino. Era imposible asomarse imparcialmente a la predicación del llamado «Jesús» sin reconocerla llena de un amor y una mansedumbre totalmente ajenas a la mentalidad de los barbudos patriarcas judíos y a sus hábitos predatorios, en sus guerras para arrebatar tierras a los cananeos invocando a su implacable Jehová. Sólo una mujer podía pensar y predicar ese mensaje de paz en una sociedad que ni siquiera le hubiera permitido predicarlo de no ser porque María, la madre milagrosa de la Niña Divina, la vistió varonilmente desde su nacimiento y la ayudó a representar ese papel hasta su muerte.

En esa esencia femenina creía sin duda el maestro Orígenes cuando llegó a castrarse a sí mismo: no para evitar sospechas acerca de sus relaciones con las catecúmenas a las que instruía (como pretendieron pacatos comentaristas) sino para identificarse con su Mesías hembra. Cristo fue mujer y el propio Orígenes, inspirado por Ella, había dejado un manuscrito –el Tratado de la Mujer Divina– que Porfiria logró salvar de la destrucción, cuando el obispo Demetrio condenó a la hoguera los escritos del filósofo, y que era la base de las creencias porfirianas junto con el conocido Evangelio de Felipe. Orígenes comentaba en su obra el mensaje divino a la luz de esa inspiración femenina y explicaba cómo ni en el pretorio ni durante la crucifixión reconoció nadie el verdadero sexo de Ella por milagrosa obcecación de todos los presentes. El texto revelaba también la verdadera relación amorosa entre la llamada «Jesús» y el hermoso apóstol Juan, que otros textos disimulaban refiriéndose tan sólo al «discípulo amado». Finalmente, profetizaba que Ella reaparecería un día sobre la tierra, ostentando su deslumbradora feminidad, y entonces prevalecería su enseñanza y reinarían en este mundo la mansedumbre, la paz y el amor.

Esas verdades, incansablemente repetidas a sus seguidores cuando Porfiria los congregaba sentándose adosada a una palmera o al brocal de un pozo, llenaban dulcemente el corazón de Irenia. La invadía entonces una paz diferente del olvido en que se sumergió navegando con los coraleros; una profunda serenidad de sus más íntimas fibras, encendiéndolas al mismo tiempo en ansias de vivir. Fue en una de esas ocasiones, mientras caía la tarde tras haber acampado en las gargantas de Millah, cuando Domicia, según le confesó después, percibió un resplandor diferente en los ojos de Irenia, aquellos ojos de tan suaves matices entre el gris y el verde malva. ¿O fue más bien la mirada de Domicia la que provocó el resplandor en Irenia, tras la ardiente exhortación de Porfiria a la vivencia del amor…? Domicia tomó de la mano a su compañera y, buscando un retiro, la condujo barranco arriba hasta un recodo de la pared rocosa donde se abría una pequeña gruta. Al entrar ya chocaron como sin querer sus cuerpos, que, sorprendiendo las voluntades, tomaron por sí mismos la iniciativa del abrazo y la unión de las bocas. No hablaron, no pensaron, fueron sólo encendida piel y, debajo, sangre fogosísima, y más al fondo aún, el imperio del sexo. Irenia, que conocía los amoríos femeninos al haberlos practicado, más bien por convención y aburrimiento, en el harem de Astafernes, vivió el abrazo con otra intensidad desconocida, creada por la transferencia a sus cuerpos del éxtasis espiritual. Desde entonces compartieron un fuego amoroso que sólo la muerte de Domicia haría impracticable. Sin por eso extinguirlo porque seguía ardiendo en la memoria de Irenia, persuadida de que también pervivía en el alma de la muerta, acogida sin duda en el paraíso de la Mujer Divina.

cap-3

2. AHRAM EL NAVEGANTE

Como el correo Bashir anunció ayer tarde la llegada de Ahram desde Alejandría, para celebrar en familia el primero de los días epagómenos con que termina el año egipcio, la esclava anda asomándose desde el amanecer a la claraboya de su desván, oteando el mar a través de la celosía. Ha visto palidecer la oscuridad nocturna y asomar el sol: una incandescencia, un punto rojo, un arco, un círculo ardiente, una herida desangrándose por el mar abajo. Luego anaranjado al elevarse, dorado entre ampulosas nubes, fuego blanco volcando un cabrilleo de chispas sobre las aguas tranquilas… «¿Qué me importa el amo? –se pregunta–, será como todos.» Pero vuelve a su atalaya. ¡Dicen de él tantas cosas!: Siempre llega por mar, ya verás cómo manda, su barco lo planeó él mismo, adivina los vientos… Y no sólo dicen, sino que se les nota. El yerno ha suspendido su viaje a Alejandría, Amoptis está nervioso y da contraórdenes, han venido del santuario de la finca el sacerdote y su acólito, la vieja Tenuset se ha puesto faldellín plisado a uña aunque no espera ser llamada, han limpiado la casa de arriba abajo… Irenia vuelve y vuelve a su atalaya.

¡Por fin! Una embarcación dobla el promontorio occidental, inclina grácilmente sus dos mástiles, enfila su proa hacia el embarcadero de la playita. «¿Será el Jemsu?», piensa la esclava desconcertada porque no le parece un barco tan extraordinario.

Abajo contempla las palmeras sobre la playa dorada y el jardín de las mujeres, pero la celosía le impide asomarse a ver la terraza, desde donde le llegan ruidos y voces de los siervos poniendo el toldo. Al sacudir la cabeza hacia atrás para apartar sus cabellos recuerda que al día siguiente de su llegada se los cortaron al rape. Pero han vuelto a ordenarle que vaya cubierta, ahora que la trajeron a la casa de los amos. Pasaba menos calor en los establos abiertos que aquí bajo el tejado, pero eran penosos el olor de las vacas, el estiércol y el acoso de los tábanos. Aunque lo peor fueron las ocas, de la raza grande del delta, caprichosas y anárquicas, obligándola a ir y venir sin descanso para que no se le dispersaran. Y agresivas, pues sufrió dolorosos picotazos al retirar huevos de los nidales. Además le cogió antipatía el mozalbete que con ella las cuidaba; pero ésa fue su suerte porque, como la acusó de negligencia para que la castigaran, acudió a comprobarlo Tenuset, encargada de la servidumbre de cocinas abajo. Una anciana todavía ágil y de voz agradable, bajita, con ojos cansados y piernas bien hechas, que empezó regañándola pero se fue sorprendiendo a medida que la oía expresarse. Miró las manos y la cabeza de Irenia, le hizo varias preguntas inusuales y decidió llevársela a las cocinas, con lo que la esclava pasó a dormir en los desvanes de la casa grande.

Abajo suena un chillido estridente. Ella sabe que es Malki, el nieto de Ahram. Sólo lo ha visto de lejos, en el jardín, pero todos los esclavos se quejan de sus caprichos e impertinencias, sin haber cumplido aún los cinco años. Tampoco ha visto a la señora, a la que el padre llamó Sinnah pero que al casarse adoptó la forma egipcia de Sinuit; ni conoce tampoco a Neferhotep, considerado avaro y a veces cruel con los esclavos, aunque le vence la indolencia salvo en lo de ser muy exigente para el respeto debido a su cargo edilicio: es preciso dirigirse a él llamándole Excelso Señor. ¡Cómo le asombra a Irenia la meticulosa etiqueta egipcia! Domicia se habría extrañado menos, por su origen aristocrático. ¡Domicia! ¡Qué lejos le van pareciendo aquellos días! Cuando quiere recordarlos se interpone como una veladura que desdibuja la visión. A veces le es difícil evocar los ojos de Domicia, que un mes antes taladraban sus insomnios. No es por el tiempo transcurrido sino por la avalancha de seres, cosas y sucesos nuevos: esa exuberancia del país, cuyas gentes además hablan y hablan, se envuelven en historias y mitos, superponen al mundo tangible otro de fantasías y memorias. Hasta el propio Ahram le resulta mítico a Irenia visto a través de los siervos, que le temen pero le admiran; de los aparceros vinculados a la villa, que procuran engañarle pero apelan a él contra los escribas del fisco; del sacerdote de la diosa Neith, que censura su impiedad pero le agradece la restauración del culto a Nuestra Señora de las Aguas en el santuario arrasado por Caracalla. Y, sobre todo eso, basta oír pronunciar el nombre de Ahram a Tenuset y, más todavía, a Bashir.

¡Bashir! Desde que por primera vez le vio Irenia llegar de Alejandría, situada a ochenta estadios a poniente de Tanuris, y arrodillar a su camella en el patio para dirigirse a las cocinas con paso renqueante, se ha convertido para la esclava en el heraldo de Ahram, trayendo a diario las noticias y encargos de la Casa Grande, para volver allí con la información de Tanuris. Es el más antiguo compañero de Ahram, desde los difíciles comienzos aventureros en la juventud; por eso todos respetan como a un personaje, aunque oficialmente sea sólo correo, a ese viejo de cara curtida, negros ojillos chispeantes rodeados de arrugas, nariz porruda y espeso bigote cano colgando a los lados de la boca burlona. Es flaco y sarmentoso, no muy alto, y se atribuye su cojera a un lanzazo sufrido en una de sus andanzas con Ahram. Pero lo que intriga más a la esclava es la curiosidad de Bashir acerca de ella. Cuando Irenia le sirve su almuerzo en la cocina –siempre le corresponde hacerlo, por mandato de Tenuset– se siente examinada y sometida a preguntas, aunque no de manera maliciosa sino cordial y abierta. Además Bashir habla con ella casi tanto como con Tenuset y la ayuda mucho a ambientarse en Tanuris, para asombro de quienes tienen al viejo por un hombre reservado.

Ya está cerca la embarcación; ha sido veloz aunque no corra mucho viento. Irenia, que sabe de mar, aprecia ahora la finura del casco, más alargado que el de las embarcaciones de las islas, y la doble espuma levantada por la tajamar, así como la especial inclinación del mástil de mesana. La camareta central también es mucho más baja que la de las naves convencionales y empieza a comprender que el proyectista del velero no es un constructor rutinario.

La esclava reconoce una voz juvenil y estridente alternando en la terraza con la del niño. Es Yazila, nueva niñerita de Malki, más bien su compañera de juegos, porque sólo tiene diez años. Generalmente se mueve en el recinto de los señores, pero algún día ha bajado a las cocinas a deshora –evita mezclarse con el resto de la servidumbre– para reclamar bebida o alimento, pues presume de sus nuevas funciones y, sobre todo, de ser hija de Amoptis. Ahora la ve por el jardín tras el chiquillo y admira la tonalidad oscura de su cuerpo mestizo, con pechitos casi imperceptibles y las largas piernas moviendo el trasero, apenas velado por el blanco faldellín plisado propio de su nueva posición.

El velero, mientras tanto, ha fondeado ya y dos marineros acaban de arriar la vela mayor, listada de púrpura y verde como todas en la flota de Ahram, disponiéndose luego a botar un chinchorro por estribor. Un hombre vestido con lisa túnica oscura, una faja y un estrecho turbante cuyo extremo cuelga a un lado de la cara, sale por la escotilla, pasa las piernas sobre la borda y desciende ágilmente al bote. Le sigue otro ricamente ataviado y portador de una gran bolsa, que reclama la ayuda de un marinero para bajar al chinchorro. El que le ha precedido empuña los remos y empieza a bogar vigorosamente hacia la playa, mientras el de la bolsa se instala temeroso en el banquillo de popa, sujetando sobre su cabeza la elaborada peluca egipcia. La esclava se siente hondamente decepcionada: ese personaje de la bolsa, obeso y torpe, ha desinflado el mito de Ahram. No vale la pena seguir mirándole.

Oye voces en el camino que baja a la playa a lo largo de las tapias del jardín y ve avanzar un grupo de hombres, con bullicioso acompañamiento de chiquillos, encabezados por Amoptis. Reconoce entre los primeros al capataz de los esclavos, al primer escriba y al plantador de las cosechas, todos apresurándose porque el chinchorro ha tocado ya en el pequeño embarcadero y el remero salta asiendo un cabo que diestramente amarra a uno de los pilotes, tendiendo luego la mano al pasajero para ayudarle a desembarcar. Ya en la arena se les acerca el grupo del camino y entonces la esclava queda atónita: el hombre ante quien todos se inclinan reverentes resulta ser el remero de la túnica oscura que, en ese momento, se calza las sandalias ofrecidas por el obeso pasajero. Uno de los siervos se acerca para ayudarle y otro para cubrirle con un parasol índigo –como exige siempre el Excelso Señor– pero un imperioso gesto les rechaza y les hace retroceder de espaldas e inclinándose.

¡De modo que el remero es Ahram el Navegante! La esclava suspira con alivio y reconoce la verdad del mito. Ahora contempla los acontecimientos con avidez: el señor abreviando las zalemas, sacando de su manga golosinas que atraen a los chiquillos como a gorriones, emprendiendo la marcha cuesta arriba en cuanto acaba el reparto a los pequeños. Avanza con imperio, ni descuidado ni alerta, con moderado balanceo de los brazos y leves movimientos de cabeza observando el entorno. La esclava distingue ya la daga atravesada en la faja: es de verdad un arma y no el habitual complemento decorativo. A punto de desaparecer la comitiva tras el ángulo de la casa consigue percibir la barba en punta, espesa y cuidadosamente cortada; los finos labios bajo una nariz apenas aguileña; el crespo cabello de un gris incipiente que no cubre por arriba el turbante, simple lienzo azul y oro en torno a las sienes. La fina túnica permite apreciar la firmeza del cuerpo delgado, sólido y felino a la vez. «Ése sí es Ahram –se dice la esclava–; se ha servido a sí mismo con el remo por ansia de libertad, de independencia.» Queda pensativa y, de pronto, recuerda que ella debería ya estar abajo para ayudar al servicio de la terraza, como le ordenaron ayer. Presurosa cubre su pelo, se sujeta bien el lienzo que le sirve de falda y corre descalza hacia las escaleras de servicio con una rapidez que hace saltar levemente sus firmes pechos en el torso desnudo.

Abajo todo es movimiento. En el sotanillo bajo la terraza otras esclavas preparan refrescos y viandas, que luego sacarán al patio para subirlos hasta los señores por una escalerilla exterior. En ese patio está el brocal para sacar del aljibe agua siempre fresca y allí instalan a Irenia para esa tarea. No puede ver la terraza, solamente el toldo verde y púrpura, pero oye las cantarinas cuerdas del arpa, que la ejecutante está templando por si es requerida durante el almuerzo. Al fin se oye a los señores salir a la terraza. Una sierva baja desde allí y acude al pozo para obtener agua fresca, pues las bebidas se entibian pronto. Otras van y vienen; los cruces en la escalera son incesantes, y de vez en cuando Tenuset se asoma a la puerta del sotanillo o aparece arriba Nufria, la camarista principal de la señora, dando una orden. Las que acuden al pozo cotillean brevemente con Irenia los detalles de la reunión: el joven matrimonio sentado ante su pequeña mesita al estilo egipcio mientras Ahram, instalado sobre tapiz y almohadones al estilo de Asia, contempla el mar.

Arriba, la señora, vestida de transparente lino, entrega a su padre con aire misterioso una pequeña caja de cedro, anunciándole una sorpresa. Ahram levanta la tapa y admira, efectivamente sorprendido, unos sedosos vellones del más extraordinario color: ni naranja, ni rojo, ni dorado, sino algo de todo ello en cambiantes variaciones según el toque de la luz. Pero no le parece seda y mira intrigado a su hija.

–Pelo, padre. De mujer… No, no está teñido.

«¿De mujer? ¿Quién poseerá esta cabellera?» se pregunta Ahram sin delatar su asombro, mientras su hija prosigue:

–Me haré una peluca. ¡Será la admiración de toda Alejandría…! Es de una esclava que ha encontrado Amoptis. Pienso estrenarla en la ceremonia de vestir a Malki… ¿Te la llevarás mañana, padre? Krito podrá encargarla al peluquero; a Lisinio, por supuesto. Krito siempre acierta con lo que se va a llevar en la temporada. Mi Nefer, además, no tiene tiempo cuando va a la ciudad. ¡Trabaja tanto para el Consejo!

Mientras Neferhotep expresa su sentimiento por no resultar más útil, Ahram piensa que su yerno nunca tiene tiempo para hacer lo que no le interesa.

–Sí, ya va siendo hora de registrar al niño en la Casa de la Vida. Está muy crecido.

–Nefer lo ha gestionado ya en Canope. Le llevaremos pronto.

–¿Quién es la chiquilla que juega con él?

–La hija de Amoptis. Nos la ha propuesto para niñera.

–¿Te puedes fiar? La encuentro aún pequeña.

–Yo estaré atenta mientras ella le entretiene. Es muy lista. ¡Si la vieras! Tiene ojos de monito, siempre mirando a todas partes. Me descansa mucho.

–Pero hay que ir educando a Malki. Es caprichoso y poco obediente.

–¡Ya habrá tiempo, padre! ¡Está tan gracioso!

Ahram calla: la discusión de siempre. Mimó demasiado a su hija, pronto huérfana de madre, y siempre elige ella la cómoda táctica de dejar correr las cosas. Sinuit mientras tanto alaba el garu, o salsa de pescado de Cartago Nova, que envió el padre días pasados con Bashir, y pregunta por las novedades llegadas al emporio del puerto, donde se puede comprar cualquier producto de todo el mundo. «¡Ay! –exclama–, estoy deseando que empiece la inundación y nos marchemos a la Gran Casa, en Alejandría. Tengo que ponerme al día en todo. Estoy hecha una provinciana.»

Entra Narbises, contable mayor de Ahram, llegado con él a bordo del velero. Tras una reverencia instala su obesidad entre almohadones, cerca de Ahram, y extrae de su bolsa los papiros de cuentas que ha estado compulsando con Amoptis a lo largo de la mañana. Neferhotep se une a ellos y analizan los resultados de la cosecha, este año bastante buena y excepcionalmente rentable porque el nuevo jefe de los escribas fiscales ha aceptado regalos y ha sido comprensivo al fijar los impuestos. Narbises, no obstante, hace algunas sugerencias para mejorar la explotación y luego pasan los tres a comentar los acontecimientos en el Consejo Municipal de Alejandría, donde se enfrentan como siempre los intereses de los grupos principales: judíos contra griegos luchando por el dinero; romanos contra el clero egipcio, por el poder.

Llega corriendo Malki con su graciosa trencita colgando al lado derecho de su mejilla, como un principito faraónico, y corta la conversación mostrando orgulloso a su abuelo el amuleto pendiente de su cinturón: un udjat, un ojo de Horus; «muy poderoso contra las mordeduras; hay alacranes por aquí», comenta la madre. Con la misma rapidez vuelve a su juego y entonces Neferhotep ofrece al suegro vino de Imit y beben ambos, previa una libación a Renutet, la diosa cobra protectora de las cosechas. El matrimonio empieza a saborear las golosinas de su mesita mientras Ahram mordisquea unos pistachos. La señora se lamenta:

–¿No puedes quedarte un día más, padre?

–He de regresar mañana mismo. Como sabes, Bashir trajo hoy un mensaje urgente enviado desde el sur con una de mis palomas y descifrado por Soferis.

–¿Algo desagradable? –inquiere cortésmente Neferhotep.

–Ahora lo es para mí, pero yo haré que lo sea para los causantes. Nadie atajará mis proyectos en el mar Oriental.

Sinuit se lamenta, comprensiva. También ella tiene sus problemas. Ayer fue un mal día. Se lo pasó sin salir de su cuarto porque era una fecha nefasta. Pero no ocurrió nada, gracias a la diosa del santuario.

Tampoco ahora pasa nada. En la terraza empiezan a servir el almuerzo y la señora desea música. La arpista, una mujer de cara redonda y voluminosos pechos, silenciosa hasta entonces en su rincón, modula unos arpegios y comienza una tonada menfita de moda, más lánguida que las tebanas. Terminado el almuerzo el matrimonio propone jugar al senet y una esclava les trae el tablero de las treinta casillas, mientras otra renueva las bebidas.

Abajo, junto al aljibe, Irenia empieza a disfrutar un descanso a la sombra, gozando del aire húmedo que sale por el brocal. El niño aparece en el patio y se acerca al estanque, tendiendo la manita hacia los peces rojos. Como no hay peligro, la tierna silueta añade encanto a la paz calmosa de la tarde. Pero, ¿dónde está Yazila?, se empieza a preguntar la esclava cuando, súbitamente, la situación da un vuelco. La amenaza desgarra el sosiego al irrumpir salvajemente un enorme perro. Es Tijón, mastín traído hace poco por Ahram para soltarlo de noche en el jardín; uno de esos feroces canes llamados «perros navegantes» porque se adaptan a la vida a bordo. De algún modo ha logrado romper su cadena o arrancarla y corre tras un gato, ladrando horriblemente. El niño chilla asustado mientras el felino se pone a salvo trepando a un sicomoro.

El perro, defraudado, se vuelve hacia Malki mostrando los colmillos. La esclava no piensa, corre con el niño a un rincón del muro y lo cubre con su propio cuerpo frente al mastín enfurecido. Se siente indefensa, de nuevo en el circo, frente a esa fiera que va a destrozarla, pero Malki es la hijita que no pudo salvar. Ahora tiembla ante los colmillos amenazantes y los ojos asesinos, mientras se mantiene firme, resuelta, clavando su mirada en la del perro.

Otro grito, como un latigazo, clava en su sitio al animal. Ahram, alarmado por el chillido y los feroces ladridos ha aparecido en lo alto de la escalerilla.

–¡Quieto Tijón! ¡Quieto!

La voz de Ahram restaura el orden. Sus pasos se precipitan escaleras abajo y su mano aferra el trozo de cadena arrastrada por el perro, entregándolo a un siervo salido del sotanillo. Se acerca a Irenia, que baja los ojos al suelo mientras escucha:

–¿Ha mordido al niño?

–No, señor. Sólo está asustado.

–¿Y tú no?

Ahora es cuando la esclava se rinde a su miedo sin poderlo evitar y es incapaz de hablar.

–¿Tú no? –repite el hombre. Más que impaciente, curioso–. Ya veo que sí. Pero le hiciste frente.

Sin alzar los ojos, la esclava siente la mirada viril posarse en sus pechos. Un calor ruboroso, que ella misma no se explica, sustituye al miedo. Luego lo atribuirá a la voz metálica y vibrante, tocada de emoción por el nieto, con que le habla el amo, mientras acaricia el pomo de su daga.

Entretanto el niño se aferra ya a las piernas del abuelo, que le coge en brazos. La esclava mira al fin de frente: al chiquillo y al hombre. Descubre la intensidad de la mirada y el pliegue de los labios entre la barba, ahora curvados en una sonrisa reveladora de dientes blanquísimos. «Los colmillos del perro», piensa en un relámpago.

–Vaya, al fin me miras.

Hay una pausa. Ella ha vuelto a bajar los ojos y él concluye suavemente.

–Gracias, mujer.

«¿Por qué se me saltan las lágrimas?», se pregunta irritada la esclava, procurando disimularlas. No sabe si lo ha logrado, pero en cambio siente los dedos del hombre rozar su sien, donde el velo anudado a su cabeza no llega a tapar el color de su renaciente pelo. Los dedos se detienen un instante, pero Ahram no lo comenta. Algo nuevo se alumbra en sus ojos.

–Ven. Sube –ordena.

Irenia sigue al hombre escaleras arriba, avergonzada por su tosco faldellín de fregona. ¡Cuánto daría por alguno de los vestidos que llevó en Bizancio o en el harem, ahora que contempla el lujo de la terraza! Los tapices, los almohadones, las mesitas y los taburetes de cedro, los servicios de plata y de cristal fenicio, los hisopos con agua perfumada y la túnica finísima de la señora, que se precipita a coger al niño con extremados besuqueos. Suenan pasos rápidos en la escalera y los sollozos de Yazila, que sube asustada. Ahram ruge al verla:

–¿Así cuidas de Malki…? ¡Nufria, llévate a esa estúpida! Mañana recibirá nueve azotes en el patio, delante de todos.

«¡Ahora, qué voz tan peligrosa!», se estremece Irenia, mientras se llevan a una Yazila que implora perdón a gritos. Ahram pregunta a la esclava:

–¿Cómo te llamas?

–Irenia.

–No te va –murmura mirándola. Pero de golpe recuerda y su voz se hace risueña–. ¡Ah, conque eres tú! –La hija se asombra de que él tuviera noticia–. De Psyra, creo, pescadora.

–Así es, señor.

–Conozco la isla, frente a Quíos… Pero no pareces jonia.

–Ignoro dónde nací –responde turbada.

Ahram la mira con extrañeza, pero sigue sonriendo:

–De todos modos serás más responsable que esa cría. Desde mañana cuidarás tú al niño.

La hija protesta escandalizada:

–Apenas la conocemos, padre. Y me dijo Amoptis que había sido enviada al mercado desde la cárcel.

–Para suerte de todos. Y yo también he pasado por la cárcel, ya lo sabes.

–Pero es que ella estaba por ser de una de esas sectas. ¡Es una terrorista! ¡Quién sabe lo que habrá hecho!

–Ya he visto lo que ha hecho… y sé lo que me ha contado Bashir –añade para asombro de la esclava, que ahora comprende tantas cosas y, a su vez, quiere explicarse:

–Me cogieron con cristianos, es cierto, pero yo no lo soy.

–Te creo. Has sido valerosa y ellos son blandos.

–Ellos saben morir, señor –replica con orgullo, recordando a sus amigos. Ahram no se enfada, para sorpresa de los presentes.

–Morir es fácil; matar es lo importante… ¿Matarías tú? ¿Ni siquiera para salvar a un niño?

Ella recuerda a su hija y baja la cabeza, asintiendo.

–Toma, por tu valor –concluye Ahram sacando de la faja una bolsa y tendiéndola a la esclava que, en vez de tomarla, implora arriesgándose:

–¿Puedo pedir otra cosa, señor? –Y continúa, pese al ceño fruncido de Ahram y al general silencio reprobatorio–. ¡Sé clemente y perdona a la muchacha! Es todavía una niña. Me ayudará a cuidar al pequeño.

Ahram vacila un instante, asombrado como todos.

–Sea. Pero tú me respondes de Malki. ¡Con tu vida! Tú puedes hacerle hombre.

La despide con un gesto poniendo en su mano la bolsa que ella acepta inclinándose. Saluda también a la señora, a la que nota satisfecha por su petición en favor de Yazila, y se retira.

No nací en Psyra, ni sé dónde, ni nadie podrá saberlo nunca, imposible, lo primero que vieron mis ojos no fue cuna ni madre, sino aquellas tres figuras contemplándome, desnuda sobre la arena, ésa es toda mi memoria, así entré en el mundo, luego sabría que eran mujeres y que hablaban entre sí, pero al principio sólo un canturreo con altibajos, un caqueteo saliendo de las tres bocas, después fui capaz de imaginar sus comentarios:

(«¡Mirad, abre los ojos! ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? Parece muda. No comprende. Una bárbara. Persa. No, del norte. Mirad su cabellera: es de los godos. Y de buena cuna, ved su piel delicada. Y sus manos sin roces. ¿Naufragio? ¡Tontería!, ¡con las calmas de esta semana! Abandonada desde un bote, una venganza, hija de rey, se cuentan historias. ¡Imposible, anoche mi marido pescó hasta el alba, hubiera visto algo! Entonces… ¿Por qué se toca las piernas?»)

Sí, me las tocaba porque descubría mi cuerpo, sobre todo mis piernas, tenía la vaga idea de haberlas usado antes, pero mi mente un vacío, sólo había eso: sentirme todo el cuerpo, la suavidad del muslo en mis dedos resbalando sobre él, cosquilleo de mis rizos en el pubis, ¡qué susto sorpresa cuando allí noté algo y derramó mi entrepierna un chorrito ambarino que la arena se tragó! Temí derretirme y la sangre se retiró de mi cara, las tres figuras rieron palmoteando, creyeron que me había dado vergüenza, ¡me lo contaron luego tantas veces! Y como se acercaban hombres una de ellas se quitó el manto para taparme, fue la que luego llamé Madre, la primera que tuve y verdadera, mucho antes que Porfiria, pero tampoco ella pudo decirme dónde nací, ¿cómo iba a saberlo?, aunque en nuestros cuatro años juntas siempre le preocupó mi origen, quiso desentrañarlo, adivinarlo por mis primeros gestos, aquel mi primer día me cubrió con su manto y me llevó consigo.

Yo toda sensaciones, ¿por qué recuerdo ahora?, ¿quiero saber también lo que hubo antes? Sólo sensaciones, no todas agradables, áspera sequedad en la boca, necesidad de aliviarla, me levanté y sin saber por qué acudí a la orilla, donde rompían las olas, mojé mi mano y la llevé a la boca, sentí desabrimiento y miré al grupo desconcertada, la más joven se alejó y volvió pronto, con una concha llena de algo cuyo nombre repetía al ofrecérmela, «¡agua, agua!», la primera palabra que aprendí a decir, me llevé el cuenco a la boca, ¡qué líquido placer llenándome las fauces!, ¡qué activa mi garganta al tragar! Bajaba el agua a mis adentros revelándomelos, ahora bebo sin darme cuenta, pero entonces era un milagro, ofrecí a la muchacha la mueca de mi sonrisa imitando la suya, agradecí a mi boca reseca el haberme llevado a tanto placer.

¡Aquellos tiempos como de recién nacida, viviéndolo todo por primera vez pero con capacidad para recibirlo! Sorpresas a cada instante, descubrimiento de un mundo que me revelaba a mí misma, beber era un prodigio, por desgracia todo se vuelve costumbre, ellas también me descubrían, la Madre me habló, caqueteó con las otras en vista de mi silencio asombrado, me miró intensamente, ¡ah, sus miradas!, sus ojos de un gris claro, pocos así encontré luego en mujeres, menos en hombres, me tomó por la cintura mientras su boca emitía sonidos atrayentes, modulaciones persuasivas, así me condujo a lo que luego aprendí a llamar «casa».

¡Generosa, inolvidable Madre!, pero su primer don acabó en desengaño, me dolió que me llevara para luego negarse, así lo entendí entonces, no comprendí hasta más tarde, empezó dándome de comer, se repitió mi placer de la bebida, más intenso aún, del cuerpo llenándose me subía una sensación de beatitud, pero me angustiaba una carencia, vacío inexplicable, algo necesario faltándome, intuí lo que era cuando ella me llevó hasta una yacija y yo, en vez de tenderme, respondiendo a su abrazo que envolvía mis hombros, la estreché contra mí y caímos en el lecho, yo encima, abrazándola más fuerte, agitándome sobre ella como para penetrarnos mutuamente, así como los manjares y el agua habían entrado en mí, buscando oscuramente lo mismo, sus ojos me miraron extrañados mientras su cuerpo se negaba, pero sin violencia, clavados hondamente en los míos, porque ella nunca se asustó, siempre quería saber, cuando al fin me levanté confusa ella me abrazó, de otro modo, acarició mis cabellos, besó mi frente, fue sosegándome poco a poco, llenó en parte aquel vacío pero no todo, no era eso, me tranquilizó con la caricia, como a un potrillo inquieto, con la palabra suave que no entiende.

Así empiezan mis recuerdos, sin otra memoria, y ahora por qué vuelven, estaban olvidados, mi memoria era Domicia, así abrí los ojos en la playa, quizás por eso el mar siempre me fascina, ¡qué difícil comienzo!, aprendiendo lo que los demás olvidan haber aprendido sin darse cuenta, progresando con cautela, usos, costumbres, rituales, me llamaron Kilia porque aquel año fue el del milenario de Roma, ¿le gustaría a Ahram ese nombre más que Irenia?, ¿o el Falkis de Astafernes?, ¿o el Nur de Uruk? Todos tienen sólo un nombre pero yo sin raíces, por eso tantos, cualquiera, ¿qué me espera ahora?, me supusieron doce o trece años porque aunque me veían niña en seguida sangré como mujer, ¡qué susto aquel día…! Mis años anteriores ¿donde están? Mutilada de niñez, por eso viví tanto la de mi hija, fue gozar con ella la mía, por eso me conmueve ese muñeco de Malki, con él voy a vivir de nuevo, renaceré, ¡adorable Bashir, a ti te lo debo! ¿Cómo te fijaste en mí?, ¿también mi pelo? No, me conociste rapada, no fue eso, conozco bien a los hombres, fue otra cosa pero a ti te lo debo, el niño, mañana ofreceré papiro tierno a tu camella, su nombre Al-Lat me lo explicaste, el de una diosa entronizada en un pozo de tu país, la trajiste de tus desiertos, allí es la vida del hombre, como el niño es ya la mía, ¿y tú de dónde eres, Ahram?, ¿cómo iba a figurarme que tu anunciador Bashir también te me anunciaba a ti?, eres como dicen, ¡qué sorpresa tu llegada!, pero eres como dicen, si hasta en Bizancio, ahora que recuerdo, te nombraban algunos, el Navegante, el poderoso de los mares, pero lo había olvidado, qué secretas corrientes la memoria, llevan y traen el pasado, ¡ay, menos el mío!, eres como decían, mis ojos vieron hoy tus pies, uñas fuertes, bien formados como los de Narso, firmes, prensores, de pisar libres tablas flotantes o arenas, seguro que en la planta una piel recia, como ellos, los pescadores, gracias por tus palabras mientras los miraba, gracias por el niño, ¡qué hermoso todo!, ahora pasado el miedo veo al perro magnífico, fuerte en su libertad, mañana empiezo con Malki, ¡oh Malki en mis brazos!, pensarlo me quita el sueño, la alegría me levanta el pecho, sudoroso, a ver si acaba por fin esta pesadez del aire, este olor a marjales medio desecados, a hierbajos pudriéndose, a ver si revienta el Nilo, se alivia la hinchazón del mundo, cuándo asomará esa estrella, Sopdit, justo antes del sol amaneciendo, cuenta Tenuset que entonces la tierra quedará bajo las aguas, todo Egipto a lo largo del río, una mar entre desiertos, aquí en seco sólo la villa y la aldea, y el santuario porque están construidos en alto, el diluvio decían los cristianos, pero aquí cada año, en los Montes Divinos Isis llora a su Osiris, el mar de Alejandría se vuelve amarillo por el limo, el Nilo arrastra la tierra y la repone nueva, más fértil, renacida, ya todos esperándolo, ¿renaceré yo?, este niño me salva, ¿arribaré a otra playa como en Psyra? Desde hace horas lo pienso, ese perro enviado del destino, y ahora mismo otro signo, este silencio súbito por dentro, me sobrecoge, lo conozco, no es corazonada sino anuncio, no sé de qué, todo puede pasar en este Egipto, gracias Ahram por tu regalo, tu nieto, la vida.

cap-4

3. EL UDJAT

Asomó por fin en el horizonte antes que el sol la estrella Sopdit y comenzó el año con el mes de Toth: la crecida no puede ya tardar. Ahram lo sabrá el primero en Alejandría gracias a sus palomas mensajeras. Bashir asegura que pronto en el gran nilómetro se conocerá si la próxima cosecha será buena o mala. El calor se hace cada día más exasperante; el aire se estanca sobre las tierras del Menhit, ese vasto abanico de las siete bocas del delta por cuyos canales y marismas no circulan ya en sus barcas de papiro los pescadores y los cazadores de aves.

En la terraza la señora es constantemente abanicada por una sierva, se queja de jaqueca y quiere aliviarla con refrescos, perfumes y masajes en las sienes, mientras compadece a su pobre esposo, que está a punto de regresar de la ciudad. «¡Cómo sudará en ese horno, pobrecito mío!»

En la playa, bajo la oscilante sombra de las palmeras, la brisa ofrece algún alivio a Irenia que, con el niño y Yazila, baja a diario a la arena desde que la señora empezó a confiar en ella, gracias al hallazgo del amuleto. Malki lo había perdido en el estanque y la madre lo consideró un mal agüero. Por fortuna Irenia encontró el udjat en el agua, bajo los lotos, y eso demostró su buena suerte; por eso le permiten llevar el niño al mar. Apenas pisa la arena la esclava se quita las sandalias a que ahora tiene derecho, como guardiana del Pequeño Amo. Entra en el agua con el niño mientras Yazila, tras mojarse los pies y la cara con mucho aspaviento, retorna a sentarse a la sombra, observando con ojos suspicaces a la mujer que le ha quitado el puesto. Malki juega con la espuma de las mansas olas y no llora ni cuando alguna le salpica la cara. Le encanta tirar de la túnica que ahora viste Irenia, a diferencia de las otras siervas, para derribarla. Ella se deja caer advirtiendo, complacida, que Malki se tiende a su lado y empieza a manotear intentando nadar solo. ¡Qué sorpresa se llevará Ahram cuando encuentre tan marinero a su nieto!

Así pasan la mañana, construyendo pirámides de arena, cauces que se inundan como el Nilo, murallas que la espuma derriba poco a poco. Al ver una caña flotante Irenia decide encargar un barquito de juguete al carpintero de la aldea. Mejor aún a alguno de los artesanos funerarios venidos de Canope para adornar la tumba en construcción de Neferhotep, que inspecciona frecuentemente los trabajos en la colina del santuario y se complace admirando las pinturas y relieves de su última morada, los vasos canópicos para sus vísceras, los pertrechos para seguir viviendo el largo viaje de su alma. El tallista del mobiliario labrará fácilmente una perfecta miniatura del Jemsu de Ahram, con su afilado casco, sus velas verde-púrpura y hasta unos diminutos tripulantes.

Con el sol en lo alto regresan a la casa. El niño se demora persiguiendo a las gallinas, a pesar de su miedo a las ocas; pero al fin es entregado con Yazila a la señora, a quien le gusta ufanarse de vigilar el almuerzo de su hijo. Irenia aprovecha para bajar al sombrajo de cañas junto a la cocina, donde encuentra a Bashir con Tenuset, que acaricia su gata mientras el hombre mordisquea entre frase y frase un tallo de papiro, ya que se le acabó la provisión de quem de su país, renovada de vez en cuando por algún piloto de Ahram.

–Bienvenida, Irenia –la recibe el viejo mirándola con sus ojos semicerrados–. Mi amiga acaba de contarme cómo encontraste el amuleto.

–Te lo digo, Bashir, esta muchacha es mágica. A través de las aguas, de las hojas de loto y hasta del fango consiguió ver el udjat de mi pequeño.

Tenuset fue niñera de Sinuit y trata a Malki como si fuese suyo. La esclava protesta, risueña:

–¡Nada de magia! Fue que las siervas no buscaron bien. El estanque no es tan hondo.

–Pero tú no buscaste. Fuiste derecha a meter la mano bajo los lotos.

–Como no estaba a la vista y había caído al estanque, tenía que aparecer allí. ¿Dónde está la magia?

A la esclava no le gusta que le atribuyan esos poderes pues provocan recelos y bastantes despiertan ya su procedencia. Pero no se sorprende: ya le ocurrió entre los cristianos, y Uruk la llamaba «maga» porque a veces anunciaba una tormenta que ella sentía en el aire cuando aún nadie la preveía. Ahora prefiere desviar la conversación preguntando a Bashir si había hablado al amo de ella.

–¿Al amo? ¿Cuándo? –responde fingiendo ignorancia.

–Antes de que él me viese aquí.

–Bueno, podría ser… Por culpa de esta vieja charlatana. Me dijo que tú eras distinta. Además, me sorprendió tu pelo.

–¡Pues ahora está en Alejandría, en casa del peluquero! –ríe Tenuset con su desdentada boca.

–No importa; le crece de prisa.

Bashir señala la cabeza ya cubierta como por un casco de luciente cobre y añade, sorprendiendo a la esclava:

–¿Te ha dado penas o goces, tu pelo?

–Es una larga historia… –suspira la esclava.

–No es cabellera griega. Ni de terrorista cristiana.

–No soy cristiana.

–Pues te condenaron a las fieras por serlo. ¿Cómo te salvaste?

–¿Lo ves? ¡Su magia! –insiste Tenuset.

–Por favor, no digas eso, van a tenerme miedo y a quitarme el niño.

–Tú no puedes inspirar miedo –afirma Bashir gravemente.

La esclava calla, pensativa. ¿Cómo sabe Bashir lo del circo? El vendedor de esclavos lo ignoraba y no pudo decírselo a Amoptis. Investigan su vida. ¿Acaso

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos