LA PUERTA EN LA ROCA
Todo estaba dispuesto, aunque nadie lo supiera porque la vida no avisa. A veces se divierte soplando en sus trompetas para nada; otras, en cambio, su corriente reúne a la callada ciertos seres y cosas, y deja que pase lo que tiene que pasar. Sólo mucho después se reconoce lo decisivo de cierta circunstancia, de tal gesto. Por ejemplo, aquel encuentro, aquellos pasos que habría de dar Shannon. ¿Por qué ocurrió, por qué se dieron? Es inútil cavilar: fue un capricho del río, un vuelco de la sangre. Quizá sólo la sangre sabe siempre por qué.
Todo estaba dispuesto en la sierra fría. Allí esperaban —ignorando, pero puntualmente— al acecho de Shannon. Todos: el hombre que serviría de cebo, la mujer envuelta en sombra, el animal encargado de extraviarlos hacia su destino. Más allá del horizonte, mientras acababa de extinguirse el día, la luna esperaba su momento para asomarse a tender puentes de plata sobre los abismos de la noche.
Shannon se dirigía a Zaorejas, pensando cruzar el Tajo a la mañana siguiente y seguir a Molina.
Después del estrecho de Priego y de los pequeños poblados del Guadiela, aquel Villanueva de Alcorón con sus casas grandes y sus balcones, aquella comarca tan llana, le hacían sentirse extraño, como quien no reconoce su camino. Pero mientras avanzaba sobre la recta interminable de la carretera, percibía el ímpetu geológico de la serranía más intensamente que en los barrancos y convulsiones de las peñas. El altiplano era la tierra levantándose toda entera, en macizo bloque y sin esfuerzos parciales, como la tensa piel de un tambor exasperado. Hasta los pinares y las sabinas se enrarecían allí para dejar tan sólo tierra pura, en ansia de altitud. En lo alto chocaban grandes nubarrones cenicientos, agitados por extrañas fuerzas, y entre el llano y el ceñudo cielo del invierno avanzaba inquieto el caminante entre las placas de un condensador cósmico.
Todavía iba por el borde de aquel campo, sin duda aprovechado para aterrizajes durante la guerra, cuando percibió a lo lejos el grupo inmóvil, recortado contra el horizonte. No puso mucha atención. Apenas se fijaba en nada desde que, meses atrás, había iniciado en Italia su marcha desesperada para escapar de cuanto le rodeaba. Desde que, acabados los combates y pasada la borrachera del armisticio, había visto a su verdadera luz aquel mundo del que le habían hecho cómplice: niños mutilados, mujeres deshabitadas, palabras hueras y asesinos de uniforme orgullosos de sus bombas.
Desde entonces caminaba sin enterarse, como esos muñecos que bajan solos por un plano inclinado. Pero aquel hombre, con el pie liado en un trapo sanguinolento, aquella postura casi de pelele, aquella barbuda cara crispada, le hicieron detenerse. Sí, y quizá también la extraña sensación de que, en su inmovilidad, aquellas figuras habían como cobrado vida repentinamente. Se acercó y preguntó, aun sin atreverse a esperar que pudiese aliviar un dolor humano.
No le contestaron todavía. Ni el hombre tendido, ni la mujer sentada, escondida bajo la oscura manta. Insistió.
—El palo —se quejó el hombre—. ¡Roío palo!
Shannon soltó el bastón, se descolgó la mochila y se arrodilló junto al herido. La mujer torció el cuerpo. «Como para esquivarme mejor», pensó Shannon mientras arremangaba el pantalón de rayadillo, tan absurdo en el aire marceño, y empezaba a descubrir la herida. No había sido un madero caído encima del pie, sino golpeando de lado, pensó ante aquel tobillo deshecho. El herido apartó enseguida la vista de la hinchada masa, deforme y amoratada.
—He visto casos peores —trató de animarle Shannon, mientras pensaba en que sólo podía limpiar algo y mejorar el vendaje. «Has tenido suerte», estuvo a punto de añadir, como si se tratara de aquellos otros heridos de los combates, que a cambio de un pie salvaban quizá la vida.
Cuando terminó la cura ya se había puesto el sol. El viento había callado, ahondando aún más con su silencio la dramática desolación. Sólo se oía el chocar de las quijadas del asno, el chasquido de las hierbecillas cuando el animal las rompía de un tirón. El herido resollaba con fatiga; la mujer seguía inmóvil. Parecía como si nada fuera con ellos. Cuando Shannon anunció que era urgente llegar a un hospital o a un médico, ninguno le contestó ni con un gesto.
—No pueden seguir aquí, ¿comprenden? —insistió irritado.
—Está cansado, dice —habló al fin la mujer, con una voz honda, lejana—. Le pasó en el río, donde el barranco de Valdenarros. Queríamos llegar por el camino de maderos a los aserríos de Zaorejas, pero nos desviamos en el monte.
—No falta mucho hasta Zaorejas —dijo Shannon—. Yo les acompaño.
—Ni hablar —gruñó el herido—. Montao me cuelga la pierna, se carga de sangre. Me se pone peor.
—Si pasa aquí la noche, pierde el pie —replicó Shannon.
—Tengo mi seguro —dijo el hombre, casi ufano—. Ya me lo pagará.
—Si se le gangrena, lo que tiene seguro es el cementerio —se excitó Shannon. Y habló a la mujer—: ¡Ayúdeme a colocar a su marido en el burro!
—No es na mío. Es un ganchero.
—Ella va pa Zaorejas, y le mandaron acompañarme —añadió el herido.
Entretanto, Shannon había acercado el asno. El hombre empezó a protestar. Entonces apareció el carro, agrandándose poco a poco en el crepúsculo.
Esperaron y hablaron al carretero. Sí, se llevaría al herido hasta Villanueva de Alcorón, adonde se dirigía, mientras Shannon acompañaba a la mujer a Zaorejas. El herido se animó al ver que iría tumbado sobre unos sacos. Lo instalaron y el carro se alejó.
Aun entonces, al quedarse los dos solos sobre la tierra levantada, no sintió Shannon la proximidad de nada. Únicamente percibía el distanciamiento casi hostil de la mujer, y sólo deseaba dejarla en el pueblo y desentenderse al fin de aquel asunto.
Mientras se sujetaba la mochila, ella montó a mujeriegas. Se volvió titubeando.
—Muchas gracias —dijo con esfuerzo—. Adiós, señor.
—¿Cómo adiós? Yo también voy a Zaorejas.
Ella se encogió de hombros y taloneó al burro. Shannon echó a andar detrás, sintiéndose obligado a acompañarla, pero también provocado por aquella indiferencia.
Hasta el aire se puso en movimiento, clavándose en las mejillas como flechitas de hielo. La carretera hizo un recodo, y vieron hacia delante un par de luces amarillentas. A la derecha arrancaba un sendero, alejándose hacia nuevas manchas de pinar.
La mujer se detuvo como pensativa. Shannon se paró también, y en el súbito silencio irrumpió el murmullo de una fuente, invisible en la noche. De repente, la mujer metió a su cabalgadura por el sendero. Shannon echó a correr y la detuvo.
—¿Adónde va? Zaorejas está allí.
—Vuelvo a la maderada. Éste ha de ser mi camino.
—¿Ahora? ¿Sola?
Era difícil conservar la calma ante aquella actitud incomprensible.
—Sí. Me voy.
—Pero ¿no iba usted con su familia? El ganchero dijo…
—¡Déjeme en paz! Ni tengo familia ni voy a Zaorejas. ¡Apártese!
Y azuzando el asno, desplazó a Shannon y arrancó de un trotecillo.
Shannon, a fuerza de ira y desconcierto, quedó inmóvil.
—¿Está loca? —acertó a exclamar.
Y entonces le llegó el grito desde el negro bulto fugitivo. Más fuerte que el rumor del agua, más metálico que el choque de las herraduras, más agudo que el viento.
—¡Sí, estoy loca!
Y aún la oyó repetir estranguladamente:
—… ¡loca!
¿Era la misma voz hasta entonces en calma? Ahora resultaba una tan desesperada catarata de voluntad que todo lo imprevisto empezó a ser posible. Y Shannon echó a correr, mientras gritaba en vano para retenerla. ¿Obstinación frente a obstinación, ansia de salvar, curiosidad? ¡Qué importaba! Sus pasos hacia el monte pertenecían al clima dramático cristalizado en la noche.
Cuando fue capaz de reflexionar, ya era tarde. ¿Cómo retroceder, cómo desertar, si ella le había oído? Además, ¿qué le importaba a él un camino u otro? Y seguía adelante, y su pie redescubría la firmeza de la tierra, y su vista palpaba las sombras, y el olfato reconocía la resina o el tomillo, y la respiración le agitaba el pecho, y la sangre le marcaba el ritmo de la marcha. Se asombró al notar su cuerpo tan lleno de sentidos, de resortes, de latidos tenaces como insectos… Se asombró de su propio vivir, enfrentado con todo lo envolvente tras tanto tiempo de negarse huyendo; y al ser consciente de su asombro, ya no dudó un momento de que aquella sombra imantada le atraía con la fuerza del destino. Ella no se había vuelto ni una vez a mirarle, no había vuelto a pronunciar una palabra, pero ¿qué importaba? Siempre es misterioso en los mitos el mensajero de los dioses.
También, como en los mitos, el camino se hacía más áspero. Ya no era senda, sino un pedregoso cauce de torrentera. Los pinos se achaparraban y se mezclaban con sabinas y enebros. Una luna gigante se asomó por el monte y empezó a recortar con su buril de plata las sombras quietas de las peñas, las sombras vivas de los caminantes. Shannon, tranquilo como nunca lo había estado desde su crisis de Florencia, avanzaba con firmeza hacia lo que pudiera estarle destinado.
Al cabo, la torrentera se ensanchó en una nava cubierta de fina hierba y el asno relinchó salvajemente, alzando el belfo hacia los astros. En la nava se extendía un ancho espejo de luz. El animal se inclinó a beber y la plata líquida se llenó de temblores en aquella claridad, convirtiéndose en seda estremecida por el viento. La mujer, inmóvil, se recortó en el aire, más pura y fantasmal que nunca. Cuando el asno reanudó la marcha, Shannon se acercó a la orilla. Contempló conmovido un largo instante el milagro del agua entre los riscos, secreto de blandura en corazón de roca. Cuando alzó la vista, la mujer había desaparecido.
¡Y enfrente no había salida! Al otro lado del agua, sólo una franja de tierra y una vertical pared de roca, metalizada por la luna. Echó a correr rodeando la orilla y poco a poco la roca se fue abriendo como un Mar Rojo de piedra. Se pasmó un instante hasta comprender que, desde donde había mirado al levantar los ojos, la luna había podido fingir una lisa y continua claridad lunar, mientras que, al desplazarse, el juego de las sombras producía la ilusión de la mítica muralla que se hiende como por el tajo de una espada o la fuerza de un conjuro.
La abertura era un breve desfiladero. A la salida era ya otro mundo: sin riscos, ni viento, ni violencias. Luz y niebla solamente, en armonía y paz indescriptibles. Ante sus ojos, sumergiendo la falda del monte, sólo un inmenso mar de niebla, campo blanquísimo de luna bajo la pura serenidad nocturna, decantado en el cuenco de los montes por la leve densidad de sus vapores. A lo lejos emergían pocas cumbres a modo de archipiélago, hasta acabar cerrándose en la suave línea oscura de la opuesta serranía. Tanta hondura hacia dentro, tanto seguro abismo hacia lo alto, parecían justificar de golpe los pasos hacia el monte tras el mensajero de los dioses.
Allí aguardaba, convertido en una mujer. El maravillado Shannon se le acercó y fue en aquel nuevo mundo, suave y luminoso, donde se le reveló al fin el joven rostro femenino, sin misterios bajo la lámpara de la luna. ¿Cómo podía haber estado hundido antes en la sombra? Formuló dulcemente una pregunta absurda:
—¿Hemos llegado?
—En lo hondo está el río —murmuró ella—. Pero… no sé…
Hablaba tímida, necesitando amparo. Como si en el desfiladero se hubiera desprendido también de hostilidad y recelo.
—Bajando lo hallaremos —tranquilizó Shannon—. Andando hacia abajo se encuentran los ríos.
Tomó el asno del ramal y avanzó hacia la niebla. Al punto les envolvió la caricia húmeda y blanca, que ondulaba y se deshacía en vedijas, descubriendo y ocultando fantasmas de pinos como algas en el fondo de un lago. A veces se vislumbraba una luna ahogada en la bruma.
Caminaban en silencio como niños perdidos, sin más guía que un continuo descenso, con rodeos exigidos por la fuerte pendiente y los canchales aislados. Al fin se suavizó la ladera; luego distinguieron un resplandor rojizo. Shannon sintió un choque doloroso: era como si todo —pero ¿qué?— hubiera de terminar allí.
—Deben de ser los suyos —dijo—. Será mejor que la deje.
—¡Espere, espere! —casi suplicó la muchacha.
—¿Quién va? —gritaron desde la hoguera.
—¡El Americano! —dijo ella con júbilo—. ¡Soy la Paula!
Azuzó al asno, y otra vez Shannon la siguió, murmurando el nombre recién descubierto: Paula, Paula.
El fuego vaciaba una cúpula en la masa de niebla. Un hombre surgido entre un grupo de durmientes se acercó a recibirles. Era alto, seco, de manos huesudas. El resplandor de la lumbre subrayaba sus pómulos y apagaba los labios delgados entre la grasienta barba de varios días.
—¿Qué ha pasado, Paula? —preguntó el hombre—. ¿Y el Tejero?
—Se lo llevó un carretero a Villanueva.
—¿Y tú? ¿No ibas a Zaorejas con tu gente?
—No —y repitió inapelablemente—: No.
El Americano se volvió a Shannon.
—¿Quién es el hombre?
—Curó al Tejero. Nos ayudó.
—Me llamo Shannon. Roy Shannon. Pensé que no debía dejarla sola por el monte. Pero ya ha llegado…
—Quédese a la lumbre, amigo. La noche no está pa andar.
Paula, que desaparejaba el burro, se volvió a mirarles.
—La humedad es muy recia —dijo.
Y, por vez primera, ofreció una sonrisa. Su cara, sonrosada por el fuego, resultaba ahora más de mujer que bajo la luna. ¡Qué negro tenía el pelo!, pensó Shannon, mientras agradecía al hombre su hospitalidad.
—Shannon… ¿Es usted inglés o americano?
—Irlandés.
Paula ató el asno a un pino, donde la niebla empezaba ya a envolverla, como para llevársela. Se puso a desplegar una manta.
—Tengo un buen saco de dormir —le dijo Shannon—. ¿No querría usted usarlo?
—¿Quién? ¿Yo? —denegó Paula, riendo.
Pero cuando lo vio se dejó conquistar, como un niño por un juguete nuevo.
—¡Qué difícil! —exclamaba ante las explicaciones de Shannon—. Voy a extrañar la cama —dijo a Shannon, cuando estuvo arropada. Calló un momento y se decidió a añadir algo que pareció costarle gran trabajo—. Si no es por usted, allá arriba… Bueno; buenas noches.
Volviendo hacia la hoguera, Shannon vio que otro durmiente se había incorporado. Tenía un torso deforme, monstruoso. «¿Acaso sigo en el mundo de los mitos?», pensó. Y aquellos otros dos bultos, ¿eran dos enanitos? Volvió a mirar al extraño ser, pero ya había vuelto a transformarse, bajo la manta parda, en un montón de tierra.
El Americano le aguardaba junto a la hoguera.
—¿Quiere comer?
—Gracias. Me sobró pan en Villanueva y me queda una lata de carne.
—Más de lo que yo podría ofrecerle —sonrió el hombre, mostrando un diente de oro al resplandor de la llama—. Entre gancheros sólo hay olivas, cebollas, bacalao crudo… Para persona como usted, nada.
Hacía los honores, pensó Shannon, como señor de un castillo. Siempre pasaba igual en este país; sobre todo cuanto más pobre era la gente. Quiso quedar a su altura:
—Para mí, en la guerra, eso hubiera sido un banquete, algunas veces.
—¡Ah, la guerra!
No dijo más. ¿Cómo iba a comprender?, pensó Shannon. La gente la imagina como tiros, peligro, muerte. Si sólo fuera eso, podría ser magnífica. Pero lo otro, lo inhumano, la… «No tengo que pensarlo —se frenó con esfuerzo—. He de olvidarlo. Como hace un momento, andando por el monte. He de seguir así.»
—Beba —invitaba el Americano—. Algo áspero es, pero buen cristiano.
Le tendía una de esas «botas» españolas, pequeños pellejos para vino con embocadura de cuerno.
—No sé beber bien con eso —se disculpó Shannon, antes de intentarlo.
—Ya aprenderá, como siga en España.
—Por mí no se quede despierto.
—¡Bah! Duermo poco.
Sí, debía dormir poco aquel hombre seco, casi ascético, que callaba para no forzarle a contestar mientras comía. En el silencio les llegaba a veces el rumor del río, algodonado por la niebla. El Americano extendió hacia el fuego sus pies descalzos con alborgues de esparto, al extremo del pantalón anudado al tobillo desnudo. Como el del herido, allá arriba…
«Allá arriba», pensó Shannon. Pero ¿sólo habían pasado pocas horas? ¡Qué lejos aquel otro mundo, el de antes de suceder todo! Y este de la muchacha, de la niebla, de los seres deformes y los enanos, ¿qué iba a traerle? Volvió a sentir curiosidad por su propia vida.
—Nunca he visto una maderada —pensó en voz alta.
—Para mirar resulta entretenida.
«Entretenimiento», se dijo Shannon, era palabra extraña en aquel pobre campamento de gentes casi descalzas. Pero no tenía ganas de pensar. Un inmenso cansancio le invadía. Dio las buenas noches.
El Americano le contestó gravemente, aseguró la hoguera para la noche y se tendió a dormir. Shannon se envolvió también en la manta, acostado de espaldas al fuego. «La manta de la muchacha —recordó—, la misma en que se envolvía al atraerme a su mundo.» Quizá con este contacto se está completando el encantamiento. Pero nada sucedía. Simplemente olor a matas aromáticas y a pinocha, con un recuerdo caliente y peludo de la cabalgadura. ¡Qué vida la de aquella mujer entre gancheros!
El sueño le tenía ya casi cogido, cuando algo le despejó de repente. Era la voz del Americano, muy cautelosa:
—Moza… Paula… No estás dormida, ¿verdad?
—No —respondió al cabo una voz sollozante.
—Muchacha…, ¿qué te pasa? ¿Por qué no has ido con tu familia?
—Yo… no tengo allí a nadie.
—¿Cómo? ¿Entonces, el otro día, cuando me dijiste…?
Un sollozo más fuerte le interrumpió. Shannon oyó al Americano acercarse a la muchacha, que estalló, siempre ahogadamente:
—No tengo a nadie en ningún sitio… ¡Ay, señor Francisco, más me valiera morirme!
—¿Tan moza? ¿No te da vergüenza decirlo? Mira…
Shannon ya no pudo entender más. Paula sollozaba, desahogando su pena. El hombre la consolaba, pero en un rumor ininteligible. Otro fondo de misterio para las nuevas horas, para el cansancio creciente, para la vedijosa llegada del sueño, que al fin se apoderó de Shannon.
Al principio durmió profundamente. Después le pareció, ignorando si estaba o no despierto, que los durmientes en torno a la hoguera se agitaban y desaparecían. Luego caminó y caminó por un planeta confuso, tras algo que era a veces una sombra y a veces una luz, hasta que, de repente, por los misterios del sueño desembocó ante una clarísima visión: una ensenada oro y azul, en una isla del archipiélago mediterráneo. Tranquila bajo el sol, con pinos escalando el promontorio rocoso y, en lo alto, las truncadas columnas de un templo consagrado a los amigos dioses, a aquéllos hechos a imagen y semejanza del hombre. Ante aquel mundo tan redondo, tan firme sobre sí mismo, Shannon comprendió que al fin había llegado. Y bajo la sombra risueña de un pino, sobre la arena dorada, se durmió en paz.
KAN
es la montaña, la simiente,
la puerta que se abre,
el ave de negro pico,
el árbol recio y nudoso.
Es el Noroeste,
es el Invierno.
(Comentarios al I-KING; «Libro de las Mutaciones».)
LA ESCALERUELA
Le despertó el frío y entreabrió los ojos. Los abrió del todo, incrédulo: un hombre andaba por el río. Sí, tranquilamente, sobre las aguas, avanzando entre los últimos jirones de niebla. Shannon se incorporó estupefacto, creyendo que aún soñaba, y lo comprendió al punto. El hombre pisaba sobre los troncos flotantes. Shannon apartó la manta, donde la escarcha blanqueaba todavía, y se puso en pie.
Todo el río estaba entarimado por los largos maderos, pinos enteros descortezados. El hombre cruzaba ágilmente de una orilla a otra, apoyándose de cuando en cuando en una vara terminada en gancho. El paraje era angosto y la corriente rápida; los troncos se encabalgaban. Un enorme árbol atravesado retenía a los demás y dejaba ante él un verdoso espacio de agua turbulenta. El hombre apoyó su gancho en un extremo del tronco, deshizo el atasco y todo el rebaño de palos siguió avanzando.
—Se ha dormido, ¿eh?
Shannon se volvió. Era Paula. A la grisácea luz de la mañana la cara era muy joven, la mirada casi tímida. Pero los labios apretados, la firmeza del pecho y los rasponazos en las manos eran los de una mujer viviendo en plena sierra.
—¿Se han marchado todos?
—Andan a la vuelta de esas peñas. Hoy tienen faena recia. Esta hoz de la Escaleruela es muy mala.
Remetió unas oscuras crenchas de pelo que se le escapaban del pañuelo, y continuó:
—Puede almorzar leche. El Americano le ha dejado una poca que les dio ayer un pastor.
Señaló hacia el puchero, arrimado al rescoldo. Sacó de las alforjas una hogaza empezada. Mientras Shannon recogía la manta y su mochila, Paula preparó unas sopas, dejando caer en la leche humeante finas rebanadas de pan.
—Deje. No se moleste.
—¡Bah!… El Americano me dijo de atenderle.
—No, no. No vale la pena de ocuparse de mí.
Hubo un breve silencio sacudido por el entrechocar de los troncos y el correr del agua, mientras ella le miraba intensamente. Luego habló con su tranquila hondura:
—Ayer bien lo hizo por mí.
—¡Oh, pero usted…! —contestó en un impulso Shannon—. Usted es otra cosa.
Ella le tendió el plato y cerró de un golpe seco la navaja cabritera. Con toda naturalidad, se la guardó en el escote.
—¿Usted no se desayuna? —preguntó Shannon. Y trató de compaginar aquel acero bravío contra unos pechos de mujer.
—Almorcé con la gente —respondió ella, llevándose a la orilla el puchero vacío.
Shannon la contempló contra el fondo gris de tajantes rocas. La altura empequeñecía los pinos de lo alto. El aire olía reciamente a matas húmedas.
Paula se arrodilló, apartó de un empellón un madero y enjuagó el puchero. El descolorido vestido negro modelaba su cuerpo. ¡Y aquella navaja anidando en el pecho femenino!
—Casi me avergüenza comer solo —dijo Shannon cuando ella volvió—. Parezco el perezoso, el inútil.
—No tenga duelo —repuso Paula casi indiferente. Pero al instante, con las manos sobre la falda, la espalda contra un pino, el cuerpo graciosamente ladeado y la mirada en Shannon pasaba a ser mujer dejándose contemplar, casi asequible, en un simultáneo queriendo y sin querer muy femenino. En la tela de araña tendida sobre una mata próxima la niebla había dejado unas exquisitas perlas. Quizá por todo eso se le escaparon a Shannon palabras de otro ambiente, absurdas en aquel barranco. O quizá porque hacía tiempo que no hablaba a una mujer.
—¿Sólo se ha quedado aquí para cuidarme?
De todos modos, ella pudo haber contestado con menos despego.
—Tenía que devolverle esa cosa para dormir.
—Era igual. Hasta podía haberse quedado con ella.
Sí, llegó a decirlo, a traicionar a su viejo compañero de campaña, que conocía su sudor y hasta su sangre. Y consideró justo el lento y duro tono de Paula:
—Eso no puede ser.
Quizá demasiado duro, demasiado insistente en no compartir los sueños.
Sin saber qué contestar, Shannon bajó al río a lavar su plato. Junto al agua le estremeció una ráfaga y, alzando la cabeza, vio pasar veloces unas nubes sombrías. Arriba sacudía los pinos un viento fuerte, no sentido en lo hondo. Al volver a la hoguera quiso decir algo intrascendente:
—¿Hay enanos entre los gancheros? Anoche lo parecía.
—¿Enanos? Como no sea el pobre Santiago, con su chepa…
Ya estaba explicado el torso deforme. Y como en aquel instante se apartaran unas ramas, añadió Paula:
—¡Ah, sí! Ahí tiene un enano.
Había surgido entre los mimbres un niño como de ocho años, con el pelo rapado y facciones avispadas. El cuello flaco salía de una raída cazadora demasiado grande. Del encogido pantalón de pana asomaban los tobillos huesudos.
—¿Qué hay, Galerilla?
—Me manda el Chepa, moza —dijo el niño, con voz superior a su edad—, a llevarme lo que haya.
—Sólo quedan estas alforjas. Yo las llevaré.
El chico desapareció entre las mimbreras. De pronto, un golpe de sol encendió en oro invernal el borde superior de los riscos. «¡Cómo se alegraron los pinos!», pensó Shannon. Y se emocionó súbitamente, porque vio llegado el momento.
—Bueno; tengo que despedirme, ¿no?
—¿Quiere irse? ¿Ahora?
¿Era posible tan sincera extrañeza en la voz femenina? Shannon vaciló.
—No sé… Quisiera saber lo que tengo que hacer.
—¿Y no lo sabe?
—Hace meses que nunca lo sé. De verdad.
Ella le miró más atentamente. Con una expresión incrédula, casi burlona. Provocaba el deseo de dominarla, pero daba también un poco de miedo. La pregunta de Paula, sin embargo, sonó natural:
—¿Está enfermo?
—Puede —repuso Shannon. Y le pareció que eso le acercaba a la muchacha, porque la expresión de incredulidad desaparecía y el gesto se dulcificaba. Claro que ella no podía saber lo que él quería significar. Sin embargo, acertó con las palabras necesarias.
—Venga un momento. Verá trabajar a los gancheros.
Se metieron entre las matas: Shannon, con su impedimenta; Paula, con su manta y las alforjas. Uno tras otro, por el sendero. Aguas abajo, como la noche anterior, ya tan lejana. Llegaron a un guijarral donde aguardaba el chico.
—Dame las alforjas, moza; que el Chepa me engarra si te ve cargada.
—No le dejaré yo.
Pero si el chico había esperado era para decir otra cosa. Lo soltó con trabajo, mirando a Paula intensamente, con esa profundidad adivinadora de algunas miradas infantiles.
—Estoy muy contento porque no te has marchado.
Paula, sin contestar, puso la mano sobre la rapada pelambrera. Desde abajo, los ojos azules la miraban con ansia.
—Dicen que sigues con nosotros.
—¿Quién?
—Pues todos. No hacen más que hablarlo.
En efecto, cuando pasaron luego junto a dos gancheros, fue fácil notarles que estaban hablando de la muchacha. Shannon volvió a pensar en la insólita presencia de Paula entre los hombres y recordó los sollozos y la conversación nocturna con el Americano.
—¿Es que usted no venía con ellos?
—No.
—Paula se nos juntó en Fuente del Berro, allá por Poveda —aclaró el chico—. Y nosotros embarcamos la maderada en la finca del Belvalle, donde Peralejos. Usted es el inglés, ¿no?
—No; soy de Irlanda.
—Dice el Americano que eso es como la Inglaterra.
Luego las conversaciones, pensó Shannon, habían estado juzgándole a él y a Paula. Entre largos silencios, entre las reiteraciones y palabras inconexas del diálogo popular. Al parecer, también Paula era un acontecimiento.
Cuando el chico se detuvo, el sol alcanzaba ya a la mitad del risco. Estaban a la entrada de una hoz angosta y el río volvía a ocultarse rápidamente tras otros cantiles.
Unos gancheros se afanaban mandados por el Americano.
—¡Eh! —saludó al verles, agitando el brazo—. ¿Viene a vernos en faena?
Su tono era cordial, pero las miradas de los hombres resultaban inquisitivas, bajo aparente indiferencia. Con las cerradas barbas, los pañuelos anudados a la cabeza bajo el sombrero, los ganchos como lanzas y los pantalones atados al tobillo, parecían, a primera vista, jinetes a punto de montar a caballo para una aventura siniestra. Era buen fondo para aquellas figuras lo bravío del paraje, y el entrechocar de los palos, como una tablazón en peligro.
—Buenos días —saludó Shannon, mientras Paula y el chico se acercaban al nuevo campamento—. ¿No estorbo?
—¡Qué va! —dijo el Americano—. Venga, fíjese qué obra. Y aún han de hacerse otras dos en esta hoz.
Bajaron un poco más. Para salvar un desnivel del rocoso cauce, los gancheros habían construido un castillete de troncos en rampa. Lo asombroso era que todo el conjunto se sostenía sin clavos ni cuerdas, como una arquitectura de mondadientes gigantescos. Shannon se lo dijo al Americano.
—Así es. Se hace el adobo trabando los palos solos, a puro arte. La fuerza de la corriente los mantiene como hace la gravedad con las piedras de un arco.
Shannon volvió a extrañarse de que el ganchero se expresara de una manera tan culta, y recordó su cortesía de la víspera. Debía de haber viajado, como sugería su apodo.
—¡Seco, vamos a empezar el paso! —gritaba en aquel instante—. Enseguida os vais a adobar el salto de abajo. Déjame a Cuatrodedos y el Dámaso, con el Correa a los alcances si viene fuerte.
—No quieres tú, Americano —se burló un ganchero—. El Correa está arriba, a la vuelta del risco.
—Dile que venga, Lucas, y quédate allí por si un atasco.
—Voy —dijo el aludido, casi un muchacho imberbe, echando a andar aguas arriba.
—¿Listo? —preguntó el Americano—. ¡Vamos, Tuerto!
Un ganchero, plantado sobre los dos troncos tendidos a modo de pasarela en la cabecera de la rampa, miró hacia abajo y dio un grito prolongado.
—¡Palo vaaaa!
Mientras retumbaba el eco, haciendo aletear ruidosamente a unos negros pajarracos, el hombre clavó el gancho en un palo y le hizo embocar el deslizadero. El tronco resbaló y bajó sin violencia, como un navío en su botadura. Siguieron otros, y poco a poco empezó a pasar el bosque flotante.
El Seco se acercó al Americano, limpiándose el sudor:
—¡Moler, con la Escaleruela ésta! ¡Cada año peor! ¡Y encima que éramos pocos, el Tejedor se joroba un pie! ¡Un hombre no es na, pero lo pierdes, y ya ves!
Era un ganchero amojamado y en la cuarentena, aunque la cara parecía más vieja, no obstante su cuerpo vigoroso. El Americano sonrió, dejando ver su diente de oro.
—Vamos, Seco, que tú no eres hombre para arrugarte.
—No me arrugo, moler. Pero somos pocos hombres pa tanto río.
—¿Cómo trabaja el Rubio?
El Seco sonrió entusiasmado.
—Está echando un brazo de ganchero, que al final hasta me va a poder a mí. Pero somos pocos.
—Si para este mal paso puedo servir de algo… —dijo entonces Shannon, impulsivamente.
El Seco le miró de arriba abajo, con su cara erizada por la barba. Sin hostilidad, desde luego, pero sin entusiasmo.
—Se agradece. Pero ¿sabe el hombre dónde se mete? Esta faena de punta es lo peor del ganchero. Aquí se cae uno al agua por menos de na.
—Comprendo que no es fácil. Pero ya he probado los ríos. Hasta con nieve en las orillas, en Italia.
—Pues na; si quiere, pruebe ahora el Tajo.
Dicho esto, el Seco echó a andar agua abajo tras sus hombres. El Americano se volvió a Shannon:
—Se lo agradezco, porque verdaderamente somos pocos. Pero el Seco habló bien; es faena penosa.
Antes que Shannon contestase, alguien gritó con voz metálica:
—¿Y te lo piensas, jefe? ¡Dale un gancho al hombre y que se gane las migas! ¡Aquí sobran mirones!
Era el ganchero que había venido a ocupar el puesto a la cabeza del deslizadero. Shannon preguntó, asombrado:
—¿Es posible que nos haya oído a esa distancia?
—No lo creo. Pero ese Dámaso, ese Dámaso… —contestó el Americano pensativo—. A veces parece que adivina.
—Bueno, probaré con el gancho.
—Pues nada; ahí tiene uno —resolvió el Americano—. Vamos a ayudar a ésos.
Algo más arriba del resbaladero otra pasarela cruzaba el río. Desde ella un hombre enderezaba los troncos para que el Dámaso los embocara mejor en la rampa. Tenía unos treinta años y unos ojos aguanosos, medio ocultos en la cara escasamente barbada.
—Buenos días, amigo —saludó a Shannon con voz demasiado untuosa.
—Déjame aquí, Cuatrodedos —dijo el Americano—; yo le daré el pase a Dámaso. Tú me lo preparas desde ahí arriba a la izquierda, y aquí el hombre me los mandará desde esa otra orilla.
—¡Tú! ¿Cómo te llamas?
Era de nuevo la metálica voz del Dámaso. De cerca se distinguía una expresión maligna en su cara semifaunesca, con una contracción de labios que pretendía ser sonrisa y unos ojos inquietantes, negros como carbones. Aquel hombre parecía tener un sexto sentido: era sorprendente verle acertar con el gancho, mientras su mirada se clavaba en Shannon.
—Shannon. Roy Shannon.
—¡Huy, qué difícil! —lanzó la voz burlona—. Te llamaremos el Inglés.
—Soy irlandés —replicó Shannon.
—Usted tiene que enderezar los palos hacia mí, para que bajen siempre al hilo del agua —interrumpió el Americano—. Así se los paso yo mejor al Dámaso.
—De acuerdo. Pero tutéeme usted también.
—Eso —comentó la voz burlona—, tutéalo. Donde hay confianza da gusto. Buena gente los ingleses. Acaban de ganar una guerra y ni presumir.
Shannon prefirió callar y se puso a la tarea. El gancho, de casi dos metros de astil, tenía un extremo abrazado por un aro de hierro del que salía hacia adelante un recio pincho para rechazar los troncos; en tanto que a la inversa se encorvaba un garfio para acercar los palos. Pero al querer hacer presa en los maderos, éstos se rebelaban casi malignamente, girando en el agua sobre su propio eje y escapando del hierro. Lo peor era que, a cada fallo, Shannon veía en peligro su equilibrio.
Algún momento, cuando los maderos venían bien, podía admirar la eficacia de los demás. De un golpe seco, el Americano clavaba el gancho, enderezaba el tronco y aceleraba su marcha hacia el resbaladero. Allí el Dámaso le daba el empujón decisivo hacia la rampa. Abajo resonaban los choques y salpicaduras de la caída, el golpeteo de unos maderos con otros, y el constante rumor del río despeñándose. El sol descendía ya entre los riscos hasta alegrar los húmedos lomos de madera.
Llegó el hombre mandado a buscar, y entonces el Americano le dejó el puesto y se llevó a Shannon aguas arriba hasta encontrarse con el Lucas, que, tras la revuelta del risco, enderezaba los palos moviéndose constantemente sobre el río.
—Eso va bien, zagal —dijo el Americano—. Te voy a dar ya jornal de hombre.
—Gracias, cuadrillero.
—¿Qué le ha llamado? —preguntó Shannon.
—Lo que soy. Mando esta cuadrilla «de punta», que es la primera de toda la maderada y prepara los adobos para salvar los obstáculos. A lo último va la compañía de «zaga», desmontando nuestros trabajos y procurando no dejar troncos perdidos. En medio va el grueso de la gente y a todos nos manda el maestre del río, que es el responsable de la conducción.
—¡Eh! ¡Que hay seña! —exclamó entonces Lucas, sin cesar en su trabajo.
Aguas abajo, junto al deslizadero, se veía al Cuatrodedos subido en un peñasco y haciendo señales.
—Tocan a rancho —interpretó el Lucas.
Mientras bajaban, el Americano explicó que los gancheros se comunicaban a distancia mediante una especie de telégrafo óptico tradicional. Cuando llegaron, toda la cuadrilla se agrupaba ya junto a los álamos, al pie del risco. Al verles acercarse, un viejo de cara redonda y colorada, con pelo blanco, gritó:
—¡Comamos, hermanos, que llegó el abad!
—¿Tienes hambre, Cacholo? —preguntó el Americano.
—¿Hambre yo? A los gancheros nos sobra de to —y añadió, mirando a Shannon—: ¡Ésta es vida, amigo! Ya verás. En cuanto la cates, sales huyendo.
—La hay peor —repuso Shannon.
—Sí, y también mejor. Pero como es más cara y no podemos, pues la del muerto: que nos amolamos.
Cada vez que hablaba se reía y, con frecuencia, también sus compañeros. Cuando vio que Shannon se disponía a comer de su mochila, le interpeló:
—¡Deja esa pobreza y mete mano a la cazuela! ¡Poco tiene el ganchero, pero aún hay pa el compañero!
El Americano reiteró la invitación y Shannon aceptó.
En el silencio, sentía el peso de las miradas. En sus aproximaciones a la gente española tenía siempre esa sensación de que los hombres han de medirse previamente su talla humana. La llegada del jorobado con una sartén de migas distrajo la atención.
Cada cual sacó navaja y cuchara y el Galerilla dio la vuelta al corro ofreciendo pan. El Americano metió la cuchara y los demás le imitaron por turno. Como explicó el Cacholo a Shannon, las migas eran la comida casi diaria del ganchero, con su regusto al fuerte aceite ibérico. Más adelante, con mejor tempero, se añadían ensaladejas, habas o espárragos de ribazo; pero en marzo y por la sierra, nada. La gente hablaba poco, atenta a la comida como perros a un hueso. Eran en total, incluido el Americano, diez hombres y el Lucas; mientras que Paula comía aparte, con el jorobado y el rancherillo.
Rascaban ya las cucharas el fondo de la sartén cuando alguien reclamó el trago, y el vino empezó a pasar de mano en mano. Entonces surgió el incidente. El Dámaso ladeó la cabeza y empinó la bota de tal manera que el chorro de vino pasó por encima de su hombro, cayendo en la cara y la chaqueta de Shannon. Estalló una carcajada unánime, brutal, de súbito apagada en una densa expectación. El Dámaso murmuró fingidas excusas, cortadas por el Americano con voz dura:
—Ya has bebido lo que tenías que beber. Dámaso. Pasa la bota.
Pero Shannon, en vez de cogerla, se puso en pie. Le temblaban las aletas de la nariz como en Catania, como en Sulmona.
—Un momento —atajó—. Si se hace como broma, yo me río el primero. Pero si es otra cosa, tendremos que hablar a solas ése y yo.
El Americano intervino gravemente:
—Yo pienso que es broma.
—Bueno. Pero ¿qué piensan los demás?
Paseó la mirada por el corro y no pudo descubrir burla en nadie. Muy seria, Paula se había levantado también, sin moverse de su sitio.
—Ya lo ves —decretó el Americano—. Nadie está en contra.
—Que lo diga él entonces —exclamó iracundo Shannon, apuntando al Dámaso.
—No te enfades, Inglés —cedió el Dámaso—. Es que los gancheros somos mala gente.
—Lo serás