Mientras la tierra gira

José Luis Sampedro

Fragmento

cap

A Felisa Ramos y Gloria Palacios,
arqueólogas de mis cuentos

Prefacio

A mis lectores:

Sobre leones de mármol y soles de oro se alza en el centro de España una estatua de mujer: la Mariblanca. Está en una plaza llamada, pese a su amplitud, la plazuela de San Antonio y ese recinto, rodeado de arcos dieciochescos, es el corazón mágico de Aranjuez. En él confluyen, como dos ríos del tiempo, la historia del Real Sitio y de la Villa, la vida de los palacios y jardines con la de las casas llanas, lo cortesano con lo popular. En otoño, al anochecer, las nieblas del cercano Tajo envuelven a la hermosa Mariblanca en cendales misteriosos que oscilan como fantasmas y se desgarran en el amarillento resplandor de las farolas urbanas.

Por ese recinto solía pasear a diario, hace sesenta años, un muchacho que gozaba sin saberlo de un fabuloso privilegio: el de vivir su adolescencia bajo la doble influencia, mítica y cotidiana a la vez, del Real Sitio y de la Villa. Hoy soy muy consciente de ese privilegio, que moldeó su vida, porque aquel muchacho era quien os dirige estas palabras y por aquella plazuela solía pasearme, como el monje que da vueltas a su claustro. Los viandantes preferían caminar bajo las arcadas laterales y toda la magia de aquel espacio se concentraba en mí y en mis amigos, Paco y Ángel. Y cuando acudía solo, atraído por secreto imán, mis fantasías acababan acariciando un acuciante deseo, casi expresado en alta voz: el de llegar con el tiempo a escribir todo aquello.

Ese deseo se convirtió en necesidad dos años después cuando, llegado a Santander para ejercer mi primera profesión, adquirí la recién publicada Antología de la Poesía Española Contemporánea, obra del admirable poeta montañés Gerardo Diego. ¡Qué revelación de la poesía moderna, ignorada por el rutinario colegio de mi bachillerato! Fue el detonante de mis primeras rimas: remedos machadianos, o salinescos, o albertianos, según en qué poeta se posaba mi entusiasmo. Pero logré darme cuenta y me pasé a la prosa, con unos cuentecitos que fui coleccionando en una carpeta rotulada Palotes, como alusión a los ejercicios infantiles en el aprendizaje de la escritura.

Sesenta años después continúo aprendiendo y posiblemente no son más que palotes los cuentos que ahora ofrezco. El cuento es un género tan noble y difícil como el que más y sin duda mis relatos quedan lejos de los escritos por quienes, en aquel tiempo, eran mis admirados modelos: Maupassant, Chejov y Katherine Mansfield. No me preocupa, ya que esta publicación no obedece al impulso de juicios estéticos sino al de latidos cordiales. Mis cuentos, valgan lo que valgan, forman parte de una biografía literaria, paralela a la vital, que hurtaría a mis lectores si no ofreciese ahora unos textos inéditos, junto con otros publicados en revistas o diarios prácticamente inencontrables. No se incluyen todos porque algunos me parecen más bien trabajos de circunstancia, pero sí una mayoría más que suficiente para mostrar, a quienes por mi obra se interesaron cordialmente, la evolución del escritor, la sucesión de sus máscaras y de sus obsesiones.

En otras palabras, cualquiera que sea la calidad literaria de estos relatos —siempre quedo ignorándola—, estoy muy cierto de la viva voluntad con que me entrego en ellos para corresponder a quienes también se me entregaron. Lo más valioso y enriquecedor conseguido gracias a mi literatura ha sido y es el encuentro con personas —algunas resultaron decisivas— que, sin mis libros, no hubiera llegado nunca a conocer. No reservarme estos relatos es completar mis mensajes a conocidos y desconocidos, vaciarme del todo en la botella donde el náufrago, desde la soledad de su isla, lanza al mar su esperanza.

Sin otra pretensión. Quienes me quieren lo comprenderán y creerán que mi actitud al escribir estas líneas es la del niñito que, jugando en la playa, encuentra sobre la arena una concha nacarada, o un guijarro pulido por las olas, o un corcho desprendido de las redes y, conquistador de semejante maravilla, corre hacia la madre a ofrecerle el humilde tesoro y la hazaña de haberlo hallado, arrancándoselo al mundo para ella.

J.L.S., 1992

 

Este segundo volumen de cuentos es más variado, en temas y en cronología, que el primero ofrecido a mis amigos con los relatos oceánicos de Mar al fondo; todos ellos concebidos, y casi todos escritos, hace cuarenta años. En cambio este segundo volumen recoge otros de toda mi vida, con temas y escenarios muy diversos, desde el marco rural al oficinesco, desde lo patético a lo jocoso, incluido lo erótico, claro está. Al preparar su edición me he dado cuenta de que correspondían a tres épocas diferentes, y así se agrupan en el índice.

El primer cuento lleva el mismo título que la novela inédita de donde procede y, con los tres siguientes, evoca temas de la guerra en España. Siguen dos relatos burocráticos de mis vivencias en un anacrónico negociado de Hacienda y luego seis narraciones escritas en 1947 y provocadas por un breve retorno al pueblecito soriano de Cihuela donde, en 1925-26, viví un año marcador e inolvidable. La mayoría son inéditos, pero algunos fueron publicados por la inolvidable revista santanderina Proel.

En la segunda etapa —treinta años ya y actividades universitarias— mi temática se diversifica como muestran los cinco relatos de 1949-51, uno de los cuales, Arca número dos, llamó la atención de un editor holandés y fue traducido para una antología. Pero los temas permanentes del campo y de la guerra reaparecen —Un puñado de tierra, El hombre fiel, La bendición de Dios—, junto al humor satírico de La isla sumergida y La religión hispánica. Les siguen dos cuentos inéditos, uno de los cuales, sobre una llave perdida, se convirtió en germen de una novela que espera a ser concluida: La archiduquesa. Varios cuentos de esta época fueron generosamente acogidos por la revista Ínsula, foco excepcional de irradiación en aquellos tiempos.

Mi tercera etapa comienza veinte años después con Ebenezer, recuerdo de mis meses de docencia en el Bryn Mawr College, de Estados Unidos, y fue escrito en homenaje a una mujer admirable, que enseñó allí y en España. Siguen todos los relatos escritos luego hasta hoy: no son muchos porque me he concentrado en concluir largas novelas. Los temas varían desde el terrorismo o el abuso policial hasta la erótica de un diván, un espejo o una insinuada iniciación, pasando por el humor negro de la comercialización de la muerte y por una carta de amor a mi fiel máquina de escribir durante cuarenta y tres años.

Y ésos son, como dejé escrito hace un año, los «guijarros pulidos por las olas», hallados en mis playas de papel y con humildad y amor ofrecidos ahora a mis amigos.

J.L.S., 1993

cap-1

I

LA SOMBRA DE LOS DÍAS

(Capítulo de la novela del mismo tí

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