Islas a la deriva

Ernest Hemingway

Fragmento

Prólogo

Prólogo

EL MAR Y EL VIEJO

Esto es verdad, esto aparece narrado en varias biografías del escritor, esto es lo que sucedió: luego de un largo día de pesca en el Caribe y de haber atrapado a un pez espada de dimensiones considerables, Ernest «Papa» Hemingway puso proa a La Habana y se reunió con amigos y admiradores en uno de esos bares legendarios de la ciudad —uno de esos bares que él convirtió en legendarios— para celebrar otra jornada de triunfos en altamar. Al caer la tarde —luego de varias horas de vaciar botellas en vasos y de vaciar vasos en gargantas— Hemingway se excusó por unos minutos, dijo que tenía «algo muy urgente que hacer», y salió a la calle. Al ver que transcurrían los minutos y Hemingway no regresaba, sus colegas se preocuparon y fueron en su busca. Demoraron algo en encontrarlo pero allí estaba: al final del muelle donde colgaba boca abajo su presa. Hemingway —no conforme con haber vencido al pez en el mar— ahora también luchaba con su rival en tierra. Los que lo vieron jamás olvidaron semejante escena: Hemingway, apenas iluminado por la luz de un farol y con el sonido del océano como música de fondo, boxeaba con el pez espada, lo utilizaba como punching-bag, hundía sus puños una y otra vez en sus flancos. Y allí se quedó Hemingway, un round tras otro, durante buena parte de la noche, mientras unos aplaudían y otros temblaban y algunos se decían que la novela de esa vida no podía sino terminar muy mal.

Ya se dijo: Hemingway despreciaba todo simbolismo en la literatura; pero la suya fue una vida que desbordaba de símbolos fácilmente decodificables porque —a diferencia de la sólo aparente sencillez de su prosa, donde siempre había sitio para zonas de incertidumbre y ambigüedad— los movimientos de su psique eran por lo general de una obviedad tal que, por momentos, resultaban incómodos en su transparencia sin claroscuros. Digamos entonces que —al trenzarse en un combate cuerpo a cuerpo con un pez espada muerto— Hemingway no hacía otra cosa que luchar contra la luz de su propia leyenda (que, con el correr de los años y de las proezas, por momentos rozaba el inquietante terreno de la autoparodia); contra la sombra de la decadencia física y mental (no era una anciano aún, pero su cuerpo y su cabeza ya acusaban los golpes de guerras, corridas, safaris, accidentes de aviación y borracheras de vértigo) y —lo más terrible de todo— contra la sospecha de que su hasta entonces indiscutida posición como Gran Escritor Americano comenzaba a ser puesta en duda por los apólogos de Faulkner y los médiums de Fitzgerald.

En 1950 había publicado Al otro lado del río y entre los árboles —una novela crepuscular y elegíaca y diferente a todo lo que había hecho hasta entonces, una suerte de variación bélica y heterosexual de Muerte en Venecia de Thomas Mann— y los críticos se habían hecho una fiesta destruyéndolo y considerándolo passé y cursi.

Lo que entonces decidió Hemingway para plantar cara a un mundo que parecía volverse en su contra fue volver a empezar pero a su manera. Comenzó a declarar a diestra y siniestra que se preparaba para sumergirse en una ópera-magna[1] y que más les valía a todos aquellos que lo consideraban acabado hacer lugar para tragarse sus palabras. Lo que Hemingway se proponía era, sí, una Novela Total: un libro que coronara su obra y que dejara las cosas claramente en su sitio para que ya nadie dudara quién era el más macho y el más grande.

El título de trabajo del monstruo en cuestión —Hemingway así lo decidió al reencontrarse con fragmentos de un manuscrito desordenado de casi mil páginas— fue primero The Sea Book («El libro del mar»). Y esto era sólo el principio. The Sea Book era apenas una parte de una gran Trilogía que incluiría sendas novelas dedicadas a la Tierra y al Aire.[2] Pero lo cierto es que, de todo esto, Hemingway —mientras jugueteaba con las memoirs selectivas de París era una fiesta, la crónica-ficción de Al romper el alba, y esa extraña y perversa novela de iniciación que es El jardín del Edén—[3] sólo alcanzó a avanzar en el volumen marino. No demoró en cambiar el título por el de The Island and the Stream[4] y en organizarlo en tres segmentos: «The Sea When Young» (que en la versión publicada se titula «Bimini»), «The Sea When Absent» («Cuba») y «The Sea in Being».[5] En algún momento surgió la idea de una cuarta parte —«At Sea» («En el mar», que en algún momento se tituló «La persecución marina»)— que narraría la cacería de un submarino alemán por las peligrosas corrientes del Caribe. Hemingway escribía «como si estuviera endemoniado» las cuatro partes, las cuatro partes al mismo tiempo, saltando de una a otra y, para 1952, comenzó a preocuparse un poco. Y la edición del libro —que le había asegurado a Charles Scribner que estaría en condiciones de ser publicado ese mismo otoño— comenzó a parecerle lejana. Sólo el segmento dedicado al pescador Santiago le parecía digno y —así lo comunicó en varias cartas a su editor desde La Finca Vigía, en Cuba— comenzaba a barajar la idea de dividir la gran novela en cuatro novelas breves, publicarlas de una en una y así ganar tiempo para revisiones y asegurar su posteridad «en caso de muerte o accidente». Y le comunicaba a Scribner con una mezcla de temor y soberbia: «Si este plan te parece confuso o poco claro, por favor, dímelo. De ser así, vuelve a leer esta carta hasta que lo entiendas… En cuanto al libro: NO TE PREOCUPES. Te iré manteniendo al tanto de todo lo que se me ocurre y de cómo podemos ir solucionándolo. Por favor, ten esta carta siempre a mano y no la pierdas y reléela y cítala cada vez que tengas dudas o que alguien te pregunte algo al respecto. Estoy demasiado cansado como para volver a escribir todo esto otra vez».

Y cuál es la diferencia o la novedad que Hemingway se había planteado a la hora de escribir los últimos libros de su obra. Puede argumentarse que Islas a la deriva,[6] El jardín del Edén e incluso el joven Hemingway que aparece en París era una fiesta y el Hemingway ya «famoso» de Al romper el alba tienen algo en común: los cuatro tratan sobre la construcción de un héroe y, al mismo tiempo, sobre la deconstrucción del mismo Hemingway para, una vez desarmado, poder ser reescrito a piacere y ofrecer así versiones alternativas y, por supuesto, siempre mejoradas de la realidad. Alguna vez Hemingway le había recomendado a Fitzgerald que convirtiera las tragedias personales en literatura porque sólo entonces —contemplándolas «desde afuera»— se puede conseguir que cicatricen y sobreponerse a las desgracias. Aun así, Hemingway insistió en más de una ocasión en que no había nada de autobiográfico en sus ficciones pero, advertía, «tampoco puedo prescindir de mis conocimientos». Alguna vez había escrito, en su mejor momento, que «cuando ya no puedes creer en tus hazañas es que te pones a escribir tus memorias». En cualquier caso, en sus últimos años Hemingway pareció mostrarse más flexible en sus convicciones y adentrarse en nuevas aguas.

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