El diciembre del decano

Saul Bellow

Fragmento

I

Corde, que llevaba la vida de un ejecutivo en Estados Unidos porque, después de todo, ¿no es un decano una especie de ejecutivo?—, se encontraba ahora a nueve o diez mil kil
tros de distancia de su base, en Bucarest, en pleno invierno, encerrado en un elegante apartamento. Allí, todo el mundo lo trataba con amabilidad: parientes y amigos, gente muy considerada, le caían muy bien todos ellos, y, para él, eran vieja Europa». Pero todos ellos tenían sus propios y apremiantes asuntos que atender. Esta no era una visita normal. La madre de su mujer se estaba muriendo, y Corde habí
a ayudar en lo posible. Pero muy poco podía hacer por Minna. Primero el idioma, que era un problema. La gente, all hablaba poco francés y menos inglés, de manera que Corde, el decano, se pasaba los días en la antigua habitació bebiendo aguardiente de ciruela, hojeando libros viejos, mirando por las ventanas los edificios dañados por el terremoto, los cielos invernales, las palomas grisáceas, los á desmochados, los tranvías anaranjados y deprimentemente herrumbrosos que circulaban bajo los cables callejeros con un ruido semejante a un zumbido.

La suegra de Corde, que había tenido, primero, un ataque íaco y después una apoplejía, estaba en un hospital. El hospital del partido era el único que tenía los aparatos necesarios para mantenerla con vida, pero las reglas, allí trictas. Estaba en la unidad de vigilancia intensiva, donde las visitas estaban prohibidas. Corde y Minna habían pasado un a y una noche volando para poder estar con ella, pero en ías solo habían podido verla dos veces: la primera gracias a un permiso especial, la segunda sin permiso oficial de ninguna clase. El director del hospital, que era coronel de la ía secreta, se sintió muy ofendido porque sus regulacioían sido transgredidas. Era un burócrata estricto y a al personal del hospital en estado de terror permanente. Minna y su tía Gigi habían llegado a la conclusió
de participaba en sus discusiones) de que lo cortés serí

A ver si podemos tener una conversación sensata con Y, por teléfono, el coronel les había dicho:

Sí, naturalmente, vengan ustedes.

Y Minna, cuando fue a verlo, llevó consigo a su marido, pensando que quizá la presencia de un norteamericano, un decano de Chicago, no viejo todavía, pero ya no muy lejos de serlo, mitigaría las iras del coronel, pero lo cierto es que no de nada. El coronel era un hombre alto y flaco, de sieóncavas, muy encerrado en sí mismo y muy envarado. No estaba dispuesto en absoluto a ceder. En una instituci
es preciso cumplir las regulaciones. Corde puso su granito de arena, diciendo que también él era administrativo, y como a trabajado durante cinco años en el Herald de Parí blaba suficiente francés para entenderse. El coronel le dej ésmente, escuchando sombría y secamente, con la boca muy tensa. Recibió y toleró la comparación administrañándola, y no replicó, y cuando el decano hubo terminado de hablar, se volvió de nuevo a Minna.

Se había producido una transgresión, y eso la administran no podía tolerarlo en ninguna circunstancia. Minna, ofendida, guardó silencio, ¿cómo podía no sentirse ofendida?

resultaba que el único que tenía derecho a ofenderse era el coronel. La intensidad de sus sentimientos, y eran, ciertamente, muy intensos, se veía moderada al expresarlos por su voz de bajo, que no podía llegar a ser muy aguda. Tambi Corde tenía voz profunda, más que la del coronel, y m brante, y cuando el coronel se ponía tenso, Corde tend mostrarse natural. El pelo ralo del coronel estaba muy estirado hacia atrás, a la manera militar, mientras que la calva de Corde era más caótica, como una amplia bahía, una mata desordenada de pelo en la nuca. Desde su rostro grande, la mirada parda, reflejo de una mente compleja, con tendencias a la distracción y probablemente a soñar, seguía la conversaci
y no era razonable esperar que un coronel comunista de la ía secreta tomase en serio a una persona así. Despu todo, Corde no era más que un norteamericano, un decano universitario de alguna ciudad del interior del paí
visitantes, Minna era, con mucho, la más importante, una mujer bella, que, como el coronel sabía sin duda alguna, era profesora de astronomía de fama internacional. Una cient dura», y el coronel consideraba importante dejar bien en claro que a él no le influían este tipo de circunstancias, y que, a fin de cuentas, él era tan duro como ella. O más.

Minna habló emocionalmente sobre su madre. Ella era única. El coronel la había recibido con la mayor correcn. Una hija que llegaba de tan lejos, y una madre en la unidad de vigilancia intensiva, medio paralizada. Corde, sin saber el idioma, entendió todo esto sin dificultad, e interpretambién la actitud del coronel: naturalmente, donde hay hospitales hay moribundos, y, debido a las circunstancias especiales de este caso se había hecho una excepció doamna y de su marido, a su llegada, pero luego hab nido lugar una segunda visita (al decir esto, la voz del coronel lo subrayó airadamente) sin permiso.

Minna, en escuetas pausas, iba traduciendo todo esto a su marido. Pero no era realmente necesario. Corde estaba senómodamente, con sus pantalones de lana arrugados y su chaqueta de sport, convertido en la verdadera imagen del norteamericano dejado de la mano de Dios, impropio en todas las circunstancias, incapaz de aprender las lecciones del

XX; tolerado, o despreciado por las fuerzas de la Historia o del destino, o como se llamase, a fin de cuentas, en Europa. Y Corde se daba completa cuenta de esto.

Asintió, sus ojos pardos, algo saltones, estaban fijos en el panorama moteado del suelo, uniformemente moteado en todo el hospital. El despacho del director era alto de techo, pero no mucho más espacioso que un cuartito ropero de buen ño, uno de esos cuartos roperos que hay en Norteam rica y que son como armarios grandes. También la mesa era ña. Nada era grande allí, excepto la autoridad del coronel. La luz colgaba muy alta, lejana. Allí, como por todas partes en Bucarest, la luz era insuficiente. En Rumaní escasez de energía eléctrica, debido, al parecer, a que no lloa lo suficiente y había poca agua en los pantanos. Lo de siempre, echar la culpa de todo a la Naturaleza. La semioscuridad decembrina caía sobre la ciudad a eso de las tres de la tarde, y para las cuatro ya se había subido por las viejas paredes de estuco, el gris mate de los bloques de pisos de los ses comunistas: la oscuridad parda ocupaba las aceras, y ía de nuevo de las aceras, más densa, y aislaba las farolas, que daban una débil luz amarillenta en la impura y ólica luminosidad invernal. A esto, Corde lo llamaba tristeza del aire». En la fase final de este oscurecimiento progresivo, un sedimento pardo parecía rodear las lámparas, y ía un lívido momento mortal, que era el comienzo de la noche. La noche, aquí, era muy difícil, pensaba Albert í estaba, caído más bien que sentado, y con la cabeza pesada, su gran cabezota, siempre en busca de un apoyo que el cuello no le daba por completo. Esto hací
ólicos pareciesen más protuberantes todaví nivelando las cejas juntas y el puente de sus gafas. Era su mujer, con sus erguidos torso y cuello, así como con su hermoso aspecto quien daba buena impresión, pero esto le ten sin cuidado a aquel coronel autoritario. Posiblemente, lo
co que le sugería Minna era que había desertado veinte a antes, cuando recibió permiso para ir a estudiar a Occidente, y que ahora se encontraba allí únicamente porque su madre se estaba muriendo, y había vuelto bajo la protecció marido, este decano norteamericano, llegando sin visado y siendo recibida en el aeropuerto por un funcionario norteamericano, lo que indicaba una cierta influencia. El coronel, naturalment

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