El tedio

Alberto Moravia

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Alberto Moravia (Roma 1907-1990) publicó El tedio (La noia) en 1960, cuando ya era un novelista sobradamente reconocido tanto en Italia como fuera de su país debido al éxito internacional de muchos de sus títulos (sobre todo, Los indiferentes, La romana y La campesina). Por aquellos años, sus miles de lectores sabían ya perfectamente qué les aguardaba —y qué buscaban— en un «nuevo Moravia». Sabían que el «último Moravia» les enfrentaría al drama existencial del hombre contemporáneo, o, mejor dicho, a alguno de los componentes esenciales de ese drama. Y sabían que Moravia lo haría con la contundencia, la rotundidad, el lenguaje exacto, directo y crudo de la estética narrativa que, después de la Segunda Guerra Mundial, él mismo fundamentó: la estética de la novela realista italiana en cuyo cultivo brillaron nombres tan determinantes como los de Elsa Morante, Cesare Pavesse, Natalia Ginsburg, Vasco Pratolini y Elio Vittorini. El desenmascaramiento de la doble moral de las clases pudientes, la vaciedad de los representantes de una burguesía acomodada que había apostado por el fascismo como arma de supervivencia, la inclusión de las teorías marxistas y freudianas como factores capaces de delinear la verdadera naturaleza de los avatares sociales y del carácter oculto de las pasiones humanas, el desvelamiento de la sexualidad como pulsión esencial del comportamiento humano y el tedio como sentimiento demoledor en la vida de los hombres son algunos de los elementos recurrentes en la obra narrativa de Alberto Moravia, algunos de los elementos del drama existencial del hombre contemporáneo que los lectores del autor sabían que iban a encontrar en sus libros.

«Por más años que retroceda en mi memoria, recuerdo haber sido siempre víctima del tedio. Es preciso, sin embargo, entenderse respecto a esta palabra. Para muchos, el tedio es lo contrario de la diversión; y diversión es distracción, olvido. Para mí, en cambio, el tedio no es lo contrario de diversión; más bien podría decir con franqueza que en ciertos aspectos se parece a la diversión, en tanto que provoca distracción y olvido aunque sean de índole muy particular. El tedio es para mí una especie de insuficiencia, incapacidad o escasez de realidad», escribe, ya en el prólogo, Dino, el protagonista y narrador de esta novela, un hombre de treinta y cinco años, de familia rica, pintor que vive con su madre en una suntuosa mansión de la via Apia y tiene un estudio, un atelier, en la via Margutta; un hombre que confiesa haberse aburrido siempre, desde la infancia, y que sólo la aspiración a dominar el arte de pintura se le aparecía como remedio a ese sentimiento estéril que es el hastío. Sin embargo, ya en el prólogo, anuncia al lector que, repentinamente embargado por el tedio frente a las telas de su estudio, decidió dejar de pintar. El tedio, confiesa el narrador, le ha perseguido siempre. Ya en la infancia, cuando su madre solía sorprenderle inactivo y ausente, y ésta le preguntaba qué le ocurría, él respondía: «Me aburro». Y, si bien el aburrimiento no es exactamente lo mismo que el tedio, nuestro narrador dice que con esa expresión, con aquel «me aburro», tan propio de los niños cuando no quieren decir lo que en verdad sacude su ánimo, intentaba lo imposible: establecer una comunicación con su madre.

Porque una de las características del tedio, según Moravia, es que conlleva, en quien lo padece, un sentimiento de irremediable incomunicabilidad. Con los demás y con la realidad. «En aquellos años solía dejar súbitamente mis juegos y permanecer inmóvil horas enteras, como atónito, abrumado por el malestar que me inspiraba aquello que he llamado el afeamiento de los objetos, o sea, el oscuro conocimiento de que, entre las cosas y yo no existía ninguna relación». Ese extrañamiento respecto a la realidad, en cierto modo tan semejante al spleen baudelairiano del siglo XIX, es característica de muchos de los personajes de las novelas de Moravia. Desde el Michelle de Los indiferentes, al Gino de La romana o al protagonista de El conformista, Moravia nos presenta en su novelística una nutrida galería de personajes atacados por ese mal. Un mal que, como un cáncer del alma, es una de las notas descollantes del antihéroe de la narrativa occidental del siglo XX. No hay que olvidar que Alberto Moravia, quien en muchas ocasiones se declaró existencialista avant la lettre, se adelantó en una decena de años a La náusea, de Jean-Paul Sartre, y a El extranjero, de Albert Camus. Al definirse como escritor «existencialista» se refería Moravia a su voluntad de expresar la vivencia, en personajes de carne y hueso, de lo que, en líneas generales y sucintamente sería el existencialismo como teoría filosófica que anteponía la existencia del ser a su esencia, y establecía la acción como atributo primordial del ser humano. De ahí la naturaleza de «compromiso» sartreano: el hombre se definía por sus actos, y en su capacidad de decisión para actuar de una determinada manera y no de otra radicaba su «humanidad». La inhibición o la incapacidad para la acción anula, pues, el sentido de la vida del hombre. En este aspecto, y al margen ya de la teoría sartreana, los personajes de Moravia afectados por el extrañamiento respecto al mundo que los rodea, carentes de voluntad de elección y, por tanto, de acción, viven en el abismo del vacío existencial.

Dino, sin duda uno de los personajes de la novelística de Alberto Moravia que de manera más rotunda y radical encarna ese extrañamiento respecto a la realidad, vive en la zozobra de no saber qué hacer, piensa que no quiere ver a nadie, pero no quiere estar solo; no desea quedarse en casa pero tampoco salir; que no quiere viajar pero tampoco permanecer en Roma; que no le apetece pintar pero tampoco dejar de pintar, que no desea hacer el amor pero tampoco abstenerse. Su relación con los demás es prácticamente inexistente y, de hecho, su única relación más o menos asidua es la que mantiene con su madre, una madre rica, que satisface sus necesidades económicas y a quien —ahí asoma la formación freudiana de Moravia— culpa de su torpeza ante la vida. En El rey está desnudo, libro de conversaciones entre Moravia y Vania Luksic (Plaza y Janés, 1979, 1989), el autor habla del tedio en los siguientes términos: «El hastío es una interrupción de la relación con lo real, que deja entonces de ser real para descomponerse. (…) Aparte de la Naturaleza y de la creación artística, sólo el amor, el erotismo, procuran sensación de vivir». Y Dino, tras fracasar en su intento de convertirse en pintor y tras aventuras amorosas irrelevantes, abraza el erotismo, la pasión amorosa, como remedio contra el tedio al entablar relaciones con Cecilia, joven modelo, de comportamiento que roza la prostitución, quien lo arrastrará a un final dramático.

Ex modelo de Balestrieri, un viejo pintor que ocupa un estudio en el mismo edificio que Dino y que muere de infarto haciendo el amor con ella, Cecilia es una muchacha de origen humilde, que vivía del pintor fallecido y que vivirá de Dino. Un personaje ambiguo, a qui

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