La angustia del rey Salomón

Romain Gary

Fragmento

1

En el bulevar Haussmann, subió a mi taxi un señor muy anciano, con un frondoso bigote y perilla blancos que más adelante se afeitó, cuando nos conocimos mejor. Su barbero le dijo que le envejecía, y, como ya tenía más de ochenta y cuatro años, no era cosa de cargar las tintas. Pero en nuestro primer encuentro aún llevaba el bigote y una perilla a la española, así la llaman, pues fue en España donde apareció por vez primera.

Enseguida aprecié la gran dignidad que emanaba de su persona, cuyos rasgos eran acentuados y perfectos, y en absoluto ajados. Lo que mejor se habían conservado eran los ojos, oscuros e incluso negros, un negro que se desbordaba, creando una sombra alrededor. Incluso sentado, se mantenía muy erguido, pero me sorprendió la expresión severa con que miraba al exterior mientras transitábamos, un aire resuelto e implacable, como si no temiera a nada ni a nadie y hubiese derrotado al enemigo varias veces, a pesar de que nos encontrábamos tan solo en el bulevar Poissonnière.

Hasta entonces no había transportado a nadie de su edad tan bien vestido. Con frecuencia, he observado, al final del recorrido, que gran parte de los señores mayores, incluso los mejor cuidados por las personas que se ocupan de ellos, visten siempre trajes que usan desde hace mucho tiempo. Uno no se encarga un nuevo guardarropa para el poco tiempo de vida que le queda, pues no resulta económico. Pero el señor Salomón, cuyo nombre yo aún no conocía aquel día, iba vestido con ropa nueva, de pies a cabeza, desafiante y confiado, con un traje príncipe de Gales, una pajarita azul de pequeños lunares, un clavel rosa en el ojal, un sombrero gris de ala dura, unos guantes de piel de color crema y un bastón con pomo de plata, en forma de cabeza de caballo, que reposaban sobre sus rodillas; en suma, transmitía esa elegancia postrera y se notaba enseguida que no era un hombre que se dejara morir fácilmente.

Me sorprendió también el tono de su voz, que parecía un rugido, incluso cuando me dijo la dirección rue du Sentier, a pesar de que no había motivo alguno para ello. Quizá estaba enfadado y no quería ir a su destino. He buscado en el diccionario la palabra que mejor definía nuestro primer encuentro histórico y la impresión que él me causó al introducir en mi taxi primero la cabeza dándome la dirección rue du Sentier, y me he quedado con «rugir, producir un ruido sordo y amenazador bajo el efecto de la indignación y de la cólera», pero en aquel momento no sabía que aquello era mucho más cierto tratándose del señor Salomón. Más tarde, busqué detenidamente y encontré «ira, irritación vehemente contra un ofensor». Su avanzada edad le producía entumecimiento y molestias renales, artrosis en las rodillas y en otras partes, y subió a mi taxi con este enemigo que llevaba a cuestas y su irritación contra este ofensor.

Se produjo una coincidencia, cuando él se sentó y yo puse en marcha el taxi. Tenía la radio conectada y, por casualidad, lo primero que oímos fueron las últimas noticias del naufragio de un petrolero y la marea negra que amenazaba las costas de Bretaña; veinticinco mil pájaros muertos por el fuel. Vociferé contra ello, como de costumbre, y el señor Salomón, por su parte, se indignó también con su hermosa y rugiente voz.

—Es una vergüenza —declaró, y por el retrovisor vi que suspiraba—. El mundo resulta cada día más pesado de llevar.

Fue entonces cuando me enteré de que el señor Salomón había dedicado toda su vida al negocio del prêt-à-porter, sobre todo al de los pantalones. Charlamos un poco. Se había retirado del negocio de los pantalones hacía algunos años y dedicaba su tiempo libre a obras de beneficencia, pues cuanto más viejo se hace uno, más necesita de los demás. Había cedido una parte de su apartamento a una asociación denominada SOS Benévolos, a la que se puede llamar de día y de noche, cuando el mundo resulta demasiado pesado de soportar, abrumador incluso, y aparece la angustia. Se marca el número y se recibe consuelo, lo que se llama apoyo moral.

—Tenían dificultades financieras y no disponían de un local. Los he tomado bajo mi protección.

Rió al hablar de su protección, y aquello también sonó como un rugido, como si la risa fuese algo que proviniese de las profundidades de su ser. Hablamos de las especies en vías de extinción, lo cual era normal, dado que a su edad él era el primer amenazado. Yo conducía despacio, para no llegar demasiado pronto. Ya conocía SOS Amistad, pero no sabía que existían otras asociaciones y que las ayudas se organizaban. Estaba interesado, ya que puede sucederle a cualquiera, salvo que no se me ocurriría llamar por teléfono a SOS Amistad u otras instituciones similares, ya que uno no puede permanecer toda la vida colgado del teléfono. Le pregunté quiénes eran las personas que respondían a las llamadas y me contestó que se trataba de jóvenes de buena voluntad, y que también eran principalmente jóvenes los que llamaban, pues los viejos ya están acostumbrados a su situación. Me explicó que en este tipo de organizaciones existía un problema, pues había que encontrar a benévolos que acudieran para ayudar a los demás y no para sentirse mejor ellos mismos a expensas del prójimo. No estábamos muy lejos ya de la rue du Sentier, pero yo no le había comprendido: no veía cómo una llamada de socorro podía aliviar a quien la recibía. Me explicó con indulgencia que era un hecho bastante frecuente en psicología. Por ejemplo, hay psiquiatras que no han sido amados en su juventud o que siempre se han sentido feúchos y rechazados, y se desquitan haciéndose psiquiatras y ocupándose de jóvenes drogadictos y de delincuentes. Entonces se sienten importantes y son muy buscados. Reinan sobre los demás, están rodeados de admiración y de chicas guapas que jamás habrían conocido de otro modo; así se sienten poderosos, se cuidan y se sienten mejor consigo mismos.

—En SOS hemos tenido benévolos que se sentían angustiados, lo que se llama «desprovistos de afecto», pero en el momento en que recibían una llamada desesperada, se sentían menos solos… La ayuda humanitaria no deja de plantear problemas.

Conducía aún más despacio, ya que estaba verdaderamente interesado, y fue entonces cuando pregunté al señor Salomón cómo había pasado del negocio del prêt-à-porter a la ayuda humanitaria.

—Mi joven amigo, no se sabe muy bien dónde termina ni dónde comienza el prêt-à-porter

Llegamos a la rue du Sentier, el señor Salomón se bajó, me pagó, dándome una muy buena propina, y fue en ese momento cuando sucedió, aunque no sé muy bien qué. Al pagarme, me miró con gesto amistoso. Y después volvió a mirarme, pero de manera extraña, como si yo tuviese algo en la cara. Incluso sufrió un sobresalto; hizo un movimiento brusco e involuntario mostrando una viva estupefacción. Durante un momento no dijo nada, solo me miraba de hito en hito. Seguidamente, cerró los ojos y se pasó la mano por los párpados. Después los abrió de nuevo y continuó contemplándome con fijeza sin decir palabra. Seguidamente desvió la mirada y observé que reflexionaba. Volvió a echarme un vistazo. Comprendí que se había forjado una idea en su mente y que dudaba. Entonces sonrió de forma curiosa, algo irónica, pero sobre todo triste, y me invitó a beber algo de manera inesperada.

Nunca me había ocurrido una cosa así en mi taxi. Tomamos asiento en un bar donde continuó observándome con estupefacción, como si no diera crédito a lo que veía. Después me hizo algunas preguntas. Le expliqué que era técnico reparador de oficio, chapucero más

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