Acerca de los pájaros

António Lobo Antunes

Fragmento

JUEVES –Un día de estos acabo en la playa, devorado por los peces como una ballena muerta –me dijo él en la calle de la clínica mirando los edificios desvaídos y tristes de Campolide, los monogramas de servilleta de los carteles luminosos apagados, los restos de purpurina de las felices fiestas de los escaparates, un perro que escarbaba, en la mañana de enero, el montón de basura de un edificio demolido: caliza, polvo, pedazos de madera, trozos de ladrillo sin alma. Venía a pie desde la avenida de los tranvías, oliendo las cajas de fruta de los ultramarinos con un apetito brumoso y ávido de gaviota, como cuando niño, al volver del colegio, husmeaba el aroma ácido de las droguerías o la penumbra marrón, color de sangre seca, de las tabernas, donde un ciego, con un vaso en la mano, lo seguía con las órbitas alarmantes e inmóviles de los políticos en los carteles, y pensó Me traen al hospital, empujan por mí el cerrojo de latón de la mampara (No se moleste, No se moleste, No se moleste), me obligan a esperar en la sala repleta de sillas de cuero con grandes tachas amarillas (sillas de velatorio, compruebo), una mesa con patas como sacacorchos, cortinas pesadas como eructos de juez y las visitas invisibles de mi funeral cuchicheando gravemente por los rincones, mientras ellos parlamentan en voz baja con criadas polvorientas que deben de limpiarse por la mañana a sí mismas con plumeros, retirando de los cajones de sus barrigas barajas de naipes antiguos y cajas de costura taraceadas. La muchacha delgaducha y fea de la centralita, en cuclillas detrás de un mostrador de farmacia  como una lechuza en su gruta, dibujaba corazones absortos en un bloc: debía de haber ido dos veces seguidas al cine con el mismo funcionario de finanzas miope, que vivía en una habitación alquilada en la Penha de França y hacía cursos de inglés por correspondencia, inclinado ante un cuaderno con muñecos (my garden, my uncle) frente a una taza de café vacía. Le dije el nombre de la madre mientras la otra, con la lengua fuera, se esmeraba con un corazón enorme, idéntico a la etiqueta de los frascos de arenar metales de la época de la abuela: un batallón de criadas con uniforme gris frotaba con energía los picaportes del piso de abajo: Mantén las manos quietas, niño, si no me quejaré de ti ante tus hermanas. Olían a jabón azul y blanco, a azúcar amarillo y a pan de segunda, y por la noche unos primos soldados, con grandes dedos de piedra de campesinos o de pastores, iban a tocarles a hurtadillas el pecho en el portón del jardín.

–Tercera habitación a la derecha –informó la lechuza esbozando una flecha de cupido mediante una sonrisa lánguida de postal: las orejas del funcionario de finanzas debían de arder por encima de una suma de repente imposible, y él pasó por una especie de despensa donde dos enfermeras arrullaban, apoyadas en un armario, como una pareja de palomas en un alero: una de ellas comía un pastel, con la mano ahuecada para recoger las migas, y el sol de la ventana otorgaba a las batas almidonadas la albura sin pliegues de la tiza. Un tipo de mediana edad se cruzó con él observando una bolsa de orina que sujetaba a la altura de los ojos, como un alacrán muerto, con una curiosidad meditabunda. El olor a alcohol, a miedo y a esperanza de los hospitales avanzaba y retrocedía por el pasillo, idéntico al de un mar adormecido en el que flotasen los gemidos mudos de los enfermos, ahogados por los suspiros afligidos de la familia: No quiero a nadie aquí cuando me llegue la hora: ahuyentarlos con las cejas hacia donde no los vea, a donde no llegue su insoportable amabilidad compungida, sus cuidados excesivos, las pupilas amarilleadas por su propio pánico a la muerte. Quedarme solo, con la nariz apuntando al techo, va ciarme lentamente de mí: cómo me llamo, el sitio en que nací, los años que tengo, los hijos grisáceos que proporcionan detalles en el pasillo.

–Buenos días, madre –dijo él
y luego pensó Cómo has adelgazado, joder, al mirar los tendones del cuello, la frente demasiado pálida, las venas salientes de los brazos, los iris verdes clavados en la almohada, redondos, acechándolo, el sudor viscoso de la nariz. La alianza bailaba en el dedo: ¿Cuál de nosotros la quitará dentro de poco, la pondrá en el plato de cerámica de la cómoda de tu habitación, bajo el espejo, atiborrado de collares, de pendientes, de anillos? No tengo corbata negra para el entierro, solo la gris de punto de una Navidad antigua, del tiempo en que aún usaba chaqueta, se tomaba en serio, escribía interminables ensayos pésimos que nadie leería, erizados de conceptos prolijos, de teorías confusas, de aproximaciones absurdas. El dedo invisible del editor le rozó el brazo:

–Tal vez se pueda aprovechar algo de esos estudios. –¿Cómo se siente? –preguntó con una voz derrotada, mientras observaba a su madre y pensaba Las lágrimas están ya al otro lado de tus ojos, se deslizan por dentro de la cabeza, hacia la garganta, con un ardor ácido de orujo.

–¿No te parece que tiene mejor aspecto? –preguntaron de súbito a su izquierda y él vio, sentada en el único sillón del cuarto, comprimido entre la cama y la ventana, a una prima lejana con un libro abierto sobre las rodillas: Seguro que eres la única persona de la familia dispuesta a acompañar a un moribundo. Pegados al cristal los edificios feos, desvaídos de las Amoreiras: ¿Aún estaría viva cuando le llegase su hora?

–Tiene mejor color –confirmé–, se la ve más llena. –Y a mí mismo, avergonzado: Disculpa, madre. Cuando yo era pequeño y estaba enfermo de gripe me traías la vieja radio Philips de padre a la habitación, y yo me quedaba escuchando los programas de discos pedidos sumido en el sopor tibio de la fiebre. Los Nuevos Emisores en Marcha. Cuando el Teléfono Suena. ¿Qué Quiere Escuchar? Piensa Qué castaño era tu pelo,  qué firmes tus gestos, en ese tiempo. Nunca habrías dejado, imaginaba él, que nos pasase nada malo.

–¿Los niños? –dijo la madre desde la infinita distancia de dos metros. Había bombonas oxidadas de oxígeno en la cabecera, un aspirador de secreciones junto al lavabo, un ramo de flores en un jarrón de cristal tallado, sobre un tapete.

–Estupendos, madre, estupendos. Sin problemas. –Siempre que voy a buscarlos al colegio preguntan por usted. –Y lo asaltó la certidumbre de que la madre se había dado cuenta de la pausa, del segundo de espera, de la mentira. Subían de repente al coche, empujándose el uno al otro, como perritos, para darle un beso. La portera del colegio, gorda, con cara de topo, sonreía, en la boutique de al lado una mujer alta y pelirroja acariciaba con sus largas uñas encarnadas un frasco alargado de perfume: Qué caliente me pones.

–¿Adónde queréis ir a almorzar?
–Al Ponei.
–A la Tasca.

Pero la mujer pelirroja fue hasta la puerta y la ternura se le disolvió en un instante en el furioso deseo de aquel rostro de porcelana, con la falda ceñida que le aprisionaba el abanico de carne espesa de los muslos. A través de los años, el compañero de pupitre del instituto le susurró al oído:

–Es lo que ellas quieren, chaval: te agarras al colchón, aprietas los dientes, y hacia atrás y hacia delante, hacia atrás y hacia delante, ¿entiendes?, hasta que los cuadros se tuerzan en la pared.

–Deben de estar muy grandes –afirmó la prima desde el fondo de la silla, sacando la labor de punto de una bolsa de plástico. La respiración de la madre se había convertido en un silbido costoso, bajo, imperceptible. Las falanges, azules, se movían despacio en la manta con reptaciones de insecto.

–Voy esta tarde a Tomar, madre, al congreso, y vuelvo el domingo a la hora de cenar. No se le ocurra enamorarse de ese habilidoso médico hind

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos