Cuestión de énfasis

Susan Sontag

Fragmento

La prosa de una poeta

«Yo nada sería sin el siglo xix ruso», escribió Camus en 1958 en una carta de homenaje dirigida a Pasternak: uno de los integrantes de la constelación de magníficos escritores cuya obra, unida a los anales de sus trágicos destinos, y preservada, recuperada, descubierta en traducción en los últimos cinco lustros, ha convertido el siglo xx ruso en un acontecimiento que es (o ya se confirmará) igualmente formativo y, por ser también el siglo nuestro, mucho más pertinaz, influyente.

El siglo xix ruso que cambió nuestras almas fue hazaña de prosistas. Su siglo xx ha sido, casi por entero, hazaña de poetas; si bien no solo en la poesía. Los poetas sostuvieron las opiniones más apasionadas de su propia prosa: todo ideal de seriedad inevitablemente bulle de desprecio. En los postreros decenios de su vida, Pasternak rechazó el horrendo modernismo y engreimiento de su espléndida y sutil prosa memorialista de juventud (como la de El salvoconducto), mientras proclamaba que la novela en la cual estaba enfrascado, Doctor Zhivago, era el más auténtico y cabal de sus escritos, y junto a ella su poesía nada valía. Fue característico que los poetas se entregaran a una definición de poesía como un empeño de tal inherente superioridad (la meta más eminente de la literatura, la condición más eminente del lenguaje) que toda obra en prosa se volvía una empresa inferior; como si la prosa fuese siempre una comunicación, una actividad de servicio. «La instrucción es el nervio de la prosa», escribió Mandelstam en  Lecturas uno de sus primeros ensayos; así pues, «lo que tiene sentido para el prosista o ensayista, al poeta se le antoja carente de él por completo». Si bien los prosistas están obligados a dirigirse al público concreto de sus contemporáneos, la poesía en conjunto tiene un destinatario más o menos distante y desconocido, afirma Mandelstam: «El intercambio de señales con el planeta Marte... es tarea digna de un poeta lírico».

Tsvietáieva comparte esa acepción de la poesía en cuanto cúspide del empeño literario, lo cual supone la identificación de todo gran escrito, aunque se trate de prosa, con la poesía. «Pushkin era un poeta —concluye en su ensayo “Pushkin y Pugachev” (1937)—, y en ningún otro caso fue poeta con más vigor que en la prosa “clásica” de La hija del capitán

La misma supuesta paradoja con la que Tsvietáieva compendia su amor por la novela corta de Pushkin, la amplía Joseph Brodsky en el ensayo preliminar a la edición que recoge (en ruso) la prosa de Tsvietáieva: si bien es magnífica, esta ha de ser definida como «la continuación de la poesía por otros medios». Al igual que otros notables poetas rusos de antaño, Brodsky precisa para su definición de poesía de un Otro caricaturizado: la indolente condición mental que iguala con la prosa. Suponiendo un modelo privativo de la prosa y de los motivos del poeta para adoptarla («los cuales en general dictan las consideraciones económicas, los “periodos estériles” y casi nunca la urgencia polémica»), en contraste con el modelo más exaltado y preceptivo de la poesía (cuyo «verdadero asunto» son «los objetos y sentimientos absolutos»), es obligado tener al poeta por aristócrata de las letras y al prosista por burgués o plebeyo; si la poesía es la fuerza aérea —otra imagen de Brodsky—, la prosa es la infantería.

Semejante definición de poesía es de hecho tautológica: como si la prosa fuese idéntica a lo «prosaico». Y «prosaico», en cuanto término denigrante que significa insípido, trivial, común, insulso, es justamente un concepto romántico. (El diccionario Oxford propone 1813 como año de su primer uso

La prosa de una poeta  en sentido figurado.) En la «defensa de la poesía», uno de los temas inconfundibles de las literaturas románticas en Europa occidental, la poesía es una forma del lenguaje y del ser: un ideal de intensidad, de candor absoluto, de nobleza y de heroísmo.

La república de las letras es, en realidad, una aristocracia. Y «poeta» siempre ha sido un titre de noblesse. Aunque en el periodo romántico la nobleza del poeta ya no fue sinónimo de mera superioridad y adoptó un carácter adverso: el poeta como avatar de la libertad. Los románticos inventaron al escritor heroico, una figura central de la literatura rusa (la cual no se desarrolla hasta comienzos del siglo xix); y como en efecto ocurrió, la historia hizo de la retórica una realidad. Los grandes escritores rusos son héroes (no tienen opción si han de ser grandes escritores) y esa literatura continúa fomentando las nociones románticas del poeta. Para los poetas rusos modernos la poesía defiende el inconformismo, la libertad, el individualismo frente a la sociedad, el presente despreciable y vulgar, el esclavo comunitario. (Como si la prosa en su verdadero estado fuera, en definitiva, el Estado.) Por ello es natural que insistan en el carácter absoluto de la poesía y su diferencia radical con la prosa.

La prosa es a la poesía, afirmó Valéry, lo que el andar a la danza: la supuesta superioridad inherente de la poesía en los románticos apenas se limita a los grandes poetas rusos. Siempre es una caída, sostiene Brodsky, que un poeta elija la prosa, es «como pasar del galope tendido al trote». El contraste no solo se refiere a la velocidad, desde luego, sino a la masa: la naturaleza compacta de la poesía lírica frente a la cabal extensión de la prosa. (Gertrude Stein, aquella virtuosa del arte antilacónico, de la prosa extensa, sostenía que la poesía es sustantivos, la prosa, verbos. Es decir, el genio característico de la poesía es nombrar; el de la prosa, mostrar el movimiento, el proceso,  Lecturas el tiempo: el pasado, el presente y el futuro.) La prosa reunida de todo poeta excepcional que haya escrito prosa de excepción —Valéry, Rilke, Brecht, Mandelstam, Tsvietáieva— es mucho más voluminosa que el conjunto de su poesía. En literatura hay algo semejante al prestigio que los románticos conferían a la esbeltez.

Que los poetas escriban prosa con regularidad y los prosistas casi nunca poesía, no es, como sostiene Brodsky, prueba de la superioridad de esta última. Para él, «El poeta, en principio, es “superior” al prosista... pues un poeta menesteroso es capaz de sentarse y redactar un artículo, mientras que, en parecidos apremios, a un prosista apenas se le ocurriría pensar en un poema». Pero el meollo sin duda no es que escribir poesía sea menos rentable que escribir prosa, sino que es singular: la marginación de la poesía y su público; lo que antaño se tenía por un oficio común, como tocar un instrumento musical, parece en la actualidad coto de lo difícil e intimidante. Ya no solo los prosistas, sino en general la gente cultivada, no escribe poesía. (Al igual que la poesía, como había sido común, ya no se memoriza.) El desempeño mismo en la literatura moderna está condicionado en parte por el amplio descrédito de la noción de virtuosismo literario; por la manifiesta merma de virtuosismo. Parece absolutamente extraordinario que hoy alguien pueda escribir una prosa brillante en más de un idioma: nos maravillan Nabokov, Beckett y Cabrera Infante, pero hasta hace dos siglos semejante virtuosismo se habría dado por sentado. Lo mismo sucedía, hasta fecha reciente, con la capacidad de escribir poesía así como prosa.

En el siglo xx, la escritura de poemas tiende a ser la distracción juvenil del prosista (Joyce, Beckett, Nabokov...) o una actividad ejercida con la mano izquierda (Borges, Updike...). Ser poeta es presuntamente más que escribir poesía, incluso poesía excepcional: Lawrence y Brecht, quienes escribieron grandes poemas, no son tenido

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