El vals de las orquídeas

Olga Lucas

Fragmento

La ilusión del primer día

La ilusión del primer día

La paciente, efectivamente, conservaba la ilusión del primer día. Y tuvo que ser la inquietud de una empleada del archivo quien hiciera reflexionar a sus terapeutas sobre este punto. Ellas, en cambio, la habían perdido por completo y, además, sin darse cuenta, sin tan siquiera percatarse de la pérdida, del momento y lugar en que todo quedó atrás. Rara vez recordaban el primer beso, la primera vez que alguien las tomó de la mano o el primer ramo de violetas. En cambio, la paciente, es decir, la mujer a quien ellas debían devolver a la «normalidad», llevaba esos recuerdos y muchos más literalmente tatuados en su piel, grabados a fuego en la retina, incrustados en sus papilas gustativas y olfativas. Hablaba de las flores que le envía un señor de Madrid con auténtico embeleso y fascinación. Al oírla, casi, casi se podían oler.

Después de su absurda conversación con la archivera al entregarle el expediente de Alicia, Marta no pudo dejar de cavilar. Se lo comentó a Fina, su colega y amiga.

—Pero, chica, no irás a complicarte la vida por lo que pueda opinar esa ignorante.

—Ciertamente, la ignorancia es atrevida, pero el atrevimiento no siempre conduce al desastre. A veces, puede empujarnos hacia territorios interesantes, puede incluso conducirnos a descubrir otras verdades.

—No irás a ponerme el ejemplo de la penicilina, ¿verdad?

—Pues no, Marisabidilla, no pensaba en la penicilina, tampoco en la manzana cayendo sobre la cabeza de Newton, ni en la polarización de la luz o en los errores de Fermat.

—Vale, no te enfades y cuéntame. ¿Cuáles son esas conclusiones, esas otras verdades o lo que sea?

—Verdades y conclusiones todavía ninguna, pero reflexiones muchas. Es cierto que ella es feliz, que las atenciones del señor de Madrid la colman de alegría y bienestar. Es igualmente cierto que nosotras, a quienes, desde nuestro último parto, nadie nos ha vuelto a sorprender con un ramo de flores, pretendemos atraerla a nuestro terreno. ¿Acaso no te haría ilusión recibir un ramo, aunque no fuera de Madrid?

—Tú estás loca.

—Lo mismo decimos de ella con mayores o menores eufemismos científicos, pero responde a mi pregunta, ¿no te haría ilusión un ramo de flores, una caja de bombones, una invitación al teatro o al casino?

—Me preocupas. Creo que el caso te está agobiando. O tal vez estés muy cansada, incubando una gripe o algo parecido. Espero que se te pase pronto, pero, te lo advierto, si sigues por ese camino, hablaré con el jefe para que te releve y le asigne el caso a otra persona. Llevamos años juntas, te aprecio lo suficiente para rescatarte antes de que te conviertas tú misma en una paciente de este centro.

—¿Ah, sí? ¿Y eso en qué cambiará las cosas? ¿Disminuirán tus suspiros por un ramo de flores y la ilusión del primer día?

—¡Basta! ¡Déjalo, es muy tarde, vámonos a casa y hazme caso, tómate una aspirina y una tila!

Antes de irse, Marta pasó por el archivo central para hablar nuevamente con Liliana.

—Y a ti ¿quién te autorizó a leer el expediente de Alicia Berenguer?

—En verdad, nadie. Cuando informatizamos el archivo... hum ...bueno, no pude resistir la tentación. ¿Me vas a incoar expediente?

—No, bien lo sabes tú, pero te señalo tu falta y te conmino, eso sí, muy severamente a que pierdas la costumbre de...

—No, no. No es mi costumbre. Es el único expediente que he leído en los doce años que llevo aquí. Reconozco que este me lo he estudiado a fondo, pero es el único, créeme, no te mentiría.

—Lo sé. Bueno, en eso confío, y por eso mismo estoy dispuesta a hacer la vista gorda, pero, dime, si eres tan consciente de tus obligaciones, ¿de dónde el interés por este caso hasta el extremo de transgredir la norma?

—¿Recuerdas que decidí realquilar una habitación? Pues bien, como el mundo es un pañuelo, al cabo de unos meses, charlando con mi inquilina, ya sabes, un poco de todo, al final de hombres, lo de siempre, pues descubrí que Alicia Berenguer es su compañera de oficina. Me enteré así de algunas cosas que me hicieron dudar y reflexionar. Durante mucho tiempo me contuve, pero el día en que los expedientes pasaron por nuestras manos para algo más que entregároslos a los médicos y terapeutas, lo siento, ese día no pude contenerme. Lo mismo me pasó hace poco, cuando me lo devolviste para su archivo. Lo sé, debí haberme callado, una simple administrativa no es quien para discutir diagnósticos ni terapias, pero, compréndelo, es un peso que llevo encima y como contigo hay confianza... pues, mira, sí, lo reconozco, metí la pata.

—No te preocupes por eso. Ya te he dicho que no tomaré medidas y, aunque tampoco sea muy ortodoxo por mi parte, te ofrezco la oportunidad de reparar tu falta contándome lo que sabes acerca de su vida, eso que tanto te acongoja.

—Mira, mi amiga cuenta que Alicia ha pasado de ser el centro de atención y la envidia del despacho a un continuo hazmerreír y objeto de las burlas más crueles. Ella misma le ha perdido todo respeto. Y a mí, eso, perdóname, ¿cómo te lo diría...? Me parece muy duro que le arruinéis la vida a la gente.

—¡Alto ahí! ¡Más despacio! ¿Qué es eso de que le arruinamos la vida?

—Pues sí. Ahora todo el mundo sabe que los novios que le envidiaban no existen, que el precioso abrigo que supuestamente le regaló ese misterioso señor de Madrid se lo compró ella misma juntando dos pagas extras y que el fabuloso viaje a China se lo pagó su tía porque, al lesionarse, la necesitaba de dama de compañía y doncella. ¡Imagínate!

—¿Y tú crees que todo eso es culpa nuestra?

—Yo solo sé que si los del casino se hubieran contentado con reanimarla, ella seguiría siendo la reina triunfante, pero como se empeñaron en que a esa chica le pasa algo, llamaron una ambulancia, rápido, a urgencias y, ya ves, tras unos días de observación, la pasan a psiquiatría, queda ingresada una temporada y desde entonces ¡venga tratamientos! Y ahora está como está. Le habéis desmontado su tinglado sin ofrecerle nada a cambio.

—Los delirios esquizoides deben tratarse. Otra cosa es el poco éxito que estamos teniendo en este caso concreto.

—Deben tratarse, sí, lo dicen los libros, pero habrá delirios y delirios, digo yo. Bien está que se trate a quien se cree un asesino o al que va actuando como Hitler o Napoleón, pero ¿a quién hace daño creerse feliz y recibir regalos de un señor de Madrid?

—Sería largo de explicar. En cualquier caso, tendré en cuenta tus reflexiones. Aunque nada científicas, tienen su interés. ¡Vámonos ya!

Fina salió cansada y algo preocupada por su amiga. ¡Qué idea la de compararse con su paciente! ¡Compararse ella y compararme a mí! ¡Qué disparate! Pero al llegar a casa se olvidó de todo. No solo por hábito, por la sana costumbre de dejar l

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