Azalea roja

Anchee Min

Fragmento

PRIMERA PARTE

Me crié con las enseñanzas de Mao y las óperas de madame Mao, la camarada Jiang Qing. Me convertí en líder de los pequeños guardias rojos cuando estaba en la escuela primaria. Esto sucedió durante la Gran Revolución Cultural del Proletariado, cuando el rojo era mi color. Mis padres vivían —a decir de los vecinos— como un par de palillos para comer: siempre en armonía. Mi padre era profesor de dibujo técnico industrial en el Instituto Textil de Shanghai, aunque su verdadera pasión era la astronomía. Mi madre era maestra en una escuela de enseñanza secundaria de Shanghai. Daba clases de lo que le pidiera el Partido, un semestre en chino y el siguiente en ruso. Mis padres creían en Mao y en el Partido Comunista, igual que el resto de la gente del vecindario. Tuvieron cuatro hijos, cada uno de ellos con un año de diferencia. Yo nací en 1957. Vivíamos en la ciudad, en la calle Frondosa del sur, en una pequeña casa de dos pisos ocupada por dos familias. La casa nos la había dejado mi abuelo, muerto de tuberculosis justo antes de que yo naciera.

Fui una adulta desde que cumplí los cinco años. Esto no era algo fuera de lo corriente. Todos los niños con los que jugaba cargaban con sus hermanos pequeños, a los que llevaban atados a la espalda con un trozo de tela. Los pequeños se entretenían con sus mocos mientras nosotros jugábamos al escondite. Me hicieron responsable del control de la familia ya que mis padres se pasaban todo el día en sus unidades de trabajo, exactamente igual que los padres de los demás.

A mis hermanas y a mi hermano los llamaba mis niños porque tenía que recogerlos del parvulario y de la guardería siendo yo misma todavía una párvula. Cuando tenía seis años, mi hermana Flora tenía cinco; mi segunda hermana, Coral, cuatro y mi hermano, Conquistador del Espacio, tres. Mis padres elegían cuidadosamente los nombres que nos ponían. Los consideraban unos excéntricos porque lo normal era que los vecinos llamaran a sus hijos Guardia del Rojo, Gran Salto, Larga Marcha, Estrella Roja, Liberación, Revolución, Nueva China, Camino de Rusia, Resistencia a Estados Unidos, Explorador Patriota, Incomparable Soldado Rojo, etcétera. Mis padres tenían ideas propias. Primero me llamaron Lin-Shuan —Sol Naciente en una Montaña—, pero luego lo desecharon porque Mao era considerado el único sol. Tras nuevas reflexiones, me llamaron Anchee: Jade de Paz. Además sonaba como la versión china de la palabra inglesa «ángel». Me inscribieron en el registro con este nombre. A Flora y a Coral les pusieron estos nombres por su parecido en chino con el sonido de chee (jade). Los motivos por los que mis padres llamaron Conquistador del Espacio a mi hermano eran dos: uno era que a mi padre le apasionaba la astronomía, y el otro, como respuesta al anuncio de Mao de que China no tardaría en construir su propia nave espacial.

Según yo lo entendía, mis padres hacían un trabajo que estaba salvando al mundo. Cada atardecer yo iba a recoger a los niños y me peleaba con los críos de la calle a lo largo de todo el camino hasta casa. Era el plato de cada día acabar con una mejilla amoratada o con la nariz sangrando. No me importaba demasiado. Aunque me asustaba cruzar los semáforos y los callejones oscuros, aprendí a no mostrar miedo, porque tenía que ser un modelo para mis hermanos y enseñarles lo que significaba ser valiente. Después de dejar a los niños a solas jugando en la sala de estar, me iba a encender el horno de la cocina para preparar la cena. Siempre tardaba mucho tiempo en encender la cocina, pues no entendía que la madera y el carbón necesitan aire para arder. Cargaba el horno y cantaba canciones de citas de Mao. Un día, después de intentarlo muchas veces sin que al horno le diera la gana de encenderse, perdí la paciencia y lo dejé. Luego vino un crío y me dijo que salía humo de la ventana de nuestra casa. Esto pasó en tres ocasiones.

Intentaba acostar a los niños con el cielo aún claro. Los piececitos de mis hermanos pataleaban contra las mantas de algodón y hacían nuevos agujeros sobre los antiguos. La manta no tardaba en hacerse jirones. Cuando la habitación se quedaba en silencio, me apoyaba en el alféizar de la ventana que daba a la entrada del callejón, a esperar a que aparecieran mis padres. Observaba el cielo volverse azul oscuro, cómo salía Venus, y me quedaba dormida junto a la ventana.

En 1967, cuando tenía diez años, nos mudamos. Fue porque nuestros vecinos de abajo nos acusaron de tener más espacio que ellos. Dijeron: ¿Cómo puede una familia de seis miembros ocupar cuatro habitaciones mientras una familia de once solo tiene una? La Revolución procura la equidad. Se presentaron con orinales y vertieron mierda sobre nuestras mantas. No había policía. La comisaría se consideraba un mecanismo revisionista y había sido clausurada por los revolucionarios. Los guardias rojos comenzaron a saquear casas. Nadie respondió a nuestra llamada de ayuda. Los vecinos se limitaron a observar.

El vecino de abajo seguía molestándonos. Limpiábamos la mierda noche tras noche, nos tragábamos sus insultos con paciente sumisión. Nos amenazaron con hacernos daño a nosotros los niños cuando nuestros padres no estuvieran en casa. Dijeron que su segunda hija tenía todo un historial como enferma mental. En consecuencia, no podían ser responsables de lo que pudiera hacer. La segunda hija se presentó allí y me enseñó un hacha que acababa de afilar. Dijo que podría abrirme la cabeza en dos como se abre un melón. Me preguntó si me gustaría que lo hiciera. Yo le contesté: Espera aquí y ya te diré luego si me gustaría o no. Agarré a mis hermanas y a mi hermano, echamos a correr y nos apretujamos en una alacena hasta la noche.

Un día, cuando mi madre entraba por la puerta después del trabajo, la segunda hija saltó sobre ella. Las vi forcejear hasta el hueco de la escalera. Tras recibir un empujón, mi madre fue tumbada a la fuerza contra el suelo y acuchillada con las tijeras. Yo me quedé espantada. Permanecí de pie al lado mismo de mi madre viendo la sangre que le corría por la cara y las muñecas. Quise gritar pero me había quedado sin voz. La segunda hija bajó al piso inferior y se cortó sus propias muñecas con las tijeras. Luego se lanzó apresuradamente hacia un montón de curiosos que se había apiñado ante la puerta y sus manos ensangrentadas se alzaron en el aire. Gritó: Miradme. Soy una trabajadora que ha sido atacada por una intelectual burguesa. Camaradas, esto es un asesinato político. Los miembros de su familia salieron. Se pusieron a gritar: Una deuda de sangre debe pagarse con sangre.

Mi padre dijo que debíamos trasladarnos. Teníamos que escapar. Escribió pequeñas notas en las que describía nuestra casa y lo que le gustaría a cambio. Enganchó las notas a troncos de árboles por las calles. Al día siguiente, una camioneta se presentó en nuestra puerta cargada de muebles. Se bajaron cinco hombres de la camioneta diciendo que venían a intercambiar su casa por la nuestra. Mi padre respondió que todavía no habíamos mirado lo suficiente para decidirnos. Los hombres contestaron: Nuestra casa es perfecta para vosotros y está lista para que os instaléis. Mi padre respondió que no sabíamos qué aspecto tenía. Los hombres dijeron: Id ahora a echar un vistazo, os gustará. Mi padre preguntó cuántas habitaciones había. Ellos dijeron que tres, muy bonitas, según el prototipo de Shanghai. Mi madre les preguntó: ¿Sabéis que la segunda hija de nuestra vecina de abajo es una enferma mental? Los hombres dijeron que eso no sería ningún problema. Dijeron que acababan de pegar a la segunda hija y que había confesado que era normal y que su familia solo quería tener más habitaciones. Había prometido no causar más problemas en el

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