La conspiración de Ashworth Hall (Inspector Thomas Pitt 17)

Anne Perry

Fragmento

Capítulo 1

1

Pitt contempló el cuerpo del hombre que yacía sobre los adoquines del callejón. Era un gris atardecer de octubre. En Oxford Street, a sólo unos pasos de allí, circulaban apresuradamente los carruajes y cabriolés, oyéndose el silbido de las ruedas en la calle mojada y el chacoloteo de los cascos de los caballos. Las farolas estaban ya encendidas, lunas pálidas en la creciente oscuridad.

El agente enfocó el rostro del cadáver con su linterna.

—Es uno de los nuestros, señor —dijo con la voz tensa a causa de la ira—. O al menos lo era. Lo conocía. Por eso he mandado a buscarlo a usted personalmente, señor Pitt. Ahora estaba metido en algo un tanto especial. No sé exactamente de qué se trataba. Pero era un buen hombre, Denbigh; lo era. Se lo aseguro.

Pitt se agachó para observarlo de cerca. El hombre —llamado Denbigh, según el agente— aparentaba unos treinta años y tenía la piel clara y el cabello oscuro. La muerte no había desdibujado sus facciones. Sólo parecía un tanto sorprendido.

Pitt cogió la linterna y recorrió lentamente con el haz de luz el resto del cuerpo. Vestía un pantalón corriente de tela barata, una sencilla camisa de algodón y una chaqueta de mala calidad. Podría haber sido peón de albañil u obrero de una fábrica, o incluso un joven llegado de una zona rural en busca de empleo. Era más bien delgado, pero tenía las manos limpias y las uñas pulcramente cortadas.

Pitt se preguntó si tendría esposa e hijos, parientes, alguien que lamentase su pérdida con el dolor profundo y penetrante del amor, más intenso que el que sentía por respeto el agente que se hallaba junto a él.

—¿En qué comisaría trabajaba? —preguntó Pitt.

—En Battersea, señor. Fue allí donde lo conocí. Nunca estuvo destinado en Bow Street, y por eso usted no lo conocía, señor. Pero éste no es un asesinato corriente. Ha muerto de un tiro, y los ladrones callejeros no llevan armas de fuego. Usan navajas o palos.

—Sí, lo sé. —Pitt registró los bolsillos de la víctima introduciendo los dedos en ellos con delicadeza. Sólo encontró un pañuelo, limpio y cuidadosamente zurcido en una esquina, y unas monedas, dos chelines y nueve peniques. No había cartas ni documentos que identificasen el cadáver—. ¿Está seguro de que este hombre es Denbigh?

—Sí, señor; estoy seguro. Lo conocía bien. No coincidimos mucho tiempo en Battersea, pero recuerdo esa marca que tiene en la oreja. Es poco común. Procuro fijarme en las orejas de la gente. Uno puede cambiarse mucho el aspecto si quiere pasar inadvertido, pero casi todo el mundo olvida que las orejas siguen igual. Lo único que uno puede hacer es dejarse crecer el pelo para taparlas. Ojalá pudiese decir lo contrario, pero no, ése es Denbigh, el pobre desgraciado.

Pitt se irguió.

—En ese caso ha hecho bien en avisarme, agente. Asesinar a un policía, incluso si no está de servicio, es un delito muy grave. Iniciaremos la investigación en cuanto el forense llegue y levante el cadáver. No creo que encuentre testigos, pero pregunte a cuantos puedan saber algo. Y vuelva a intentarlo mañana a la misma hora. Es posible que haya gente que pase por aquí con regularidad camino de sus casas. Interrogue a los vendedores ambulantes, los cocheros. Pruebe en las tabernas del vecindario y también, claro está, en todos los edificios con ventanas al callejón.

—¡Sí, señor!

—¿Y no sabe dónde trabajaba ahora Denbigh?

—No, señor —contestó el agente—; pero imagino que seguía con algún departamento de la policía o la administración.

—Entonces será mejor que me entere.

Pitt se metió las manos en los bolsillos. Allí de pie, inmóvil, empezaba a quedarse aterido. El frío del callejón, un pequeño espacio confinado por la muerte a sólo unos pasos del bullicio del tránsito, le penetraba hasta los huesos.

El coche del depósito de cadáveres se detuvo ante la boca del callejón y maniobró con dificultad para entrar. Los caballos relincharon y se sacudieron, nerviosos por el olor a sangre y miedo que flotaba en el aire.

—Y mejor será que registre el callejón por si hay algo que pueda darnos pistas —añadió Pitt—. Dudo que el arma esté aquí, pero todo es posible. ¿La bala lo atravesó de parte a parte?

—Sí, señor, eso parece —contestó el agente.

—En ese caso, búsquela. Así sabremos como mínimo si lo mataron aquí o lo trajeron después de muerto.

—Sí, señor. Inmediatamente, señor —dijo el agente, con tono aún adusto a causa de la ira y el dolor.

El hecho era todavía demasiado reciente, demasiado real.

—Denbigh. —Cornwallis, subjefe de policía, parecía preocupado, y su rostro resultaba especialmente sombrío debido a sus pronunciadas facciones, en particular la larga nariz y la ancha boca—. Sí, pertenecía aún a la policía. No puedo decirle cuál era con exactitud su misión, porque lo ignoro; pero guardaba relación con la Cuestión Irlandesa. Como usted bien sabe, existen muchas organizaciones luchando por la independencia de Irlanda. La Asociación Feniana es sólo una de ellas, tristemente la más conocida. En su mayoría recurren a la violencia. Denbigh era irlandés. Había logrado introducirse en una de esas fraternidades, una de las más secretas, pero lo mataron antes de que pudiese revelarnos lo que había descubierto, aparte de alguna que otra información que ya conocíamos o dábamos por supuesta.

Pitt permaneció en silencio.

—Éste no es un asesinato corriente, Pitt —prosiguió Cornwallis con una expresión tensa en los labios—. Investíguelo personalmente y utilice a sus mejores hombres. Tengo especial interés en encontrar al responsable. Denbigh era un buen hombre, y muy valiente.

—Sí, señor; así lo haré.

Pero cuatro días después, cuando aún no se habían producido grandes avances en la investigación, Pitt recibió la visita de Cornwallis en su despacho. En esta ocasión lo acompañaba Ainsley Greville, un alto funcionario del Ministerio del Interior.

—Comprenda, comisario Pitt, que es de vital importancia que la reunión parezca en todos los sentidos una fiesta campestre de finales de otoño como cualquier otra. En la medida de lo posible, no debe escaparse el menor detalle que pudiese dar otra impresión —explicó Ainsley Greville. Desplegando una persuasiva sonrisa, añadió—: Por esa razón nos dirigimos a usted en particular.

Greville, sin ser apuesto, poseía gran distinción. Era alto y tenía el cabello ondulado, con ligeras entradas, y un rostro alargado y estrecho de facciones proporcionadas. Debía aquel aire singular a su porte y mirada inteligente.

Pitt lo observaba aún sin comprender.

Cornwallis, con expresión seria, se inclinó en su silla. El subjefe de policía llevaba poco tiempo en el cargo, pero Pitt lo conocía ya lo suficiente para intuir que se sentía incómodo en el papel que le correspondía desempeñar. En otro tiempo había sido capitán de la Armada, y la lógica de la política le era ajena. Prefería métodos mucho más directos pero, al igual que Greville, debía rendir cuentas al Ministerio del Interior, y no le habían dado alternativa.

—Existen esperanzas de alcanzar resultados positivos —dijo Cornwallis con convicción—. Debemos ofrecer toda la cooperación posible, y usted se encuentra en una posición idónea.

—En este momento el caso Denbigh reclama toda mi atención —repuso Pitt. No estaba dispuesto a delegarlo en nadie por importante que fuese aquella nueva misión.

Greville sonrió.

—Por razones que ahora le explicaré, le agradecería personalmente su colaboración, comisario. —Apretó los labios. Al cabo de un instante agregó—: Razones que lamento profundamente. Por poco que consiguiésemos avanzar en este asunto, todo el Gobierno de Su Majestad estaría en deuda con usted.

Pitt pensó que Greville exageraba la trascendencia del caso.

Como si hubiese leído la mente de Pitt, Greville movió la cabeza en un leve gesto de negación.

—El objetivo de la reunión es sondear el estado de opinión respecto a ciertas reformas legislativas relacionadas con la propiedad de la tierra en Irlanda, un paso más en la emancipación de la comunidad católica. Quizá ahora comprenda tanto la importancia de nuestros propósitos como la necesidad de máxima reserva.

Pitt comprendió en el acto. Las palabras de Greville eran de una claridad inquietante. Se refería a la Cuestión Irlandesa, como solía llamarse, un problema que había mantenido en jaque a los sucesivos gobiernos desde los tiempos de Isabel I y causado el cese en pleno de más de uno. Incluso el gran William Ewart Gladstone, firme defensor de la total autonomía de Irlanda, se había visto obligado a dimitir hacía tan sólo cuatro años, en 1886. Aun así, el asesinato de Denbigh era para Pitt un asunto prioritario, y desde luego más acorde con sus aptitudes.

—Sí, lo entiendo —contestó Pitt con un escalofrío—, pero…

—No del todo —lo interrumpió Greville—. Sin duda se da cuenta de que cualquier esfuerzo por resolver nuestro problema interno más difícil exige discreción. Si no alcanzamos los resultados previstos, no conviene que nuestro fracaso se pregone a bombo y platillo. Debemos aguardar y ver si nuestras tentativas tienen éxito, y en qué medida, antes de decidir qué versión hacer pública. —Su rostro se ensombreció ligeramente, un asomo de intranquilidad que fue incapaz de ocultar—. Hay otra razón, comisario. Como supondrá, los irlandeses están al corriente de la celebración de la conferencia. Si ellos no asistiesen, de poco serviría; yo personalmente le facilitaré la información que posea y usted necesite acerca de todos los presentes. Ignoramos, no obstante, hasta dónde ha llegado la noticia. Hay círculos a los que no tenemos acceso, traiciones, lealtades secretas… y abarcan todos los ámbitos de la sociedad. —Su expresión se tornó aún más lúgubre y en la comisura de sus labios se formó un mohín tenso—. Infiltramos a un hombre en una de las organizaciones clandestinas con la esperanza de averiguar cuáles eran sus fuentes de información. —Exhaló lentamente el aire de los pulmones—. Lo asesinaron.

Pitt notó que se le helaba la sangre.

—Según tengo entendido, es el caso que usted investiga. —Greville miró a Pitt a los ojos fijamente—. James Denbigh, un buen hombre.

Pitt guardó silencio.

—También yo he recibido amenazas de muerte, y de hecho he sido víctima de un atentado, hace ya unas tres semanas pero lo recuerdo aún como una experiencia en extremo desagradable —añadió Greville, y si bien afectó un tono despreocupado, Pitt percibió tensión en su cuerpo. Sus manos largas y finas, apoyadas una en la rodilla y la otra en el brazo de la silla, permanecían rígidas e inmóviles. Aunque sabía disimularlo, Pitt advirtió su temor.

—Entiendo —repitió Pitt, y esta vez sí comprendía perfectamente la gravedad de la situación—. Así pues, desea una discreta presencia policial.

—Muy discreta —confirmó Greville—. La conferencia tendrá lugar en Ashworth Hall… —Notó un respingo en Pitt—. En efecto —agregó en señal de comprensión—, la finca de recreo de la hermana de su esposa, en otro tiempo vizcondesa de Ashworth y ahora señora de Jack Radley. Entre los miembros jóvenes del Parlamento, el señor Radley es uno de los más brillantes, y supondrá una valiosa aportación a las conversaciones. Y naturalmente la señora Radley será la anfitriona ideal. Siendo usted y su esposa de la familia, resultaría natural que también asistiesen.

No resultaría en absoluto natural. Para Emily Ellison, la boda con lord Ashworth había representado un considerable ascenso en el escalafón social. Su hermana, Charlotte, había escandalizado a la alta sociedad contrayendo matrimonio con un hombre de posición muy inferior a la suya. Las damiselas de buena familia no se casaban con policías. Pitt hablaba con corrección. Era hijo de un guardabosque encargado de la vigilancia en una gran finca, y el dueño, sir Arthur Desmond, había estimado conveniente educarlo junto con su propio heredero, Matthew, para que éste tuviese un compañero y alguien con quien compararse. Pero Pitt no era un caballero. Sin duda Greville estaba al corriente de esa circunstancia, pese a su promoción al rango de comisario… ¿o tal vez no?

Pitt no debía incurrir en el error de imaginar que Greville lo tomaba por alguien de su propio rango simplemente porque se hallaba sentado tras aquel elegante escritorio, con su tapete verde de piel embutido en la madera. Su predecesor en el cargo, Micah Drummond, sí era de origen noble y procedía del ejército. Cornwallis seguramente lo era también, aunque quizá de más baja alcurnia. Había ascendido por méritos propios en servicio activo. ¿Pensaba Greville acaso que Pitt provenía de esa misma extracción? La idea resultaba halagüeña… pero era obviamente una vana ilusión. Greville necesitaba a Pitt para proteger la conferencia sin que se notase.

—¿Y cree que la amenaza que pesa sobre usted guarda relación con su participación en los preparativos de esa conferencia? —dijo Pitt.

—Tengo la total certeza —respondió Greville, observando a Pitt atentamente—. Existen diversos sectores e individuos que desean nuestro fracaso. El asesinato de Denbigh es una prueba palpable de ello, ¿no le parece?

—¿Ha recibido amenazas por correo? —preguntó Pitt.

—Sí, alguna que otra. —Greville se encogió de hombros, quitando importancia al hecho. Tras expresar sus temores con palabras parecía sentirse menos aislado, y se relajó un poco—. Uno siempre espera cierto grado de oposición, e incluso amenazas. Por lo general, no tienen la menor trascendencia. Si no hubiesen atentado contra mi vida, las habría pasado por alto, pensando que alguien había decidido manifestar sus opiniones de una manera especialmente deplorable, aunque no infrecuente. Como usted bien sabe, la Cuestión Irlandesa reviste un carácter violento.

Esa afirmación no reflejaba ni remotamente la verdadera gravedad del problema. Era imposible calcular el número de personas que habían muerto en combates, disturbios, hambres y asesinatos vinculados de manera más o menos directa a la conflictiva historia de Irlanda. Pitt estaba bastante bien informado acerca de los alborotos provocados en el norte de Inglaterra por William Murphy, un protestante furibundo que había viajado de pueblo en pueblo avivando el fanatismo anticatólico, debido a lo cual se habían producido saqueos, incendios, la destrucción de calles enteras y varias muertes.

—Mejor será que lo acompañe alguien de su entera confianza —sugirió Cornwallis con tono circunspecto—. Como es lógico, apostaremos unos cuantos hombres en la finca y el pueblo disfrazados de guardabosques o braceros. Pero conviene que cuente con alguien dentro de la casa.

—¿Otro invitado? —preguntó Pitt, sorprendido.

—Un criado —respondió Cornwallis con una sombría sonrisa—. Cuando se asiste a una fiesta en una residencia de recreo, es bastante habitual que uno lleve dos o tres criados de su propio servicio. Basta con que enviemos a uno de nuestros mejores hombres en función de ayuda de cámara. ¿A quién propondría usted? ¿Tellman, quizá? Sé que no siente gran simpatía por él, pero es inteligente, observador y no se arredra ante la acción física, si llegase a ser necesaria, que Dios no lo quiera.

Pitt habría preferido no ocuparse personalmente de la misión de Ashworth Hall, pero comprendía que, en virtud de su relación con los Radley, era el más indicado. Sin embargo podía como mínimo dejar a Tellman, su hombre más apto, a cargo del caso Denbigh. No era cierto, de hecho, que Tellman le inspirase antipatía, al menos desde que lo conocía mejor; sí creía, no obstante, que Tellman sentía aún aversión por él. Tellman no había disimulado su malestar por la promoción de Pitt. Éste había ascendido desde lo más bajo del escalafón policial y no era mejor que sus compañeros. No debía aspirar a emular a sus superiores, y menos aún a suplantarlos. Los cargos como el que previamente había ocupado Micah Drummond eran para caballeros. El rango social era el único requisito aceptable para asumir una posición de autoridad. La ambición, en cambio, no lo era, y Tellman consideraba a Pitt un hombre ambicioso.

Estaba equivocado. Pitt de buena gana habría permanecido en su anterior puesto si no hubiese tenido una familia merecedora de lo mejor que él pudiese proporcionarle. Pero eso no era asunto de Tellman.

—Dudo mucho que Tellman acceda a actuar como ayuda de cámara —contestó Pitt a Cornwallis—. Ni siquiera durante una semana… y menos a mi servicio. ¿Puedo informar a Tellman acerca de Denbigh?

Una sonrisa asomó claramente a los ojos oscuros de Cornwallis, pero no se reflejó en sus labios.

—Todavía no —repuso—. Estoy convencido de que cuando el señor Greville explique a Tellman la importancia de la misión, hará de buen grado cuanto esté a su alcance. Aunque, eso sí, deberá usted ser paciente con su inexperiencia como ayuda de cámara.

Absteniéndose de responder, Pitt preguntó:

—¿Quiénes serán los invitados?

Greville volvió a recostarse en su silla y cruzó las piernas. No le era necesario preguntar a Pitt si aceptaba o no el encargo. Pitt no tenía elección.

—A fin de mantener las apariencias de un fin de semana totalmente normal, me acompañará mi esposa —respondió—. Como quizá sepa, la política irlandesa no la componen sólo católicos y protestantes, aunque sean ésas las dos facciones principales. Existe asimismo una división en clases: quienes poseen tierras y quienes no las poseen. —Hizo un leve gesto de resignación y pesar—. Antes eso guardaba relación directa con la religión. Durante décadas los católicos estuvieron privados del derecho a la propiedad; sólo se les permitía arrendar, y como ya sabrá, algunos terratenientes ejercían su poder con la mayor brutalidad. También es cierto que otros obraban de manera muy distinta. Muchos llegaron a arruinarse en su esfuerzo por sustentar a quienes dependían de ellos durante la gran hambre de los años cuarenta. Pero la memoria es susceptible de grandes distorsiones, aun sin la tergiversación de la propaganda nacionalista y las creencias populares perpetuadas en canciones y leyendas.

Pitt estuvo a punto de interrumpirlo. Él sólo deseaba saber quiénes asistirían, qué número de personas debía tener en cuenta. Pero cuando Greville se adueñaba de una situación, no se dejaba dominar por nadie.

—Y en todo punto de vista hay moderados y radicales, que a veces se detestan más entre sí de lo que aborrecen a la oposición —prosiguió—. Y las familias que han defendido la supremacía protestante durante generaciones, llegando a convencerse de que es voluntad de Dios, pueden mantenerse más firmes en sus opiniones que cualquier mártir a la antigua usanza, se lo aseguro. Me atrevería a decir que algunos de ellos agradecerían un foso de los leones o incluso una buena hoguera en la que ser quemados.

Pitt percibió en su voz un tono de exasperación y vislumbró fugazmente los años de frustración del aspirante a pacificador. Sintió una súbita compasión por Greville que a él mismo le sorprendió.

—Los negociadores principales son cuatro: dos católicos y dos protestantes —continuó Greville—. Sus particulares puntos de vista no tienen por qué interesarle, al menos de momento, y probablemente tampoco en adelante. Estará Padraig Doyle, un católico muy moderado. Lleva muchos años luchando por la causa de la emancipación católica y la reforma agraria. Es un personaje muy respetado y nunca ha estado vinculado, por lo que sabemos, a ninguna forma de violencia. En realidad, es mi cuñado. Pero prefiero que los otros participantes desconozcan por ahora esa circunstancia. Podrían dudar de mi imparcialidad, y no hay razón para ello.

Pitt aguardó sin hablar.

Cornwallis, juntando las yemas de los dedos, formó una pirámide con las manos y escuchó atentamente pese a que debía de estar ya al corriente de lo que Greville decía.

—Doyle acudirá solo —prosiguió Greville—. El otro representante de la comunidad católica es Lorcan McGinley, un hombre de menor edad y actitud muy distinta. Hace uso de un gran encanto personal cuando le conviene, pero vive en un estado de ira permanente. Perdió a su familia en la gran hambre, y la tierra a causa de la supremacía protestante. No oculta su admiración por individuos como Wolfe Tone o Daniel O’Connell. Aboga por una Irlanda libre e independiente bajo un gobierno católico, y sabe Dios qué sería en ese caso de los protestantes. —Hizo un gesto de duda—. Ignoro si sus lazos con Roma son o no muy estrechos. Los riesgos de una persecución recíproca no pueden pasarse por alto, pero también podría ocurrir que fuese mucho más extrema de palabra que de hecho. Ése es uno de los aspectos que se sondearán en la conferencia. Nada deseamos menos que una guerra civil, y le aseguro, comisario, que esa posibilidad no debe descartarse en absoluto.

Pitt sintió un escalofrío. Recordaba aún claramente las explicaciones sobre la guerra civil inglesa que había oído en las clases de historia de la escuela, la muerte y el resentimiento que marcaron a la población durante generaciones. Las guerras ideológicas alcanzaban unos niveles de brutalidad muy superiores a los de cualquier otra.

—McGinley asistirá acompañado de su esposa —continuó Greville—. Apenas sé nada de ella, salvo que es por lo visto una poetisa nacionalista. Podemos suponer, pues, que es una romántica, una de esas personas en extremo peligrosas que crean historias de amor y traición, batallas heroicas y muertes gloriosas que nunca existieron, pero como usan las palabras de manera muy persuasiva, y además les ponen música, los poemas se convierten en leyendas y la gente acaba creyendo lo que cuentan. —Su rostro se contrajo en una mueca de inquina y descontento, y también cierta frustración—. He visto a una sala entera de hombres adultos llorar por la muerte de un hombre que jamás vivió y abandonar el lugar jurando vengarse de sus asesinos. Si alguien trata de convencerlos de que el relato es pura invención, son capaces de lincharlo por blasfemo. Para ellos equivaldría a privar a Irlanda de su historia. —Su voz y la curva de sus labios destilaban amargura.

—La señora McGinley es, por tanto, una mujer peligrosa —convino Pitt.

—Iona O’Leary —murmuró Greville—. Sí, sin duda. Y el ardor de su marido se sustenta precisamente en historias como las que ella crea, aunque no sé hasta qué punto alguno de ellos distingue ya la verdad de la fantasía. Se han mezclado tantos sentimientos, y tantas tragedias e injusticias reales, que quizá ya nadie distinga lo uno de lo otro.

—¿Y McGinley no tiene reparos en usar la violencia? —preguntó Cornwallis.

—Ni el más mínimo —contestó Greville—. Excepto por el temor a un posible fracaso. Está dispuesto a dar la vida por sus principios, siempre y cuando sirva para alcanzar la libertad a que aspira. No tengo la menor idea de si sabe qué clase de país producirían esos principios. Dudo que se haya planteado el futuro a tan largo plazo.

—¿Y los protestantes? —preguntó Pitt.

—Fergal Moynihan —respondió Greville—. Igual de extremista que McGinley. Su padre era un pastor protestante que pronunciaba exaltados sermones sobre el pecado y el fuego eterno, y Fergal heredó su convicción de que el catolicismo es obra del diablo y los sacerdotes son todos sanguijuelas y libertinos, si no auténticos caníbales.

—Otro Murphy —comentó Pitt con tono cáustico.

—De la misma cuerda —confirmó Greville—. Un tanto más sutil, al menos en apariencia, pero en el fondo igual de sañudo y cerril.

—¿Irá solo? —preguntó Pitt.

—No, lo acompañará su hermana, la señorita Kezia Moynihan.

—Es, supongo, de sus mismas creencias.

—Poco más o menos —afirmó Greville—. No la conozco personalmente, pero sé de fuentes fidedignas que, a su manera, es una persona muy capacitada para la política. De haber nacido hombre, habría servido a los suyos con gran eficacia. Dado su sexo, es una lástima que no haya contraído matrimonio, porque podría ser el cerebro gris tras un hombre de provecho. Pero está muy unida a su hermano y quizá ejerza una influencia positiva en él.

—Esperemos —dijo Cornwallis, pero su voz delataba escasa convicción y su rostro de pronunciadas facciones reflejaba poco entusiasmo. Era un hombre de estatura media, delgado pero de hombros anchos y rectos. Su prematura y completa calvicie armonizaba de manera tan natural con sus rasgos que uno se sorprendía al advertirla.

Greville no contestó.

—El último representante es Carson O’Day —concluyó—. Pertenece a una distinguida familia de hacendados protestantes y probablemente sea el más liberal y moderado de todos ellos. Si Padraig Doyle y O’Day llegan a un acuerdo, tal vez sea posible persuadir a los otros de que como mínimo escuchen.

—En total, cuatro hombres y dos mujeres, aparte de usted y su esposa y los señores Radley —dijo Pitt pensativamente.

—Y también usted y su esposa, señor Pitt —añadió Greville.

Naturalmente Charlotte debía asistir. No había la menor duda al respecto. Aun así, una súbita inquietud asaltó a Pitt al vislumbrar los peligros, o el absoluto caos, en que podía llegar a meterse Charlotte. Pensando en las complicaciones que posiblemente crearía su esposa con la colaboración de Emily, una palabra de protesta se formó en sus labios.

—Y los respectivos criados, claro está —prosiguió Greville inexorablemente, pasando por alto la expresión de Pitt—. Supongo que cada asistente traerá al menos un criado doméstico… probablemente más… y un cochero, mozo de cuadra o lacayo.

A ojos de Pitt, aquello adquiría por momentos proporciones de pesadilla.

—¡Eso es casi un regimiento! —exclamó—. Tendrá que organizar el traslado en tren de todos ellos y enviar el coche del señor Radley a recogerlos a la estación. A lo sumo, podemos vigilar o proteger un ayuda de cámara por cada hombre y una doncella por cada mujer.

Greville vaciló, pero el razonamiento de Pitt era de una lógica aplastante.

—Muy bien —accedió—. Me encargaré de que así sea. Pero usted acudirá, comisario, y acompañado por su propio «ayuda de cámara».

Sobraban los titubeos. Pitt no tenía alternativa.

—Sí, señor Greville. Pero si quiere que mi presencia le sirva de algo, debe seguir mis consejos en lo referente a su seguridad.

No sin cierta reticencia, Greville sonrió.

—Siempre y cuando me permitan cumplir con mi deber, señor Pitt. Podría quedarme en casa con un agente de guardia ante la entrada y no correr el menor peligro, pero de ese modo no conseguiría lo que me propongo. Yo sopesaré los riesgos y las posibles ventajas y obraré en consecuencia.

—Señor, ha mencionado antes que sufrió un atentado —se apresuró a decir Pitt al ver que Greville hacía ademán de levantarse—. ¿Qué ocurrió?

—Viajaba en coche desde mi casa hasta la estación de ferrocarril —explicó Greville, procurando mantener un tono de voz desapasionado, como si hablase de un asunto meramente anecdótico—. En el primer trecho, el camino cruza una zona de campo abierto, atraviesa luego un par de millas de bosque y seguidamente una distancia similar de tierras de labranza hasta llegar al pueblo. Cuando pasaba por el tramo de camino bordeado de árboles, de pronto salió de una travesía otro carruaje mucho más pesado y se acercó por detrás casi al galope. Ordené al cochero que acelerase hasta llegar a algún punto donde pudiésemos salir sin peligro del camino para cederle el paso. Pero enseguida vimos claramente que el conductor del otro coche no tenía intención de aminorar la marcha, y menos aún de quedarse detrás.

Pitt notó que Greville adoptaba una postura cada vez más rígida a medida que revivía el suceso. Pese a sus esfuerzos por conservar la calma, sus hombros estaban tensos y su mano no reposaba ya relajadamente en la rodilla. Pitt recordó el cadáver de Denbigh en el callejón y supo que el temor de Greville era más que justificado.

—Mi cochero —continuó Greville— se arrimó al lado izquierdo del camino, no sin cierto riesgo, ya que las recientes lluvias habían dejado profundos surcos, y tiró de las riendas para reducir el paso. Así y todo, el otro vehículo siguió avanzando a gran velocidad, y el conductor, en lugar de girar para esquivarnos, guió el carruaje adrede hacia nosotros para golpearnos de costado. Casi nos hizo volcar. Se nos rompió una rueda, y uno de los caballos resultó herido, afortunadamente no de gravedad. Unos minutos después pasó un vecino y me llevó al pueblo, y una vez allí envié ayuda al cochero, que se había quedado atendiendo al caballo herido. —Tragó saliva con dificultad, como si tuviese la boca seca—. Si no hubiese pasado nadie más por allí en aquel preciso momento, no sé qué habría ocurrido. El otro coche se limitó a seguir adelante, aumentando de nuevo la velocidad hasta desaparecer.

—¿Descubrió quién iba en ese carruaje? —preguntó Pitt.

—No —contestó Greville con visible desánimo y el entrecejo fruncido—. Hice indagaciones, claro está, pero nadie más vio el vehículo ni a sus ocupantes. No llegaron al pueblo. Seguramente abandonaron el camino y se adentraron otra vez en el bosque. Vi la cara del conductor cuando nos rebasó. Se volvió hacia mí. Tenía perfectamente controlados a sus animales. Trató de sacarnos del camino. No me será fácil olvidar su mirada.

—¿Y nadie más vio el carruaje antes o después? ¿Nadie pudo ayudar a identificarlo? —insistió Pitt, aunque no albergaba la menor esperanza. Pretendía sólo demostrar a Greville que tomaba en serio su problema—. ¿No fue alquilado en algún establo de la zona, o quizá robado en alguna granja o finca vecina?

—No —respondió Greville—. No conseguimos averiguar nada útil. Feriantes y buhoneros circulan continuamente por los caminos. Un carruaje sin escudo de armas no se diferencia apenas de cualquier otro.

—¿No suelen viajar en carromato los feriantes y buhoneros? —apuntó Pitt.

—Sí, supongo —convino Greville.

—¿Usted sin embargo habla de un carruaje, cerrado, con el conductor en el pescante?

—Sí… sí, en efecto.

—¿Viajaba alguien dentro? —preguntó Pitt.

—Yo no vi a nadie.

—¿Y los caballos iban al galope?

—Sí.

—¿Eran, pues, buenos caballos y estaban frescos?

—Sí —dijo Greville con la mirada fija en el rostro de Pitt—. Veo a qué se refiere. Esos animales no venían de lejos. Deberíamos haber ahondado más en el asunto. Quizá habríamos descubierto de quién eran y quién los tenía en ese momento o los reservaba para la ocasión. —Apretó los labios—. Ahora ya es demasiado tarde. Pero si vuelve a suceder algo parecido, quedará en sus manos, comisario. —Se puso en pie—. Gracias, subjefe. También le estoy muy agradecido. Soy consciente de que he acudido a usted sin previo aviso, y sin embargo me ha atendido a mi entera satisfacción.

Pitt y Cornwallis se levantaron y observaron a Greville, que inclinó la cabeza, se dirigió hacia la puerta con la espalda erguida y salió.

Cornwallis se volvió hacia Pitt.

—Lo lamento —se disculpó sin dar tiempo a Pitt a pronunciar palabra—. Yo mismo he recibido la noticia esta misma mañana. Y siento también que deba delegar el caso Denbigh, pero no hay más remedio. Obviamente es usted la única persona apta para ir a Ashworth Hall.

—Podría dejar el caso en manos de Tellman —se apresuró a decir Pitt— y llevar a otro hombre como «ayuda de cámara». ¡Será difícil dar con alguien menos indicado para semejante trabajo!

Un amago de sonrisa apareció en el rostro de Cornwallis.

—Sería difícil encontrar a alguien a quien le desagradase más la misión —corrigió—. Pero la llevará a cabo a la perfección. Necesitará allí a su mejor hombre, alguien a quien conoce bien y es capaz de pensar por su cuenta en una situación nueva, adaptarse, actuar sin vacilación si se produce otro atentado contra la vida de Greville. Deje a Byrne al frente de la comisaría. Es un hombre, digno de confianza; lo mantendrá todo bajo control.

—Pero… —empezó a decir Pitt.

—No hay tiempo para traer a otra persona —atajó Cornwallis con severidad—. Han actuado de este modo por razones políticas. La Cuestión Irlandesa se encuentra en un punto sumamente delicado. —Miró a Pitt con fijeza para comprobar si se daba cuenta de la magnitud del problema. Debió de concluir que no lo comprendía plenamente, porque tras un breve titubeo añadió—: Como usted sabe, Charles Stewart Parnell es el líder más influyente y unificador que ha tenido Irlanda desde hace muchos años. Se ha ganado el respeto de casi todas las facciones. En opinión de la mayoría, si se logra una paz duradera, él será el único hombre que toda Irlanda acepte como líder.

Pitt movió lentamente la cabeza en un gesto de asentimiento. Adivinaba ya qué iba a decir Cornwallis, a la vez que una reciente noticia acudía a su memoria.

El rostro de Cornwallis delataba nerviosismo y cierta incomodidad. No le gustaba hablar de cuestiones morales de carácter personal. Era un hombre muy reservado, incapaz de relajarse en presencia de mujeres porque los largos años de navegación lo habían privado de su compañía. Sentía un respeto por ellas que no todas merecían, ya que las consideraba más nobles e inocentes de lo que eran y les atribuía mucha menos influencia de la que en realidad poseían. Al igual que muchos hombres de su edad y posición, creía que las mujeres eran frágiles desde el punto de vista emocional y carecían de los apetitos que enardecían y a veces degradaban a los hombres.

Pitt sonrió y, saliendo en ayuda de Cornwallis, dijo:

—El caso de divorcio Parnell-O’Shea. Supongo que acabará llegando a los tribunales. A eso se refiere, ¿no?

—Sí, en efecto —contestó Cornwallis con visible alivio—. Es un asunto francamente desagradable, pero por lo visto están dispuestos a seguir adelante.

—En particular el capitán O’Shea, supongo —precisó Pitt.

El capitán O’Shea no era un personaje que despertase grandes simpatías. Según la versión más o menos pública de lo ocurrido, había consentido el adulterio de su esposa con Parnell —de hecho, lo había fomentado— pensando en obtener algún beneficio. Más tarde, cuando Katie O’Shea lo abandonó definitivamente por Parnell, el capitán O’Shea entabló una demanda de divorcio para provocar un escándalo. La vista de la causa se celebraría en breve, y era difícil prever qué repercusión tendría en la carrera parlamentaria y política de Parnell.

Igualmente incierta era la reacción de sus partidarios irlandeses. Parnell pertenecía a una familia de hacendados protestantes anglo-irlandeses. La señora O’Shea había nacido y se había educado en Inglaterra, en el seno de una refinada familia. Su madre había escrito y publicado varias novelas. También ella era protestante. En cambio el capitán William O’Shea, pese a su aspecto y acento ingleses, era de ascendencia irlandesa y católico, aunque no ejercía como tal. Las probabilidades de ira, traición y venganza eran infinitas. Confluían todos los ingredientes necesarios para la gestación de una leyenda.

El tema violentaba a Cornwallis. No podía pasarlo por alto, pero contenía aspectos de debilidad personal y pudor que, a su juicio, deberían haberse mantenido por decencia en la intimidad. Si un hombre obraba incorrectamente en su vida privada, podía ser condenado al ostracismo por sus iguales; uno estaba autorizado incluso a actuar como si no lo conociese cuando se lo cruzaba por la calle. Podía exigírsele que abandonase los clubes a que pertenecía, y si poseía un mínimo de decoro renunciaría él mismo de antemano para no llegar a ese punto. Pero no debía exhibir su flaqueza en público.

—¿Afecta el caso O’Shea de algún modo a la reunión de Ashworth Hall? —preguntó Pitt para volver al tema que les atañía.

—Por supuesto —repuso Cornwallis con un ceñudo semblante de concentración—. Si se denigra a Parnell públicamente y salen a la luz detalles de su amorío con la señora O’Shea que le granjeen la antipatía de la gente, presentándolo como el hombre que abusó de la hospitalidad de su anfitrión y no como el héroe enamorado de una mujer infeliz y maltratada, el liderazgo del único partido irlandés viable quedará a merced de la ambición de cualquiera. Por lo que Greville me ha contado, tanto Moynihan como O’Day estarían dispuestos a sucederlo en el puesto. O’Day al menos es leal a Parnell, pero Moynihan es mucho más intransigente.

—¿Y los nacionalistas católicos? —Pitt estaba desconcertado—. ¿No es Parnell también nacionalista?

—Sí, claro está. Sólo un nacionalista sería aceptado como líder por una mayoría de los irlandeses. Aun así, es protestante. Los católicos son partidarios del nacionalismo, pero desde un punto de vista distinto, más próximo a Roma. En eso radica en buena parte el problema: la dependencia de Roma; la libertad religiosa; viejas rivalidades que se remontan a los tiempos de Guillermo III de Orange y la batalla del Boyne, y Dios sabe qué más; leyes agrarias injustas; la gran hambre y la emigración en masa. Para serle sincero, a veces pienso que el conflicto se reduce en gran medida a pasadas rencillas. Según Greville, otro de los puntos en litigio es la exigencia católica de crear, a cargo de las arcas del Estado, un sistema de enseñanza aparte para los niños católicos. He de admitir que no alcanzo a entenderlo. Soy consciente sin embargo de que la amenaza de violencia es real. Por desgracia, la historia confirma sobradamente esa posibilidad.

Pitt volvió a pensar en Denbigh. Preferiría con mucho quedarse en Londres para averiguar quién lo había asesinado a ir a Ashworth Hall para garantizar la seguridad de un grupo de políticos.

Cornwallis le adivinó el pensamiento y esbozó una irónica sonrisa.

—Quizá no haya más atentados —dijo con sarcasmo—. Imagino que los representantes corre

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