Exhortación a los cocodrilos

António Lobo Antunes

Fragmento

1

Había soñado con mi abuela y al llegar a la ventana antes de amanecer, sorteando los muebles sin tocar el suelo como si aún durmiese

(el cuerpo era la sombra de mi cuerpo moviéndose sin peso en las zapatillas porque el cuerpo verdadero permanecía en la cama, en esta cama o en Coimbra hace muchos años, cerca de los sauces altos, la yo grande observando a la yo pequeña o la yo pequeña observando a la yo grande, no lo sé)

al llegar a la ventana el cartel luminoso de la confitería de la plaza al que le faltaba una letra, mitad sumergido en mi sueño y mitad fuera, pálido contra el cielo pálido y las ramas de los árboles, parpadeaba sobre el toldo las palabras pistolas morteros, reparó en mí, notó que se había equivocado, se avergonzó, enrojeció, pasó muy deprisa a los pasteles caseros, y en esto recuperé el olor a aguardiente que pertenecía a mi sueño

no exactamente un sueño sino las cosas tal como eran en Coimbra, el restaurante de mi familia en la planta baja, las habitaciones en el piso de arriba, mi abuela

Mamã Alicia

que no hablaba portugués, hablaba gallego y que después de la muerte de mi abuelo administraba el negocio y la casa: como no podía moverse, debido al reúma, dos criadas la lavaban, la vestían, le mojaban el pelo en un barreño con aguardiente para hacerle la trenza, la sentaban en la silla en lo alto de la escalera desde donde fijaba el menú del día, resolvía las diferencias, reñía a sus hijos, comprobaba las cuentas por la noche en un cuaderno de colegio, mi abuela, autoritaria e inválida, que me decía con el dedo aterrador

–Mimi

ahuyentando a nietos y gatos, me acuerdo del cacareo de las gallinas en el patio mezclado con el cacareo de los sauces, gallinas y sauces que picoteaban la piedra caliza con gestos lánguidos, yo que me acercaba con miedo y la esperanza de que los escalones no se acabasen nunca, pensando

–Va a pegarme 

el anuncio se apagó de repente, se hizo de día, dentro de poco levantarían las contraventanas del joyero, dentro de poco mi marido se despertaría

–Qué estás haciendo, ven aquí

el movimiento bajo las mantas de un animal confuso que se agita, reacciona, se transforma despacito en piernas, brazos, fragmentos que se unen hasta componer un hombre 

(cuando el Tajo se calma la luna junta en el agua los pedazos dispersos)

mi abuela, en vez de pegarme, ordenó a las criadas que cerrasen la puerta, me envolvió en el aroma de aguardiente, aguzó el oído hacia uno y otro lado, las gallinas y los sauces se callaron, respetuosos, así como el mundo se callaba a una orden suya, susurró

–No se lo digas a nadie, voy a contarte un secreto

lo sabía todo, leía revistas en español, conocía las estrellas

Aldebarán

aconsejaba en testamentos y partos, despedía a cocineras, predecía los relámpagos, juraba que en Galicia llueve todo el tiempo y nacen rosas del mar, siempre vestida de blanco como una novia antigua desde que murió mi abuelo, exigió que pusieran las flores de azahar de la boda dentro de un fanal empañado, apoyaba el fanal en el regazo y nadie se atrevía a hablar, las bandejas se deslizaban sin ruido, mi tío enfermo de los pulmones apagaba la radio, mi padre encaramado en la caja registradora se ajustaba de inmediato la corbata

Aldebarán

un secreto de quien conoce las estrellas y gobierna el mundo, yo sorteaba de nuevo los muebles sin tocar el suelo y me tumbaba en la cama, el animal confuso refunfuñó en la almohada, pistolas morteros, el avión del ministro, el automóvil en el arcén de la carretera, el socio de mi marido, con la cabeza partida por la mitad, se escurría hacia el suelo, personas que entraban, salían, se demoraban en el garaje, jirones de frases que flotaban al azar, un mentón que apuntaba hacia mí, yo me acercaba por el pasillo con el cesto de costura, la manga de mi marido, como un pájaro, sacudiendo temores

–Hable a gusto, señor obispo, que ella no oye, es sorda

Aldebarán, Galicia donde llueve todo el tiempo, rosas que nacen del mar, le compré un teléfono especial con una lucecita que se enciende, si el señor obispo cogiese el auricular no se daría cuenta de nada, gritos y más gritos, todo zumbidos, cuénteme de nuevo esa historia del cura comunista, yo sin cambiar de expresión con mi sonrisa de sorda, mi abuela encaramada en su trono combinó gaseosa, café y azúcar con malabares misteriosos, se detuvo por la sospecha de un pariente indiscreto, una criada a la que sus hijos sobornaron en la despensa, no olvidé el aroma a aguardiente de la trenza

Mamã Alicia

me despierto con él en mis sueños, lo encuentro en la almohada, en las sábanas, en los árboles de la plaza

lo juro

–No le cuentes a nadie que te he explicado la fórmula de la Coca-Cola

la ventaja de los norteamericanos, lo que los hacía ganar guerras y los volvía ricos, yo riquísima

–Vas a ser riquísima, Mimi, te casarás con un conde

dueña de Nueva York, de todos los cines de Galicia y Portugal, de veinte edificios en Coimbra, de la Ford, mi abuela y yo conspiradoras, solemnes, con los estores bajados, probando un sorbito estremecidas por el dinero futuro, cestos de ropa sucia en los que asomaban billetes, cajones cargados de monedas, jardinero, mayordomo, cuando meses después la llevaron, escuchimizada, respirando por un hilo del pecho, a morir al hospital

el automóvil en el arcén y el socio de mi marido que, con la cabeza partida por la mitad, se escurría hacia el suelo

ordenó a los enfermeros que detuvieran la camilla para advertirme, inquieta porque la familia o los norteamericanos sospechasen y hombres con ametralladora fuesen a mi encuentro al salir del colegio, mi abuela como si cada palabra fuese un cubo de piedras que la lengua transportaba boca arriba

–No le cuentes a nadie

no le he contado a nadie, abuela, no tengo cines, no soy rica, no me casé con un conde

–Le he comprado un teléfono especial con una lucecita que se enciende, hable a gusto, señor obispo, que ella no oye, es sorda

me acuerdo de la trenza que oscilaba desde la camilla en las escaleras, del aroma a aguardiente que embalsamaba la casa, de la ambulancia traqueteando en el callejón, el aroma a aguardiente era el perfume de los santos, el humo del incienso, el rastro de azucenas, me acuerdo del miedo a que las enfermeras o los médicos cogiesen una tijera y le cortasen la trenza, aún existirá Galicia, la lluvia todo el tiempo, la niebla sobre las olas, las palomas famélicas, las rosas que nacen del mar, mi marido

Cuando salíamos juntos me vino con la historia de hacerse millonaria porque sabía la fórmula de la Coca-Cola, los sordos son extraños, diferentes de uno, viven en otro planeta

Aldebarán

haga como yo, no le haga caso, no se preocupe por ella, ya encontraremos la manera de resolver el asunto del cura, déme unos días, déjeme conversar con los chavales

mi marido no era conde, abuela, no me casé con un conde, me esperaba a la salida del Instituto, vestido con ropa cara, la medallita de su signo colgada al cuello, el encendedor en un estuche de satén, restaurantes donde los pollos y los sauces no entraban

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