Tocarnos la cara

Belén Gopegui

Fragmento

1

Ésta es la historia de un esfuerzo y una desbandada, pero hay Ialgo que no consigo entender. Es como ver un avión parado en el cielo. O como aquel Palacio de los Deportes cuya cubierta de hierro se desplomó. Ocurrió hace varios años, en una ciudad de provincias. A las cuatro de la madrugada cedió uno de los cables de acero que la sostenía y la cubierta cayó sobre las gradas. Sé que fue así pero, si trato de imaginarlo, veo la cubierta suspendida en el aire. El cable de acero que la sostiene ha cedido, la cubierta va a desplomarse, la cubierta tiene que desplomarse y sin embargo sigue ahí, en el cielo, porque algo que no encaja me impide imaginar el segundo siguiente: no alcanzo a oír el estrépito, no concibo el amasijo de hierros puntiagudos del que todos han hablado sino que, si cierro los ojos, sólo veo la cubierta, y me doy cuenta de que los cables se han roto pero, cómo explicarlo, el poderío de ese techo privado de sujeción me paraliza.

Por eso escribo, supongo, para que la escena pueda seguir adelante, para que la historia pueda desplomarse en mi cabeza como ya lo hizo en la realidad. Simón Cátero lo vio. Ana Hojeda, Íñigo Martínez y Óscar Azores lo vieron. De alguna manera yo también lo vi. Sin embargo, ahí están esos dos dibujos del pasatiempo: parecen iguales hasta que nos damos cuenta de que un perro tiene el collar coloreado de negro y el otro no. Luego, cuando nos damos cuenta, se vuelve casi imposible mirar el dibujo y no fijarse en el collar.

2

Aquel mes de enero, la nieve nos sorprendió en Madrid quedándose tendida sobre el gris sucio de las aceras. Durante cuatro días el frío dejó de ser esa corteza sajada por el humo de los tubos de escape y un resplandor azul modificó los rostros, los andares, la caída lenta del polvo de las alfombras desde algunos balcones. Al término del cuarto, Ana Hojeda recibió una llamada. Luego me contaría que había colgado el auricular como si, en vez de aquel asunto de facturas y borracheras, Íñigo hubiera introducido en su ático olor de lilas mojadas.

Facturas y borracheras, siempre hay un principio en las historias. Lo difícil es reconocerlo. Facturas y borracheras eran importantes porque se vinculaban al nombre de Simón Cátero. Hay, sin embargo, un día en el que todo da comienzo. No me refiero a las presentaciones, ni a los cuerpos, sino a ese momento a partir del cual algunas personas empiezan a contar en nuestra vida. Entonces surge el esfuerzo, entonces advertimos que sus sueños —esos que, como una cubierta, de repente se desploman— en alguna medida nos pertenecen.

Ana quedó en ver a Íñigo por la mañana. Al parecer, cuando él llamó, ella estaba desnudándose para bañarse; después tenía una cena con dos franceses consejeros de una fundación cultural adscrita al mismo banco que la suya. Colgó; tuvo, imagino, que añadir agua caliente a la bañera.

Una metamorfosis de espuma, anchas toallas, dos o tres gotas de perfume, un vestido distinto, una raya en los ojos, ¿para qué? Ana se hacía a menudo esa pregunta. Los antiguos pendientes que semejaban una escultura de plata se le antojaron obscenos; «¿para quién», me dijo, ese destello sobre la carne anaranjada de los lóbulos, tan desnuda cuando se recogía el pelo hacia atrás? Sujetó un espejo pequeño frente al espejo de la pared. Ahí estaba su cuello, el mismo, no pudo evitar pensar, que Simón había tenido bajo los labios una sola tarde. ¿Pero era el mismo exactamente? Las células se van, la piel de treinta y tres años, más besada, rozada, que ha pasado más calor y más frío, más placer y más miedo, no es la piel de treinta y dos. Tampoco la relación de su cuello con la boca de Simón era la misma, aunque no había desaparecido. Ana tenía la teoría de que las relaciones nunca desaparecen sino que se suceden en el tiempo, a la admiración puede seguir la beligerancia y más tarde el afecto, son como prendas o mantas superpuestas, la una encima de la otra, la una sepultando a la otra, sólo que cierta partícula de recíproca fiebre perdura casi paralizada, casi idéntica, es, diríase, aquel guisante que la princesa del cuento percibía debajo de los siete colchones, dando con ello prueba de su ascendencia real. Y también existen, decía, en el mundo de las relaciones almas princesas, seres que reconocen debajo de las vidas una potencia intacta, una brutal cercanía, una fraternidad rayana en el incesto. Ahí reside la amenaza que los celosos sienten ante la presencia de un antiguo amante; ahí, la luminosidad de unos años descreídos, oscuros, por cuyas noches idénticas circulan, sin embargo, verdes guisantes como focos, como piedras de luz.

Dobló un pañuelo de seda, se arregló la chaqueta cruzada de mujer elegante. Dos pasos hacia atrás, mirada de perfil. Sí, estaba preparada. Cogió las llaves del coche y bajó lentamente por las escaleras. Para qué, para quién esas conversaciones, para qué la cortesía y la elegancia, y el fulgor de unas pupilas atravesando el humo, para quién. Puede que hiciera brotar chorros de agua sobre el cristal, que oscilaran los limpiaparabrisas. Para quién su actuación en la noche, una mano desnuda, un cigarrillo. Me gusta imaginar que conducía despacio, que posaba con cuidado el zapato de mucho tacón sobre el embrague, apretaba decidida y luego se dejaba llevar en una sola marcha todo el tiempo, los semáforos en verde la saludaban, coche nuevo que se desliza sobre las olas como un caparazón, como una concha brillante, tornasolada, entonces frenó junto al toldo blanco plantado en la acera, y un hombre uniformado le abrió la puerta y se marchó alisando con las ruedas la grava del jardín.

«El restaurante —me dijo— parecía una pista de baile en donde hubieran instalado sillas y mesas blancas; los cristales de las copas clavaban en el barniz de la madera esquirlas de luz.» Cuando los franceses la vieron se levantaron. Atentamente ella escuchaba o contaba historias o se llevaba la copa a los labios entre risas. ¿Para quién? Para unos ojos que la miraban. Durante el segundo plato se fundieron los plomos. Velas en candelabros, un tono distendido, murmurador. Echó hacia atrás la cabeza y luego la inclinó hacia un hombro francés que la llamaba, hacia una solapa negra y un cabello gris. Y la solapa asintió, y unos ojos franceses la miraron con deseo. Las dos lámparas de araña se encendieron al tiempo y también las luces de los rincones. Siguió la cena con esa mano que ahora rozaba la suya al acercarse para coger el pan.

Sé que, cuando terminaron, sólo uno de los franceses se fue; el otro entraba con ella en el aparcamiento, le pedía que subiera a su coche alquilado. Viajar, un parador en la noche, una habitación en medio de las montañas, para qué. Ana rehusó con una sonrisa de disculpa. Todavía conversaron diez o quince minutos antes de marcharse en coches distintos.

3

Al día siguiente Ana asistió distraída al intercambio de saludos con Íñigo. «Miraba —me dijo— el chaquetón de lana y la boina que él había colocado sobre una carpeta». Se daba cuenta de que, durante los meses en que no se habían visto, él había sobrevivido en su pensamiento como el velludo muchacho de espalda sin embargo lisa, perfecta, como ese actor elástico de cuerpo pequeño y malla negra que en las clases la fascinaba. En cambio, apenas si había evocado su aspecto diurno de estudiante perpetuo, ni los colores claros con que Íñigo se vestía como si quisiera facilitarle el trabajo a la luz. En aquel café, entre tantos tipos de abrigo negro, entre tantas blusas oscuras, los cuadros azul celeste, blanco y siena de su camisa brillaban, sostenían el sol que entraba por los cristales ese mediodía de domingo para hundirse en cazadoras negras como la de Ana, en el humo, en

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos