La felicidad del lobo

Paolo Cognetti

Fragmento

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1

UN PEQUEÑO RESTAURANTE

Fausto tenía cuarenta años cuando se refugió en Fontana Fredda, buscando un lugar donde empezar de nuevo. Conocía aquellas montañas desde que era niño, y su infelicidad cuando se hallaba lejos de ellas había sido una de las causas, o quizá la causa, de los problemas con la mujer que había estado a punto de convertirse en su esposa. Después de la separación alquiló un apartamento en la zona y pasó septiembre, octubre y noviembre recorriendo los sende­ros, recogiendo leña en los bosques y cenando frente a la es­tufa, saboreando la sal de la libertad y masticando la amargura de la soledad. Escribía, también, o por lo menos lo intentaba: a lo largo del otoño vio bajar el ganado de los pastos, las alzadas, amarillear y caer las agujas de los alerces, hasta que con las primeras nieves, pese a que había reducido al máximo sus necesidades, se le terminó también el dinero que había ahorrado. El invierno le presentaba la cuenta de un año difícil. Podía encontrar trabajo en Milán, pero eso supondría ir a la ciudad, pegarse al teléfo­no,resolver con su ex los temas que habían dejado pendientes. Entonces, una noche, cuando ya se había hecho a la idea de marcharse, contó lo que le pasaba delante de un vaso de vino en el único local que había en Fontana Fredda.

Al otro lado de la barra, Babette lo comprendió perfectamente. Ella también había llegado de la ciudad, conservaba el acento y cierta elegancia, pero a saber en qué época y debido a qué circunstancias. En un momento dado había montado un restaurante en un local cuyos únicos clientes, en primavera y en otoño, eran albañiles y ganaderos, y al que bautizó como El Festín de Babette. Desde en­tonces todo el mundo la llamaba así, nadie recordaba su nombre de antes. Fausto trabó amistad con ella porque ha­bía leído a Karen Blixen e intuido un sobreen­tendido: la Babette del relato es una revolucionaria que, tras fracasar la Comuna de París, acaba siendo cocinera en una aldea de pescadores en Noruega. Esa otra Ba­bette no servía sopas de tortuga, pero tendía a adoptar a los huérfanos y a buscar soluciones prácticas a problemas vitales. Una vez que escuchó los suyos, le preguntó: ¿Sabes cocinar?

Así, en Navidad él seguía ahí, manipulando ollas y sartenes entre los vapores de la cocina. Había también una pista de esquí en Fontana Fredda, cada año se hablaba de cerrarla y cada invierno por algún motivo reabría. Con un cartel en el cruce y un poco de nieve artificial disparada en medio de los prados, atraía a familias enteras de esquiadores y durante tres meses al año convertía a los montañeses en operarios de los remontes, en encargados de nieve ar­tificial, en conductores de máquinas pisanieves o en rescatadores, toda una transformación colectiva de la que él ahora también formaba parte. La otra cocinera era una veterana que en pocos días le enseñó a quitar la grasa a kilos de salchichas, a cortar la cocción de la pasta con agua fría, a alargar el aceite en la freidora, y que dar vueltas a la polenta durante horas era un esfuerzo inútil, solo había que dejarla a fuego lento y se hacía sola.

A Fausto le gustaba estar en la cocina, pero otra cosa empezó a llamarle la atención. Había una ventanilla por la que pasaba los platos al salón y por la que observaba a Silvia, la nueva camarera, retirar los pedidos y servir las mesas. De dónde la habría sacado Babette. No era la clase de chica que uno se esperaba encontrar entre los montañeses: joven, alegre, pinta de aventurera, que sirviera polenta y salchichas parecía otra señal de los tiempos, como las floraciones fuera de temporada, o como los lobos que se decía que habían regresado a los bosques. Entre el día de Navidad y el de Reyes trabajaron sin descanso, doce horas al día siete días a la semana, y así se cortejaron, ella pegándole notas en la pizarra de corcho, él tocando la campanilla cuando los platos estaban listos. Se tomaban el pelo. Dos pastas con mantequilla del chef, decía ella. La pasta con mantequilla está fuera del menú, decía él. Los platos y los esquiadores iban y venían a tal velocidad que Fausto no había terminado de rascar las ollas cuando reparaba en que fuera había oscurecido. Entonces paraba un momento y pensaba en las montañas: se preguntaba si en la cumbre había soplado viento o nevado y cómo sería la luz en las grandes mesetas soleadas por encima de la altura de los bosques, y si los lagos se parecerían en ese momento a témpanos de hielo o a blandas cuencas nevadas. A 1.800 metros había un extraño principio de invierno en el que llovía y nevaba, y por la mañana la lluvia derretía la nevisca de la noche.

Y una noche, pasadas las fiestas, con los suelos húmedos y los platos secos y ordenados, se quitó el mandil de cocinero y fue al salón para tomar algo. A esa hora el bar se regía por una tranquila y pacífica autogestión. Babette ponía música, dejaba una botella de grapa en el mostrador y los operarios de las pisanieves entraban a pasar un rato cuando terminaban de nivelar los agujeros y los montículos que habían hecho los esquiadores en alguna pista, de subir la nieve caída, de fresarla ahí donde se había helado para que quedara de nuevo granulosa, arriba y abajo en sus orugas durante las largas horas de oscuridad. Silvia tenía un cuartito encima de la cocina: desde el bar, Fausto la vio con una toalla envuelta en la cabeza, arrastrar una silla hasta la estufa y sentarse con un libro. Lo impresionó pensar que acabase de salir de la ducha.

Mientras tanto, escuchaba lo que decía el operario al que llamaban Santorso, como el santo y la destilería. Santorso hablaba de la caza de los gallos lira y de la nieve. De la nieve que ese año tardaba en llegar, de la nieve tan valiosa para proteger del hielo las madrigueras, de los problemas que daba a las perdices y a los urogallos un invierno sin nieve, y a Fausto le gustaba aprender todas esas cosas que ignoraba, pero a la vez estaba muy pendiente de no perder de vista a su camarera. De repente Silvia se quitó la toalla de la cabeza y empezó a peinarse con los dedos, pegada a la estu­fa. Tenía el pelo negro, largo y lacio como el de una mujer asiática, y había mucha intimidad en la manera en que se lo peinaba. Hasta que se sintió observada, levantó los ojos del libro y, con los dedos en el pelo, le sonrió. A Fausto la grapa le quemó la garganta como a un chico que bebe por pri­mera vez. Poco después los operarios de las quitanieves volvieron al trabajo y Babette se despidió de ellos dos, les pidió que se acordaran de meter en el horno los cruasanes por la mañana temprano, sacó las bolsas de basura y se marchó. Le gustaba poder dejar ahí las llaves, los licores y la música, y que su restaurante facilitase la amistad incluso en su ausencia, que fuese una especie de Comuna de París entre los hielos de Noruega.

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2

LOS AMANTES

Esa noche ella fue quien lo hizo subir; si hubiese sido por él, el deshielo habría empezado antes. En el cuartito de Silvia solo había el calor que subía de la cocina, así que el ritual de desnudarse tuvo que ser un poco rápido, aunque para Fausto meterse desnudo en una cama con una chica tan desnuda como él y temblorosa tuvo algo de conmovedor y maravilloso. Había estado diez años con la misma mujer, y seis meses en la insípida compañía de sí mismo. Explorar ese cuerpo fue como tener por fin un invitado: descubrió que era fuerte y sólido, que sus músculos eran robustos, la piel tersa y fibrosa; muy flaco y de poco pecho, que le sobresalían las costillas, las clavículas y los codos, y también los pómulos y los dientes, con los que chocó cuando el sexo de Silvia se volvió un poco violento. Ya no recordaba la paciencia que se requiere para comprender los gustos de otro y para que el otro comprenda los de uno. A cambio, él tenía las manos llenas de quemaduras, cortes, rozaduras, heridas que se había hecho con la maldita rebanadora, así que al final le pareció que de alguna manera le correspondía acariciándola con ellas.

Qué bien hueles, dijo. Es a estufa.

Tú hueles a grapa.

¿Te molesta?

No, me gusta. Grapa y resina. ¿Qué es?

Son las piñas que ponemos en la grapa.

¿Ponéis piñas en la grapa?

Sí, de pino cembro. Se recogen en julio.

Entonces, sabes a julio.

A Fausto le gustó esa idea, era su mes preferido. Los bosques frondosos y umbríos, el olor a heno en los campos, los torrentes gorgoteantes y, arriba, la última nieve, pasado el pedregal: le dio un beso de julio en aquella hermosa clavícula sobresaliente.

Me encantan tus huesos.

Qué bien. Los llevo desde hace veintisiete años.

¿Veintisiete? Han viajado mucho.

Un poco nos hemos movido, sí.

Veamos: dónde estaban tus huesos, digamos, cuando tenías diecinueve.

A los diecinueve estaba en Bolonia, estudiaba arte.

¿Eres artista?

No. Comprendía al menos eso. Que no era artista, quiero decir. Valía más para la juerga.

Eso es lógico en Bolonia. ¿Tienes hambre?

Un poco.

¿Quieres que traiga algo?

Sí, pero si no tardas, ya tengo frío.

Vuelvo enseguida.

Fausto fue a la cocina, buscó en las neveras, pasó por delante del ventanuco de la trastienda y desde ahí vio que los cañones lanzaban nieve por la pista. Cada cañón llevaba un faro que lo alumbraba, por eso la pendiente hacia Fontana Fredda estaba salpicada de esos fuegos artificiales, de esos chorros de agua nebulizada que se congelaban al contacto con el aire. Se acordó de Santorso, que en la oscuridad de la noche allanaba los montones de nieve artificial. Regresó al cuarto con pan, queso, paté de aceitunas, se metió debajo de las mantas y enseguida Silvia se acurrucó a su lado, tenía los pies helados.

Él dijo: Continuemos. Silvia a los veintidós años.

A los veintidós trabajaba en una librería.

¿En Bolonia?

No, en Trento. Tengo una amiga de ahí, Lilli. Después de Bolonia regresó a casa para abrir un local, a mí los libros me han gustado siempre y ya no quería saber nada de la universidad. Cuando me lo propuso, no me lo pensé dos veces.

Así que te hiciste librera.

Sí, el tiempo que duró. Pero fue bonito, ¿sabes? Así descubrí la montaña. Las Dolomitas de Brenta.

Fausto cortó una rebanada de pan, untó el paté de aceitunas y le añadió un trozo de queso fresco. Se preguntó cómo debía de ser descubrir la montaña. Acercó el pan a la boca de Silvia, pero no se lo dio.

Dime una cosa, ¿qué haces aquí, al pie del Monte Rosa?

Estoy buscando un refugio.

¿Tú también?

Me gustaría trabajar en un refugio en el glaciar. En el verano. ¿Conoces alguno?

Sí, alguno.

¿Me pasas el queso?

Fausto le tendió la rebanada de pan y queso, Silvia abrió la boca y le dio un bocado. Él aspiró sus cabellos.

Un refugio en el glaciar, dijo.

¿Crees que lo encontraré?

Por qué no. Se puede intentar.

¿Quieres dejar de olisquearme?

Sabes a enero.

Silvia se rio. ¿Y a qué sabe enero?

¿A qué sabía enero? A humo de estufa. A prados secos y helados a la espera de la nieve. Al cuerpo de una chica después de una larga soledad. Sabía a milagro.

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EL GUARDIA

A Santorso le gustaban las noches en las que bebía, pero también las mañanas que seguían a las noches en las que había bebido. Siempre que no hubiera bebido demasiado, no hasta el extremo de encontrarse mal, solo lo suficiente como para tener algo de resaca. Entonces le daba por levantarse pronto y por salir a caminar, y en esos paseos tenía los sentidos ofuscados y a la vez aguzados, como si en la opacidad general del mundo ciertos detalles se volviesen más vívidos. El primero fue el agua de la fuente: en cuanto salió se lavó la cara y bebió un trago gélido. Fontana Fredda tenía muchas fuentes, antaño todas ellas eran abrevaderos para el ganado, el agua brotaba en verano y en invierno a la misma temperatura, y llegaba hasta ahí de los glaciares por caminos misteriosos y subterráneos. Tanto las fuentes como el pueblo se hallaban en una amplia terraza que se cortaba de repente, descendía quinientos metros de pendiente boscosa, luego ascendía más suavemente en una sucesión de pastos estivales. Ahora las alzadas estaban silenciosas y desiertas, los estercoleros vacíos, las bañeras volcadas en los prados. Bajo el cielo gris y uniforme Santorso vio que en las zonas umbrías quedaba aún un manto de nieve, y en ese manto los pasos de la noche habían dejado sus huellas. Las huellas de una liebre entre los abetos, las de un zorro que fisgaba por los establos cerrados. Las pezuñas de los ciervos que desde el bosque se aventuraban hasta el camino asfaltado, adonde los atraía la sal esparcida por el hielo. Todavía no había ninguna señal de lobos. En otoño habían sido avistados en los dos valles de al lado, por lo que no iban a tardar en llegar, o a lo mejor ya habían llegado, pero estaban en guardia estudiando la situación. Ahí donde la nieve desaparecía las historias también se interrumpían, como las cosas que él solo sabía a medias. Había una regla de su padre que procuraba seguir siempre –nunca se debe volver del bosque con las manos vacías–, y esa mañana se llenó el bolsillo de su chaqueta de cazador con las bayas de enebro que recogió.

Era miércoles y en las pistas iba a haber muy pocos esquiadores. Fue al restaurante, pero Babette todavía no había llegado. Solo estaba el cocinero, mejor dicho, ese cocinero que no era cocinero, trabajando en el silencio de la cocina. No bien oyó la puerta, salió al bar y lo saludó.

¿Café?, preguntó.

Tú eres Fausto, dijo Santorso. Bueno, no, eres Faus.

¿Faus?

Falso cocinero.

El cocinero se rio, contento. Rellenó el filtro del café y apretó el mango, y dijo: Estupendo.

Creo que va a nevar, Faus.

Ya era hora.

Babette entró con el saco del pan y los periódicos. Los periódicos los dejó en el bar y el pan lo llevó a la cocina. Detrás de ella entró el viejo ganadero, que vivía en las casas de abajo. Era una buena hora, entre las ocho y las nueve, porque los esquiadores aún no habían llegado y al bar de Babette iban los conocidos de Fontana Fredda y hablaban de heno y de leche, de provisiones de leña, de la nieve de antaño, que llegaba a los balcones. Fausto se hizo tamb

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