El sonido de una canción afilada, que hasta la lengua le hace sangrar.
Tris tras,
ponte el disfraz.
Tris tras,
y nadie lo verá.
Tris tras,
me lo voy a llevar.
Tris tras,
y al girarte de nuevo.
Tris tras,
ya nunca lo verás.
Tris tras,
su piel mía será.
Tris tras,
y sus abrazos extrañarás.
Tris tras,
como sus días de chupete y cuna.
Tris tras,
porque para siempre lo perderás.
Tris tras,
adiós, papá y mamá.
Tris tras,
el lobo te hará gozar.
Tris tras,
y la lana blanca de tu cuerpo.
Tris tras,
de rojo sangre se teñirá.
Prólogo
Hace siglos que Marta no va al cine, no recuerda exactamente cuánto tiempo, pero sabe que han pasado muchos años, décadas incluso. La última vez que estuvo en una sala fue cuando estrenaron una película cuyo título ha olvidado, una de amor, con la actriz que siempre sale en las películas de ese director con gafas, el de Nueva York… Bueno, una que le gustó mucho, la verdad…
Desde que se casaron sus hijos y fueron naciendo sus nietos, anda todo el día de la ceca a la meca: recogerlos en los colegios, llevarlos a las guarderías y academias para las clases particulares, los constantes cumpleaños de los amiguitos de la clase, alguna visita que otra al pediatra y, por supuesto, también cubre las bajas y los imprevistos. Hoy, cómo no, se está haciendo cargo de Lucía, la más pequeña de sus nietos. También es la más bonita y vivaracha. Es simpatiquísima, no para de hablar, y ella se queda embobada cuando la mira con esos ojos enormes de color verde, enmarcados por unas larguísimas pestañas rizadas.
Su hija Martina está atravesando una etapa complicada. No se lo dice, pero ella sabe que es porque Nico, su marido, se pasa el día de viaje y juraría que no lo lleva nada bien.
Mientras tanto, ella y su nieta tienen plan de chicas. A Marta le hace mucha gracia que Lucía no pare de hablar de unos dibujos de unas muñecas medio hadas de las que no recuerda el nombre y resulta que unos días atrás, cuando iba al supermercado, vio en una marquesina el póster de la película. Así que, cuando su hija le contó el percal, miró si la ponían en los multicines que hay en el centro comercial situado entre su casa y la de Martina para llevar a la niña.
Como siempre, han llegado con el tiempo justo. Es cierto que en parte es por su culpa porque no sabe poner el navegador en el coche y acaba dando vueltas innecesarias, pero luego aparecen los imprevistos habituales, como el de hoy, cuando, justo al salir de casa, la niña ha dicho que necesitaba ir al baño, y la chica estaba con la aspiradora y no escuchaba el timbre, y Marta la ha llamado al móvil no sé cuántas veces hasta que ha conseguido que les abriera. Después se ha liado con las entradas que le mandó su hija al comprarlas por internet, no encontraba el correo y luego, encima, no se le cargaban. Así que, cuando finalmente logran sentarse en sus butacas, no se lo puede creer. Respira agitada por todo el trajín, pero la cara de alegría de Lucía compensa todos los inconvenientes.
La mujer abre su bolso y saca unas chucherías que ha comprado en la tienda que hay debajo de su casa, antes de coger el coche, por recomendación de su hija, que la ha avisado de que en el cine el precio es prohibitivo. Su nieta ni la mira: está tan absorta en la película que empieza que solo abre la palma de la mano, como acto reflejo, y la agarra cuando se la da.
Marta siente un escalofrío. Nada más entrar en la sala notó que hacía bastante frío. Pensó que sería por la sudada que llevaba encima. Se equivocaba: cuanto más se asienta en su sitio más destemplada se halla. Está congelada.
—¿Tienes frío, cariño? —pregunta a su nieta.
Lucía no responde, ya han salido sus muñecas favoritas y tiene los cinco sentidos puestos en la pantalla. La mujer estira el cuello para ver si es que tienen el aparato de aire acondicionado encendido; no ve ninguno, pero ella nota unas fuertes ráfagas de viento helado. Empieza a ponerse nerviosa; como la niña se le ponga mala se le va a caer el pelo, piensa. Por mucho que se entregue y esté pendiente de ella siempre hace algo mal, su hija se lo repite a la mínima de cambio. Para pedir no tiene ningún pudor, qué dice pedir, ¡exigir!, como tampoco para recalcarle cada vez que se sale del manual de la abuela perfecta que le impone. En su época las cosas eran de otra manera, así la crio a ella, ¡qué narices! Y no ha salido tan mal, vamos.
—Cariño, vamos a salir un momentito a pedir que suban un poco la temperatura del aire acondicionado, que, si no, nos vamos a poner malitas… —la niña sigue mirando a la pantalla sin reaccionar a lo que le dice—, que como nos pongamos malitas verás mamá…, se va a enfadar mucho y no nos va a dejar volver al cine…
Sus palabras no tienen ningún efecto en su nieta, que sonríe ante lo que ven sus ojos abiertos como platos. A Marta se le pasa una idea rápidamente por la cabeza, cualquier cosa con tal de no enfrentarse a una de las pataletas de la niña. Sabe que no debe consentirla, se lo dice siempre su hija, pero es incapaz. No tiene fuerzas para lidiar con una situación así ahora, intentar calmarla y explicarle las cosas. Está agotada. Se gira y mira a su alrededor. Solo están ellas en la sala. Le extraña, pero cae en que es lunes y han entrado a la sesión de las cuatro. Mira de nuevo a su nieta, quiere decirle que tiene que salir un segundo, pero piensa que le cuesta menos escabullirse un momento que el pollo que le va a montar si le insiste en que la acompañe.
—La abuela sale un momento a pedir que lo bajen, ¿vale?
La niña no dice nada, absorta como está en la pantalla.
—Salgo un momento, ¿vale? Ahora vuelvo, no te muevas. Espérame aquí. ¿Me has oído?
Lucía asiente con su perenne sonrisa iluminada por sus muñecas favoritas.
Marta se levanta con cuidado, agachada para no molestar a nadie, pero, cuando llega al pasillo, pegada a la pared, se acuerda de que están solas. Aun así vuelve a recorrer la sala con la vista y se cerciora de que así es. Mira a Lucía y sonríe al ver su cara de felicidad.
No tarda mucho en regresar, menos de cinco minutos. Ha tenido suerte y enseguida ha encontrado a una empleada vestida de uniforme a la que le pide que la acompañe para que vea el frío que hace en la sala. Al entrar, le parece estar dentro de un mal sueño: su nieta no está en la butaca donde la dejó. Desplaza rápido la mirada por los sitios cercanos y el resto de las filas. No ve a Lucía por ningún lado, ha desaparecido.
—¿Está usted bien? —le pregunta la chica, que no sabe nada.
—¡Lucía! —exclama la mujer mientras se agacha para ver si es que se le ha caído algo y está en el suelo recogiéndolo.
Solo encuentra la bolsa tirada con las chucherías desparramadas por todo el piso, pero ni rastro de su nieta.
—¡¿Dónde está la niña?! —grita ahora desesperada—. ¡Lucíaaa!
PARTE I
Rebaño:
Conjunto de personas que se dejan dirigir en sus opiniones,
gustos o actos por lo que hace, dice o piensa la generalidad.
1
Tres años antes
La lámpara en forma de cabeza de conejo iluminaba el cuarto de Roberto. La había comprado su madre para que la habitación no se sumiera en una oscuridad absoluta por la noche. Su hijo pequeño era muy miedoso, tanto o más que el mayor, pero con la lámpara encendida evitaba que la llamase cuando se despertaba. Carmen estaba sentada en la cama junto a su pequeño, que, como cada noche, escuchaba con atención bajo la colcha el cuento que le leía. Algunas de sus amigas le decían que les resultaba un suplicio el rato hasta que al fin se dormían sus hijos, ya fuera corto o largo, que se les hacía eterno porque no dejaban de pensar en la calma de la que luego gozarían con sus maridos, en el mejor de los casos, o solas. Pero Carmen no lo vivía así. Ella disfrutaba cuando captaba la atención de su retoño y se esforzaba en recrear muchas de las fábulas que le contaba a ella su madre, que aliñaba con mayores dosis de fantasía, y, sobre todo, en aclarar la moraleja, convencida de que dejaría poso en su criatura. Además, tenía la sensación de que Joaquín, su otro hijo, se había hecho mayor en dos días. Se le había pasado volando y por eso quería exprimir cada momento con el pequeño, que el año siguiente empezaba primero de Primaria y pronto, al igual que su hermano, no querría que le leyera más.
—Un lobo caminaba por el bosque, tenía mucha hambre y buscaba al rebaño que siempre pastaba por allí para pegar un mordisco a una de las ovejas. Pero, por más que lo intentaba, no conseguía alcanzar a ninguna. Así que, cuando ya no podía más, se sentó a descansar sobre un tronco. De pronto se le ocurrió una buena idea: «Si como lobo no puedo agarrar ni una sola presa, entonces cambiaré mi apariencia y con el engaño podré comer». Y eso fue lo que hizo el lobo, se metió en la piel de una oveja. Logró despistar al pastor y se mezcló con el rebaño que estaba pastando. Su plan salió como él esperaba, había pasado desapercibido. Al atardecer, para su sorpresa, el lobo disfrazado de oveja fue llevado junto con las demás ovejas al establo en el que las guardaban. Durante la noche, cuando todas dormían, el feroz intruso vio la ocasión de empezar a darse el banquete. Pero el lobo no contaba con que el pastor regresara para buscar su provisión de carne para comer al día siguiente. Así que tomó al lobo pensando que era un cordero y lo sacrificó al instante. Moraleja: según hagamos el engaño, así recibiremos el daño.
Carmen cerró el cuento y miró con una sonrisa cómplice a su hijo, que la había escuchado ensimismado, pero se encontró con una expresión que no esperaba. Roberto tenía el ceño fruncido, parecía confundido. Su madre se dispuso a explicarle la moraleja, pero el pequeño se le adelantó.
—Pero ¿y si el pastor no hubiera elegido al lobo? —preguntó con notable congoja.
—Pues no habría pasado nada porque entre todas las ovejas del rebaño lo habrían matado.
—No, él se las habría comido antes —dijo con gesto serio.
Carmen se quedó helada por la contundencia de su hijo y no supo qué responder. Lo besó en la frente y le dio las buenas noches con dulzura mientras salía por la puerta, tratando de ignorar la mala sensación que se había apoderado de ella.
2
REC
Una mujer atractiva, de rasgos fuertes y melena larga, que llama la atención, está sentada frente a un trípode en el que ha colocado su teléfono móvil, rodeado por un enorme aro de luz blanca.
—Mi nombre es Pilar, pero todos me llaman Pilu. Tengo cuarenta y un años. Antes me resistía a añadir una nueva cifra, pero con dos hijos, y después de todo lo que me ha tocado vivir a mi alrededor durante los últimos años, cumplirlos sana y con ellos cerca es lo mejor que me puede pasar.
»Precisamente es de todo eso de lo que os quiero hablar, de todo lo que ocurrió aquí, en mi urbanización. Se me pone un nudo en el estómago porque no acierto a entender que cosas así sucedan. Da miedo pensar que, aunque no queramos verlo, todos somos carne de cañón y ninguno estamos libres de pecado.
»Ser padre es el mayor de los desafíos, la responsabilidad más grande que asumimos durante nuestra vida. Nadie te enseña a serlo. Sin embargo, todo el mundo opina, juzga y determina si se está haciendo bien o mal.
»Ese es el motivo por el que nos obsesionamos y nos tomamos la crianza como si fuera un trabajo: nuestros hijos son el proyecto que debemos sacar adelante con el mejor de los resultados. Al fin y al cabo, ellos son el futuro y nosotros tenemos la oportunidad de poner nuestro granito de arena para mejorar el mundo. Por eso intentamos que hagan el bien, que sean nuestra mejor versión. Nos pasamos el día leyendo sobre cómo educarlos, desde antes incluso de que nazcan. Sabemos toda la teoría, pero la realidad es que luego, en la práctica, con el ritmo frenético de trabajo, la mayoría se nos olvida y comienza una batalla diaria por no perder los papeles y no transformarnos en ese progenitor que, nos recuerdan, se debe evitar ser.
»A pesar de que deseemos tener el control sobre el cuidado de nuestros hijos y moldearlos como nuestro gran proyecto y legado en la vida, no evitaremos que acaben siendo ellos mismos, con lo que eso conlleva. Tampoco que otras personas, niños o adultos, influyan en ellos incluso más que nosotros. No queremos pensar en el tema, pero la mayor parte del día están fuera de casa, una media del setenta por ciento, y es entonces cuando se desarrolla su verdadera personalidad.
»Por mucho que nos empeñemos, solo nos queda un pequeño porcentaje de tiempo de sus vidas para moldearlos o reconducirlos cuando las cosas se tuercen. Aunque quizá entonces ya sea tarde o insuficiente.
»Todos sabemos que los niños pueden ser los más crueles y, aun así, nadie nos prepara para lo que nuestros hijos son capaces de hacer, y mucho menos para lo que nosotros llegamos a hacer por ellos. Porque ¿qué no haría un padre o una madre por su hijo?
3
Tres años antes,
días previos a la noche de Halloween
Hacía años que se resistía, cuatro para ser exactos, los que se llevaba celebrando en la urbanización. Había conseguido mantenerse firme en su decisión de no consentir que ninguno de sus hijos participara en la mamarrachada de la fiesta esa americana que ni siquiera era capaz de pronunciar, tal vez porque inconscientemente era una forma más de negarse a integrarla en su vida. Como si así fuese a lograr que desapareciera. Carmen no soportaba las calaveras, las telas de araña mugrientas, las calabazas y las ratas de goma por todas partes, hasta en el supermercado, ¡incluso en los pasillos del colegio!
—Nos manipulan, nos meten lo que quieren por los ojos para liarnos y que gastemos y consumamos sin parar solo porque todo el mundo lo hace —le decía siempre a Eva cuando se tomaban el café antes de ir a recoger a sus hijos al colegio—, y, claro, son muy listos porque, como afecta a los niños, a ver quién les dice luego que no, rica, ¡más cuando hasta en el colegio lo imponen y tienen que ir ya disfrazados desde pequeños! Manda narices, antes nos disfrazábamos de chulapas, de pastorcillas…, ahora de… lo que sea con sangre, hasta las niñas…, las del curso de Joaquín, es que no te imaginas cómo van ya y tienen doce años, es que es una vergüenza. Y las pequeñas van de princesas. ¡¿No es una fiesta de brujas y muertos?! Si es que no tiene ni pies ni cabeza.
Luis, su marido desde hacía quince años, no compartía su rechazo por la fiesta de Halloween, pero tampoco intentaba llevarle la contraria. Se pasaba diez horas al día fuera y lo que menos le apetecía al llegar a casa después del trabajo era empezar a discutir. Si ya le ponía la cabeza como un bombo sin abrir la boca, no quería ni imaginarse qué ocurriría si se lo rebatiera. Así que a Carmen no le había sido difícil negarse a disfrazar a los niños y a llevarlos a la fiesta que se organizaba cada año en el club de la urbanización. Nadie se atrevía a insistirle cuando explicaba que era católica y que su fe le impedía disfrutar con esa clase de festejos, pese a que, decía, los respetaba, aunque no fuese cierto.
Aquella noche sería diferente. Durante la cena, Luis sí había tomado partido y, muy a su pesar, Carmen tuvo que ceder a las súplicas de sus hijos y su marido, y se arrepentiría de ello durante el resto de sus días.
4
REC
Como decía, han pasado tantas cosas que a veces es difícil acordarme bien de todos los detalles o ubicarlos correctamente en el tiempo, pero recuerdo bien el momento en el que leí aquel correo porque acababa de salir de la notaría de mis padres. Tienen el despacho a diez minutos de casa, y gracias a ellos he podido salir adelante. Yo era azafata de vuelo, pero dejé de volar al nacer mi primer hijo. Cuando, hace cosa de dos años, necesité volver a trabajar, el negocio familiar fue mi salvación. Encima salgo a las tres.
»Ese día estaba hasta arriba de trabajo. En la bandeja de entrada tenía una decena de mensajes nuevos, pero uno en concreto captó toda mi atención. Era de don Miguel, el profesor de mi hijo pequeño, y en el asunto había escrito: «URGENTE». El corazón me dio un vuelco y me palpitaba a gran velocidad. Lo abrí enseguida y leí lo más rápido que pude:
Hola, Pilar:
Te he llamado hace un rato, avísame si tienes hueco y lo vuelvo a intentar.
Miguel
»Don Miguel es un hombre estricto pero de trato directo. En ese momento me maldije por no haber visto la llamada a tiempo, aunque me tranquilizó pensar que, si se hubiera tratado de algo grave, me habrían llamado también desde secretaría. Aun así, no tardé ni un segundo en responder:
Sí, sí, por favor. Llámame cuando quieras. Estoy pendiente.
»Fui a ver el listado de llamadas recibidas y comprobé que, efectivamente, tenía una desde un número oculto. Ese fue el comienzo de lo que muchos medios calificaron como “una tragedia que podría llegar a repetirse en cualquier centro, en cualquier ciudad del país, y que te sacude el corazón”.
5
El corazón
El corazón de todo centro escolar es la secretaría y, en el caso del único colegio que hay en la urbanización de Pilu, al que ella y sus amigas llevan a sus hijos, allí también está su alma: Macarena. Una mujer entrada en los sesenta, alta, esbelta y de gesto amable, que lleva toda la vida dedicada al colegio. Tiene tantos años de antigüedad en su puesto de trabajo que incluso conoció a Amador, el director actual y antiguo alumno, cuando empezó en Infantil. Por eso, aunque ya sea un hombre hecho y derecho, para ella sigue siendo su niño. Lo arropó cuando tomó el cargo y desde entonces se desvive por él y por el bienestar de profesores y estudiantes. No lo hace por darle un trato especial, ella siempre se ha dejado la piel para que todo marchara bien y ha tratado a todos los alumnos por igual, como si fueran sus hijos. Bueno, a algunos no; hay quienes no merecen ese trato. Ella los atiende con mimo, pero al que estropea el ritmo de la melodía que tanto le cuesta componer no le concede el menor privilegio. Con todo, se esfuerza por resultar siempre imparcial, no como María, una de sus ayudantes, que no vacila en ese aspecto y se ha propuesto terminar de cuajo con toda interferencia que amenace su ansiada armonía. Tiene veinte años menos que Macarena, pero es tan práctica y tajante que, en ocasiones, consigue hacerse con el mando y hasta hacer titubear a su jefa, algo que parecía impensable antes de su llegada al colegio, hace menos de una década.
Macarena no ha sido madre y por eso hace las veces. Nadie sabe si porque no pudo o porque no quiso. Llegó del pueblo y, gracias a una prima que iba a trabajar como cocinera, consiguió el trabajo cuando el centro apenas se había inaugurado. Teresa, que todavía cocina, ahora dirige el comedor y se encarga, entre otras cosas, de decidir el menú, pero ya no se hablan. «La autoridad le ha sentado muy mal, no sé qué se ha creído», dice Macarena cuando le preguntan. Lo que no sabe es que su prima dice lo mismo de ella. Hay quien asegura que algo ha tenido que pasar entre ellas, algo que nadie sabe. Por las fechas, sospechan que tiene que estar relacionado con el incidente que hubo con varios padres por el comedor para que dos mujeres humildes y campechanas, que se llevan bien con todo el mundo, acaben así.
En su labor, Macarena y María cuentan también con la ayuda de otra compañera llamada Cristina. Esta tiene un carácter más calmado, más parecido al de su supervisora cuando no hay sobresaltos. Vive con su novio desde hace años, pero no tiene hijos y es una mujer extremadamente sensible. María la apodó la Llorona al observar que suelta alguna lagrimilla a la mínima de cambio.
Aunque son muy diferentes, las tres mujeres están muy sincronizadas, muestra del buen equipo que forman. La secretaría debe ser el corazón del centro. El corazón es el órgano más importante y hay que cuidarlo para mantenerlo sano. Tiene que latir fuerte, porque es donde llegan los problemas, algunos de ellos terribles e injustos, de los que hacen que lata a mil por hora. Aquellos que no deberían darse en lugares en los que los niños conviven.
Ellas creían haberlo visto todo en el colegio, pero se equivocan porque está a punto de ocurrir algo que no olvidarán jamás.
6
Christian
Su entrada lo revoluciona todo, y eso que tan solo es la antesala del horror que está por llegar. Macarena y Cristina están sentadas cada una en su escritorio, al otro lado del mostrador que une la pecera en la que se ubica la secretaría y el hall por donde continuamente pasan alumnos, profesores y padres. Sin embargo, el tráfico es ahora escaso porque hace un par de horas que salieron los del primer turno, que comen en sus casas, y los que se quedan hasta la tarde, tanto si tienen extraescolares como si no, aún están en sus aulas.
El sonido de la puerta cerrándose les hace levantar la vista de sus tareas. Es María, que había salido hace rato y que no necesita llamar al timbre para que le abran porque tiene sus propias llaves. Al principio solo las tenía la jefa, pero le insistió con el argumento de que deberían contar con otro juego, por si había alguna emergencia, y Macarena terminó haciéndole una copia, lo que molestó a Cristina, aunque jamás lo haya manifestado, discreta como es.
—¡Venga, que ya no nos queda nada! —exclama María efusivamente.
A sus compañeras les extraña el comentario y se fijan en que parece acelerada. Sin embargo, no es esto lo que hace que Macarena y Cristina se levanten de la silla, sino cuando, después de que toque el timbre y le abran, ven entrar a Christian Vañó con la cara desencajada.
Christian tiene catorce años, pero estudia segundo de la ESO porque tuvo que repetir un curso. Lleva en el colegio desde Infantil, como su hermano pequeño. Su madre es una antigua alumna y está bastante presente en las actividades del colegio. Lo consideran un buen chico, pero sus visitas a secretaría son frecuentes: si no tiene que esperar a verse con su tutora, Patricia, por alguna falta o discusión, es porque le han vuelto a pillar fumando en los servicios.
—Bastante poco hace para el panorama familiar que tiene —le excusa Macarena cada vez que María echa pestes de él.
La jefa de secretaría se gira enseguida al escuchar el timbre y lo primero que piensa al ver al joven es que habrá vuelto a organizar una buena. Sin embargo, en una centésima de segundo se fija en su mirada y se da cuenta de que algo diferente ocurre esta vez. Además, no ha llegado desde alguno de los pasillos acompañado de su tutora. Viene de la calle y a toda prisa, está sudando y su rostro pálido tiene una expresión que no logra entender. Macarena solo puede levantarse al verlo, como acto reflejo, como si con ello le estuviera invitando a contarles lo que sucede. Aunque no esperen nada bueno, ninguna imagina ni por asomo lo horrible de lo que trae consigo.
7
La noticia
Una gota de sudor se desliza por la frente de Christian, que avanza hacia María con los ojos muy abiertos, pero ni una palabra sale de su boca. La secretaria se siente intimidada, cuando normalmente le llamaría la atención, así que traga saliva y da un paso atrás temiendo lo peor: ¿acaso la había descubierto? El adolescente es muy alto para su edad, algo en lo que no había caído hasta que lo ve parado frente a ella. Se ha convertido en un hombre hecho y derecho, le saca más de una cabeza y eso la hace sentirse más frágil todavía. Cuenta los segundos temiendo el momento en el que abra la boca. Sin embargo, la amenaza se difumina cuando, enseguida, su jefa sale de la pecera junto a su otra compañera y se acercan a ellos alzando la voz.
—¡Christian, ¿qué sucede?! —exclama Macarena.
El chico se detiene; está empapado en sudor y parece ido.
—¿Estás bien? ¿Qué sucede? —insiste Cristina.
El chaval dirige la mirada de nuevo hacia María, que respira hondo. Después mira hacia el suelo y se queda así unos segundos. En cualquier otra ocasión habría sido María la que hubiera tomado la iniciativa para saber qué le ocurre, pero esta vez no hace nada: baja también la mirada y aprovecha para distanciarse dando otro paso hacia atrás.
—¿Christian? Dinos, ¿qué pasa? —vuelve a la carga la mayor.
Las tres mujeres lo contemplan expectantes. Christian levanta la cabeza y dice con contundencia:
—Está muerto.
Macarena abre los ojos. «No puede ser, no puede ser…, otra vez no», se dice. El silencio se adueña del espacio, y siente cómo a sus dos compañeras se les ha cortado la respiración, sobre todo a María. No hace falta que digan nada, ni siquiera que se miren, porque sabe perfectamente que ellas también están pensando en la misma persona.
8
Tres años antes,
la noche de Halloween
Macarena le repetía a sus compañeras que cada vez le costaba más encontrar algo de interés en la televisión. Odiaba los realities, también los concursos en los que siempre participan los mismos famosos, aunque combinados de distinta manera, y aquellos en los que la gente canta y hace de todo para ganarse al jurado de turno. Cada noche era lo mismo, así que siempre terminaba viendo o escuchando programas y documentales sobre true crime y hechos reales. Esa era su defensa cuando en ocasiones sentía que sobre todo su compañera María la consideraba excesivamente prudente y asustadiza. Pero ella se defendía: «Tal vez sea porque tengo demasiada información integrada ya de todo lo que he visto y escuchado sobre sucesos reales. Es espantoso lo que el ser humano puede llegar a hacer».
Se preparó la manzanilla de todas las noches para ayudar a que la cena no le cayera muy pesada y, por fin, se sentó en la butaca frente a la ventana del salón. Desde ahí se veía la calle principal, donde, más arriba, se ubicaba el colegio en el que trabajaba. Enfrente, un poco más abajo, en la entrada de la urbanización, donde la garita de seguridad, se hallaba el club social y el centro penitenciario para presos con problemas mentales que se había inaugurado hacía poco, aprovechando la antigua residencia de ancianos, de manera precipitada y chanchullera para internar en él, entre otros, al chaval que hacía años quemó a su madre, ambos vecinos de la urbanización, y que había ocasionado, además, el incendio que mantuvo en vilo a los habitantes de los alrededores. Por mucho que se quejaron y trataron de que se trasladara a los reclusos a otro lugar más alejado del núcleo urbano, no hubo manera de evitar que siguieran allí. A Macarena se le ponían los pelos de punta cada vez que se fijaba en las ventanas y veía a alguno pegado al cristal mirando hacia el exterior. Se apartaba rápido y se concentraba en las grandes macetas bajo el alféizar en las que se erguían sus tesoros más preciados: sus cuidadas y frondosas plantas, que tanto mimaba.
Aquella noche la jefa de secretaría escuchaba sin pestañear a uno de los tertulianos de un programa semanal que analizaba los casos más truculentos del panorama negro nacional. Daban todo tipo de detalles, incluidas fotos y grabaciones, no siempre pixeladas, de restos biológicos, cadáveres, autopsias y demás elementos de los crímenes. En esta ocasión se centraban en un adolescente que, después de asesinar a su madre, la desmembró también y la guardó en táperes de los que comieron él mismo y su perro. Macarena atendía con gesto de incomodidad, pero no cambió de canal, incluso cuando detallaron al milímetro cómo procedió con la carnicería y señalaron los errores que había cometido y lo que debería haber hecho en su lugar.
De pronto, fue consciente de un murmullo cada vez más notable que provenía de la calle. Se levantó para asomarse por la ventana y averiguar a qué se debía ese alboroto que crecía por segundos.
Lo primero que divisó fue a un grupo de personas disfrazadas de Halloween: monstruos y hombres pálidos y manchados de sangre caminando a paso acelerado por el aparcamiento. Estaban nerviosos y miraban hacia todos lados; era evidente que buscaban algo desesperados. Más adultos acompañados de chavales aparecieron a su espalda y cruzaron al otro lado de la calle para sumarse a la búsqueda. Macarena se incorporó para tratar de discernir qué había podido suceder.
En cuestión de segundos una masa de gente salió en estampida del club, muchos con sus hijos en brazos o cogidos de la mano, todos ellos disfrazados de los referentes más icónicos de la noche del terror por excelencia. Cuando vio el ir y venir de zombis llenos de costras y sangre, vampiros de colmillos enormes, hombres encapuchados y a unos cuantos con el disfraz que más se repetía, el de Sweet Bunny, el popular conejo de los anuncios que protagonizaba la crónica negra del país desde que alguien oculto tras ese disfraz había empezado a secuestrar niños por toda España, no pudo evitar pensar que estaba dentro de una pesadilla. Abrió la ventana. El aire era helador. Solo esperaba que no hubiera sucedido nada con alguno de los presos con problemas mentales. Hasta entonces no habían dado problemas, pero siempre hay una primera vez.
Desde el calor de su hogar podía ver a sus vecinos del otro lado de la calle, frente a ella, asomados a sus ventanas, intrigados también por el bullicio. Hacía horas que había anochecido y reinaba la oscuridad, pese a que apenas eran las diez de la noche y las farolas iluminaban la estampa.
—¿Qué sucede? —preguntó a gritos.
La mayoría la ignoró, salvo una mujer, que miró hacia arriba y, sin interrumpir la marcha, respondió:
—¡Un niño!
Macarena quiso gritarle: «¿Un niño qué?, ¿qué le ha pasado?, ¿se ha perdido?», pero el teléfono sonó en ese momento. Era María, su compañera de secretaría.
—María, dime. Estoy asustada porque acabo…
—No encontramos a Roberto de Infantil, el hermano de Joaquín, el hijo de Carmen —interrumpió—. Estábamos todos en el club y ha desaparecido. Estamos buscando como locos.
La voz de la secretaria s