INTRODUCCIÓN
1. PERFILES DE LA ÉPOCA
Cuando en 1632 se publica La niña de los embustes, España es todavía una gran potencia, pero cada vez más insistentemente amenazada por diversos flancos. La Europa que conoce Alonso de Castillo Solórzano es la de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), conflicto internacional que viene a sumarse al enfrentamiento con Holanda, reanudado en 1621, tras expirar la tregua firmada en el reinado de Felipe III. A estos dos frentes abiertos se les añade, primero, la guerra declarada por Francia en 1635, y poco después las rebeliones de Cataluña y Portugal, en 1640. Esta serie de guerras condicionan negativamente el reinado de Felipe IV, y permiten comprender por qué el siglo XVII suele relacionarse con la crisis y la decadencia de la Monarquía Hispánica.
Tanto la defensa de los territorios ultramarinos, constantemente hostigados por los holandeses, como la de las plazas europeas, obligaban a un esfuerzo militar continuado, que constituía una sangría económica para los vasallos de la Monarquía, y un arduo problema para los Austrias menores y sus validos. Por esta razón se esperaba siempre con impaciencia la llegada de la flota de Indias a Sevilla —como recoge nuestra novela—, con los metales preciosos que contribuían a paliar el endeudamiento de la Monarquía con los prestamistas genoveses y portugueses. Y por ello también el Conde Duque de Olivares intentó poner en marcha, con el Decreto de la Unión de Armas, un sistema que obligara a contribuir a los diversos territorios, con hombres y dinero, en los gastos de defensa de la Monarquía. El fracaso del proyecto no hizo más que agravar dificultades ya latentes, desangrando a la población en los frentes catalán y portugués, aumentando el gasto bélico y confirmando el declive político.
Con estos problemas militares y económicos como telón de fondo, la sociedad española de la primera mitad del siglo XVII padece una crisis derivada de ellos, y también de vicios estructurales anteriores, como una mala asimilación de la riqueza procedente de las Indias, una desigual distribución del trabajo y una fuerte incidencia de los estatutos de limpieza de sangre para acceder a cargos de importancia. Esta crisis social es el caldo de cultivo para el nacimiento de la novela picaresca que, con el Lazarillo de Tormes, primero, y con el Guzmán de Alfarache, después, denunciaba los conflictos políticos, económicos, sociales y religiosos de la hegemonía hispánica. Pero a estas dos primeras obras, tan críticas con su entorno, van a seguir otras, como las de Castillo Solórzano, cuyos autores, menos comprometidos que el anónimo quinientista o que Mateo Alemán, optan por reflejar más amablemente una parte de la realidad, sin decidirse a censurarla abiertamente. Y es que esa misma sociedad que padecía tan graves problemas es también la que abarrotaba los corrales de comedias —como muestra nuestra novela—, la que asistía en masa a los autos sacramentales, la que participaba en fiestas con sus mejores galas, y la que componía burlescas letrillas y cantaba romances. Esas dos caras contradictorias de la misma época se reflejan en la literatura, con el contraste entre denuncia y protesta, por un lado, y conformismo y entretenimiento, por otro.
De la misma manera, ese siglo XVII de decadencia política y económica es, paradójicamente, un periodo de gran brillantez cultural en las artes plásticas y literarias. Grandes ingenios, como Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, Calderón o Gracián, marcan no sólo géneros, como la novela, el teatro y la poesía, sino todo un estilo, el Barroco, que no es uniforme, sino que va de la naturalidad expresiva de Cervantes, al exquisito retorcimiento de Góngora. Tras ellos una larga nómina de escritores de segunda fila, pero muy prolíficos y de notable calidad, optan por uno u otro extremo, beneficiándose de la estela creativa de dichos autores. Estos partían de la asimilación de la cultura renacentista, a la que el siglo XVII aporta un nuevo estilo, más alusivo, agudo y conceptuoso, que va acompañado de un punto de vista más conflictivo, desengañado y escéptico sobre el hombre y la sociedad. Así se explica que, en la novela, el siglo XVII comience con la parodia de los libros de caballerías en El Quijote, con personajes tan dispares como los que pululan por las Novelas Ejemplares, o con una primera pícara, La pícara Justina, que se burla de los sermones de su “novio”, Guzmán de Alfarache.
Los personajes de las novelas en la primera mitad del siglo XVII ya no son héroes, sino hombres y mujeres, en un desfile variopinto —y a veces satírico, como el que aparece en El Buscón— que mezcla damas y caballeros nobles con gentes comunes y bajas, como criados, mesoneros, arrieros, alguaciles, médicos, clérigos, bandoleros, dueñas, poetastros, etc. A diferencia de unos personajes ejemplares y modélicos, la literatura del siglo XVII, y en especial la novela, refleja una sociedad más variada e inquieta, que ya no respeta virtudes tradicionales, y que las sustituye por el valor del dinero. Con él se compran lujosas vestimentas y joyas que permiten ocultar una ascendencia modesta o vergonzosa, en una sociedad que parece primar más la apariencia que la verdad. Esa sociedad de la apariencia es la que valora a la persona por su séquito (número de criados y dueñas), por sus ropas, por la posesión de un coche y hasta por la ostentación de ilustres apellidos, cuya autenticidad a veces ni se ocupa de averiguar. Pero la valora, sobre todo, por sus rentas, hasta el punto de que éstas forman parte de la descripción de un personaje masculino, como la cuantía de la dote en uno femenino, junto a su aspecto físico, sus modales y su ingeniosa y discreta conversación.
Este último aspecto nos indica la importancia de la cultura en una sociedad con un gran número de analfabetos todavía, pero con gran sensibilidad para la música, la poesía y el teatro, incluso en sus capas populares, como se aprecia en nuestra obra. El acceso de la mujer a una cultura mínima —la lectura y la escritura— se comprueba por el número de mujeres urbanas capaces, cuando menos, de leer papeles y billetes amorosos; y también por el éxito de las novelitas cortas de tema amoroso que consumían, en detrimento de los libros de devoción. Es muy posible que, a su vez, dichas novelas contribuyeran a incrementar esa escasa cultura, familiarizando a sus lectores con personajes de la mitología continuamente repetidos, o con metáforas, comparaciones y agudezas habituales en el Barroco y que hoy resultan intrincadas. La burla, el chiste disémico, el juego de palabras, la alusión a un poeta famoso, el juicio sobre una representación teatral, la sátira compuesta por encargo..., todo ello nos informa de la omnipresencia de la cultura literaria en la época.
En definitiva, la primera mitad del siglo XVII es un periodo de fuertes contrastes sociales y culturales. De la misma manera que los cuadros de Velázquez nos muestran dos caras de la sociedad, con el rey y sus bufones, en la literatura conviven la amargura y el desengaño de los escritores más trascendentes y concienciados, con una incipiente cultura de masas basada en el entretenimiento y la risa; de ahí que los primeros, abrumados por las guerras, la crisis económica y la pérdida de ideales, nos ofrezcan una visión pesimista de su tiempo, mientras que en otras obras hallamos ambientes festivos, lúdicos y, aparentemente, nada problemáticos. Si Lope de Vega, el talento más venerado por el público de la época, reconocía en La desdicha por la honra que “tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo”, no ha de extrañar que otros autores, como Salas Barbadillo o Castillo Solórzano, emplearan dicha receta para ganar lectores deseosos de diversión. Esto explica que buena parte de la narrativa del siglo XVII esté plagada de galanteos amorosos, lances de capa y espada o trazas y engaños apicarados, sin que aparezcan apenas motivos trascendentes a excepción de los que hallamos en El Criticón, de Gracián.
Pero, al margen de sus temas, más hondos o más banales, más comprometidos o más conformistas, lo que singulariza la literatura del Barroco es la búsqueda de la sorpresa, de la amalgama genérica y de lo insólito en la forma, para maravillar y atraer al lector. Así, por ejemplo, en la narrativa se mezcla la prosa con el verso, introduciendo piezas líricas, satíricas o teatrales, como los entremeses. El alarde estilístico afecta a todos los géneros, sean de tema burlesco o grave, por la búsqueda del ingenio y el concepto, verdadero “acto del entendimiento que expresa la correspondencia entre dos objetos”, según definición de Gracián. Y es que, desde un diálogo popular o una conversación de caballeros, como las que aparecen en nuestra novela, a un sermón cortesano o la prosa de un cronista, el estilo barroco es inconfundible por la riqueza de su léxico, la ampulosidad de su sintaxis y la diversidad de asociaciones mentales que sustentan sus imágenes.
Todo ello exige al lector actual un esfuerzo de comprensión doble, temático y formal: el primero para acercarse a la sociedad del siglo XVII, en la que el amor, el matrimonio, la familia, el trabajo, el consumo, la religión y la vida, en suma, estaban todavía férreamente codificadas, aunque la pícara Teresa de Manzanares intente saltarse sus barreras; y el segundo para familiarizarse con el estilo barroco, inteligente y sutil, en el que cada término está cargado de sentido, hasta el punto de significar, aludir y connotar a un mismo tiempo. La lectura de una obra picaresca edulcorada, como la presente, puede ser un apoyo ameno para ese ejercicio intelectual, porque tanto la carrera literaria de Castillo Solórzano, como La niña de los embustes, una de sus mejores novelas, son ejemplos muy representativos de la vida y la literatura del siglo XVII.
2. CRONOLOGÍA
AÑO |
AUTOR-OBRA |
HECHOS HISTÓRICOS |
HECHOS CULTURALES |
1584 |
Nace Castillo Solórzano en Tordesillas. |
Se termina el Monasterio de El Escorial. |
Nace Saavedra Fajardo. |
1616 |
Primer testamento en el que aparece casado con Agustina Paz. |
Muerte de Cervantes. |
1618 |
Gentilhombre del conde de Benavente. |
Comienza la Guerra de los Treinta Años. Caída del duque de Lerma. |
Nace Murillo. Vicente Espinel, Marcos de Obregón. |
1619 |
Castillo se traslada a Madrid. |
Viaje de Felipe III a Portugal. |
Lope de Vega, Docena Parte de las comedias. |
1622 |
Al servicio del marqués de Villar. Actividades poéticas. |
Asesinato del conde de Villamediana. |
1624 |
Publica su primera obra: Donaires del Parnaso. |
Richelieu, ministro de Luis XIII. Viaje de Felipe IV a Andalucía. |
Tirso de Molina, Cigarrales de Toledo. Juan Pérez de Montalbán, Sucesos y prodigios de Amor. Juan de Piña, Novelas ejemplares. |
1625 |
Tardes entretenidas. Segunda parte de Donaires... |
Victoria española en Breda. |
La Junta de reformación suprime las licencias de impresión de comedias y novelas en Castilla. |
1626 |
Jornadas alegres. |
Tratado de Monzón con Francia. |
Quevedo, El Buscón y la Política de Dios. |
1627 |
Tiempo de regocijo. |
Muerte de Góngora. |
1628 |
Castillo se traslada a Valencia, al servicio del marqués de los Vélez. |
Rubens llega a Madrid. |
1629 |
Lisardo enamorado y Huerta de Valencia. |
Suecia interviene en la Guerra de los Treinta Años. Nace el príncipe Baltasar Carlos. |
1631 |
Posible viaje a Italia. Estancia en Barcelona. Las harpías en Madrid y Noches de placer. |
Muerte de Bartolomé L. de Argensola. |
1632 |
La niña de los embustes, Teresa de Manzanares. |
Lope de Vega, La Dorotea. Montalbán, Para todos. |
1633 |
Los amantes andaluces. |
1634 |
Nueva estancia en Valencia. Fiestas del jardín. |
Batalla de Nordlingen. |
Lope de Vega, Rimas de Tomé de Burguillos. |
1635 |
Sagrario de Valencia. Traslado a Zaragoza por el nombramiento del marqués de los Vélez como Virrey de Aragón. |
Francia interviene en la Guerra de los Treinta Años. |
Mueren Lope de Vega y Salas Barbadillo. Calderón, La vida es sueño. Tirso de Molina, Deleitar aprovechando. Velázquez pinta La rendición de Breda. |
1637 |
Estancia en Zaragoza, donde publica Aventuras del bachiller Trapaza. |
María de Zayas, Novelas amorosas y ejemplares. |
1639 |
Epítome de la vida y hechos del ínclito rey don Pedro de Aragón e Historia de Marco Antonio y Cleopatra. |
Batalla de las Dunas. |
Prisión de Quevedo. Zurbarán pinta en el Monasterio de Guadalupe. |
1640 |
Estancia en Barcelona. Los alivios de Casandra. |
Rebeliones de Cataluña y Portugal. |
Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano. Gracián, El Político. Muerte de Rubens. |
1642 |
Posible estancia en Italia acompañando al marqués de los Vélez. Aquí se pierde su rastro y se ignora la fecha de su muerte. La garduña de Sevilla. |
Muerte de Richelieu. |
Gracián, Agudeza y arte de ingenio. |
1649 |
Publicación póstuma en Zaragoza de La quinta de Laura y Sala de recreación. |
3. VIDA Y OBRA DE ALONSO DE CASTILLO SOLÓRZANO
Las investigaciones de E. Cotarelo y E. Juliá, con aportaciones posteriores de E Dunn, P. Jauralde y A. Soons, siguen siendo fundamentales para la biografía de nuestro autor, que discurre en paralelo con la de sus mecenas. Alonso de Castillo Solórzano nació en Tordesillas (Valladolid), en 1584, hijo de Ana Griján y Francisco de Castillo, camarero del Duque de Alba. Apenas hay datos sobre su juventud y formación, e incluso se desconocen la fecha y lugar exactos de su muerte. Se ha sugerido, sin apoyo documental, que pudo estudiar en Salamanca; y se sabe por sus dos testamentos que estaba casado con Agustina Paz, que tenía una hija adoptiva, y que el primer noble a quien sirvió fue el Conde de Benavente. También hay constancia documental de las herencias que recibió, de las tierras que poseía en Tordesillas, y de cómo vendió parte de su patrimonio para trasladarse a la corte en 1619.
Es en Madrid, y con más de treinta años, donde Don Alonso comienza una carrera literaria larga y fructífera, al menos en cuanto a número de obras y variedad de las mismas. Es posible que su estancia en la corte fuera decisiva para una vocación literaria que hasta entonces no se había manifestado, y que, a partir de estas fechas, está ligada al servicio de grandes señores y a los desplazamientos por España que esto le exigía. En este sentido la vida de Castillo Solórzano es muy representativa de las penurias económicas del escritor del Siglo de Oro, de las que no se libraron ni un Cervantes ni un Lope. El servicio a la casa de un noble garantizaba la supervivencia y, al mismo tiempo, el mecenazgo para la publicación de una obra literaria; pero también podía condicionar la libertad del escritor, que, consciente o inconscientemente, se autocensuraba para no molestar a sus protectores. En el caso de Castillo a esta primera traba puede unirse un segundo condicionamiento, el deseo evidente de ganar lectores, lo que da como resultado una obra extensa, de tono amable y conformista, que contrasta en sus novelas picarescas o apicaradas con el más amargo y crítico de sus predecesores en el género.
En Madrid Castillo Solórzano se introduce en los círculos literarios, concretamente en el ámbito poético de Lope de Vega, y participa en las sesiones de la Academia de Madrid, que se reunía en la casa de Sebastián Francisco de Medrano hasta 1622, y posteriormente en la de Francisco de Mendoza. Allí se relaciona con otros ingenios de la corte, como Salas Barbadillo y Tirso de Molina, y dedica poemas laudatorios a las publicaciones de sus amigos. Como poeta toma parte en las Fiestas organizadas en 1622 por el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, con motivo de las canonizaciones de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier; y también en las Justas poéticas del mismo año que celebraron la canonización de San Isidro, donde un poema de Castillo, presentado con seudónimo, obtuvo un honroso tercer premio. Consecuencia de esta actividad poética es la publicación en 1624 de su primera obra, Donaires del Parnaso, recopilación de los poemas burlescos leídos en la Academia de Medrano, cuya segunda parte aparece al año siguiente aprobada y elogiada por Lope.
Es probable que la vida literaria en la corte fuera mermando sus ahorros, porque por estas mismas fechas entra al servicio del Marqués de Villar, vende un título nobiliario y, en 1623, las tierras que le quedaban en Tordesillas. Pero entre 1625 y 1627 cuaja por fin su carrera literaria en la mejor de sus facetas, la de novelista: en Madrid se publican sus primeras colecciones de novelas cortas, Tardes entretenidas (1625), Jornadas alegres (1626) y Tiempo de regocijo y Carnestolendas de Madrid (1627); también se aprueba su primera narración de tema histórico, Historia de Marco Antonio y Cleopatra (Zaragoza, 1639). Los cuatro títulos son indicativos de las inclinaciones literarias de Castillo Solórzano, sobre todo por lo que respecta a la novela corta, género que no dejará de cultivar en lo sucesivo, siempre con arreglo al mismo patrón de colección de novelitas enmarcadas por una leve anécdota unificadora. Esta puede ser un viaje o una reunión festiva, pero en ambos casos se narran historias, bien como alivio para el camino, bien como un entretenimiento más, pues también se declaman poemas, se cantan canciones o se representa alguna pieza dramática, como el entremés de Tiempo de regocijo. Esto último supone el primer acercamiento del autor a la escritura teatral, una parte muy notable de su obra, ya que compuso seis comedias y cinco entremeses, incluidos en sus obras narrativas, además de la comedia La victoria de Nordlingen y del auto sacramental El juego dado al cielo. Aunque debió de tener poco éxito en los escenarios, la crítica ha destacado el interés de sus comedias de figurón, El marqués del Cigarral (en Fiestas del jardín) y El mayorazgo figura (en Los alivios de Casandra), recientemente estudiada por I. Arellano. En cuanto a la prosa de tema histórico, Castillo volverá a ella de forma circunstancial y oportunista, con obras hagiográficas en Valencia, y una apología del rey don Pedro de Aragón, en Zaragoza. Los años madrileños marcan, por lo tanto, el inicio y asentamiento de una carrera literaria dedicada a la poesía, el teatro y la narrativa, que crece con regularidad y que está relacionada con las estancias del autor en ciudades de intensa vida literaria y editorial.
En 1627 Castillo Solórzano se halla en Valencia, al servicio de don Luis Fajardo de Requeséns, marqués de los Vélez, virrey del reino hasta 1631. Nuestro autor debió de participar activamente en las academias poéticas valencianas, cuyo ambiente se plasma en el marco unificador de una nueva colección novelística, Huerta de Valencia (1629). También publica en Valencia una novela extensa, Lisardo enamorado (1629), reelaboración de Escarmientos de amor (1628), en la que la historia de amor principal se enriquece con historias colaterales, mezclando el autor por primera vez las técnicas del relato largo con novelas breves. Pero, además de dedicarse a su tarea literaria, Castillo debió de aprovechar su puesto de maestresala para relacionarse con las fuerzas vivas de la ciudad, cuyos nombres recuerda en cada una de las dedicatorias de la siguiente colección, Noches de placer. Esta consta de doce novelas cortas, enmarcadas en las fiestas de Navidad de una familia catalana, y se publica en Barcelona, en 1631.
Entre 1631 y 1633 Castillo debió de vivir fuera de Valencia. No se hallaba en la ciudad en diciembre de 1631, cuando murió el virrey, su señor, y parece segura su estancia en Barcelona, donde se publican, además de Noches de placer, sus primeros acercamientos a la picaresca —Las harpías en Madrid (1631) y La niña de los embustes, Teresa de Manzanares (1632)— y su segunda novela larga, Los amantes andaluces (1633). Quizás pasara de Barcelona a Italia, acompañando en su viaje a Milán a Sebastián Francisco de Medrano, que publicó en dicha ciudad poemas recopilados por nuestro autor: Favores de las Musas... Recopilados por don Alonso de Castillo Solórzano, íntimo amigo del autor (1631).
En 1634 está otra vez en Valencia, sirviendo al nuevo marqués de los Vélez, don Pedro Fajardo de Zúñiga y Requeséns. Durante esta segunda estancia publica dos obras en cierto modo vinculadas a la ciudad: Fiestas del jardín (1634), una miscelánea a la que sirve de marco una historia de amor y aventuras ambientada en Valencia, que incluye las novelas y comedias con que se celebran unas bodas; y Sagrario de Valencia (1635), una colección de vidas de santos valencianos. En la misma línea está la vida de San Bernardo de Alcira, que se publica al año siguiente, ya en Zaragoza, con el título Patrón de Alcira.
Castillo Solórzano se trasladó a Zaragoza siguiendo al marqués de los Vélez, que fue nombrado virrey de Aragón en 1635. Allí publicó otra novela picaresca, Aventuras del Bachiller Trapaza (1637), y dos obras históricas, Epítome de la vida y hechos del ínclito rey don Pedro de Aragón (1639) e Historia de Marco Antonio y Cleopatra (1639). Los años zaragozanos debieron de ser importantes para la carrera de nuestro autor, tanto por el cargo de su señor, como por el comercio editorial de la ciudad, lo que explica que se publicaran allí algunas de sus últimas obras, cuando apenas sabemos nada de su vida. Si ésta continuó unida al marqués de los Vélez, virrey de Cataluña tras el Corpus de Sangre (junio de 1640), podemos situar a Castillo en Barcelona, donde publicó Los alivios de Casandra (1640); y posteriormente en Italia, porque el Marqués fue nombrado, tras la derrota de las tropas que capitaneaba en la batalla de Montjuic (enero de 1641), primero, embajador en Roma y, después, virrey de Sicilia. Sin embargo, carecemos de datos sobre la vida de Castillo en estos últimos años, en los que ven la luz tres obras más: una picaresca, La garduña de Sevilla (Madrid, 1642), y otras dos colecciones de novelas cortas: La quinta de Laura y Sala de recreación ( Zaragoza, 1649).
Todos los biógrafos, editores y estudiosos de Castillo Solórzano coinciden en afirmar que su rastro se pierde en 1642, y que posiblemente murió en Italia, antes que su señor, que falleció en 1647. No intervino en la edición de sus tres últimas obras, de las cuales sólo La quinta de Laura sitúa su marco en Italia, concretamente en Milán, lo que tampoco supone un indicio biográfico, porque era algo habitual en la novela corta de estirpe boccacciana, y habitual también en nuestro autor, que ya lo hizo así en Los alivios de Casandra.
En cualquier caso es significativo que se publicaran póstumamente algunas de sus obras y que se reeditaran otras. Como afirma el librero Matías de Lizán, en el prólogo de La quinta de Laura, el autor debía de ser “bien conocido en España”, y esto significaba éxito editorial. La abundante producción novelística de Castillo y el lanzamiento de la misma en lugares relevantes, como Madrid, Valencia, Barcelona y Zaragoza, indican una opción que hoy podríamos calificar de “comercial”. El auge de la novela corta, o novela cortesana, como la denominó Agustín González de Amezúa, es un hecho innegable en los hábitos lectores de la España del siglo XVII; y, aunque está relacionado con el éxito europeo del género, y con la admiración, traducción e imitación del Decamerón de Boccaccio, se consolida definitivamente con la publicación de las Novelas Ejemplares de Cervantes en 1613. A partir de esta fecha proliferan las colecciones de novelas cortas, y crece la afición de autores y lectores por un género que es reflejo del placer por contar historias, actividad de buen gusto, recomendada un siglo antes en El Cortesano, de Baltasar de Castiglione. Estas colecciones de la primera mitad del siglo XVII se suman, pues, a una corriente narrativa iniciada en el siglo XVI con El Patrañuelo y Sobremesa y alivio de caminantes, de Juan de Timoneda, y a un afán de variedad para no caer en la monotonía, del que son buena prueba los relatos intercalados en novelas largas —como los que incluye Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache— o los que aparecen en obras misceláneas, como las novelas de Lope dedicadas a Marcia Leonarda, incluidas en La Filomena y La Circe.
Como autor de novelas cortas Castillo Solórzano se decide por un género acreditado con el marchamo cervantino, y en el que dejaron su huella autores de la talla de Lope y Tirso de Molina; y desde Tardes entretenidas emplea el mismo modelo estructural, el de las narraciones con un marco o cornice, defendido por Tirso frente a los doce relatos sueltos de Cervantes, imitados por otros autores de la época, como Diego de Agreda y Vargas en sus Doce novelas morales. Pero frente al adjetivo “moral” de esa colección, las de Castillo repiten, como una constante, la finalidad de pasatiempo que auguraba su primera publicación desde el título: Jornadas alegres, Tiempo de regocijo, Noches de placer, Fiestas del jardín, Sala de recreación. Esto no quiere decir, en absoluto, que sus obras sean licenciosas, sino que, en la difícil conjunción del “deleitar aprovechando”, utilizan el reclamo de la risa, la fiesta o el recreo, para atraer a los lectores. Y esto cuando buena parte de la novela del XVII, que no supo entender el concepto cervantino de ejemplaridad, trufaba los relatos con advertencias al lector, realizadas por autores incapaces de sustraerse al precepto horaciano del pro-desse-delectare. Así pretendían dignificar un género mirado con suspicacia por los moralistas, y que había de pasar el filtro de la aprobación religiosa antes de su publicación. A pesar de los títulos citados, Castillo Solórzano no fue una excepción al respecto: tanto las dedicatorias, como los prólogos, como algunas apostillas en los propios relatos muestran su deseo de llevar al lector por el buen camino, aunque los comportamientos de sus personajes sean censurables.
Probablemente ese deseo de ganar lectores llevó a Castillo a la novela picaresca, que suponía un cambio con respecto a las colecciones cortesanas, en las que abundaban manidas historias amorosas y personajes nobiliarios. Hacia 1630 la novela picaresca era un género de éxito, tanto por las reediciones de las dos obras que inauguraron el género, el Lazarillo y el Guzmán de Alfarache, como por El Buscón de Quevedo y la serie de obras, más o menos fieles al canon, que a él se adscribieron. Los libros de pícaros suponían, entre otras cosas, un cambio de ambiente, de personajes y de temas, más próximos al lector común, por ser menos idealizados; y además posibilitaban la burla, en los casos más suaves, y la crítica, en los más agrios. Esos cambios debieron de ser bien aceptados por el público, que ya había percibido en algunos aspectos del Quijote y en algunas de las Novelas Ejemplares, como Rinconete y Cortadillo, otras posibilidades para la novela. Por ese camino precedió a Castillo otro gran novelista y amigo suyo, Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, que supo combinar personajes picarescos o apicarados-corno los de La ingeniosa Elena o El sutil cordobés Pedro de Urdemalas— con recursos de la novela cortesana, en estructuras misceláneas que primaban la variedad frente a la unidad del relato picaresco en primera persona.
Todo ello está muy presente en las obras picarescas o apicaradas de nuestro autor, desde Las harpías en Madrid (1631) a La garduña de Sevilla (1642). Los once años que separan ambas obras indican un interés sostenido por la picaresca, al margen de que el autor la practique o no con total fidelidad a sus reglas. Y es que las cuatro obras que nos ocupan no pueden considerarse en su totalidad estrictamente picarescas, sino que utilizan distintos ingredientes del género, en un proceso combinatorio que parte de la novela cortesana, en Las harpías, y desemboca en obras misceláneas (un relato con pícaro o pícara, más novelitas cortas, poemas y algún entremés) con El bachiller Trapaza y La garduña. En Las harpías en Madrid Castillo utiliza un marco narrativo para unificar las cuatro estafas —cuatro relatos breves— protagonizadas por cortesanas apicaradas, en un coche que encubre sus fechorías por Madrid; la narración es en tercera persona y el tono apicarado viene dado por las cuatro ingeniosas y bellas mujeres que viven de desplumar a incautos caballeros. No se trata, por lo tanto, de una novela picaresca, sino de una mezcla entre ésta y la cortesana, que da como resultado un libro divertido que plasma los engaños y riesgos de la corte, denunciados con humor o con moralina, por ejemplo, en la Guía y avisos de forasteros que vienen a la corte (1620), de Liñán y Verdugo. Pero, a partir de este intento, Castillo debió de comprobar la riqueza de esta vena narrativa, y la aplicó con todas sus exigencias, como veremos, en Teresa de Manzanares sólo un año más tarde. El Bachiller Trapaza es un caso distinto, porque es su única obra de picaresca masculina; en ella Castillo renuncia al relato autobiográfico, lo que le permite opinar y moralizar como narrador sobre la mala vida de su pícaro, a la que dota de una continuación, La garduña de Sevilla; en esta última muere Trapaza, y se confirma el determinismo picaresco mediante la vida de estafas de su hija, Rufina, apodada la Garduña por su inclinación al robo.
La obra de Castillo Solórzano es, en definitiva, si no muy original, porque bebe en múltiples fuentes, muy abundante y variada. Su carrera literaria abarca casi treinta años de una producción continua, que atestigua su interés por la literatura en general, desde la poesía al teatro, o a la hagiografía. Sin embargo, no hubiera pasado a las historias de la literatura de no ser por su dedicación a la narrativa, practicando dos subgéneros de éxito seguro entre los lectores de su tiempo, la novela cortesana y la novela picaresca, que se funden en algunos aspectos de Teresa de Manzanares.
4. La niña de los embustes, Teresa de Manzanares
La niña de los embustes se publicó en Barcelona, en 1632, y puede situarse en la etapa más cuajada de la carrera del autor, cuando ya ha cultivado diversos géneros y está en la plenitud de su “oficio” de novelista, sin caer todavía en las repeticiones y redundancias propias de su ingente producción. En esas circunstancias La niña de los embustes constituye la culminación de lo que E. Juliá denominó una inclinación hacia el realismo, que comenzaba en El Proteo de Madrid, una de las novelitas de Tardes entretenidas (1625), y a la que volvió Castillo con Las harpías en Madrid (1631). Si esa tendencia se había reflejado sólo en la elección de temas, personajes y ambientes, La niña de los embustes, Teresa de Manzanares supone, además, decidirse por una estructura, la de la novela picaresca, cuya narración en primera persona añade verosimilitud a los elementos anteriores. La obra se sitúa, por lo tanto, en un punto de inflexión del quehacer literario de Castillo, que renuncia a los relatos idealizados con marco cortesano, y toma como modelo la primera obra de picaresca femenina, La Pícara Justina (1605), así como algunos personajes y episodios de Salas Barbadillo en La hija de Celestina (1612), Corrección de vicios (1615) y La sabia Flora malsabidilla (1621). Estas influencias, ya patentes en las cuatro mujeres apicaradas de Las harpías, fructifican en la primera de sus novelas picarescas, Teresa de Manzanares, la única en la que la protagonista cuenta su propia vida.
La niña de los embustes es la historia de Teresa de Manzanares, desde sus orígenes familiares —con especial interés por su ascendencia materna— y su concepción en el río de Madrid, hasta su presente de mujer madura, casada con su cuarto marido y con hijos. La obra consta de diecinueve capítulos, a través de los cuales la protagonista cuenta su niñez y primera juventud en Madrid, y el resto de su vida en Córdoba, Málaga, Granada, Sevilla, Toledo y de nuevo Madrid, hasta el presente de la escritura en Alcalá de Henares. Esta vida plagada de avatares es la de una mujer de baja condición social, nacida y criada en una posada de Madrid, que pretende ascender en la sociedad. Para ello Teresa aprende un oficio bien remunerado, el de peluquera, contrae un matrimonio de conveniencia, se hace pasar por hija de un caballero andaluz, y, ya en la segunda parte de la obra, se vuelve a casar, se convierte en cómica y, cada vez más degradada, no vacila en estafar y en dedicarse a la alcahuetería para conseguir dinero. Sus iniciales deseos de honra y prestigio social se ven finalmente reducidos al medro económico, lo que explica que acepte un cuarto matrimonio con un simple mercader.
Como bien señaló Rey Hazas, la autobiografía de Teresa se estructura alrededor del capítulo décimo, muy breve, que narra la llegada a Córdoba, lo que supone un cambio fundamental en la vida de la protagonista. Antes de Córdoba está su adolescencia en Madrid, junto a su amiga Teodora y las maestras de labor, y sus primeros éxitos como moñera; su amor por el licenciado Sarabia, que le mueve a ser infiel a su primer marido; su primera y honrada viudedad, sirviendo como dueña en una casa aristocrática; y su injusto despido de la misma, que le induce a regresar junto a sus maestras, prosperando en su anterior oficio. Es precisamente ese deseo de medrar lo que mueve a Teresa para desplazarse a Córdoba, donde le aseguran que triunfará con su industria de peluquera. Antes de llegar experimenta los peligros del viaje, en el episodio de los bando