Goat Mountain

David Vann

Fragmento

cap-2

 

El aire preñado de polvo grueso como la pólvora, un tono rojizo en el día que despuntaba. Olor a ese polvo y olor a pino, olor a gordolobo. La camioneta un insecto segmentado, la cabeza en una dirección y el cuerpo en otra. Una curva cerrada y de poco no salí volando.

De rodillas sobre un colchón atado a la plataforma de la camioneta, los trastos de acampar debajo. 1978, norte de California. Agarrado contra baches y bandazos, el metal ardiendo ya a hora tan temprana. Toboganes montaña arriba. Yo llevaba una caja de zapatos con piedras y cuando enfilábamos un trecho de carretera recto, cogía una piedra y la lanzaba contra un árbol. Proyección y curvatura, la piedra apartada lateralmente, un sonido como de rasgueo, la piedra hendiendo un aire espeso pero impulsada hacia delante por la inercia. Forzada a cambiar de trayectoria, dibujando un arco, impulsada más allá de la primera intención. Yo le tenía cogido el tranquillo, prefiguraba esa curvatura y apuntaba bastante más atrás. Blandiendo un puño si la piedra daba en el blanco. El ruido sordo audible pese al zangoloteo del motor, y a veces la imagen fugaz de un pedazo de corteza que saltaba por los aires.

El cielo bajando ostensiblemente, el día cada vez más caluroso, el aire redoblándose, comprimiendo el olor de todas las cosas. Metal, tubo de escape, aceite, polvo, matojos, pinos, y ahora un largo trecho de reseca hierba amarilla, un valle con pinos de azúcar, valle que señalaba la entrada a una región nueva, lejos del lago. Todos los otoños la misma cacería, todos los otoños el mis­mo itinerario.

Paramos en Bartlett Hot Springs. Detenidos en el crepúsculo momentáneo de nuestra propia polvareda, mi padre sin esperar a que el aire aclarase, abriendo enseguida la puerta de su lado, apeándose, sombra alta y delgada, el rifle al hombro. Mi padre cincelado y radiante incluso en silueta, cosa aparte del resto de la tierra, su presencia excesiva. Echando luego a andar, vereda allá, hacia el manantial.

Mi abuelo se apeó por el otro lado de la cabina, con los limones. A continuación el mejor amigo de mi padre, Tom, que había viajado apretujado entre los otros dos, presente desde que tengo memoria, siempre como de la familia. Llevaba gafas, y al mirar hacia arriba el sol se reflejó en ellas incluso en medio de aquel marasmo de polvo. Ya estamos aquí, dijo.

Salté por el lado del conductor, me metí en la cabina y al­cancé de detrás del asiento mi carabina Winchester 30-30 de carga por palanca y mira trasera de apertura. El metal frío, de momento. Como no tenía correa, llevé el arma en la mano. Tal como había hecho y, pensaba yo, haría siempre, caminar hacia las fuentes con el rifle bajo en mi mano derecha, el cañón mirando al suelo. Aguja inclinada, aquel rifle, inclinación del planeta mismo, que me hacía avanzar.

Bartlett Hot Springs cerrado desde hacía décadas, verja y valla, abandonado. Reliquia de tiempos pretéritos. El sendero una entrada posterior, vereda angosta entre rocas grises incrustadas de liquen negro, naranja, verde, blanco, pequeñas ruedas y engranajes y rosetas para adivinar futuros y registrar todo lo pasado. El mundo estampado en el mundo y repitiéndose eter­namente a sí mismo.

Ramas bajas, secas, quebrándose a nuestro paso. Ojo avizor por las serpientes. Pero el camino terminaba pronto y se salía a una especie de terraza. Antiguo césped invadido de hierba buena o mala, cemento viejo agrietado a discretos pedazos, extensas zonas invadidas. Un lugar con embrujo, para mí y na­die más, porque yo era demasiado joven para recordar y en mi mente aquel entorno podía convertirse en otra cosa.

Mujeres con sombrero de paja, puntillas y volantes, hombres con traje de varias piezas, reloj y bastón. Que iban a aquel refugio para bañarse y tomar las aguas. Así me lo imaginaba yo, y dentro de esa imagen mi familia, todos más viejos y más solemnes. Seguro que había música, una orquestina en su glorieta, y por la noche farolillos colgando de los árboles. Terreno de robles, robles viejos y gruesos y retorcidos pero con cla­ros entre ellos. Seguro que había baile.

Mi abuelo se sentó pesadamente con la espalda contra una pared de hormigón casi invisible bajo la maleza. Un pequeño grifo encostrado de mineral blanco. ¿Listo para un trago?, me preguntó.

Yo con la boca apretada involuntariamente. El agua olería y sabría a azufre. Dije que sí. Mi abuelo un ser enorme, una barriga descomunal bajo la camisa y la cazadora marrón. Siempre llevaba aquella cazadora, aunque hiciera calor.

El abuelo había traído un vaso, cortó el limón y metió dos rodajas dentro mientras yo miraba. Abrió el grifo y dejó que saliera el óxido, primero marrón y después transparente, el agua. Yo siempre era el primero en probarla, y me pregunté si algo habría cambiado desde nuestra última visita, si el agua se habría vuelto venenosa, dejando aparte el sabor.

Champán Bartlett, dijo mi padre, sonriendo con media boca. Mejillas largas, igual que el abuelo.

Los tres mirándome, divertidos pero procurando que no se les notara. El vaso lleno y brillante a la luz, el agua moviéndose por su cuenta mientras los trocitos de limón se disolvían. Su olor en el aire. Azufre procedente de las entrañas de la tierra.

Cogí el vaso. Tenía un tacto fresco aunque yo me lo había imaginado caliente, radiactivo; acerqué la nariz, tosí y lo lamenté enseguida mientras los tres sofocaban una carcajada. Luego bebí, rápido. El pedo de la tierra, gases concentrados a lo largo de kilómetros de putrefacta caverna tectónica.

Ellos tres con los ojos húmedos de tanto aguantarse la risa, pero yo me di cuenta. Venga, reíos, dije. Sé que os estáis riendo.

Mi padre a punto de reventar, cerrados los ojos, torcido el gesto, pero bajo la sucia camiseta blanca vi cómo le brincaban el pecho y la barriga. Un hipido de Tom al reprimir la carcajada, mirando hacia otro lado. Perdona, dijo al final. Si vieras la cara que pones…

Mi padre se tapó la boca con una mano.

Como una rana intentando tragarse a un caballo, dijo Tom, y luego miró hacia los cielos con el labio inferior estirado en una mueca.

Mi abuelo no pudo más y soltó una especie de resoplido. La tripa se le meneó mientras ataba la bolsa de los limones.

¿Qué haces con esos limones?, dije. Ahora os toca probar a vosotros.

Mi padre con los ojos apretados de tan gracioso como lo encontraba, y entonces entendí que nadie más iba a beber. Muy bien, dije, y cogí mi rifle y eché a andar de vuelta hacia la camioneta.

Subí al colchón y dejé el arma a mi lado, porque a partir de ahora cualquier ciervo que pudiéramos ver era caza legal, y yo tenía muchas ganas de disparar.

Les oía reír desde allí arriba, pero al acercarse dejaron de hacerlo, montaron en silencio en la cabina y partimos de nuevo. El viento frío porque yo estaba empapado en sudor, la camiseta húmeda. Las palmas apoyadas en el techo de la cabina, el rifle sujeto bajo una pierna.

Al acecho de venados. Cuernas entre el ramaje seco en una ladera poblada de matojos, un vislumbre de lomo marrón al pie de un pino, o yaciendo a la sombra. Un ciervo podía ser muchas formas y muchos colores, el resto era solo telón de fondo. La vista adiestrada para separar ese fondo, adiestrada para cribar el mundo y dejar solo el blanco buscado. Yo tenía once años y hacía dos que dispar

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