Nosotros caminamos en sueños

Patricio Pron

Fragmento

cap-1

Lo primero que sucedió fue que estalló una bomba a mi lado y que fue como si la tierra y el cielo se hubieran revuelto sobre sí mismos y una estuviera sobre el otro y los dos cayeran sobre mi cabeza: cuando pude volver a alzarla y miré a mi alrededor vi que todos estábamos echados sobre la turba, dispuestos aquí y allá a lo largo de una trinchera todavía imaginaria en la que nuestros cuerpos empapándose, hundiéndose en la turba, eran la única protección de la que disponíamos, y vi que uno de los que formaban parte de mi compañía, uno al que llamaban Sorgenfrei porque ese parecía ser su apellido y tenía los dientes muy separados, se había puesto de pie y miraba hacia delante, llevándose una mano a los ojos a modo de visera pese a que aún no había amanecido por completo. Una segunda bomba estalló unos metros más adelante y nos cubrió de barro y un tipo rubio que estaba a mi lado se quitó el casco y empezó a limpiarlo cuidadosamente con un pañuelo que tenía bordadas unas iniciales. Yo me quedé mirando esas iniciales, como aturdido. A continuación escuché que me gritaba: «No te preocupes: es sólo el bombardeo de las seis. En diez minutos estaremos desayunando». «¿Quién eres?», grité en su dirección, procurando que me escuchara por encima del ruido de las explosiones, que habían arreciado como si la artillería enemiga supiera que nos tenía atrapados. «¡No! ¡Dios mío! ¡No!», oí que aullaba alguien. «Morin, un gusto. Soy el responsable de intendencia del ejército: yo hubiese deseado ser general o algo así, pero desafortunadamente tengo estudios», dijo estirando una mano en mi dirección; yo iba a estrechársela cuando vi que Sorgenfrei seguía de pie buscando algo en un bolsillo de su chaqueta y me detuve. «¡Dios mío! ¡Échate al suelo!», escuché gritar a Moreira, pero Sorgenfrei, que no parecía prestar atención a sus ruegos, había encontrado por fin sus anteojos y trataba de ver a través del humo y del barro que levantaban las bombas, dando pequeños saltos para elevarse sobre los túmulos de turba y rocas que comenzaban a abrirse, como flores, a nuestro alrededor. «No creo que sobreviva si continúa haciendo eso», apuntó Morin guardándose el pañuelo en un bolsillo. «¡Me cago en Dios!», gritó O’Brien, que estaba detrás de nosotros agazapado en el pozo que abría en ese momento con sus manos: entonces comenzó a aullar y yo recordé que el Sargento Clemente S nos había dicho un tiempo atrás que los soldados no gritaban por miedo, sino porque sabían que los muertos no gritan y querían comprobar para sí mismos que aún estaban vivos, así que yo también comencé a aullar con todas mis fuerzas para demostrarme a mí mismo que aún estaba con vida, pero entonces O’Brien dejó de hacerlo y me dijo, levantando la cabeza: «¡Es el final!». «Así es: unos seis minutos más y habremos terminado», le respondió Morin mirando su reloj. «¡Sorgenfrei! ¡Sorgenfrei! –gritaba Moreira mientras se arrastraba por el barro en dirección a él–: ¡Te van a matar!» Sorgenfrei hizo un gesto de desdén con la mano y siguió mirando hacia delante. «No pasa nada», dijo. Una nueva explosión nos sacudió como si fuéramos cerillas en una caja medio vacía. «¡Por favor! ¡Vuelve! ¡Te lo ruego!», gritó Moreira escupiendo turba y nieve; se puso de pie y alzó los brazos en dirección a Sorgenfrei pero entonces el Sargento Clemente S lo arrojó de nuevo al suelo. «¡Sois unos imbéciles! ¡Os van a matar a ambos!», le gritó dándole dos cachetadas. «No son maneras», dijo a sus espaldas Mirabeaux y le descargó la culata de su fusil en la nuca. El Sargento Clemente S cayó de bruces al suelo; Moreira lo miró un instante mientras se acomodaba el casco sobre la cabeza y después gritó: «¡Sorgenfrei, bájate de allí! ¡Están tirando con todo!». «¡Te van a matar!», se sumó Mirabeaux, que aún llevaba agarrado el fusil del revés. Nuevamente estalló una bomba a nuestro lado y no pude comprender lo que dijo a continuación. «No insistáis. No tiene sentido», escuché que decía O’Brien a nuestras espaldas. En ese momento Sorgenfrei se giró en dirección a nosotros y nos amonestó: «No pasa nada. ¿No os dais cuenta de que no me disparan a mí?». Moreira se quedó un instante sin saber qué responder. «¡No seas imbécil! –dijo Mirabeaux–. ¡Te van a llenar de agujeros!» «¡Mi Dios!», gritó O’Brien y luego estalló una andanada de obuses que detuvieron nuestros gritos durante un rato. En el momento en que se disipó la cortina de barro y nieve que caía sobre nosotros vi que Sorgenfrei seguía de pie y nos miraba. «¡Vuelve aquí!», le gritó Moreira una vez más: era un tipo de aspecto apacible que antes de la guerra había trabajado con su padre cultivando flores, de modo que en ningún otro sitio parecía estar tan fuera de lugar como en medio de ese bombardeo. «No pasa nada –volvió a decirle Sorgenfrei como si se dirigiera a un niño–: No me disparan a mí. Yo no les he hecho nada. No tienen nada contra mí.» «Mi Dios, qué imbécil», balbuceó O’Brien metido en su agujero. «Me habían dicho que eres ateo», escuché que decía Morin dándose la vuelta para observarlo. «Lo era hasta que llegué aquí», le respondió O’Brien, y volvió a escarbar. «¿Me podrías repetir lo que acabas de decir?», gritó El Nuevo Periodista en dirección a O’Brien, pero éste no le respondió. «¿A ti te han explicado cómo funciona esto?», escuché que le preguntaba un soldado a otro sosteniendo el fusil entre las manos. «¿Te refieres a si me han explicado cómo hacer para que funcione de verdad?», preguntó a su vez el otro. «¿Qué entiendes tú por hacerlo funcionar de verdad?», lo interrogó O’Brien, pero ya el primero estaba examinando el cañón del fusil con un ojo cerrado; cuando apretó el gatillo, el fusil se deslizó de sus manos y el soldado cayó hacia atrás con la cara destrozada: todos a su alrededor estábamos cubiertos de sangre y aterrados. «¡Nos van a matar a todos!», gritó O’Brien a continuación; su cabeza rubia era la única que permanecía cuerda en esas circunstancias. «¡No hay de qué preocuparse! –respondió Sorgenfrei en dirección al agujero en el que se escondía–. ¡Están muy lejos todavía!» «¡Dios mío! –gimió Mirabeaux clavando los dedos en la turba–. ¿Puedes agacharte, por favor?», le rogó prácticamente sin esperanzas. «No. No tienen nada conmigo», repitió Sorgenfrei un poco irritado; a su alrededor las ráfagas de ametralladora abrían surcos que él estudiaba con inocencia. «¡Nos van a matar! ¡Nunca saldremos de este puto agujero!», gritó O’Brien. «¡Haced callar a ese imbécil!», ordenó el Sargento Clemente S mientras se incorporaba tomándose la nuca. Quise preguntarle a Morin por qué creía que al bombardeo sólo le quedaban unos minutos, pero en ese momento el Soldado Cornudo se puso de pie y comenzó a correr en dirección a la tierra de nadie. Un soldado que no pertenecía a nuestra compañía se acercó y me preguntó: «¿Eres de los nuestros?». «¿Quiénes son los nuestros?», pregunté yo a mi turno, pero, antes de poder responderme, el soldado cayó sobre mí: al echarlo a un costado vi que me había cubierto de sangre. Entonces el mundo comenzó a dar vueltas y sentí que mis tripas se desfondaban y pensé por primera vez que todo era una puta mierda, que entre todas las putas mierdas del mundo esa guerra era sin dudas la peor. Sorgenfrei seguía paseándose encima de nuestras cabezas, poniéndose en puntas de pie para apreciar mejor las posiciones de

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