3
Cayó a plomo, de cabeza. De lleno en el embaldosado. El cuero cabelludo no resistió. Por la inmóvil aureola que le formaba su sangre, le creí muerto. Nada se movía cuando llegué hasta él. El charco no crecía. Él yacía dentro, crispado alrededor de su abdomen, como una araña de segunda residencia.
—Mierda.
Todavía hoy, es el primer recuerdo que tengo: la certeza de su muerte.
—Y mierda…
¡Brillante comienzo para el campeón de la Medicina Interna! Un hombre que aguantaba un plantón de varias horas en mi corredor acababa de estirar la pata ante las narices de Éliane, de la señora Boissard, la auxiliar de enfermería, y de una paciente que dejaría de ser anónima en cuanto se tratara de dar testimonio contra el médico de guardia: «Que se hacía tranquilamente un café mientras aquel señor estaba diciendo que no se sentía muy bien… ¡Sí, sí, lo oí…!, que iba a morirse, incluso».
No, el corazón latía todavía. Y la sangre manaba. Lo llevamos hasta la mesa de examen sin conseguir desplegarlo. Con la mirada extraviada, el cuerpo cerrado sobre un dolor que nada bueno anunciaba.
—¡Relájese! —aullaba Éliane suturando la herida de la frente, mientras yo palpaba puro cemento.
No se relajaba. El vientre meteorizado, a punto de estallar, una cerrazón completa.
—¿Cuánto tiempo hace que no ha hecho usted de vientre?
—No me siento muy bien.
El último grado de la fermentación, un hombre a punto de explotar.
—¿Cuándo se ha tirado un pedo por última vez?
Retención de las materias y los gases. ¡Cien contra uno a que se le estaba formando una oclusión intestinal aguda! Palpitación en las fosas nasales, reducidas a papel de Armenia.
—¡Éliane, llama a Angelin! ¡Dile que voy con la urgencia de las urgencias!
Nos precipitamos, mi obstruido y yo, por el linóleo del pánico.
Yo había hecho engrasar las ruedas de nuestras camillas, para que no avanzaran a lo cangrejo como los carritos de aeropuerto. Al pasar ante la señora del pasillo, grité por encima de mi hombro:
—¡Luego te encargas de la señora!
Tú no te mueras, sobre todo, no te destripes por el camino, Angelin te sacará de esta, es un as de la Visceral, tiende a ser considerado solo por su tarjeta de visita,
PROFESOR LOUIS-FRÉDÉRIC ANGELIN
DFMP, AIHP, CCA
CIRUGÍA VISCERAL
(frente al Elíseo)
pero es el rey de lo blando, ¡te lo juro! Agárrate bien, estoy corriendo por ti, conozco a Angelin, aunque durmiera a pierna suelta cuando Éliane le ha llamado, puedes estar seguro de que nos espera en la puerta del ascensor, señalando con el dedo el quirófano.
En efecto. Angelin nos esperaba con su rosario de preguntas que fue soltando mientras corría hacia el quirófano, al lado de la camilla.
—¿Hay obstrucción?
—Puro cemento.
—¿Tránsito?
—Ninguno.
—¿Desde cuándo?
—Vete a saber…
—¿Empina el codo?
—No parece.
—¿Ha comido?
—No sé.
—¿Vomitó?
—Con nosotros no.
—¿Fiebre?
—Tampoco.
Evidentemente, aquel fue el momento que eligió nuestro ocluido para devolver, hacia arriba, más de una semana de menús diversos mientras su temperatura se ponía al rojo vivo como si él mismo fuera su propio termómetro.
—¿Ha visto usted su lengua, Galvan? ¡Bravo por el diagnóstico!
Una lengua blanca y de madera, recta como un dedo acusador.
—Vaya a despertar a Placentier, operamos.
Puesto que el teléfono de Éliane se había anticipado, Placentier, el anestesista, corría hacia mí mientras yo corría hacia él. Ambos cabalgábamos hacia el quirófano, él atándose los calzones, yo preguntándome qué habría querido decir Angelin con respecto a mi diagnóstico. Ese tipo de ambigüedad era puro Angelin. «¡Bravo por el diagnóstico!» Imposible saber si se pitorreaba de ti o te felicitaba. Perdías más tiempo analizando el tono de su voz que los gráficos de los enfermos.
A fin de cuentas, me importa un bledo, me dije trasladando a nuestro paciente hasta la mesa y desnudándole. Siempre que salga de esta…
—¡Su balance, pronto, voy a operar! ¡Electro! ¡Grupo sanguíneo!
Angelin hablaba ya desde detrás de una máscara. Placentier pegaba los parches en un torso de pollo.
—Galvan, hará usted de enfermera.
La enfermera Galvan no había esperado a aquel ascenso para estirar el brazo del enfermo, pasar el algodón con alcohol por el interior del codo y poner una sábana sobre su cuerpo en fusión.
—Apúrense, abro enseguida.
Y, como si yo no conociera el percal:
—Laparotomía —soltó Angelin en el tono del profesor que yo soñaba con ser… (¡Ah!, ante mí el anfiteatro como dos brazos abiertos, ¡y esos graderíos de cabecitas!)—. Laparotomía exploratoria —concretó Angelin, mirando por encima de su máscara.
Destrábalo, eso es todo lo que te piden, mascullé agarrotando un bíceps fundido. Mi paciente tenía unas venas muy pequeñas… de un azul extraordinariamente tenue…
Los ojos de Placentier corrían por las crestas del electro.
—Bueno, va bien, el corazón funciona… Bastante relajado, incluso.
—Pincho —dije.
—No se preocupe —dijo Angelin al enfermo—, vamos a dormirle. Sáqueme esta sábana, Galvan.
Iba a hacerlo cuando la sábana se hinchó. Sin ostentación primero, brisa marina, suavidad regular de los alisios, vela redondeada en pleno Pacífico, la sábana se hinchaba…
—Pero ¿qué es eso?
Por toda respuesta, una deflagración lanzó a Angelin dos pasos hacia atrás. La sábana tomó proporciones de globo aerostático, luego se oyó el clarín. «Eso», mi querido Angelin, es un pedo. ¡Nuestro hombre se tiraba pedos! Eso era lo que ocurría. ¡Por fin soltaba sus aires, Dios mío! Y de un tirón, de uno solo. ¡El pedo de la liberación! ¡El clarín de la descarga! ¡Un mes de huracán expulsado! ¡Desatrancado! ¡Salvado! El clarín dio paso a la trompeta de la victoria, que se convirtió en oboe, el oboe fue afinándose en flauta, la flauta se aguzó en pífano, todo ello en tantas amables circunvoluciones como permiten seis metros y medio de intestinos conectados a un gran colon que se deshincha.
Es posible que exagere, que la sábana no emprendiera el vuelo, carguen la imagen en la cuenta de mi alivio, pero puesto que —al menos en mis recuerdos— la sábana caía planeando, advertí que acababa de ocurrir algo infinitamente más sorprendente que la súbita curación de mi paciente, un acontecimiento o, mejor, un no-acontecimiento, mucho más pasmoso: ¡durante todo ese tiempo no había pensado, ni una sola vez, en mi tarjeta de visita!
Estaba yo pasmado por esta sorpresa, sintiendo curiosidad por lo que Françoise diría, cuando la voz de Placentier me sacó de mi ensueño.
—Han metido la pata, muchachos.
(La voz de Placentier…)
—No se trata de una oclusión.
(Placentier, el anestesista…)
—Es mucho más molesto.
(¿Qué está diciendo?)
—Miren…
4
Angelin y yo nos inclinamos de nuevo sobre el paciente. Placentier, con ambas manos puestas como un cuenco sobre la vejiga del tipo, movía la cabeza:
—Una laparotomía por un globo vesical, de acuerdo, pero en mi opinión más valdría vaciarlo, ¡y pronto!
No añadió «Bravo por el diagnóstico», todo estaba en el tono de su voz, también en él. Y en la mirada que Angelin me lanzó por encima de la mesa de operaciones. El enfermo abrió un ojo y susurró «No me siento muy bien», antes de volver a caer en su atontamiento. Placentier aumentó su ventaja:
—¡No me extraña! Su vejiga acarrea un hectolitro de meados congelados, como los que caen de los canalones sobre los enanos de jardín.
Para dar mejor la medida, añadió:
—Nunca había visto semejante distensión de la pelvis. Está a dos dedos de estallar.
Puse una mano en la frente del paciente. Sudor frío. Estaba helado.
Angelin se centró en lo que corría más prisa:
—¿Está ahí Saliège?
Sí, Saliège, nuestro urólogo de la casa, estaba ahí. Placentier acababa de dejarlo cuando le sacamos de la cama.
—Vamos. ¡Corred!
Y, de nuevo, carrera por el pasillo.
—¿Has hecho engrasar las ruedas de las camillas, Galvan?
Puedes cometer un error de diagnóstico pero enorgullecerte de que un colega advierta el detalle de las ruedas bien engrasadas. La vida abunda en premios de consolación. Las ruedas de la camilla no hacían el menor ruido y las suelas de nuestras zapatillas deportivas sobrevolaban el linóleo. Corríamos hacia Saliège. Como si tuviera ojos en la nuca, veía yo la imagen de Angelin empequeñeciéndose en el umbral de su puerta. Se aseguraba de que nos apresuráramos. No entraría en su sala hasta que nuestro trío hubiera desaparecido. Es preciso decir que un globo vesical es algo serio. No retenga nunca la meada, caballero. El astrónomo Tycho Brahé murió de eso, en un festín del emperador Rodolfo II. ¿Visualizan la escena? Rodolfo perora. Uno de esos soliloquios de monarca durante los que todo el mundo se mantiene tieso. ¡Y, además, en honor de Brahé! Hace que le sirvan un último vaso, o uno de aquellos copones —naturalmente Brahé no sabía que sería la última— y prosigue con el elogio real. El pobre Tycho se aguantó tanto y tanto que su vejiga estalló. Mi padre —era urólogo— contaba de buena gana esta historia, sobre todo los días festivos, al finalizar la comida, cuando todo el mundo tenía más o menos ganas de mear, eso le divertía, evaluaba su ascendente sobre la familia por la tensión de nuestras vejigas. Nunca me atreví a interrumpirle. ¡Por lo tanto me sentía muy ansioso mientras cabalgábamos hacia Saliège! Placentier tenía razón, la vejiga de mi enfermo podía desgarrarse de un momento a otro. Corría yo, empujando la camilla, con los ojos puestos en su rostro echado hacia atrás. Era una mezcla de inconsciencia y extremado sufrimiento. Párpados pesados, ojeras de hollín, labios violeta, como si el dolor le torturarse hasta en el coma. Es posible desvanece