Clipperton (Mapa de las lenguas)

Pablo Raphael

Fragmento

El cuaderno de los amarillos

Se miró al espejo y perdió la razón. Tenía los labios llagados, la nariz reventada de pústulas, las orejas inundadas de cerilla, el cabello endurecido y hecho nudos. Durante las horas muertas se lo arrancaba a tirones. También se había despedazado las uñas con los dientes. Ya no lo recuerda, pero alguna vez se llamó Gustave Schultz, tuvo un hermano gemelo, eran naturales de Bruenn, y Gustave llegó a esta orilla el Año del Agua, que coincide con 1906. Venía representando a la compañía Oceanic Phosphate y en calidad de gerente general de la Red Dragon Ltd.

Resignado a sobrevivir a cualquier clima gracias a su enorme tamaño y sin otra expectativa que hacerse rico, el hombre buscaba su momento. Primero registró cada detalle en un cuaderno de tapas rojas: los kilos de mierda recolectada, las especies de pájaros que ahí defecaban, las bondades del abono, los ingresos, las vacaciones que acumulaba, los barcos que llegaban y se iban, el tamaño de su cuenta bancaria. Si un día decidió cambiar de método y llevar los números en la cabeza fue porque un huracán arrasó con la isla. Schultz le echaba la culpa a su gemelo. Soñaba con él y lo veía sitiando su isla a bordo de una lancha. La semana que pasó en la cúspide del risco esperando a que el agua bajase fue suficiente para entender que ninguna herramienta, ningún palo o muleta, ningún tipo de tinta o papel son extensiones del cuerpo, ni de la memoria. Aunque también es verdad que, a veces, se ayudaba haciendo sumas en la arena. En su haber contaba cincuenta años, un permiso de explotación que literalmente era papel mojado y una visa otorgada por tres países. Cada una le permitía residir en ese atolón que todavía era tierra de nadie. Una isla que solía hundirse.

Cuando era niño dibujaba islas imaginarias y jugaba a producir volcanes. Juntaba todos los químicos del laboratorio que había en la casa familiar y los ponía en un matraz, luego los calentaba con una lámpara de alcohol seco. Aquello producía lava de colores y, a veces, heridas en las manos, y explosiones. Su hermano hacía lo mismo y sus volcanes siempre fueron mejores.

En una ocasión la cosa se salió de control y el fuego les brincó a la ropa. El menor de los gemelos se quemó la mano, el otro lloró toda la tarde. La cicatriz en el brazo de Gustave lo hizo diferente. De algún modo lo agradeció: ese día dejaron de ser idénticos. El futuro acechaba y el fuego amenazaba las horas que se venían encima. El padre de los gemelos Schultz se quitó la vida prendiendo fuego a los muebles del laboratorio. Era químico y fabricaba medicamentos subsidiados. Los niños siempre creyeron que los volcanes, y no las deudas acumuladas, fueron la razón del desastre que los dejó huérfanos. Un mes después, la madre también los abandonó: se fue de casa sin dejar notas de despedida ni dinero. Su amante trabajaba para los acreedores del padre. También se llamaba Max, como el mayor de los gemelos.

Los abuelos se hicieron cargo de ellos. Los hermanos se abrazaron. El mayor dijo: Siempre estaré contigo. Max estudió en una escuela militarizada; Gustave, en una de sacerdotes: era más pacífico y nunca necesitó que le pegaran. El ambiente en que fueron educados resultó clave para situarlos en los opuestos: mientras que uno ingresó a la marina, el otro se hizo ingeniero. Gracias a una beca, Gustave terminó sus estudios en los Estados Unidos. Viajó a bordo del Dresden, se inscribió al Colegio de Ingenieros de Yerbabuena, no hizo amigos y tampoco sacó muy buenas notas. Le encantaba la cerveza. El día que le dieron su título se fue directo al correo a ponerle una carta a su gemelo. Su hermano nunca contestó, pero ese día Gustave leyó un cartel que ofrecía empleos y contratos fijos. Primero trabajó en la empresa constructora que edificó la biblioteca pública de Buena Esperanza y luego se convirtió en funcionario de la Red Dragon Company. Necesitaban un incauto, de modo que sus jefes fletaron un barco y lo enviaron a esta orilla del mar para remplazar a dos subgerentes que no resistieron el clima o bien fueron atacados por las voces que invadieron su fuero interno, tal vez toda la isla.

Los aspirantes a profetas que no logran triunfar terminan convertidos en historiadores. Gracias a esta especie, siempre contaremos con alguien capaz de afirmar que el espíritu del número dos es el espíritu del mártir, del rey sin corona o del bateador emergente que sufre el olvido por parte de la prensa y el aprecio de los conocedores y de los académicos que se pasan toda la vida demostrando la viabilidad de las cosas que nunca sucedieron. Si Gustave Schultz aceptó representar el papel del número dos fue porque tenía muy claro que, a diferencia de su hermano, su destino era el del Diablo, es decir, el de un actor de reparto. El segundón obligado y necesario, pero segundón.

A finales del Siglo Negro la Red Dragon Company se interesó en la naturaleza del Océano Pacífico. Quería recolectar todo el guano posible y venderlo a precio de oro. La llamaron “Fiebre de la mierda”. A bordo de los vapores Rival y Navarra, esta y otras compañías organizaron infinidad de recorridos que permitieron evaluar las riquezas minerales y excrementicias de la zona. Isla por isla. En una de esas travesías, Schultz aprovechó para arrancar de las Revillagigedo un total de once palmeras que serían las primeras en sembrarse en su atolón.

La tercera vez que el Rival atracó aquí, los trabajadores japoneses y filipinos creyeron que la nave era una embarcación de once mástiles. Insolados y tras años de explotación, la idea de multiplicar cocos y beber tuba hizo que las palmeras estuvieran colocadas en su sitio en menos de media semana. Una década después esas palmeras ayudaron a que un puñado de náufragos pudiera combatir el escorbuto. Cuando el terremoto del Año del Agua inundó la isla, todo se desacomodó en la cabeza de Schultz. Desde el risco él y sus hombres bebieron agua de coco, contaron los días haciendo cortes en la cáscara de la fruta y, usándola como un cuenco, capturaron agua de lluvia suficiente para un vaso. El ansia.

En las antípodas del mundo su hermano jugaba a los naipes. Pasaba los ratos libres en el salón de oficiales que la marina alemana tenía en el casino de Hamburgo. En la barra, pidió un vaso de agua con bicarbonato. Tuvo acidez estomacal toda la tarde. Al terminar la partida ya era dueño de un destartalado velero de diecinueve pies y velas rojas.

Durante los tiempos buenos, los trabajadores de la Red Dragon hicieron un muelle, instalaron una vía cuyos carros y rieles harían más eficiente la explotación del guano y construyeron quince casas que se sumaban a las dieciocho chozas en las que se hacinaban los trabajadores.

En Alemania, el gemelo de Schultz se volvió experto en determinar las corrientes marítimas y el gobierno le pagaba por leerlas. Lo entrenaron, le dieron una casa, conoció a una mujer increíblemente guapa. Tuvieron dos hijas, un gramófono, un perro.

Gustave Schultz odiaba los desperdicios. Después de un muerto por accidente y varios meses de esfuerzo, el capataz ordenó que terminaran de tumbar las casas que alguna vez se alzaron en la zona conocida como

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