Acuario

David Vann

Fragmento

cap-1

Era un pez tan feo que casi no parecía un pez. Una piedra de fría carne musgosa y con hierbajos, jaspeada de verde y blanco. Al principio no lo vi, pero luego pegué la cara al cristal intentando acercarme. Sepultado en aquella maleza inverosímil, gruesos labios en curva apuntando hacia abajo, la boca una mueca. Ojo como pequeña perla negra. Gruesa aleta caudal con motas oscuras, a franjas. Pero nada más que lo señalara como pez.

Mira que es feo.

Un viejo de repente a mi lado, su voz una sorpresa desagradable. Aquí nunca me hablaba nadie. Salas oscuras, humedad y calor, refugio contra la nevada.

Supongo, dije.

Esos huevos, los está protegiendo.

Y entonces vi los huevos. Creía que el pez estaba medio escondido detrás de una anémona de mar blanca, un amasijo de globitos de color blanco, pero me fijé bien y vi que no había ningún tallo, cada globo era independiente, los huevos parecían flotar juntos en el costado del pez feo.

Pejesapo tres manchas, dijo el hombre. No se sabe por qué el macho se encarga de los huevos. Quizá para protegerlos. O quizá para atraer a otros peces.

¿Dónde están las tres manchas?

El viejo se rió.

Bien dicho. Ese tiene más manchas que la mano de un viejo.

No miré. No quise verle la mano. Era muy viejo, quiero decir anciano. Setenta y pico o así, aunque no encorvado. Su aliento el de un viejo. Ahuequé las manos en el cristal y me aparté un poco, como si simplemente estuviera buscando un mejor ángulo de visión.

¿Cuántos años tienes?, me preguntó.

Doce.

Eres una niña muy guapa. ¿Cómo es que no estás con tus amigas o con tu madre?

Mi madre trabaja. Yo la espero aquí. Viene a buscarme a las cuatro y media o las cinco, según el tráfico.

Justo en ese momento el pez levantó ligeramente una aleta. Como dedos de un pie separándose de la roca, por debajo pálidos y blandos.

Nuestros brazos y nuestras piernas son aletas, dije. Fíjese en ese pez. Parece que se agarre a la roca con los dedos de los pies.

Caramba, dijo el viejo. Hemos cambiado tanto que ya no nos reconocemos.

Entonces sí le miré. Carne jaspeada como la del pez, pelo cayendo hacia un lado del mismo modo que la aleta superior del pejesapo se ahuecaba sobre los huevos. Una mueca en la boca, los labios apuntando al suelo. Ojillos hundidos en la carne fofa y arrugada, camuflaje, rehuyendo mirarme. Tenía miedo.

¿Por qué está aquí?, pregunté.

Quería ver esto. No me queda mucho tiempo.

Bueno, pues mire el pez conmigo.

Gracias.

El pejesapo no flotaba sobre las rocas, sino que estaba adhe­rido a ellas. Parecía capaz de salir disparado en cualquier momento, pero no había movido más que los dedos de los pies.

Ahí dentro debe de hacer calor, dijo el hombre. Aguas tropicales. Indonesia. Toda una vida nadando en aguas cálidas.

Como si no saliera nunca de la bañera.

Exacto.

Otro ejemplar raro pasó flotando un poco más arriba, puntillas con estampado de leopardo, pero las manchas alargadas. Aletas transparentes y forma de todo menos de pez, como un manchón en el agua.

Pez rana rayado, dijo el viejo. Pariente del otro. El nombre científico menciona las antenas.

¿Y dónde tiene la boca, los ojos y todo lo demás?

Ni idea.

No sé cómo le pueden llamar pez a eso.

Buena observación.

¿Usted cuántos años tiene?

El hombre sonrió.

¿Es que te extraña que a mí puedan llamarme ser humano?

Perdone.

No pasa nada. Reconozco que yo también me hago esa pregunta. Apenas puedo andar, estoy solo, nadie me reconoce porque mi cara no se parece en nada a la de antes. Las facciones están como desaparecidas, a veces hasta me sorprendo de mí mismo, así que quizá correspondería ponerle a eso otro nombre. Es un espécimen nuevo, digamos. Claro que si nadie más lo ve, ¿existe siquiera?

Lo siento.

No, no. Es una pregunta interesante, me gustaría que la meditáramos juntos. Para mí será un placer. Meditemos sobre si él es un pez y yo un ser humano.

Bueno, tengo que irme. Son casi las cuatro y media, mi madre estará al llegar.

¿A qué hora vendrás mañana?

Las clases terminan a las dos cuarenta, o sea que sobre las tres y cuarto.

¿A qué colegio vas?

A Gatzert.

¿No está muy lejos para ir andando?

Bastante. Bueno, adiós.

Me alejé a toda prisa por los oscuros pasillos ribeteados de luz. El propio acuario parecía estar sumergido, un submarino a muchísima profundidad. Y luego, una vez en el vestíbulo, era como salir a otro mundo, las coloridas nubes de una puesta de sol en Seattle, parches de color naranja sobre el fondo gris, calles mojadas. La nieve acumulada negra y marrón, esperando a convertirse en hielo. El coche de mi madre no estaba.

Me puse el chaquetón y me subí la cremallera. Adoraba la sensación de abultar el doble. Me subí la capucha, piel sintética. Ahora era casi invisible.

Mi madre raras veces llegaba a las cuatro y media. Yo siempre salía a esperarla a esa hora, pero tenía tiempo de sobra para mirar las vías del tren al otro lado de la calle, y al fondo el paso elevado de la autopista. Moles de oscuro hormigón en el cielo, el mundo a franjas. Desde aquí se podía ir hacia el norte o hacia el sur; nosotras siempre íbamos hacia el sur. La calle se llamaba Alaskan Way, pero nunca tomamos la dirección de Alaska.

Camiones y un hormiguero de coches, cemento y sonido y frío, nada que ver con el mundo de los peces. Ellos no conocían el viento. Nunca habían sentido frío ni visto nevar. Esperar, eso sí. Esperar era lo único que hacían. ¿Y qué veían ellos en el cristal? ¿A nosotros, o solo a sí mismos reflejados, como en una sala de espejos?

Yo de mayor quería ser ictióloga. Me iría a vivir a Australia o a Indonesia o a Belice o quizá al mar Rojo y me pasaría la mayor parte del tiempo sumergida en agua cálida, como los peces. Una pecera de miles de kilómetros de largo. Lo malo del acuario era que no podías estar con ellos.

cap-2

Mi madre tenía un viejo Thunderbird. Debió de imaginarse una vida con más libertad, pero luego llegué yo. El capó ocupaba medio coche. Un motor enorme que galopaba estando al ralentí. Podía morir en cualquier momento, pero antes chuparía toda la gasolina que hubiera en el mundo.

Carrocería marrón, dos tonos, más claro en los costados, la pintura muy desconchada en el capó y el techo, como si se abrieran allí galaxias, soles plateados formando cúmulos demasiado remotos como para ponerles nombre.

La puerta al máximo de su apertura, como el contrapeso de una grúa, centenares de kilos. Para cerrarla, una vez dentro, siempre tenía que tirar con las dos manos.

¿Qué tal los peces?

Bien.

¿Has hecho algún amiguito?

Mi madre me decía lo mismo casi todos los d

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