Carmen

Nieves Herrero

Fragmento

Prólogo

PRIMERA PARTE

1

LA HUIDA

LAS PALMAS DE GRAN CANARIA, JULIO DE 1936

Vi a mis padres despedirse en el hotel. Nosotras íbamos al puerto de Las Palmas y mi padre a un aeródromo pequeñito a coger el Dragon Rapide. Puede que esa despedida tuviera una especial trascendencia, pero yo no me enteraba de nada.

—No te quedes atrás. Nenuca, tienes que andar más rápido. No podemos perder el barco…

—¿Adónde vamos? ¿Pasa algo? —preguntó la niña de nueve años, que vestía un traje blanco con unos zapatos del mismo color y unos calcetines a juego.

—No preguntes. Simplemente obedece —replicó Carmen Polo, su madre, quien seguía a buen ritmo los pasos de Franco Salgado-Araujo, ayudante y primo de su marido. Habían sacado dos billetes con destino al puerto de El Havre un par de horas antes. Embarcarían en un guardacostas, el Uad Arcila, donde iban a pasar la noche. El buque alemán Waldi, que las llevaría hasta Francia, estaba fondeado mar adentro, cerca del puerto de Las Palmas. No partiría hasta la mañana siguiente.

Aquel 17 de julio de 1936 el calor era asfixiante y el ambiente en el puerto estaba enrarecido. Había un ir y venir de personas que embarcaban precipitadamente en los distintos barcos allí atracados. Carmen Polo, muy delgada y enjuta de cara, seria, tiraba de la mano de su hija para que corriera. Se había despedido de su marido minutos antes y sabía a ciencia cierta que podía ser la última vez que le viera con vida. Esa mirada la había visto otras veces y siempre como antesala de algún cometido ciertamente peligroso. Como esposa de militar, sabía a la perfección qué significado tenía que su marido se sumara a la rebelión contra sus propios mandos. El asesinato de Calvo Sotelo, el 13 de julio, le empujó a sumarse al Movimiento y a tomar las armas. Hasta ese momento no había dado su conformidad al general Mola.

Ante la mirada de todo el mundo en la comandancia militar de las islas Canarias, Franco se había trasladado desde el cuartel general de Tenerife —donde se encontraba vigilado por los agentes de la República— a Las Palmas, junto a su mujer y a su hija, el día 16, nada más tener conocimiento de la muerte del comandante militar de Las Palmas, Amadeo Balmes, un general experto en armas que se había disparado fortuitamente en el vientre mientras revisaba una pistola encasquillada. Fue una herida que le causó la muerte de forma instantánea. En Las Palmas no se hablaba de otra cosa. Algunos incluso ponían en duda que hubiera sido una muerte accidental. Todo era un ir y venir de bulos y certezas. La versión oficial determinó que se le disparó el arma mientras la revisaba. ¿Cómo podía haber cometido semejante error de principiante? La pregunta flotaba en el aire y la duda estuvo presente durante todas las exequias.

En aquel ambiente tan crispado se llevaron a la niña con ellos. «Nos va a acompañar para que no pase su santo sola», explicó su madre al servicio. Mademoiselle Labord, la institutriz, se quedó en Tenerife, completamente ajena a lo que se estaba fraguando. En un momento determinado, llegó a señalar en voz alta que «un entierro y un funeral no era un lugar adecuado para una niña», pero los Franco ignoraron el comentario y Nenuca los acompañó. No llevaron más que una maleta ligera, como para pasar un par de días fuera de casa.

Franco Salgado-Araujo, justo al llegar al muelle, se despidió de las dos. Tenía prisa por irse de allí y no se entretuvo. Carmen sabía el significado de su mirada.

—Te dejo con Lorenzo Martínez Fuset, haz cuanto te diga. ¡Confía en él! Debo ir junto a Paco. Bueno, ya sabes… —Hizo un silencio que los dos comprendieron sin necesidad de palabras—. Le prometí a tu marido traeros hasta aquí y ya os dejo en buenas manos. Toma tu pasaporte. Habla con la niña para que no diga, bajo ningún concepto, que su padre se llama Francisco Franco. ¿Me entiendes?

—Sí, perfectamente.

—Solo aparece tu nombre y el nuevo nombre de tu hija. No os fieis de nadie. Sabes que el enemigo secuestra familiares para hacerse con la voluntad de sus rivales. Por suerte, prácticamente no hay fotos tuyas junto a él y nadie te pone cara. Pero la niña debe callar el nombre de su padre.

—Descuida. Hará lo que yo le diga. Gracias… —Carmen Polo no hizo ningún comentario más. Volvió a coger a su hija de la mano y le pidió al comandante jurídico y notario, Martínez Fuset, que se diera prisa—. No perdamos ni un minuto más. Debemos subirnos a ese barco cuanto antes.

Durante el recorrido no hablaron, tan solo se oían las respiraciones y sus pisadas presurosas. Carmen recordaba cómo la noche anterior, mientras cenaban en un restaurante de la plaza de San Telmo, le había dicho a su hija que escogiera un nombre de pila y esta le contestó: Teresa. Desde el momento que entrara en el barco ya no sería Nenuca, sino que debería responder por el nuevo nombre.

Majestuoso, apareció el Uad Arcila, el guardacostas militar que las llevaría al barco alemán. Nenuca abrió los ojos más que nunca ante lo que le parecía un coloso, un gigante de metal.

—Un momento —las frenó el servicial Martínez Fuset—. Todavía no suban al barco. Antes debo hablar con el comandante. ¡Quédense aquí! ¡No se muevan!

Carmen parecía tranquila, pero por dentro casi no podía respirar. Sabía que estaba en juego su seguridad y la de su hija. Se preguntaba si nunca podría tener una vida que no fuera de nómada y con peligros que no sabía eludir. Por fin, regresó del barco Martínez Fuset; desde lejos parecía todavía más espigado y delgado de lo que ya era.

—Pueden subir. El comandante del barco sí sabe su identidad. Está al corriente de lo que se está preparando y se ha posicionado de nuestro lado. Bien distinto es lo que piensa la marinería. Por eso, ustedes nada tienen que ver con Franco, ¿me entienden?

—A la perfección.

—Pues, a partir de este momento, son madre e hija que van a pasar unos días de descanso a Francia para visitar a un familiar. No den más explicaciones, porque cualquier dato de más las puede poner en peligro.

Carmen y Nenuca subieron a bordo. Un oficial las esperaba en cubierta con su equipaje. Lo siguieron hasta que llegaron a uno de los camarotes. Había dos literas y un pequeño lavabo. Ya no saldrían de allí hasta el día siguiente, cuando estuvieran frente al barco alemán.

—Desde este momento eres Teresa. No lo olvides. Y tu padre no se llama Francisco Franco. ¿Cómo quieres que se llame? —preguntó Carmen.

—Salvador. Sí, quiero que se llame Salvador.

—Pues acuérdate. Teresa es tu nuevo nombre y tu padre se llama Salvador.

—Pero eso es una mentira y me has enseñado que no debo decir mentiras.

—Hay mentiras piadosas. Esta es una de ellas. Van tu suerte y la mía en que nadie sepa que tu padre es Francisco Franco.

—¿Es que papá ha hecho algo malo?

—¡Calla y obedece! —Carmen sabía a qué se exponía su marido. Era esposa de militar y no cumplir el juramento dado y sublevarse contra sus mandos tenía consecuencias gravísimas. Si todo salía mal, lo pagaría con la muerte.

Carmen comenzó a rezar el rosario con su hija y no hizo otra cosa hasta que un marinero les trajo algo de comida.

—¿Por qué no salen un poco a cubierta? —las animó.

—No, muchas gracias. Ya es muy tarde y estamos muy cansadas.

—¿Y su marido? —preguntó, al imaginarse que la mujer y la niña huían de algo.

—Se reunirá con nosotras en unos días. Vamos a Francia, a ver a un familiar.

—¿Es militar? —siguió insistiendo mientras dejaba una bandeja con algo de comida.

—No, es ingeniero de minas.

—Y tú, niña, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Teresa —contestó mirando a su madre de reojo.

—Eres muy mona…

—Soy corrientita… —replicó Nenuca como en resorte. Era una frase que le habían enseñado frente a las adulaciones.

—Bueno, mi hija está muy cansada. Le agradezco que nos haya traído algo de comer —Carmen cortó la conversación. No se sentía cómoda con el marinero. Hasta que no cerró el pestillo del camarote no respiró aliviada.

Oyeron muchas voces durante toda la noche. Sin pegar ojo, Carmen estuvo pendiente del movimiento que se oía en el barco. Hasta el amanecer no volvió la calma al Uad Arcila. El sueño la venció. Horas después supo que habían corrido verdadero peligro. La marinería se había levantado contra sus oficiales y el conato de sublevación no se sofocó hasta que se detuvo a uno de los maquinistas y a dos auxiliares que capitaneaban el motín. Un oficial les contó lo ocurrido.

—Señora, me dice el comandante que la informe de que en una hora estén preparadas. Las llevaremos entonces hasta el Waldi.

—Muchas gracias.

Nenuca habló bajito a su madre.

—Mamá, ¿adónde nos llevan?

—A otro barco mucho más grande donde estaremos más seguras.

—¿Ahí podré decir mi nombre de verdad?

—Teresa, por favor… No digas tonterías.

Su madre le hizo un gesto llevándose el dedo a la boca para que se mantuviera en silencio. La niña obedeció, muerta de miedo. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero intuía que corrían peligro.

—¿Mademoiselle Labord estará con nosotras? —se atrevió a preguntar.

—No, deberás olvidarte de ella. ¿Me oyes?

Pour quoi? —replicó en francés, el idioma que le había enseñado la institutriz con la que llevaba seis años de su corta vida; ahora tenía nueve. A la niña le gustaba hablar en francés a todas horas.

Parce-que je le dis… —replicó Carmen—. Hazte a la idea, porque no volverás a verla.

Nenuca se echó a llorar. La joven institutriz, bajita y con cara de luna, había formado parte de su vida desde que tenía uso de razón. La vestía, jugaba con ella, le daba de comer y hasta dormían juntas. La niña le había cogido verdadero cariño y la respetaba mucho. Sin embargo, Carmen había decidido prescindir de ella, y eso que venía avalada por la que había sido su institutriz toda la vida, mademoiselle Claverie. Pero corría el bulo fundamentado de que muchas institutrices extranjeras en realidad eran espías. Empezaron a no fiarse de ella al llegar a Canarias. A partir de ese momento, comenzó a hacer demasiadas preguntas y decidieron dejarla en Tenerife, ajena a todo lo que se estaba fraguando.

—No llores. No era conveniente para ti. Te buscaré a otra que incluso será mejor.

—No, yo quería a mademoiselle Labord…

La niña no había ido al colegio. Desde que llegó la República, su única escuela había sido la institutriz francesa, que no solo le enseñó un nuevo idioma sino que la había instruido en buenos modales, en juegos, en dibujar con cierta maestría, a no hacer ruido, a no molestar a los mayores, a comer con la boca cerrada, a no hablar hasta que no le preguntaran y hasta a rezar en francés.

Je viens d’acheter un béret rouge… je viens d’acheter un béret rouge…

—Ne… Teresa… Sé que la querías mucho y que te enseñó a hablar perfectamente francés con esas frases que ella inventaba para ti, pero ahora es mejor que no esté a tu lado. Hazme caso. —Abrazó a su hija y se calmó.

Alguien llamó insistentemente a la puerta con los nudillos.

—¡Señora! Ya llegó el momento de desembarcar… —anunció el oficial al otro lado de la puerta del camarote.

Carmen abrió el pestillo y cogió a la niña de una mano y con la otra sujetó el equipaje.

—Permítame, señora. —El oficial se hizo cargo de la pequeña maleta donde llevaban lo imprescindible para huir.

El mar se hallaba en calma. Quizá era lo único que estaba en calma aquella mañana del 18 de julio. El comandante se despidió de ellas y varios oficiales las ayudaron a bajar a una lancha que las llevaría hasta el Waldi, que se encontraba fondeado a pocos metros de allí. Carmen se sintió mareada en un primer momento, pero la certeza de salir del país alivió su inicial sensación de vértigo y náuseas. Al subir al barco alemán las dos se quedaron sin palabras. Tuvieron la impresión de ser dos gotas de agua en mitad de un océano. Aquello parecía una ciudad flotante de acero. Era un buque enorme con pasajeros que venían de la costa africana. Después de unos instantes, aturdidas y sin saber qué hacer, se acercaron a una mujer que tenía una niña de la edad de Nenuca. Las cuatro se entendieron perfectamente en francés y pronto comenzaron a pasear por la cubierta y a conversar de asuntos triviales, nada comprometidos. Cuando salió a relucir el tema de sus maridos, Carmen se refirió al suyo como ingeniero de minas. No le resultaba difícil hacerlo, puesto que en su familia varios miembros ejercían esa misma profesión.

Las niñas hablaban de sus juguetes… La pequeña francesa le comentaba que tenía una bicicleta y Nenuca le describió el regalo de su tío Serrano Súñer, que hasta ahora había sido el que más la había impactado.

—Pues yo tengo un coche rojo de pedales que me regaló mi tío Ramón cuando era novio de mi tía Zita.

—¡Teresa! Sabes que esas cosas no me gustan…

—¿Qué he hecho? —dijo sorprendida la niña.

—Uno no debe presumir de lo que tiene o deja de tener… —En realidad, la interrumpió así porque no quería que diera detalles de su tío Ramón ni de nadie.

—Mamá, si no he dicho…

—¡Teresa! Juega sin más. ¡Obedece!

La niña dejó de hablar del cochecito a pedales rojo y del tío Ramón. Ese era su primer recuerdo y el regalo que más la sorprendió de niña. Zita y Ramón todavía eran novios y Franco era el director de la Academia Militar de Zaragoza. La niña se crio entre adultos y militares. Su paisaje, en su primera infancia, habían sido los muros de la academia y los cadetes de gris claro desfilando. Cuando preguntaban a Nenuca quién era su padre, ella decía que «el cadete general», provocando la hilaridad de todos. No distinguía de graduaciones. Aquel ambiente de férrea disciplina fue el que siempre había conocido y apenas recordaba a su padre vestido de paisano. El lema de la academia de aquellos años era: «El que sufre, vence». ¡Cuántas veces lo había oído en boca de su padre!

—¿De dónde son ustedes? —preguntó la señora francesa.

—Somos de Asturias —respondió Carmen, sin extenderse más en dónde había nacido y en qué familia.

La niña contó a Nenuca que habían vivido en muchos lugares de África, a su vez esta le dijo que ella no se había movido de España. Carmen se despistó unos minutos y la niña le dio a su nueva amiguita más información.

—Yo he vivido en Zaragoza, en Asturias, en La Coruña y en Canarias… En todos esos lugares he estado porque a mi papá le destinaban allí… —Se acordó de que no debía hablar más de la cuenta y antes de que su madre se enterara y la reprendiera, cambió de tema—: ¿Tu padre te da muchos besos?

—Sí. El tuyo ¿no?

—No. No le gusta besar. Pero se ríe mucho metiéndose conmigo.

—Pues mi papá sí me da besos y me dice todo el rato que soy muy guapa. Parece mi novio.

—Pues el mío no. Casi no le veo porque trabaja mucho. —Observó a su madre que la miraba en la distancia y supo que no debía seguir hablando—. ¿Jugamos a las mamás?

La niña francesa dijo que sí y se fueron las dos dando saltitos por la cubierta ante la atenta mirada de las dos madres. Carmen se sintió segura durante toda la travesía, que duró tres días y dos noches. A punto de atracar en el puerto francés de El Havre, el comandante la fue a ver a su camarote.

—Señora, vengo a informarle de que nos han telegrafiado desde tierra para preguntar si viajan en este barco la mujer de Francisco Franco y su hija. Yo, ante mis oficiales, he repasado el pasaje, y les he dicho que no. Sin embargo, vengo a comunicárselo para que tome las precauciones necesarias. Sé perfectamente quiénes las están buscando a las dos. Me temo que corren peligro. Cuando desembarquen, no se fíe de nadie.

—Así lo haré. Muchas gracias por avisarme —contestó nerviosa—. ¿Cuánto falta para que lleguemos?

—Un par de horas.

Carmen lo preparó todo, y a la hora de abandonar el barco, decidió que Nenuca diera la mano a la niña francesa. Cualquiera hubiera pensado que era una madre con sus dos hijas. Carmen Polo iba justo detrás intentando despistar al que estuviera espiando.

En el puerto de El Havre aguardaba su llegada el comandante Antonio Barroso, agregado militar de la embajada española en París, pero no dio con ellas. Iba de paisano y Carmen no quiso reparar en nadie de los que aguardaban al pasaje, solo tenía una obsesión: salir de allí como fuera. Las dos mujeres y las dos niñas siguieron juntas, ya que todas iban a la estación de tren. Una vez allí, se despidieron para siempre. Carmen y Nenuca cogieron un tren que las llevaría hasta Bayona, su destino final. Iban a la casa de mademoiselle Claverie, la antigua institutriz que cuidó de Carmen cuando se quedaron ella y sus hermanos —Isabel, Felipe y Zita— huérfanos de madre siendo muy pequeños. La hermana de su padre, la tía Isabel, casada con el abogado Luis de Vereterra, se encargó de la educación de sus sobrinos y dejó el día a día de la casa a mademoiselle Claverie. No solo hizo de gobernanta, también se convirtió en educadora, madre y consejera. Enseñó a todos los Polo un francés perfecto y unos modales que hicieron de Carmen una mujer tímida, distante, muy religiosa y protectora de sus hermanos.

En cuanto el tren hizo su entrada en Bayona, madre e hija cogieron su maleta y descendieron apresuradamente. Habían llegado a la última etapa de su viaje pero el peligro no había desaparecido. Todo el mundo hablaba de la sublevación de un grupo de militares contra el poder establecido en el país vecino. Carmen callaba y sudaba como nunca lo había hecho. Apretó la mano de su hija para que no comentara nada. El silencio para ellas fue su mejor tapadera.

2

EL ESCONDITE FRANCÉS

BAYONA, JULIO DE 1936

Recuerdo vagamente ver a niños cerca cuando era pequeña. También tenía una vida muy reglamentada, muy de horas determinadas para levantarme, comer, acostarme aunque fuera de día. Me enseñaron también a no llevar la contraria y a ser muy obediente. De hecho, era muy obediente.

Mademoiselle Claverie las esperaba entre el gentío que aguardaba la llegada del tren. Carmen enseguida la reconoció por su pelo blanco recogido en un moño alto y su traje oscuro. Tenía fama de severa y dura, aunque los años la habían suavizado. Se saludaron con la mano desde la distancia. Cuando estuvieron cerca, las besó con la poca efusividad que la caracterizaba y las condujo hasta su casa. Era un piso pequeño, un bajo modesto, adonde se había trasladado después de servir durante toda su vida en casa de la familia Polo. Había visto crecer a los cuatro hermanos y los había criado como si fueran sus propios hijos. Dedicó su vida a esa familia donde ella se sentía necesaria y útil. Ahora Carmen le había pedido ayuda y allí estaba junto a la mayor de los Polo.

—¡Qué mayor estás, Nenuca! Eres un calco de tu padre.

—Me llamo Teresa y no sé si se refiere a Salvador.

—¿Quién es Salvador? ¿Qué está diciendo la niña? —preguntó extrañada.

Mademoiselle, se tiene que acostumbrar a llamarla Teresa, y a su padre, Salvador. Su profesión es ingeniero de minas a todos los efectos, como Roberto, el marido de mi hermana Isabel. Por su seguridad y la mía, es mejor que sea así.

—Entiendo.

Callejearon por Bayona que, situada en el suroeste de Francia, ese mes de julio estaba llena de veraneantes y de españoles por la cercanía de la frontera. No querían despertar el interés de nadie, su objetivo no era otro que pasar desapercibidas, y desde ese momento, hablaron en francés. Dieron un gran rodeo hasta que se aseguraron de que nadie las seguía. Vieron la catedral de Santa María, coronada por dos altísimos campanarios.

—Qué bonita es, ¿verdad? Esta catedral gótica se encuentra en el camino de peregrinación a Santiago de Compostela. Ha tenido distintas restauraciones a lo largo de los siglos.

Carmen no estaba para hablar de arte y se limitó a asentir con la cabeza. Aquella mañana de verano parecía de primavera. La temperatura era de veinte grados y el sol brillaba con fuerza en un cielo azul añil más propio de la paleta de un pintor. Llegaron en un cuarto de hora al bajo de una vivienda de tres pisos, cerca de la que fue colegiata de Santa María. Aquel lugar se convertiría en su refugio mientras esperaban con ansiedad noticias de España. Tan solo se atrevían a salir a primeras horas de la mañana para asistir a misa. Y la única persona con la que se permitieron hablar fue con el sacerdote que impartía el oficio religioso, pero pronto comenzó a hacer preguntas.

—¿De dónde son ustedes? —dijo un día al asalto a la salida de misa.

—Son familia mía —dijo mademoiselle—. Han venido desde España a pasar unos días.

—¿Cómo te llamas, niña? —se dirigió a Nenuca.

Antes de contestar miró a su madre. La pequeña no sabía si decir la verdad o su nueva identidad. Era un sacerdote y dudó.

—¡Teresa! —tuvo que salir al paso Carmen—. Es muy tímida.

—Imagino que han venido huyendo del golpe de Estado. Menudo ese Franco, desafiando a la República. Dicen que es un hombre capaz de asesinar a su padre si se interpone a sus propósitos.

—No crea todas las cosas que se dicen —replicó Carmen, incapaz de callar—. La mentira tiene las patas muy rápidas.

—Bueno, ellas vienen a descansar… —intervino Claverie, pero el sacerdote continuó hablando.

—Los militares saben que el coste de una sublevación fallida se paga con la muerte —insistió el cura—. Franco lo tiene mal. Muy mal. Menudo manifiesto ha hecho en Las Palmas… Se cree el salvador de la patria. Se justifica del paso que ha dado diciendo que la situación de España cada día era más crítica. Y acaba maldiciendo a los que no le apoyen y dando vivas a España.

—Nos están esperando —cortó mademoiselle Claverie—. A nosotras no nos gusta hablar de estos temas. No entendemos. ¡Con Dios! —No hubo más preguntas por parte del cura y pudieron irse a toda prisa hasta la casa—. ¿Será posible? —Estaba indignada—. Todos estos años solo nos hemos saludado con la mano y ahora se pone a hacer preguntas… Y a decir unas cosas…

—Mamá, tú me has dicho siempre que hay que decir la verdad. ¡Has mentido a un sacerdote!

—Teresa, ahora mismo somos otras personas. No estamos mintiendo. Estamos intentando que no nos descubran, porque si alguien averigua nuestra identidad nos pueden hacer mucho daño. ¿Entiendes?

La niña asintió con la cabeza sin saber cuáles podrían ser los peligros de los que su madre quería protegerla. Después de vivir un rato de angustia, preguntó.

—Pero ¿qué nos pueden hacer?

—De entrada, secuestrarte y llevarte muy lejos. No quiero ni pensar qué te harían. De modo que no vuelvas a dudar cuando te pregunten.

—¡Haz caso a tu madre! Ella quiere lo mejor para ti. Hay cosas que los niños no entendéis.

—Pero ¿a papá le pueden matar? Lo ha dicho el cura.

—Teresa, la gente no tiene ni idea. No hagas más preguntas, por favor.

—También ha dicho que papá sería capaz de asesinar a su padre.

—Vas a oír muchas cosas, pero te tienen que entrar por un oído y salir por otro —le dijo Claverie.

—¡Mademoiselle! No me parece… —replicó Carmen.

Volvieron a entrar en la casa y allí, en sesenta metros cuadrados, pasaron el día, pendientes de lo que decía la radio sobre el país vecino. «Hoy, 22 de julio, la Gaceta de Madrid publica la baja definitiva de Franco en el Ejército, junto a la de otros jefes sublevados. El Gobierno de la República combatirá a los rebeldes de Marruecos…».

—Cambie y mire a ver si hay noticias de otra emisora —le pidió Carmen a Claverie.

Después de varias intentonas, consiguieron oír la voz del propio Franco.

—¡Es papá! —exclamó la niña.

—¡Calla y deja oír! —se quejó su madre. Todas guardaron silencio en torno al aparato de radio.

«Me dirijo a las fuerzas armadas y de orden público de toda España, al tomar el mando de este glorioso y patriótico Ejército…». Pedía la rendición del que creía que era en ese momento jefe del Gobierno, Santiago Casares; desconocía que había sido relevado esa misma noche por Diego Martínez Barrio y de mañana por el doctor Giral, con un gobierno decidido a responder al pronunciamiento de la guerra total.

La radio continuaba dando información: «¡Las divisiones del general Mola —Burgos, Valladolid y Zaragoza— también se han alzado en armas contra el Gobierno; así como las guarniciones de Barcelona, seguidas por las de Lérida y Gerona!…».

La voz se fue de golpe y buscaron nuevamente entre las emisoras una que hablara castellano. Ahora la información llegaba del bando republicano: «En Barcelona la enérgica acción de las fuerzas del orden público ha ahogado el alzamiento de los cuarteles y está a punto de acabarse con los últimos focos de resistencia…».

—¡No lo mueva! —insistió Carmen—. Escuchemos… ¿Ha oído? Han ahogado el alzamiento. ¡Dios mío!

—Es que se va la voz —dijo Claverie—. No te fíes de lo que se dice por la radio. Cada uno cuenta las cosas según el bando donde esté.

—Esto es un sinvivir. ¡Qué angustia! —Carmen no tenía apetito. La falta de noticias directas de su marido la torturaba.

Mademoiselle, cuénteme, ¿cómo era mamá de pequeña? —interrumpió Nenuca el sonido de la radio.

—¿No te das cuenta de que los mayores estamos con otros asuntos? —la reprendió su madre.

—Nos viene bien a todas relajarnos… —replicó Claverie—. Pues mira, tu madre asumió que era la mayor de sus hermanos y siempre veló por ellos a la muerte de su madre. Tu abuelo, cuando empezaba a rondar tu padre, creyó conveniente que ingresara en un convento de clausura de monjas salesas para alejarla de él.

—¿Por qué? —preguntó la niña con mucha curiosidad.

—¡Por tonterías! —Carmen quiso cortar la conversación.

—No deseaba un militar en la familia, y tu padre ya tenía cierta fama por sus hazañas en África. Además, le gustaba pasearse a caballo por la calle Uría y eso a tu abuelo le sacaba de sus casillas. Me solía decir: «Si permito que mi hija se case con el comandantín africanista, será tanto como permitir que se case con un torero».

—¿Por qué le parecía mal que te casaras con papá? —le preguntó a su madre.

—Eran cosas de tu abuelo —contestó escueta—. Desde luego, no pude llorar más con mi noviazgo. Me rompieron sus cartas, sus postales, todo lo que recordaba a papá y, como dice mademoiselle, me mandaron a un convento. Pero cuando tu padre se propone algo… Iba todas las mañanas a misa para verme comulgar entre las rejas de la clausura. Y así durante meses. Todavía no sé cómo no se aburrió. Tardamos tres años en casarnos.

—Las únicas voces altas que recuerdo en aquella casa fueron por este tema. Don Felipe no lo podía ni ver. No tenía demasiadas simpatías a los militares —añadió Claverie—. Bueno, la tía Isabel tampoco. Recuerdo que decía: «Mi Carmina no será para ese aventurero que no tiene porvenir y que solo busca cazar una buena dote».

—Bueno, no me gusta que le cuente estas cosas a la niña… Luego ya no tuvieron más remedio que reconocer el valor de tu padre —se dirigió a Nenuca—. Se tuvieron que rendir ante las evidencias. Hasta el rey Alfonso XIII le alabó por sus méritos y a partir de ahí todo cambió.

—Sí, porque el abuelo era muy monárquico —remató Claverie.

—Dejemos el pasado. ¡Vamos a rezar un rosario!

—Si acabamos de venir de misa… —protestó Nenuca.

—Pues ahora a rezar más. No se me ocurre nada mejor.

Después de rezar, comieron algo. Solo tenía hambre la niña, mademoiselle y Carmen se limitaron a mover la comida en el plato. Por la tarde, Nenuca se puso a pintar pero no duró mucho con ello. Al rato, volvió a las preguntas. El tiempo pasaba para ella muy lentamente.

—¿Estuvo en la boda de mis padres?

—Sí, claro.

—Cuéntemelo todo, mademoiselle.

—Esta niña necesita ir con otros niños —dijo Claverie—. Se aburre. Mira, tu madre y tu padre se casaron en Oviedo el 16 de octubre de 1923. Me acuerdo como si fuera hoy. Tuvo lugar en la iglesia de San Juan el Real, ¿la conoces? Bueno, creo que allí fuiste bautizada.

La niña afirmó con la cabeza. Había estado allí en multitud de ocasiones cuando vivieron en Oviedo.

—El padrino fue el rey Alfonso XIII.

—¿Sí? ¿Cómo era el rey?

—No, el rey no estuvo allí aunque fuera el padrino. Lo hizo por poderes, es decir, otra persona le representó en la boda: el general Antonio Losada, gobernador militar de Asturias. Acudió toda la sociedad asturiana.

—¿Y quién fue la madrina? —continuó la niña.

—La tía de tu madre, Pilar Martínez Valdés, viuda de Ávila. Fue un guiño a la madre ausente, ya que la otra rama familiar no veía con buenos ojos esta unión. Piensa que tu padre ha corrido y sigue corriendo muchos peligros. ¿Y quién quiere ver a su hija sufriendo?

—¿No fueron los padres de papá? —Se hizo un silencio en aquel saloncito comedor.

—Su madre, sí. Y su padre mejor que no asistiera —dijo Carmen con cierta tensión—. No gozaba de las simpatías de la familia, y menos de su hijo.

—Tu abuelo abandonó a su mujer y a sus hijos yéndose a Madrid —le aclaró Claverie en un tono confidencial. Omitió a la niña que estaba viviendo en la capital con una mujer, Agustina Aldana, y que tenía a la sobrina de esta, María Ángeles, acogida en casa. Eso había despertado muchos rumores en su entorno. Hubo quien les llegó a decir que se trataba de la hija de ambos—. Mejor que no viniera porque fue la boda más espectacular que he visto nunca y la habría empañado. No faltó nadie de la alta alcurnia de Asturias.

—Pensé que ese momento no llegaría nunca —afirmó Carmen muy seria.

—Se casaron después de posponer la boda en varias ocasiones por las muchas misiones que le eran encomendadas a tu padre —comentó Claverie—. Y todas peligrosas.

—Por cierto, a mi suegro el alzamiento le ha debido de pillar en El Ferrol. Sabíamos que estaba allí de vacaciones —comentó Carmen—. Nos informaron de que denigraba a Paco en los bares y cafés que frecuentaba. ¡Imagine qué estará diciendo ahora! ¡No quiero ni oír hablar de ese señor! No existe para nosotros.

—No entiendo por qué no quiere a papá —dijo Nenuca, sin entender estos temas familiares.

—No todos los padres quieren a sus hijos y este es uno de ellos. Sin embargo, la abuela era una santa.

—Casi no me acuerdo de la abuela —afirmó la niña.

—Doña Pilar Bahamonde y Pardo era una buena mujer, muy religiosa y absolutamente volcada en sus hijos —comentó Claverie—. Fue una pena su muerte hace dos años.

—¡Lo que tuvo que aguantar…! Pues me ha llegado la información de que se ha casado por lo civil con esa señora con la que está.

—Ya podía haberlo hecho por la Iglesia.

—No espere nunca nada a derechas de ese hombre. Dicen que cuando vivía mi suegra hizo un simulacro de boda a su manera: celebrando una gran verbena y bailando un chotis nupcial al son de un organillo.

—¿Y quién es ella?

—Parece ser que es una pobre chica, hija del secretario del Ayuntamiento de Aldea Real, en la provincia de Segovia. Alguien me dijo que era maestra de profesión. No sé, ni quiero saber.

—¿El abuelo no quería a ninguno de sus hijos? —Nenuca seguía dando vueltas al mismo tema.

—Bueno, por uno sí parecía sentir más que por los otros. En lugar de felicitar a papá por ser el general más joven de Europa, solo tenía ojos para Ramón después de su gesta del Plus Ultra.

—Bueno, también es el que más se parece a él en todos los sentidos —apostilló Claverie.

—Cuéntame qué es eso del Plus

Plus Ultra. El tío Ramón llegó a Argentina a bordo de un hidroavión atravesando el Atlántico. Partió de Palos de la Frontera y tardó más de cincuenta y nueve horas en llegar a Buenos Aires. No lo hicieron de un tirón, tuvieron que parar a repostar en Las Palmas de Gran Canaria, en Río de Janeiro, en Recife y creo que también en Montevideo. Ese vuelo ha pasado a la historia como uno de los grandes éxitos de la aviación española y mundial.

—Tu tío ha sido tratado como un héroe nacional. Pero tú no sabes nada porque naciste nueve meses después. Y luego pasaron muchas cosas. Tiene un carácter, digamos, parecido al de su padre.

—Sí, el que más se le parece también en los líos de faldas…

—¡Mademoiselle! Unas veces ha sido héroe y otras lo ha pasado mal. Bueno, ahora todo esto le ha pillado en la Embajada de Washington. No había un sitio más lejos para quitárselo de encima —comentó Carmen.

—¿Entonces el abuelo solo hace caso a lo que hace el tío Ramón y no a lo que hace papá?

—Digamos que lo que haga tu padre le da igual. Jamás ha tenido un reconocimiento, una palmada en la espalda, nada. Todo lo contrario.

—Piensa que tu padre siempre estuvo del lado de su madre. No le perdonó que los abandonara cuando eran adolescentes. Pero no hay que alimentar el rencor —manifestó Claverie—. ¡Recemos!

Las tres mujeres hablaban, rezaban y escuchaban la radio. No hacían nada más. Mademoiselle se puso a tejer un jer­sey y Nenuca se divirtió con la lana, haciendo y deshaciendo el ovillo.

A la mañana siguiente, nada más terminar la misa se fueron de allí a tanta velocidad que al cura no le dio tiempo de volver a preguntarles. Sin embargo, dos días después, cuando dio de comulgar a mademoiselle, le ordenó que no se fuera sin hablar con él. Las tres tuvieron que esperar a que tras la misa se acercara a ellas.

—¿No ha venido todavía su marido? —preguntó a Carmen.

—No, le ha sido imposible salir de España.

—Esto, que parecía que iba a ser algo rápido, está alargándose mucho. Como intervengan tropas extranjeras, va a durar más de lo que se pensaba. Parece ser que los dos bandos han pedido armas a otros países.

—Si quería saber algo del conflicto por nosotras, se ha equivocado. No estamos enteradas de nada.

—No, quería comentar con ustedes qué pensaban de la muerte en accidente de avión del general San… San Justo, creo. Parece que era pieza clave del golpe de Estado.

Carmen se quedó blanca como la pared de la iglesia. No sabía nada.

—¿No será Sanjurjo?

—Eso, Sanjurjo —rectificó el sacerdote.

—¿Cuándo fue el accidente? —preguntó Carmen. Sabía que estaba previsto que fuera el comandante en jefe del bando sublevado. Se preguntaba qué ocurriría ahora y quién sería la cabeza visible del alzamiento.

—Hace ya unos días, en Cascais, en Portugal. Al parecer, estaba allí exiliado por haber protagonizado algo parecido en el treinta y dos. Ahora los sublevados se han debido de quedar descabezados. Su avioneta sufrió un accidente durante el despegue. Esto acabará pronto.

Las dos mujeres se santiguaron. La niña las imitó.

—Dios le perdone todo el mal que ha hecho —comentó el cura.

—El rey Alfonso XIII le concedió el título de marqués del Rif por su decisiva participación en la guerra de Marruecos, en especial en el desembarco de Alhucemas. Era un hombre muy valiente.

—Observo que ustedes van con el bando sublevado, en contra de la República. ¿Conocían a Sanjurjo?

—Y vemos que usted va con el bando republicano. Y los curas deberían ser más imparciales —le dijo Claverie sin ningún tipo de diplomacia—. ¡Con Dios!

Las tres se fueron de la iglesia todo lo rápido que pudieron sus piernas y, cuando llegaron a la casa, tenían claro que debían irse de Bayona. El día se había convertido en caluroso e irrespirable. Parecía que las últimas noticias habían subido los grados del ambiente y de sus vidas.

—Aquí corréis peligro. No me fío nada de este sacerdote. Demasiado interés en saber qué pensamos. Carmen, debemos irnos de aquí.

—Estoy de acuerdo. Pero ¿adónde?

—Nos vamos al campo. Allí la gente no hará preguntas. Aquí estamos demasiado cerca de España.

—Tiene razón, pero esperemos unos días por si tenemos noticias de Paco. Si nos busca aquí y no nos encuentra, podría asustarse.

—Esperaremos… —Claverie no disimulaba su preocupación.

Al poco tiempo de estar otra vez encerradas en casa, alguien llamó a la puerta con los nudillos de manera insistente. Claverie miró por la mirilla. Con la mano indicó a Carmen y a la niña que se escondieran en la otra habitación y les hizo señas para que guardaran silencio. Finalmente, abrió la puerta.

—¿Mademoiselle Claverie?

—Sí, ¿qué desea?

—Soy Nicole y me mandan para saber cómo están doña Carmen y la niña.

—¿Quién la manda? —Claverie no se fiaba de aquella señora que vestía de forma extravagante y que tenía el pelo teñido de rubio platino. No la dejó pasar del quicio de la puerta.

—Unos amigos de su marido… Usted me entiende.

—Yo entiendo poco —dijo Claverie—. Pero diga a quien le haya pedido información que la madre y la hija han estado aquí pocos días porque decidieron irse a Oviedo con don Felipe, el hermano de doña Carmen. Dígales que se ha ido con su hermano soltero. Él se ocupará de ellas.

—Muy bien, así lo haré. —La francesa se fue dando una calada a la boquilla de su cigarrillo. Se giró para sonreír a aquella mujer tan seria y poco expresiva que le había abierto la puerta.

Mademoiselle Claverie, al cerrarla de golpe, liberó un suspiro mientras miraba a través de la mirilla cómo se alejaba. Se fue corriendo hacia la ventana exterior y se aseguró de que se había ido de allí antes de ir a buscar a Carmen.

—No me ha gustado nada esa mujer. Primero el cura, ahora esta señora. Estáis localizadas. Debemos irnos cuanto antes.

—Tiene razón. Aquí corremos peligro. ¿Cree que realmente la enviaría Paco a saber de nosotras?

—Si es así, se quedará tranquilo al saber que estás con tu hermano. Y si no, lo mejor que podemos hacer es salir de aquí de inmediato.

Carmen comenzó a hacer el equipaje mientras Claverie llamaba a un familiar para que vinieran a por ellas. Recogieron tan rápido como pudieron y cerraron la casa. Siete horas más tarde se encontraban en Valence, en el departamento de Drôme, región de Ródano-Alpes. Lograron alquilar una habitación con derecho a cocina. La compartían con otra familia que también estaba allí alojada desde hacía más tiempo.

—¡Bienvenidas! —saludó el cabeza de familia.

—Muchas gracias —solo hablaba Claverie—. Estaremos por aquí un tiempo descansando. Hemos venido de vacaciones.

—Eres una niña muy guapa —dijo el joven de la familia a Nenuca.

—¡Soy corrientita! —contestó la niña en voz alta.

Los padres y el hijo, de unos veinte años, se rieron por su desparpajo.

Inmediatamente después, pasaron a su habitación y se instalaron como pudieron en aquellos escasos metros cuadrados. Entre el equipaje que llevaban, había un bulto grande envuelto en una manta: el aparato de radio del que no quisieron desprenderse durante todo el viaje. Era lo único que las mantendría informadas de lo que estaba sucediendo en el frente.

La cama de matrimonio y otra camita llenaban aquel espacio pequeño, pintado de blanco. Madre e hija dormirían juntas en la cama grande y Claverie en la supletoria. No tardaron en ordenar aquel pequeño espacio y pronto salieron de allí a dar una vuelta para que la niña no estuviera tan inquieta. Descubrieron que había animales, ocas que la familia francesa cuidaba para luego hacer foie. Nenuca salió corriendo aterrorizada.

—¿Adónde vas? —le dijo su madre, alzando la voz.

—¡Me dan mucho miedo! —confesó la niña sin acercarse a donde estaban todos.

—Ven, que no te hacen nada —le contestó Claverie.

Intentó convencerla de que los animales en realidad le tenían miedo a ella y se fue familiarizando poco a poco con aquel ambiente más rural. A la niña se la veía más feliz que en Bayona y dejaron que saliera, primero, a la puerta de la calle y, después, a hacer pequeños recados por el pueblo. Nadie sospechaba de ellas y mucho menos podían imaginar que eran familiares directas de uno de los generales españoles sublevados contra la República. Se relajaron por completo. A la vez, eran conscientes de que estaban incomunicadas. Todas las noches buscaban en aquel gran aparato de radio alguna voz que les diera informaciones nuevas sobre la guerra: «Han sido detenidos en Madrid todos los familiares relacionados con el alzamiento: la esposa de Queipo de Llano, Pilar Millán Astray, Pilar Jaraiz Franco, la sobrina del general Franco, que ingresó con su hijo de quince meses. Todas ellas se encuentran en una prisión especial en Alacuás, Valencia».

—Madre mía, ¿ha oído? —preguntó Carmen a Claverie—. Nuestra sobrina… Han mencionado a Pilar.

—Menos mal que saliste en barco de España. No quiero ni pensar qué podría haberos ocurrido. ¿De quién es hija tu sobrina?

—De Pilarón, la hermana de Paco. No imaginaba que toda la familia correría tanto riesgo. Espero que mis hermanos estén a salvo. Sé que Felipe iba a ir a Madrid a hacer algunas gestiones. ¿Le habrán detenido?

—Felipe es muy listo. Seguro que estará a buen recaudo. Lo mismo, al enterarse, se ha refugiado en algún lugar seguro, en alguna embajada.

—Eso espero.

Carmen se puso a rezar el rosario. Mademoiselle la imitó. Nenuca estaba dormida sin enterarse de nada de lo que estaba ocurriendo. Los días siguientes estuvieron hablando con inquietud de su futuro.

—Si esto se prolonga después del verano, deberíamos pensar en algún colegio para la educación de la niña.

—¡Por Dios, mademoiselle! Todavía queda mucho. Esperemos que todo acabe rápido —manifestó Carmen.

—Estas cosas se sabe cómo empiezan pero nunca cómo acaban. Hazte a la idea de que vamos a estar aquí mucho tiempo.

—Espero, mademoiselle, que se equivoque. No sé cuánto tiempo más podremos aguantar huyendo la niña y yo.

—El tiempo que haga falta. No imagina la capacidad de aguante que tiene el ser humano.

Poco a poco el cansancio fue cediendo y, en torno a la radio, se quedaron dormidas con un debate que a la mañana siguiente apenas recordaban. Antes de ir a misa intentaron poner en orden las pocas cosas que habían llevado. Hicieron las camas y se arreglaron alternando los dos trajes con los que habían huido de España.

—Deberíamos comprar ropa nueva a la niña —comentó Claverie.

Mademoiselle, aquí no hemos venido de vacaciones.

—Sí, pero la niña…

—La niña sabe perfectamente que esta situación es excepcional. No pasa nada. Se tiene que acostumbrar.

Al salir del cuarto, la familia francesa las invitó a desayunar pero, como siempre, declinaron la invitación. Si querían comulgar no podían comer nada antes. La niña se habría llevado a la boca uno de los panecillos que había sobre la mesa, pero obedeció.

Fueron a misa a la catedral de San Apolinar, aunque tuvieron que andar mucho hasta llegar al edificio más antiguo de la ciudad de Valence. Estaba situado en la parte superior del casco viejo, con vistas a las antiguas murallas y los barrios antiguos del río Ródano.

—El campanario de esta catedral fue destruido por un rayo en el siglo pasado.

—¡Cuéntame más cosas de ese rayo! —le pidió la niña a Claverie.

—No sé mucho más. Aquí siempre he venido unos pocos días a descansar. Pero sí te puedo decir que novelistas como Stendhal han escrito sobre su destrucción. La que ves no es la original. Tuvieron que reconstruirla. Bueno, entremos.

—No, dime más cosas.

—No seas caprichosa —la recriminó su madre—. Ahora es momento de rezar.

La frialdad de las piedras y las dimensiones de la catedral hicieron que la niña estuviera todo el rato agarrada a las faldas de mademoiselle. Oyeron misa en latín con el velo puesto y el misal en la mano. Una hora después regresaron a la casa dando un paseo que a la niña le pareció eterno. Solo pensaba en desayunar aquel panecillo que no había cogido de la mesa.

—Me duele el estómago —dijo Nenuca.

—Deja de pensar en ello, que te dolerá más —le contestó Claverie.

Carmen y Claverie estaban acostumbradas a controlar todo tipo de impulsos y sentimientos, pero la niña tenía hambre y quería el panecillo que le habían ofrecido.

—No pidas nada. Tienes tu desayuno. ¿Me has oído?

—Quiero el panecillo.

—Pues tú comerás tu comida. ¿Me oyes? Debes controlar los caprichos… Esas cosas no me gustan.

Al entrar en la casa, saludaron a la familia y prepararon el desayuno. La niña obedeció y no pidió el panecillo por el que suspiraba. Después de desayunar, regresó con sus preguntas.

—Mamá, ¿adónde fuisteis papá y tú de luna de miel?

—Pero ¿por qué preguntas tantas cosas? No es de buena educación.

—Se fueron a la finca de La Piniella, en Asturias. Es la casa de campo propiedad de los Martínez Valdés a los que tanto quiere tu madre. —Claverie se apresuró a saciar la curiosidad de la niña.

—Fueron muy pocos días. Con tu padre, ya se sabe. Siempre tiene mil cosas que hacer y antepone el deber a todo lo demás. Mademoiselle, si yo le dijera la de veces que he montado y desmontado casas en estos años, no me creería. Son tantas que he perdido la cuenta. Sin embargo, no me acabo de acostumbrar a vivir como una nómada.

—Es cierto que en estos años habéis estado en diferentes ciudades. Imagino que cuando haces amistades y echas raíces, volver a mudarte resulta duro. Uno tiene que acostumbrarse, Carmina, a que nada de lo que poseemos es permanente. Estamos aquí de paso.

—Te empiezas a hacer a una ciudad, a su gente, y, al poco, nos vuelven a cambiar de destino. Ahora, sabe Dios qué será de nosotras. Quizá tengamos que estar en Francia por mucho tiempo.

—Si así son las cosas, hay que aprender a aceptarlas. La vida no es fácil para nadie. Si vais a estar tiempo aquí, busquemos un colegio para la niña.

—Sí, tiene razón. Será lo mejor.

—Yo no quiero ir al colegio. Quiero quedarme con vosotras —protestó Nenuca.

—Tú harás lo que diga tu madre. No te queda más remedio que obedecer.

La radio francesa daba información del golpe de Estado en el país vecino. «Hitler y Mussolini deciden enviar ayuda militar alemana e italiana a Franco. Esto supone un apoyo importante a la sublevación del 18 de julio en España…».

—¿Ha escuchado lo mismo que yo? —preguntó Carmen.

—Sí… Esto inclina la balanza de la guerra hacia el bando de tu marido. —La inexpresiva Claverie esta vez mostró alegría.

—Eso pienso yo. Pero no creo que el Frente Popular se quede de brazos cruzados.

—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó la niña, al verlas emocionadas escuchando la radio.

—Nada que deba saber un niño —contestó Carmen.

—Pero, mamá…

—¡Vamos a rezar!

3

UN COLEGIO PARA TERESA

VALENCE, ÚLTIMA SEMANA DE JULIO DE 1936

Me recalcaron en mi infancia que yo era normal, ni guapa ni fea. Me acostumbraron a huir de los halagos.

Las noticias sobre los primeros aviones alemanes e italianos sobrevolando territorio español llegaron rápido a Valence. Tuvieron que aprender a disimular la euforia que les provocaban esas informaciones fuera de aquella habitación del piso que compartían. No querían mostrar sus sentimientos, pero estaban más sonrientes de lo habitual. Aquel estado duró poco porque a finales de julio también conocieron la noticia de que el comunismo internacional se había reunido en Praga en favor del Frente Popular español. De hecho, la primera semana de agosto, la radio no hacía más que emitir palabras de Indalecio Prieto, presidente del Partido Socialista, proclamando la abrumadora superioridad del Frente Popular. La euforia se transformó en preocupación y desolación.

—No sé qué hacer, mademoiselle. En estos momentos me siento perdida. Impotente y sin saber si empezar aquí una nueva vida o intentar reunirme con Paco —comentó Carmen a su institutriz.

—¿Y meterte entre las balas en estos momentos? Sería una locura. ¡Quién sabe lo que os pueden hacer si caéis presas! No te queda otra que seguir aquí.

—Ya. —Carmen se quedó con la mirada fija mientas pensaba.

—Ahora está todo muy revuelto. Y más con la de fusilamientos y muertes que está habiendo. La muerte del primo hermano de Paco. Esa noticia ha corrido como la pólvora en Valence —comentó Claverie.

—Menos mal que su madre no vive, porque no se lo hubiera perdonado nunca. Rehusó sumarse a la sublevación. Ya dejaron de hablarse anteriormente cuando se negó a bombardear a los mineros asturianos en la revolución de Asturias del treinta y cuatro y decidió apoyarles. Por tal decisión fue suspendido del Ejército.

—¿Qué cargo tenía ahora?

—Era el comandante del aeródromo de Tetuán, en el protectorado de Marruecos.

—Pues él y su escuadrilla decidieron no sumarse a la sublevación. Aunque se rindieron, dejaron inutilizados los aviones que había en la base y eso es alta traición. Me lo ha contado monsieur Renaud, que está atento a todo lo que pasa en España. —Se refería al cabeza de familia con el que compartían cocina—. Y, al final, Ricardo de la Puente Bahamonde fue condenado a muerte tras un consejo de guerra. Luis Orzaz, el jefe del Alto Estado Mayor, firmó la sentencia y tu marido la cumplimentó. Fue fusilado el 4 de agosto, a las cinco de la tarde, en los muros exteriores de la fortaleza del Monte Hacho.

—Sí. Hoy es un día sombrío para la familia. Seguro que en Oviedo no se habla de otra cosa. Imagínate, dos primos hermanos.

—El destino ha querido que la primera sentencia de muerte que tuviese que firmar tu marido fuera la de Ricardo de la Puente Bahamonde.

—De pequeños, los primos eran muy amigos. De adultos… ya ve. Yo creo que si hubiera sabido que su primo era el jefe del levantamiento en el Ejército de África no habría inutilizado los aviones —comentó Carmen, abrumada por las últimas noticias.

—¿Paco no podría haber perdonado, indultado, a su primo? —preguntó Claverie.

—Imagino que tenía a todos los mandos observando sus movimientos. En eso los militares son inflexibles aunque sean de la familia. Tenía que dar ejemplo. —Durante largo rato permaneció en silencio—. Esta guerra nos va a cambiar a todos. Nada será igual cuando acabe.

—¿Ese señor era familia de papá? —Nenuca estaba conmocionada.

—Los niños no entendéis estas cosas. Ricardo era tres años menor que papá y, sí, eran primos carnales. Sin embargo, completamente opuestos. Tu padre, monárquico; el primo, republicano. Siempre han discutido mucho por sus diferencias de opiniones.

—No lo entiendo —insistió la niña.

—En la guerra no se entiende nada. ¡Vamos a rezar!

Después de rezar un rosario, las tres continuaron pendientes de la radio. Supieron que Franco se había instalado a primeros de agosto en el palacio sevillano de Yanduri, donde dirigía por radio la defensa de las islas Baleares contra la expedición naval republicana que se había apoderado con facilidad de Ibiza y Formentera.

El almuerzo de ese día lo hicieron prácticamente en silencio. Nenuca fue la única que volvió a sacar de sus cabezas el tema de la guerra. La niña quería salir a la calle y dar una vuelta por Valence. Accedió su madre y la pequeña le dijo que quería conocer a alguna niña de su edad.

—¿Por qué no puedo ser cómo las demás niñas y tener amigas?

—Porque no eres como las demás niñas —le dijo Claverie.

—Pero tampoco podemos darle ni usted ni yo la instrucción que necesita —observó Carmen—. Habría que pensar si ya es hora de que se relacione con otras niñas de su edad. La única manera de conseguirlo es mandándola al colegio.

—No, al colegio no. Solo quiero conocer a otras niñas —protestó Nenuca.

—Sinceramente, no me parece mal que vaya al colegio. Está todo el día en casa con nosotras. Mi padre solía decir que gente parada, mal pensamiento. Deberíamos mirar qué colegio le conviene más.

—Pero yo no quiero ir al colegio. Me gustaría jugar con otras niñas. Nada más —insistió con desesperación.

—Tú harás lo que nosotras digamos. Tienes que aprender a obedecer. Ha llegado el momento de que te relaciones con otras niñas de tu edad —dijo su madre con vehemencia—, y eso solo lo vamos a conseguir mandándote al colegio.

Nenuca no se quedó nada convencida. Si hubiera sabido la reacción de su madre, se habría callado.

—Si todo sigue como hasta ahora, deberíamos volver a Bayona al finalizar agosto para normalizar la vida de Teresa. Al menos, ella tendría que crecer al margen de todo esto que estamos viviendo desde la distancia —comentó Claverie.

—¿Cree que habrán dejado de buscarnos?

—Pienso que sí. No saben nada de vosotras y se han debido de creer que pasasteis a España con tu hermano Felipe.

Desde ese momento, la distracción de esos días fue encontrar un colegio adecuado para la niña. Carmen se había educado en las ursulinas y le parecía bien encontrar alguno de educación estricta y religiosa como la que ella tuvo.

—Mi padre y mi tía tuvieron claro que yo me debía educar en un colegio religioso —le comentó a su hija—. Tu abuelo se sacrificó mucho por sus hijos. De hecho, no volvió a casarse porque decía que las madrastras eran incompatibles con la descendencia.

—Don Felipe podría haber vuelto a casarse. No faltaban mujeres que hubieran deseado hacerlo con los ojos cerrados, pero él no quiso. Pensaba solo en sus hijos y no se planteó jamás volver a contraer matrimonio. Era un buen hombre. Un señor.

—Y mis hermanos y yo nos educamos, aparte del colegio, con usted, mademoiselle. Todos éramos muy retraídos cuando llegó a nuestra casa. Nos afectó mucho la muerte de nuestra madre. Además, no estaba bien visto que los niños fuéramos blandos. Se imponía la fortaleza de espíritu.

—Bueno, eso no se ha perdido, afortunadamente. A los niños hay que educarlos con pocos mimos si queremos que sean mujeres y hombres de bien. ¡Cuantos menos besos, mejor! Ya sabes mi teoría de que extralimitarse en cariños vuelve a los niños seres humanos dependientes y con poca fuerza para aguantar las adversidades.

—Pues a mí me gustan los besos. No veo qué hay de malo en eso —protestó la niña.

—Pocos besos, Nenuca, pocos besos… —le contestó Claverie—. De todas formas, me gusta que la niña quite importancia a los que la adulan.

—Bueno, eso siempre se lo dice su padre: «No escuches a los que te halagan». Pero fíjate qué lista… Estando en Oviedo, paseando por la calle Uría, un grupo de militares reconocieron que era la hija de… Salvador y cuando le dijeron lo guapa que era, ¿sabe qué contestó?

—No.

—Pues dijo: «Soy corrientita y monárquica». —Las dos se echaron a reír—. Luego los compañeros se lo comentaron a su padre y le indicaron que tuviera cuidado con lo que iba diciendo la niña en plena república.

—Me advertisteis de que no dijera lo de monárquica. ¿Ya puedo hacerlo? —preguntó la niña, que ya estaba a punto de cumplir los diez años.

—No. No hables de nada que tenga que ver con España. Ni ideología, ni pistas de quién es tu padre, ni nada de nada. Más vale que parezcas tonta a que te extralimites. Imagínese en plena república a la niña diciendo que es monárquica. ¡Tiene cada cosa!

—Cualquier dato de más que des nos puede perjudicar. No lo olvides… Teresa.

A partir de ese momento fueron proyectando su vuelta a Bayona. Los colegios empezaban en septiembre, de modo que tenían quince días para ir despidiéndose de Valence y de la familia con la que compartían cocina, los Renaud. Fue precisamente Jacques, el padre, el que las informó de que Franco y Queipo de Llano habían restablecido la bandera bicolor para la zona ocupada por los nacionales, quitando la franja morada de la enseña republicana. El francés, que seguía de cerca los acontecimientos del país vecino, les dijo también que quien pilotaba todo aquel alzamiento era Franco.

—Debe ser un error —le comentó Carmen, que sabía que no era lo inicialmente pensado. Estaba pálida, parecía sin sangre.

—No, no. Viene en la prensa. Mire. —Le dio a leer un periódico atrasado—. «Franco, director del Movimiento patriótico salvador de España». Y aquí además recogen una amplia entrevista con él. La han sacado a su vez de otro periódico: El Adelanto, de Salamanca.

—¿Me deja leerlo? —Todavía seguía incrédula—. Le aseguro que no es cierto.

—Pues… lea, lea. Dice que ante la desmembración de España y con un Ejército destrozado que había perdido prestigio y autoridad había que hacer algo por la nación. Increíble. Claro, algo tiene que decir para justificarse.

—También dice que en Madrid se ha dado muerte a doscientos sacerdotes y monjas. —Se santiguó antes de seguir hablando—. ¡Dios mío!

—Quiere establecer una dictadura militar en España —continuó Renaud—. Dice que la dictadura se parecerá a los moldes italianos, alemanes o portugueses. También le pregunta el periodista la extrañeza que ha causado que se trajera a la península fuerzas de Marruecos. Franco ha contestado que «son regulares» y que no entiende que se extrañe nadie cuando el propio Azaña las empleó en agosto de 1932. En fin, se justifica, pero también asegura que Madrid acabará rindiéndose a su Ejército por hambre y sed. Está dispuesto a asfixiar por inanición a todo el mundo, ya no solo a militares.

—¡Cómo lo tienen que estar pasando en la capital! Allí tenemos muchos amigos y familiares —alcanzó a decir Carmen—. Tampoco hay que creer todo lo que se publica, monsieur Renaud.

—Bueno, yo creo lo que publica la prensa y escucho por la radio.

—Creo que desde aquí nunca sabremos realmente lo que está pasando.

Los días siguientes, Carmen, Claverie y la niña no hicieron otra cosa que rezar a todas horas. Iban a misa por la mañana y por la tarde y rezaban varios rosarios a lo largo del día. Carmen estaba intranquila y más con las noticias que seguían llegando de España. La última tenía que ver con otro fusilamiento que la había dejado desolada.

—Todavía no me puedo creer que haya sido fusilado Miguel Campins. —Era uno de los nombres que habían mencionado en la radio, pero a Carmen le costaba creerlo—. No lo entiendo. Era muy amigo de Paco —le comentó a Claverie—. Ambos fueron comandantes en Oviedo, también formaron parte del desembarco de la bahía de Alhucemas. Luego, cuando Paco fue nombrado director de la Academia General Militar de Zaragoza, se llevó a Campins de vicedirector y de jefe de estudios. Más tarde se fue para Andalucía ya como general y gobernador militar de Granada. Por allí está Gonzalo Queipo. Estoy segura de que algo ha tenido que pasar entre ellos.

—Pues no se habrá sumado al alzamiento, porque si no… —Claverie no quiso hurgar más en la herida.

—Dios mío, con la amistad que tenemos con toda la familia. Yo sobre todo con su mujer, Dolores Roda. No me creo que Paco se haya quedado de brazos cruzados. Una noticia terrible, terrible. Campins fusilado. ¿Qué habrá pasado?

Esa noche, Carmen y Claverie no cenaron. Permanecieron rezando en silencio. La niña fue la única que siguió con su actividad de siempre. Los días posteriores, en torno a la mesa de la cocina, ya solo hablaban de la guerra de España junto a la familia francesa. No solo desayunaban leche y pan con mantequilla, el plato principal de las mañanas eran las noticias. La mañana del 19 de agosto, Jacques Renaud les habló de otra muerte que había so

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