Los salvajes 2

Sabri Louatah

Fragmento

cap

Previamente, en Los salvajes…

Desde hacía dos días no paraba de nevar. En los cristales de las ventanas empañadas, la escarcha dibujaba flores. Era la noche de Navidad. Krim estaba fumando en el patio interior, entre su edificio y el de enfrente, que acababa de ser restaurado. La nieve lo cubría todo a sus pies, y seguía cayendo a grandes copos. Entre los contenedores de basura había un sofá desfondado. Los reposabrazos estaban blancos. Los copos se deshacían en las grietas del asiento desgarrado, como pétalos que quisieran curarlo.

Apoyado en la puerta acristalada de la planta baja, protegido por la visera de su gorra, Krim alzó la mirada al cielo. La nieve era una bendición, la lluvia un castigo. Porque a la lluvia la acompañaba un martilleo preparatorio, como una queja. En cambio, la nieve se desprendía de las nubes con un temblor aterciopelado y benevolente.

Krim aspiraba maquinalmente las últimas bocanadas del grueso porro que había confeccionado con tres hojas grandes, en previsión del día que le esperaba. Navidad en casa de los Nerrouche. La Nochebuena de los moracos. Seguro que pasaría algo que convertiría la velada en una catástrofe. Hasta la Navidad echaban a perder.

Un helicóptero rasgó el cielo: volaba tan cerca de los tejados que las ventanas temblaron. El motor bramaba como una bestia humana; bajo el eco de esos rugidos se dibujó una mancha oscura en la alfombra de nieve que se extendía entre Krim y el porche del otro edificio del patio. Era una sombra negra que no avanzaba recta. Era un ser humano con un paraguas. Lo bajó.

—¿Noooo? ¿Nazir?

Diez segundos después de la aparición de aquella cosa monstruosa a ras de los tejados todavía permanecía en el aire nacarado un zumbido, un ruido como un olor a pólvora.

—En Los Ángeles los llaman los Ghetto Birds. Sobrevuelan los barrios peligrosos de la ciudad. Día y noche. ¿Subimos?

Krim tiró el porro. Y al agacharse para aplastarlo y ocultarlo bajo la alfombrilla del umbral, se dio cuenta de que los pasos de Nazir no habían dejado huellas en el hermoso manto blanco del patio interior. Seguramente los grandes copos que seguían cayendo las habían cubierto.

Tenía una sonrisa de piloto automático, boca y barbilla retraídas de la misma forma. Su mirada negra estudiaba el salón, depositaba en cada rincón el veneno mudo de un sarcasmo: las alacenas llenas de baratijas estúpidas, las fotos familiares en blanco y negro, los dibujos de Krim cuando era niño, el peluche preferido de Luna que presidía la única hilera de libros de la biblioteca.

Era una enciclopedia en varios volúmenes con tapas color burdeos, que se interrumpía en el octavo tomo —y así permitía conocer todas las palabras de A a Afiliar (tomo 1), de Afiloforal a Barotaxia (tomo 2), de Barruntar a Bulboso (tomo 3), de Bulbul a Chélada (tomo 4), de Chelcicky a Contrapilastra (tomo 5), de Contrapiso a Desnicotinización (tomo 6), de Desniquelar a Electromiograma (tomo 7) y de Electrón a Fair-play (tomo 8)— y ni una palabra más.

Al cabo de un rato Rabia se preocupó por el silencio de Nazir. Al fin y al cabo era él quien había querido pasar la noche de Navidad allí; él se imaginaba una gran reunión familiar, espontánea y un poco loca, como antes. Le había pasado discretamente cinco billetes de cien euros para que gastase sin hacer cuentas, y que preparase una verdadera cena de fiesta como los franceses: salmón, foie gras, pavo, castañas, caracoles… e incluso caviar.

Mientras los niños y Rabia untaban las tostadas de mantequilla y se extasiaban con el precio de aquellos huevecitos negros, Dounia estaba fumando en la ventana del apartamento de su hermana, el mismo que sería precintado con cintas amarillas cinco meses después, cuando la familia Nerrouche se convirtiese para los medios de comunicación de todo el mundo en la encarnación del terrorismo islámico «doméstico», «hecho en casa». Pero aquella noche Dounia no tenía que preocuparse de periodistas al acecho ni de polis armados hasta los dientes al pie del edificio. Desde aquel tercer piso de tres habitaciones, con la calefacción a tope, aspiraba los efluvios de la noche que subían por la rue de l’Éternité. El aire olía a nieve pero no hacía el frío necesario para que cuajase: solo una espuma blanca cubría tímidamente el capó de los coches y las verjas de las ventanas; cualquier soplo de viento le amputaba pedazos que luego no eran reemplazados.

Dounia buscó un pretexto para desviar la mirada de aquel escenario que moría ante sus ojos. Había recibido un nuevo SMS de su otro hijo, Fouad. Estaría rodando en Marruecos durante todas las fiestas. Pero al mismo tiempo que la distraía del sombrío paisaje, la verdad la hundía en otro también sombrío, brutalmente, como si se hubiese metido de golpe en un estanque helado: Nazir había bajado a Saint-Étienne solo porque su hermano pequeño, el gran actor de cine, no iba a estar.

Cuando regresó al comedor, Dounia le vio de pie ante el abeto parpadeante, con una mano a la espalda. Llevaba un traje de terciopelo negro y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Con su tez lívida y sus mejillas cóncavas parecía un príncipe ruso que regresa del exilio: había desaparecido después del entierro de su padre, tres años antes; cada mes enviaba a Dounia una postal, y en todas las fiestas importantes la telefoneaba; y ahora estaba de regreso, y Dounia se preguntaba por qué no se alegraba de ello.

Frente a la tele que proyectaba un telefilme de Navidad, el anciano Ferhat, en calcetines, conversaba con Slim, le desaconsejaba que comenzase por la guitarra si quería aprender a tocar la mandolina. «Comienza in siguida, hijo», repetía cada vez que tenía la palabra, como si fuera la única frase que supiera decir en francés.

Por entonces Slim acababa de comprometerse, y el tío Ferhat conservaba su pelo y no necesitaba cubrirse la cabeza con una chapka; las dos cabezas rizadas se movían tranquilamente en el halo de la vieja lámpara de Rabia. Que databa de los años setenta; era el único regalo de noviazgo de la abuela. Su pantalla de tela amarillenta tenía flecos de terciopelo que parecían coletas de chica. Como su propietaria, la lámpara de Rabia difundía una luz cálida y franca, un calor amarillo, humano, digno de una chimenea. La prueba es que todos los invitados acababan por acercarse a ella, alejándose de la mesa del salón, aunque pronto habría que empezar a ponerla.

En efecto, en la cocina estaban en pie de guerra. La valiente hermana mayor de las hermanas Nerrouche estaba al mando. Cuando la abuela estaba en Argel —como en esos días, en que se ocupaba de sus misteriosos negocios inmobiliarios—, la tía Zoulikha se sentía mucho más relajada. La pobre solterona vivía a la sombra de su infatigable madre. La yaya la tiranizaba a conciencia, concentraba en ella toda clase de rencores y de agravios irracionales; peor aún: a la menor resistencia que encontrase, la culpabilizaba y le atribuía deseos matricidas. Su exilio en el pueblo, aunque provisional, alegraba los simpáticos mofletes de Zoulikha. Puso a asar simultáneamente el pavo y las castañas, y llamó a Rabia, que estaba charlando en el salón:

—¡Gualá, a esa li dices que vinga diez veces y no risponde! ¡Venga a parlotiarse y parlotiarse!

Rabia rompió a reír al oír a su iletrada hermana usar el verbo «parlotear» co

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