LA PUNTUALIDAD DE LOS CONEJOS DE PLAYMOBIL
Soy mujer, soy madre, no puedo tener hijos, escribo. No puedo tener hijos, soy madre, escribo, soy mujer. Soy madre, no puedo tener hijos, escribo, soy mujer.
Me gusta ver a los gorriones descansar sobre los cables de alta tensión frente a mi despacho en las afueras de Madrid. Se distribuyen sobre la línea negra equidistantes como las notas de un pentagrama en el cielo. Hace poco me enteré por casualidad de que los pájaros se colocan así porque esa es su forma de estar juntos. Existe una distancia mínima intraespecie que no les permite estar más cerca de un individuo de lo que se aproximan sobre el cable, por eso guardan siempre distancias regulares de separación. A veces, cuando uno de ellos se harta de estar tan cerca del resto, sale volando. Eso es ser pájaro.
Yo no soy pájaro, soy una mujer. Y algunas tardes intento adivinar, justo antes de disolverme en el atasco que me llevará a casa, cuál es la distancia mínima que debería mantener respecto de otros individuos de mi especie. Algunos días, como hoy, me pregunto si existe para mí siquiera una distancia. Pero la verdad es que, desde que soy madre, las referencias han saltado por los aires. De hecho, todo ha saltado por los aires. Todo menos yo. Porque, a diferencia de los pájaros, yo no puedo volar.
—Mañana me hacen los análisis —dije a MiMadre.
Hace cinco años. Recuerdo su cara de ardilla asustada solo un instante.
—No entiendo qué te pueden decir después de un análisis de sangre. Te pareceré muy vieja, pero es que son cosas que os pasan ahora. Yo nunca he querido tener hijos. No como ahora, quiero decir. Yo me quedé sin darme cuenta, sin buscarlo ni pensarlo. Claro que también tenía otra edad, imagínate, veinticuatro años. De no haber muerto tu padre no hubieras sido hija única, eso seguro. Ahora es otra cosa. Mi ginecólogo me ha dicho que a tus treinta y cinco ya no eres tan joven, que no te quedas porque lo has dejado mucho. Lo que no entiendo es tu empeño. Los hijos llegan cuando llegan, pero si te pones a pensarlo, no los tienes. Yo, desde luego, si lo llego a pensar, no te hubiera tenido. Entiéndeme. Un día me duché para salir con tus tías y al ir a ponerme mi vestido verde de botones, no me daba. Pensé que había encogido, ni se me ocurrió pensar que era yo la que había engordado. Pero estaba embarazada. Engordé sin parar, más de veinticinco kilos al final. Después de tenerte ya nunca bajé de los sesenta.
—Me darán los resultados en diez días.
—Yo, que no había pasado en toda mi vida de los cuarenta y nueve y tomaba maicena para engordar después de las comidas.
Recuerdo muchas conversaciones con MiMadre mientras intentaba quedarme embarazada, todas irrelevantes. Es imposible hablar con la propia madre porque las madres son cotorras mudas: nunca se callan, aunque no tengan nada que decir. MiMadre no para de hablar, suelta las palabras a borbotones, los mismos mensajes un día tras otro, un año tras otro. Las mismas historias. Su parloteo es una música en mi nuca, como un revólver. Y, sin embargo, es también una forma de consuelo. No es el diálogo lo que busco cuando hablo con ella, tampoco sus ideas, es el arrullo. A veces solo el sonido de su voz diciendo lo que sea que tenga que decir y que ya habré oído muchas otras veces. Antes me desesperaba su parloteo incesante. Quería que hablara con una dirección, pensaba que no tenía las ideas claras, que podía hacerlo mejor. Ahora creo que es así porque es MiMadre, una madre, y eso significa que sabe que esa música es lo único que me quedará cuando ella muera. Porque no quiere dejarme sola.
El medio es el mensaje y hace mucho que las madres del mundo decidieron que estaba todo dicho. Por lo demás, nunca nadie las ha escuchado.
El problema es que desde hace cuatro años yo también soy una madre. Y lo que es peor: no he encontrado mi melodía. Por eso estamos aquí, en este libro que será mi fracaso y mi desaparición como madre y como escritora, cuando ni siquiera he llegado a consolidarme en ninguno de los dos campos.
Soy una madre amateur y ya estoy acabada: escribo a espaldas de mis hijas, como si ellas no fueran suficiente. Escribo cuando debería estar jugando con ellas o contándoles un cuento o preparando un bizcocho. Y cuando esto termine, ellas lo sabrán.
Por otro lado, tampoco soy lo que se dice una escritora. He escrito varias docenas de cuentos —me dieron un premio local por uno de ellos—, una novela que no he conseguido publicar y otra que no conseguí terminar. Me gano la vida como directora creativa en una agencia de marketing digital. Se me da bien, me pagan bien, me lo paso bien. No tengo ninguna coartada para emplear mi tiempo de crianza escribiendo sobre ninguna cosa y mucho menos un libro sobre maternidad, que será la confirmación definitiva de mi falta de ambición literaria. Porque no creo que se pueda ser artista y escribir como una madre.
Las artistas con talento son hijas, siempre hijas de sus madres por mucho que tengan descendencia. Las buenas escritoras escriben sobre la hijidad o sobre cualquier asunto donde su punto de vista pueda ser el centro del mundo. Como cuando Vivian Gornick escribió Apegos feroces, una autopsia sobre la maternidad donde, por supuesto, ella era la hija, porque Gornick es una creadora. En cambio, una madre es el satélite de otro ser más importante. Una madre es la antítesis del yo creador. «Las madres no escriben, están escritas», sentenció la psicoanalista Helene Deutsch allá por los setenta. Y hasta hoy.
Por eso sé que, si persisto en la idea, acabaré paseándome por las editoriales con un manuscrito bajo el brazo que será antes o después catalogado como «el diario íntimo de una mujer», una categoría invisible que denota en el mundillo una preocupante falta de ambición literaria.
Por otro lado, leo lo suficiente como para saber que cualquier texto que huela a experiencia femenina es a la literatura lo que los tampones a las droguerías: un producto de «higiene íntima». Puedes comprar tampax en la misma droguería donde venden perfumes caros, pero cada cosa está en su balda y cada estantería tiene su valor.
La experiencia masculina, en cambio, siempre ha remitido a temas universales. No existen las «temáticas típicamente masculinas» porque los temas de chicos han sido también, durante siglos, los temas de todas. Eso es al menos lo que he sentido cada vez que me he asomado a la experiencia íntima de un hombre, que me concernía directa e íntimamente. En cambio, no suele suceder lo mismo al revés. Lo de ellos es de todos y lo de nosotras solo nuestro.
Es como si toda la historia de la literatura llevara encima el sutilísimo veneno de un prejuicio. A veces creo que si la Carta al padre de Kafka llega a ser una Carta a la madre, habría cantado gallina en vez de gallo. Y que, de alguna manera, hemos asumido que unos despiertan al mismo sol con su canto matinal mientras que otras nos limitamos a cuchichear y poner huevos.
Por si fuera poco, existe una guerra silenciosa y silenciada entre lo que significa crear como madre y crear como mujer. Tres reglas no escritas de obligatorio cumplimiento: la mejor creación de una mujer serán sus hijos, la mayor realización su maternidad y su mayor pasión siempre y mientras viva, sus hijos. Por eso creo que hay muchas más madres que escriben que escritos de madres. Porque casi siempre preferimos utilizar la creación para conectar con ese otro yo que somos cuando no estamos criando. Aparta un rato, hijo, que voy a escribir, voy a bailar, voy a interpretar, voy a pintar. Leo autoras (madres) que hablan de la escritura como «su espacio». Y escriben algún artículo o cuento sobre su maternidad (pocos) y poemas (muchos), a veces libros de poemas. Para escribir sobre maternidad parece imprescindible traicionarse a una misma o al hijo, puede que a los dos como es mi caso. Existe solo un caso donde la maternidad puede convertirse en un tema universal: cuando se muere un hijo. Entonces hay que coger el toro por los cuernos. Porque no hay otro lugar por donde seguir, si es que se puede seguir de algún modo. Y porque el punto de vista de la creadora (su dolor) es de nuevo el centro del mundo.
En El año del pensamiento mágico, Joan Didion aborda la maternidad (entre otras cosas) tras la pérdida de su marido y la severa enfermedad de su hija, que moriría poco después de que ella publicara el libro y de la que hablaría en Noches azules. Su autoficción es un clásico contemporáneo, no está en la balda de las compresas. Puede que la tragedia sea la única manera de convertir la maternidad en tema universal. A lo mejor es que no existen temas universales sin dolor. Puede que no exista universo sin dolor.
Así que, en general, las grandes escritoras se centran en «su escritura» además de en «sus hijos» (cuando los tienen). Dos pistas de circo. Dos músicas, dos bailes. Eso en el mejor de los casos, claro está, cuando la madre artista se divide entre criar y crear. El problema es que yo ni siquiera soy escritora, y tampoco he padecido ninguna desgracia que legitime mi necesidad de escribir sobre maternidad. A mí me toca criar y callar, sin lugar a dudas. Porque nada duele. Porque, en realidad, todo va bien. Ellas están bien, Hombre está bien, el trabajo está bien. Tenemos suficiente salud y suficiente dinero. Sin embargo, estoy aquí, refugiada en una cafetería, lejos de ellas, escribiendo. Cuando sé que esto es malo para ellas, sé que estaríamos mejor las tres si vuelvo a casa y nos escondemos en la litera de abajo. Y nos ponemos a jugar al zoo de Playmobil edición bebés y hago una cueva con el edredón para refugiarnos de una tormenta que es mentira. Y preparo las vallas para encerrar a los animales de la selva y los corrales para los animales de la granja. Debe de ser ya la hora de dar de comer a los conejos de Playmobil. Ellos siempre son puntuales.
Una madre que escribe es una madre culpable. Un libro culpable acaba en gatillazo, otro manuscrito en el cajón.
Una importante editora me aconsejó al respecto cuando le conté que estaba trabajando en esto. «Si vas a escribir de maternidad intenta que aparezca una historia de amor desde el principio. Tiene que haber un hombre, aunque sea el marido de la protagonista. Un amante estaría muy bien. A menos que encuentres un enfoque absolutamente original. ¿Has leído a Amelie Nothomb? Lo único importante es que enganche. No vayas a contar tu experiencia de maternidad porque eso no interesará a nadie.» Eso dijo. Después abrió en canal un cruasán con el cuchillo de sierra, se metió un buen bocado en su cabeza de canario y se puso a mirar por la ventana con la boca llena.
Pasé unos seis meses pensando cómo ser absolutamente original.
Te están apuntando con una pistola a la cabeza. Sabes que vas a morir y tienes que decir algo. Puedes escribir. Piensa bien lo que vas a contar. Y hazlo antes de que se caliente el acero porque es importante que ese frío llegue al texto. Puedes iluminar un solo punto de oscuridad sobre la tierra. Puedes hacerlo antes de que todo salte por los aires. Así que HABLA. Eso es escribir contra la muerte. Yo solía escribir desde la punta de esa pistola. O eso intentaba. Me excitaba ese acero, me sentía muy poderosa escribiendo justo antes de morir.
Una niña de tres años se tapa los ojos con las manos y se pone a contar. Uno-cuatro-dos-siete. Quiere que te escondas. Hazlo dentro del seto donde siempre busca en primer lugar. Cuando te encuentre explotará en una carcajada. Reirá como si no existiese el mañana ni nada parecido, porque en realidad no existe el mañana ni nada parecido. Reirá con los brazos abiertos justo antes de abrazarte. Y mirará al cielo y dirá: «NU-BE». Y sabrás que hay una parte de la vida que habita fuera del tiempo. No es un punto oscuro que debas iluminar. Es una luz caliente en la que quizás seas capaz de habitar un instante. Seguramente no haya nada que decir una vez allí. No hay palabras allá donde vas. Así que CALLA. Eso es escribir contra la vida. Así voy a escribir este libro. A lo mejor por eso me siento tan frágil: justo antes de vivir.
NO PUEDO TENER HIJOS
Aclaremos una cosa: se puede ser madre sin tener hijos. Yo fui madre mucho antes de alumbrar a H1 (cinco años) y H2 (dos y medio). Y no estoy hablando de los niños del tío separado con el que salí durante tres años. Hablo de ser madre sin hijos, ni propios ni ajenos. El problema es que durante mucho tiempo creí que jamás llegaría a saber algo sobre maternidad si no era capaz de parir. Pobrecita. No tenía ni idea, era todo certezas.
Nadie piensa que un padre sea «lo para inseminar». No es un espermatozoide a la carrera. La figura del padre no es en ningún caso fisiológica. Un padre es algo así… cómo lo diría: lo para crear. En el Nuevo Testamento hay un padre y una virgen. Creo que no hace falta añadir nada más.
El hecho de que yo no pueda tener hijos naturalmente es una de las razones por las que he decidido escribir sobre maternidad. Pienso que mi incapacidad para engendrar me legitima en esta materia. Porque hay que ser muy hembra para ser estéril.
Yo imaginaba a la mujer fértil húmeda como una montaña verde. Pero estaba equivocada. No era mi imaginación. Era una imagen construida sobre la piedra y el tiempo, abultada por nuestra cultura económica como el vientre de una venus paleolítica. Sin embargo, los embriones no se agarran al amor ni a los spots sobre familias o pañales. La expectativa no es suelo fértil para la vida. La expectativa es siempre yerma. Ahora sé que mis hijas necesitaron una herida en la que anidar, la tierra en barbecho que llevaba dentro.
Además, antes o después, todas seremos estériles. No importa que una mujer haya parido cuatro, cinco o doce hijos, todas estamos condenadas al mismo final. Que nadie se engañe, un hijo también es secarse. Y un buen día, un hijo mirará a los ojos a su madre y le hará saber que ya no volverá a ser fértil nunca más.
Me recuerdo estéril desde siempre. Mis bragas lo venían anunciando desde niña, tan blancas. Un mensaje impoluto: si no sangras, no pares. Supongo que me sentía como un chaval en este sentido. Lo que se dice un tío con suerte. O más precisamente: una mujer afortunada. Me encantaba no sangrar. Me parecía algo así como ser «la elegida» cuando con catorce, quince, dieciséis, diecisiete años no tenía que taponar mis hemorragias menstruales. Compadecía a mis amigas.
Después, ya en la universidad, la sangre cobraría un sentido diferente. Empezaron a hablar las poetas con sus palabras rojas y su pensamiento hecho carne. Cuando las poetas eran francesas, las palabras eran más rojas. Pero todas decían placenta, regla, útero, vagina, menstruación, ovarios, vulva, barriga, pubis, entrañas, sangre (son sangrientas y feroces las poetas), vientre, pechos, hormonas, óvulos… Así nunca cambiaremos de balda en la droguería, pensaba yo.
En la facultad, estaba segura de que escribir no debía ser una forma de hemorragia sino una forma de cultura. No quería sangrar bajo ningún concepto. Iba a escribir una tesis, a trabajar, a tener éxito. Quería que me leyeran los hombres y no estaba dispuesta a pronunciar la palabra «útero» por nada del mundo. Después de todo, yo era casi un tío.
Pero pasó el tiempo. Y las chicas eran ya otras mientras yo era estéril y empezaba a hacerme vieja. El año que me hice la primera in vitro, la jovencísima poeta Luna Miguel publicaba la antología Sangrantes, veintinueve mujeres dando a la sangre forma de poema. Las universitarias habían empezado a andar su propio camino, serpenteante y estrecho mientras yo no me enteraba de nada en medio de una inmensa autovía.
Las mujeres que quieren quedarse embarazadas se ponen tristes cuando les viene la regla. Yo ni siquiera. Huelo la sangre dos o tres veces al año, a veces ni eso. No fue una tristeza ni nada parecido. Fue la ausencia llamando a todas las puertas, colándose por cualquier rendija. Todos los días.
Toc-toc.
—Soy la Idea, ¿puedo pasar?
—No.
—De acuerdo, te espero junto a las naranjas, en el frutero nuevo.
Toc-toc.
—Estoy en el volante del coche y en las teclas del ordenador, siempre te acompaño.
Toc-toc.
—Descanso sobre tu almohada para que puedas oírme respirar cada noche. ¿Me recibes? Hablo en nombre del cosmos.
Dos tics azules en la bandeja de entrada de WhatsApp.
—Que dice el universo que no mereces estar aquí, que nadie quiere a las de tu nombre. Que fuiste miope, astigmática, que tienes ese problema con las muelas del juicio y el pelo demasiado lacio. Que aquella rotura de menisco no fue un accidente… Has sido juzgada. Todo ha terminado. Mujer, eres estéril. Mujer, no sangras. Mujer, no eres mujer. Mujer, no eres nada. Mujer, desaparece.
No está bien ser estéril.
Tengo delante la cara de MiMadre, que me mira con pena: hay tanto amor en MiMadre para mí. Tengo delante la cara de Hombre. Dice que no quiere criar un hijo que ya ha nacido, quiere que nuestro amor dé hijos. Yo pienso que a lo mejor nuestro amor no es tan perfecto como él se cree, que guarda un pozo de oscuridad, que somos un canteo de sombras y malos rollos. Pero no se lo digo. Me limito a pensar en todo lo que es nuestro y está mal.
La Idea de no ser madre, de no serlo nunca, fue como un rayo en mitad del cráneo. No hubo lamento ni decepción, fue otra cosa la que me partió la vida. Perder al hijo que no llega va más allá de la tristeza. Después de todo, la tristeza puede convivir con la felicidad, a veces es el lastre que nos hace salir a flote. Ningún problema con la tristeza. Pero la Idea de no ser madre es otra cosa, adopta tantas formas que es capaz de invadirte entera. La Idea de no ser madre es un cáncer dentro del cuerpo de una mujer.
Tengo delante la melena alisada con planchas cerámicas de la ginecóloga que me atiende en la clínica de fertilidad. Me señala uno a uno los conceptos de la factura que estamos a punto de pagar. Control de estimulación ovárica: 500 euros. Extracción de ovocitos: 1.200 euros. Laboratorio de FIV: 1.500 euros. Transferencia embrionaria: 300 euros. A continuación, coloca el índice sobre otro punto de la página. Leo «Posibles extras» en negrita sobre el silencio de la doctora que va señalando con el dedo, uno a uno, los conceptos que no pagaremos todavía, los extras que están por venir. Microinyección espermática: 650 euros. Vitrificación de embriones: 800 euros. Hatching: 400 euros. Anestesia: 300 euros. Transferencia de embriones congelados: 850 euros. Cultivo embrionario en incubador Embryoscope: 350 euros.
Cuando la Idea llega, se abre el hueco. El hueco es como las mujeres definimos lo que nos falta. No es una falta como leche en la nevera, amor en el banco o coche en el garaje. Mi hueco era todo el miedo que T. S. Eliot metió en un puñado de polvo cuando escribió La tierra baldía. Y era ese polvo en el suelo de mi cocina. Eran MiMadre, mis tías y mi abuela barriendo ese polvo. Siglos. Mujeres milenarias pegadas a una escoba. Era yo agachándome, arrastrando todo el polvo hacia el recogedor, depositándolo en la basura cada noche, todas las noches. Hay tanto polvo en casa.
Todas las mujeres que conozco tienen su hueco. Eres mujer y te dicen «Que viene el hueco» y te mueres de miedo. Eres un extraño y le dices a una mujer: «Yo puedo tapar ese hueco». Y se enamora de ti o se casa contigo, algo así. Podría ser un ángel o una marioneta, que diría Rilke. Pero nosotras lo sentimos como un hueco. Nacer con el agujero puesto. Eso es ser mujer. Y eso es ser madre.
Salgo de la farmacia con la factura de todo lo que voy a enchufarme para intentar ser una de esas mujeres que tienen plazas de aparcamiento en la entrada de los supermercados y asientos reservados en el metro. Con sus pechos y barrigas hinchados y esa forma de hablar y de moverse. Poderosas y arbitrarias, jóvenes diosas capaces de anidar algo más que vacío.
No hay nada sucio en el hecho de pagar por ser madre, sin embargo guardo la factura en la cartera con la misma suavidad con que un putero deslizaría los billetes sobre un pecho desnudo. Algo no está bien en estos números, una injusticia de la que me siento culpable.
Antes de notar el vacío que mis hijas me habían metido dentro, mucho antes de que nacieran, pensaba que las palabras eran lo único capaz de sellar ese pozo sin fondo que es la falta de sentido, el terror. Por eso escribía. Pero las palabras nunca fueron mías. Alguien dijo lápiz y dijo beso y dijo harina y dijo rata mucho antes que yo, miles de años antes. Tanto tiempo que los besos podrían llegar secos a mi boca. Es normal, no se puede tapar el hueco con lo que no es tuyo.
Cuando supe que no podía tener hijos, las palabras se volvieron blancas, igual que mis bragas: inútiles. Entonces empecé a coleccionar todas las mentiras que me había creído. Porque, después de todo, las palabras también son eso.
Nosotras parimos, nosotras decidimos, Just Do It, Pienso luego existo, Lo entenderás cuando seas madre, Voy a dejar a mi mujer, Podemos, Soy tu amigo, Existe una ETA política y otra militar, Me he hecho los análisis y no tengo sida, Que la fuerza te acompañe, A quién le importa lo que yo diga… Me dijeron todas estas cosas. Y todas me las creí. Ser madre, en cambio, sería una forma de verdad. Tenía que serlo.
Cuatro años atrás H1 está en su cuna de plástico transparente junto a mi cama. Acabo de llegar de la sala de recuperación de mi cesárea. Tengo el abdomen y el útero rasgados y recién cosidos. Y me duele cada vez que la miro: un pinchazo eléctrico en el abdomen y la leche empujando y estirando la carne de mis pechos hasta el suelo. La eternidad hiere con la fuerza del instante.
Hombre la ha puesto ahora en mi regazo y ella se enrosca como una promesa. En este momento sé que mientras H1 respire, mi vacío quedará sellado. Ella es la llave de ese otro mundo, de donde habitaré sin fisuras. Y ella es verdad.
El vientre de una madre es un lugar en el mundo. Y llega un momento en que una mujer lo sabe. Y a menudo está dispuesta a lo que sea por acunar en sus brazos ese pedazo de vida donde el mundo tiene por fin sentido. Yo estaba dispuesta a todo. Y era verdad. Y era mentira.
El animal que anida en el agujero de la maternidad es la cría de una serpiente. Y las serpientes son nuestras enemigas desde el primer jardín. «Por lo que has hecho, maldita serás entre todos los animales que he creado —dijo Dios—. Te arrastrarás sobre el suelo y comerás tierra. De ahora en adelante, tú y la mujer seréis enemigas, como lo serán también sus hijos y los tuyos. Su descendencia te aplastará la cabeza y tú le morderás el talón.»[1]
Cuando te quedas embarazada todo el mundo te explica exactamente lo mismo: que no se puede explicar con palabras lo que estás a punto de sentir y descubrir. Que lo entenderás todo cuando seas madre. Pero lo que no se puede decir con palabras se explica sin ellas. Las mentiras son serpientes silenciosas. Y la maternidad es un cuchillo sin empuñadura: imposible agarrarlo sin clavártelo.
MONTAR A CABALLO O A PAÑALES
Imagina un hombre de entre veinticinco y cuarenta y cinco años entrando en una tienda para padres; su primer hijo nacerá en apenas unos días. Imagina que es tu propio padre (si es que tuviste uno), tu novio, el padre de tus hijos o un actor. Si es invierno me gustaría que llevara gabardina, si es verano no quiero que use sandalias (después de todo, esta historia debería ser la mía).