Sin llegar nunca a la cumbre

Paolo Cognetti

Fragmento

A finales de 2017, y de mi cuadragésimo año de vida, fui con unos amigos a la tierra de Dolpo, un altiplano en el noroeste de Nepal, donde remontaríamos desfiladeros por encima de los cinco mil metros, viajando a pie durante casi un mes a lo largo de la frontera tibetana. El Tíbet era una meta inalcanzable, y no por temas fronterizos: invadido por el ejército chino en 1950, devastado entre los años sesenta y setenta por la furia de la Revolución Cultural y, por último, implacablemente colonizado por la nueva China capitalista, aquel antiguo reino de monjes, mercaderes y pastores nómadas sencillamente ya no existía.

Existía, sin embargo, o eso me habían contado, un pequeño Tíbet en territorio nepalí, que había sobrevivido por algún olvido de la historia. También en los mapas el Dolpo tiene el aspecto de una anomalía: ahí donde el Nepal político, que normalmente se sitúa al sur de la cadena del Himalaya, sobrepasa a esta y penetra en la inmensa área geográfica del altiplano tibetano, hay una región entera por encima de los cuatro mil metros, a la que no llegan los monzones ni los caminos, la más árida y remota y la menos poblada del país. A lo mejor a esa altura, me decía, podré ver el Tíbet que ya no existe, que ninguno de nosotros podrá ver más: ese era el viaje que deseaba hacer por mis cuarenta años, un viaje apropiado para celebrar el adiós a ese otro reino perdido que es la juventud.

No era el único motivo para ir. Otro motivo importante era la caravana en la que iba a participar. El Himalaya no es una tierra en la que uno pueda adentrarse sin más: para recorrer cientos de kilómetros entre montañas deshabitadas se precisaba una expedición en toda regla, con guías, porteadores, mulas, un campamento que hay que montar cada noche y desmontar cada mañana, y compañeros de viaje.

Uno de los nueve que emprendió el viaje conmigo era Nicola, al que me unía una amistad reciente. Hacía poco que nos conocíamos, teníamos la sensación de parecernos, y nos hallábamos en la fase del conocimiento mutuo. Pero ambos creíamos que las amistades no se fraguan por sí solas: hay que afianzarlas, mimarlas, precisan de empresas memorables para el futuro. Así, un día de primavera le describí el Dolpo por teléfono y le pregunté:

–¿Vamos juntos?

–Sí –me dijo.

Era otoño y ninguno de los dos se había echado atrás.

El otro compañero era Remigio, mi mejor amigo y el más complicado de todos los que tenía en ese momento de mi vida. En los diez años de nuestra amistad nunca había conseguido sacarlo del pueblo de montaña en el que había nacido y se había criado, y al que yo me había ido a vivir. No pretendía arrancarlo de ahí, lo que quería era que compartiésemos algo diferente: un lugar en el que ambos fuésemos extranjeros, donde conociésemos la sensación de la lejanía y de la exploración. Traté de convencerlo durante meses, empleé todas las posibles técnicas de persuasión, pero siempre tenía dudas e indecisiones. Que si le dolía una rodilla o no tenía dinero, que si su coche estaba averiado. Pero luego se presentó en el aeropuerto cuando ya me había resignado a que no apareciera.

–¿Así que vienes también? –pregunté.

–Pues sí –respondió, encogiéndose de hombros.

Sabía que en la montaña cada cual camina solo incluso cuando va acompañado, pero me complacía compartir mi soledad con esos compañeros.

Emprendimos el viaje a principios de octubre, cuando en los Alpes ya se esperaba la nieve, y llegamos a un Katmandú caluroso y polvoriento, recién salido de la temporada del monzón. Desde mi última visita la ciudad parecía haberse extendido aún más en su amplio valle: había más suburbios, chabolas, barrios residenciales, perros vagabundos, monos, mendigos, vacas esqueléticas en medio de la calle, niños. En la plaza Durbar todavía quedaban las ruinas de los templos hindúes y budistas que habían resultado dañados o totalmente derruidos en el terremoto de dos años antes, así como los puntales de madera que servían para mantenerlos en pie. Unos enormes carteles anunciaban que el gobierno chino se estaba encargando de su reconstrucción. ¿China? ¿Qué pintaba China en la principal plaza de Nepal?

Yo arrastraba desde casa una fiebre que aumentaba mi confusión, y cuando una mujer me convenció de que comprase leche en polvo para su niño, dejé que entre ella y su cómplice del bazar me robasen casi todas las rupias que tenía. Los carniceros exponían en los callejones piezas de una carne muy roja y cabezas de cabra sangrantes, y en los templetes de las esquinas de las calles había flores y frutas pudriéndose dejadas por los devotos. En Thamel, el barrio turístico frecuentado por grupos de occidentales que van al Everest o en busca del Katmandú de los Beatles, compramos las últimas cosas para la expedición en una de esas tiendas de material usado, anoraks, jerséis, botas amontonadas en los mostradores, las prendas que los clientes regalan a los porteadores cuando los ven en alta montaña con camisas de manga corta y en chanclas, y que los porteadores venden en cuanto regresan al valle. Nos movíamos entre polvo, manos, cuerpos sudados, bocinas, podredumbre que corría al borde de las calles, y sin embargo había algo en aquella ciudad que no dejaba de hechizarme.

Los mejores bares se encontraban en las terrazas de las últimas plantas de los edificios, desde donde parecía que estabas por encima de las miserias de la humanidad. Mientras hablábamos del viaje en compañía de una cerveza, siempre terminábamos mirando hacia el norte: desde Katmandú el Himalaya no se ve, el valle está rodeado de colinas y envuelto en nubes, pero nos lo podíamos imaginar y temerle. Al rato, como ocurre siempre en Nepal, la sensación de pérdida de tiempo se convirtió en la comprensión de que hay que acostumbrarse a un ritmo diferente del tiempo. Eso es indispensable para entrar en el adecuado espíritu del viaje. Y entonces una mañana llegaron los permisos para ir al Dolpo y, por fin, pudimos partir hacia la montaña.

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