La muerte de Jesús

J.M. Coetzee

Fragmento

1

Es una fría y despejada tarde de otoño. Él observa un partido de fútbol que se desarrolla en el terreno verde que hay detrás del edificio de departamentos. Habitualmente es el único espectador de esos partidos que juegan los niños vecinos, pero hoy dos personas desconocidas se han puesto también a mirar: un hombre vestido con un traje oscuro y una muchacha con uniforme escolar.

La pelota traza una curva y cae en la punta izquierda, donde juega David. El niño se adueña de la pelota, esquiva sin esfuerzo al defensor que sale para marcarlo y eleva la pelota hacia el centro. El tiro desborda a todos, desborda al arquero y cruza la línea de gol.

En esos partidos que se juegan durante la semana no hay verdaderos equipos. Los chicos se agrupan como les parece; unos llegan, otros se van. A veces hay treinta en la cancha; otras veces, cinco o seis. Hace tres años, cuando David se unió al grupo, era el más pequeño en edad y en tamaño. Ahora está entre los más grandes; muy ágil y hábil con los pies pese a su estatura, pícaro además de veloz.

En el partido se produce una pausa. Los dos desconocidos se acercan a él; el perro que dormita a sus pies se despierta y levanta la cabeza.

–Buen día –dice el hombre–. ¿Cómo se llaman los equipos?

–Solo es un partido improvisado entre los niños del vecindario.

–No son malos. ¿Usted es el padre de alguno?

¿Lo es? ¿Vale la pena explicar exactamente quién es?

–Ese que está ahí es mi hijo. David. El de pelo oscuro.

El desconocido observa a David, ese chico de pelo oscuro que se pasea con aire abstraído sin prestar demasiada atención al partido.

–¿No han pensado en organizar un equipo? –dice el hombre–. Permítame presentarme. Mi nombre es Julio Fabricante. Ella es María Prudencia. Somos de Las manos. ¿No ha oído el nombre? Es el orfanato que está al otro lado del río.

–Simón –se presenta él. Le estrecha la mano al hombre del orfanato y saluda a María Prudencia con una inclinación de cabeza. Calcula que ella tendrá unos catorce años; maciza, con cejas gruesas y un busto ya desarrollado.

–Se lo pregunto porque nos gustaría recibirlos como equipo invitado. Tenemos un campo de juego bien trazado y demarcado, y arcos armados como es debido.

–Me parece que los niños se conforman con patear la pelota.

–Nadie se perfecciona si no compite –dice Julio.

–De acuerdo. Pero formar un equipo implicaría elegir once y excluir al resto, y eso estaría en contra de la ética que se han dado. Así lo veo yo. Tal vez me equivoque. Tal vez les guste competir y perfeccionarse. Pregúnteles.

David lleva la pelota con los pies. Amaga a la izquierda y se lanza a la derecha con tal destreza que el defensor queda paralizado. Luego, pasa el balón a un compañero y se queda observando cuando este remata con un torpe globo que va a parar a las manos del arquero.

–Es muy bueno, su hijo –dice Julio–. Un dotado.

–Tiene una ventaja sobre sus compañeros. Practica danza y tiene por eso mucho equilibrio. Si los otros chicos tomaran clases de danza serían tan buenos como él.

–¿Oíste, María? –dice Julio–. Quizá tengas que imitar a David y tomar clases de danza.

María mira hacia adelante sin desviar la vista.

–María Prudencia juega al fútbol –dice Julio–. Es uno de los baluartes de nuestro equipo.

Se está poniendo el sol. Pronto el dueño de la pelota se la va a llevar (“Tengo que irme”) y todos volverán a casa.

–Sé que usted no es su entrenador –dice Julio–. También me doy cuenta de que no es partidario del deporte organizado. Sin embargo, por los chicos, piénselo. Le doy mi tarjeta. Puede ser que disfruten de jugar en equipo contra otro equipo. Fue un placer conocerlo.

Dr. Julio Fabricante, Educador, dice la tarjeta. Orfanato Las manos, Estrella 4.

–Vamos, Bolívar –dice él–. Es hora de volver a casa.

El perro se levanta con esfuerzo y despide un pedo maloliente.

Durante la cena, David pregunta:

–¿Quién era ese hombre con quien hablabas?

–El Dr. Julio Fabricante. Esta es su tarjeta. Es de un orfanato. Propone que ustedes formen un equipo para jugar contra el del orfanato.

Inés observa la tarjeta.

–“Educador” –dice–. ¿Qué significa?

–Es una palabra presuntuosa para decir “maestro”.

Cuando él llega al terreno de juego al día siguiente, el Dr. Fabricante ya está allí hablándoles a los niños reunidos a su alrededor.

–Pueden elegir un nombre para el equipo. Y también el color de la camiseta.

Los gatos –dice uno.

Las panteras –dice otro.

Los chicos, que parecen entusiasmados con la propuesta del Dr. Julio, se deciden por Las panteras.

–Los del orfanato nos llamamos Los halcones, porque el halcón es el ave de vista más aguda.

Interviene David:

–¿Por qué no se llaman Los huérfanos? –se produce un silencio embarazoso.

–Porque no andamos pidiendo favores, jovencito. No queremos que nos dejen ganar solo por quienes somos.

–¿Usted es huérfano? –pregunta David.

–No. No soy huérfano, pero estoy a cargo del orfanato y vivo allí. Tengo un gran respeto y mucho amor por los huérfanos, que en el mundo son mucho más numerosos de lo que supones.

Los chicos callan. Él, Simón, también calla.

–Yo soy huérfano –dice David–. ¿Puedo jugar para su equipo?

Los chicos vacilan. Están habituados a sus provocaciones. Uno de ellos le dice entre dientes:

–¡Basta!, David.

Es hora de intervenir.

–Me parece, David, que no te das clara cuenta de cómo es ser huérfano, huérfano de verdad. Un huérfano no tiene familia, no tiene hogar. Y precisamente para eso está el Dr. Julio. Le ofrece un hogar. Tú ya tienes tu hogar –se dirige ahora al Dr. Julio–: Me disculpo por hacerlo partícipe de una discusión de familia.

–No hay necesidad de disculparse. Lo que plantea David es importante. ¿Qué significa ser huérfano? ¿Quiere decir solamente que uno no conoce a sus padres? No. En el fondo, ser huérfano es estar solo en el mundo. De modo que, en algún sentido, todos somos huérfanos porque, en el fondo, todos estamos solos en el mundo. Como siempre les digo a los muchachos a mi cargo, no hay nada vergonzoso en vivir en un orfanato porque un orfanato es un microcosmos de la sociedad.

–No me ha contestado –dice David–. ¿Puedo jugar para su equipo?

–Sería mejor que jugaras para el tuyo –dice el Dr. Julio–. Si todos jugaran para Los halcones, no tendríamos contra quién jugar. No habría competencia.

–No le pregunto si todos pueden jugar. Le pregunto si yo puedo –el Dr. Julio se vuelve hacia él, hacia Simón.

–¿Qué opina, señor? ¿Le parece que Las panteras es un buen nombre para el equipo?

–No opino. No quisier

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