No nos conocemos. Restregamos la vida de los unos contra la de los otros pero no nos conocemos. Cada mañana nos apretujamos en las calles ignorándonos, escuchamos el ruido de nuestras voces, nos olemos, nos mentimos olores para soportar las proximidades excesivas que nos imponemos en los trenes, en los ascensores, en los hospitales, en las iglesias. Nos miramos sin vernos. Nos sonreímos cada día. Y cada día nos desconocemos, nos ignoramos, nos rechazamos, nos olvidamos unos a otros en el instante siguiente a habernos perdido de vista, inmediatamente, con la mayor displicencia, disolviéndonos mutuamente en este paisaje humano, esta multitud de la que apenas sabemos nada ni nos importa, y que a cierta distancia empieza ya a ser solo una prisa, un ritmo en la calle, un roce de gabardinas, una oscilación de hombros, y desde un poco más lejos, un oleaje suave de cabezas, sombreros, paraguas, incluso menos, un color, una bruma, nada.
Exactamente esto es lo que se ve desde la altura de esta ventana en la niebla matinal. Poco más que una bruma en la que hormiguea la multitud indiferenciada arremolinándose en torno al mercadillo que cada mañana se monta y cada tarde se desmonta junto a la parada del tranvía.
Sin embargo basta con bajar a la calle para que la palabra «mercadillo» se descomponga en cada uno de sus fragmentos, en cada puesto de legumbres, de ropa, bebidas, flores, comida frita. Basta aproximarse para que el enjambre confuso de gente se haya precisado ahora en cada una de las ancianas que caminan con mayor o menor torpeza, cada niño desharrapado, cada columna de vaho que emerge de cada bufanda. Acá un perro cojo, allá un pobre disminuido sentado en una caja de fruta, a su lado una pareja mostrando la comida a medio masticar dentro de sus carcajadas. Al fondo, las balanzas sopesando el género que ofrecen los comerciantes sentados junto a su pobre mercancía, pelando una naranja con los dedos sucios. A la espalda de la casucha que sirve como cantina o como almacén, un tipo gordo con botas de agua camina hacia la que parece ser su mujer, ofreciéndole un café humeante en un vaso de papel. Detrás, un balón deshinchado flota en un charco. Tras cada pequeño tenderete metálico cubierto de lona languidece en silencio el brillo de unos ojos dentro de un rostro surcado por las arrugas de una vejez específica, de un cansancio individual. Semblantes cabizbajos bajo las capuchas o los pañuelos, abrigos abundantes sobre las espaldas encorvadas, hombros cargados dentro de los jerséis gruesos, manos pesando legumbres, alzadas pidiendo limosna o metidas en las axilas para combatir el frío de noviembre. Un tipo enjuto pasa arrastrando pesadamente su carro lleno de cartones y mondas podridas. Más adelante una fila de siluetas arrastrando los pies hacia el chirrido metálico que anuncia la llegada del tranvía.
Son veinte copecs.
¿Tiene usted cambio de un rublo?
No.
No importa, llevo suelto.
El aire del interior está muy saturado. Aún conserva el olor caliente de la muchedumbre que acaba de bajarse dejando los cristales cubiertos de condensación. Poco a poco los ocupantes van sentándose callados, en un murmullo de cremalleras, pliegues de ropa húmeda, pisadas y débiles saludos casuales. Cuando los sitios se completan el pasillo empieza a abarrotarse de contigüidades mansas, silenciosas, inquisitivas. El forro de plástico de los asientos está a medio arrancar, dejando a la vista la gomaespuma del interior.
Con una sacudida el tranvía comienza a moverse superponiendo sus chasquidos metálicos al silencio amodorrado de las conversaciones. Un mecánico movimiento de mangas limpia semicírculos en los cristales como pequeños limpiaparabrisas individuales. Entre las aguas del vidrio se distinguen los techos de los puestecillos quedando atrás, en el descampado cubierto de trayectorias arañadas en la nieve gris y, más allá los bloques de viviendas hasta donde se pierde la vista. Con cada parada el pasillo se satura más y más. Las miradas llenas de sumisión y de pérdida.
Nudos circulatorios, polígonos industriales, periferia inacabable hasta que el tranvía se detiene finalmente. El linóleo del suelo está gastado en la zona de la puerta y entre los zapatos asoman los tablones de madera húmeda en los que brillan pulidas las cabezas de los clavos. El frío es intenso al bajar. El pasaje se diluye rápidamente en el gentío que merodea por la plaza Kontraktova en dirección a ninguna parte. Rostros marchitos que revelan un envejecimiento sin moralejas.
A la derecha, en lo alto de la colina, ocultas casi totalmente tras las osamentas nudosas de los árboles despellejados por el frío, se adivinan en la niebla las cúpulas doradas de la catedral de San Miguel. A dos o tres manzanas, por la calle atestada de gente, la plaza Poshtova con la pequeña iglesia de la Natividad. A esta ahora apenas deambula nadie por la plazoleta del funicular, y menos aún en el andén. Ancianos en su mayoría, que ya no son capaces de remontar la escalinata hasta la parte de arriba del parque de Volodymyrska Hirka. En medio del viento que barre el andén una campana anuncia la llegada del funicular.
Son veinte copecs.
¿Tiene usted cambio de un rublo?
Sí.
No importa, llevo suelto.
El interior está frío. La brevedad de la ascensión apenas permite que los escasos pasajeros puedan calentarlo con cada viaje.
Un golpe seco y empieza el traqueteo de subida. Se diría que este trasto va a desengancharse y precipitarse pendiente abajo, que es incapaz de ascender por el raíl. Sin embargo progresa lentamente internándose entre los cadáveres de los árboles, aferrándose penosa pero firmemente a las vías.
Otra campanada, el vagón se detiene y las puertas se abren. El pasaje sale en silencio al viento que, ya arriba, bate con rigor. En el frío del parque apenas quedan un par de paseantes apoyados en la barandilla.
Al final del paseo, en la esquina del fondo se alza un quiosco metálico pintado de gris. En su interior, a resguardo de la lluvia, pero no del viento, ni por supuesto del frío, hay un banco viejo de madera, pintado del mismo color. Y hoy, como cada día, también se verá una figura sentada, las manos en los bolsillos, mirando entre las ramas muertas, con la vista perdida en la densidad de la bruma, con los ojos cansados en el interior de la niebla, esperando a que el calor la disipe, a que se abra un pequeño claro, un hueco fortuito que permita ver el gran meandro del Dniéper, el inmenso recodo del río, sus aguas negras, preguntándose, una vez más, como cada día, de dónde viene esa agua. Qué trae esa agua sombría. Qué lamento, qué silencio arrastra, qué muerte lleva consigo esa agua triste.
Es posible que hace millones de años este lugar no fuese más que una masa de nubes de gas, roca y polvo, y que algún tiempo después, aquí, en este mismo sitio, tras la deriva tectónica, se alzase una colina desde la que contemplar toda la Tierra, cuando la Tierra no era más que la extensión hasta donde alcanzaba la vista. Y es posible que en ese páramo despoblado, habitado por nada más que la luz, la nieve, la noche y la niebla yendo y viniendo sin ley, una brisa muda alcanzase apenas a algo más que a acariciar las rocas, los declives, las vaguadas del erial previo al sendero. Y solo es cuestión de tiempo que llegara la tormenta de cuyo limo acertase a brotar un liquen, una raíz pasados los siglos, emergiendo hacia el día. Y antes o después, ese limo se poblaría de larvas que servirían de alimento al reptil anónimo, y durante un verano anodino, en ese silencio hecho de viento, de lluvia y de sol, los colmillos de un hocico olfateando arrancarían la hierba cercana, y desde ahí ya poco tardará en abrirse paso un primer simio, un homínido. Y después otro. Y sería la voz de uno de ellos la que sonaría por primera vez aquí, el grito de un primer hombre que después sería una primera canción, y más tarde una primera palabra pronunciada. Un primer nombre. Una primera amenaza. Una primera oración. Un primer paso en ese camino que más adelante frecuentarán miles para agruparse, para enfrentarse, para resistir, para combatir, para someter a otros.
De este modo empezarán a quedar impresas en esta tierra las primeras huellas humanas. Pisadas de soldados, de guerreros, de hombres cuyo único lenguaje es el acero. Y habrá himnos para recordar cómo esos hombres llegaron a alzarse. Y un día, esos himnos se reunirán por escrito, y así habrá dado comienzo la historia de este lejanísimo pedazo de tierra, no tanto por voluntad de conservar lo que se pierde como por la de dictar lo que debe ser recordado: victorias, conquistadores, reformas, tratados, evangelizaciones, alianzas, batallas. Y mientras se recuerda a los grandes personajes de vida excepcional, se olvida a todos los otros. Así se prescribe lo que fue, lo sucedido, cuando ya solo queda la debilidad de la memoria para defender lo que no necesitó defensa alguna en vida. Una mentira con la que cada generación engañará a las venideras. Una mentira que es hija de la muerte.
Sin embargo, a pesar de las trampas de los libros de historia, quizá aún haya quien pueda penetrar en la memoria de los lugares. Lo que queda impreso en las calles, en el aire, en el asfalto, en las fachadas de los edificios, en los caminos que continúan más allá de donde se pierde la vista desde esta colina. Esa memoria que todavía siente agitarse en la brisa el eco de aquel tiempo oscuro en que el Báltico congregaba unos pocos clanes sombríos de salvajes venidos del norte, vikingos, forajidos, comerciantes, mercenarios, nómadas sitiados por la calamidad y la miseria, huidos del frío hacia el sur, hacia la costa y el comercio, dispuestos a unirse y establecer su autoridad sobre toda la zona.
Serán siglos tristes en los que la precariedad acabará con los niños, los hombres morirán jóvenes y la enfermedad diezmará la ya de por sí escasa población. Y qué más da si las guerras se suceden para imponer nuevos dueños sobre el territorio o para defender a los viejos, si son estragos fratricidas en pos de derechos sucesorios enfrentados o incursiones crueles hacia rutas comerciales. Los años aciagos se sucederán marcados por la división y la ruptura, por el abrazo a religiones ajenas, por el terror a los ataques invasores, por la migración y el abandono.
Antes o después miles de guerreros de tez oscura y lengua impenetrable alcanzarán estas latitudes, o serán sus ojos rasgados lo que los distinga, o su ferocidad, o la enfermedad que traen consigo. Embestidas venidas de Turquía, del Imperio mongol en su expansión, o incluso de Iván el Terrible, harán que el pedazo de tierra que se divisa desde esta colina sea un día el primer estado eslavo oriental, la Rus de Kiev el siguiente, Lituania con el paso de los años, o Polonia con el de los siglos. El saldo será una población híbrida compuesta por luteranos fineses, nómadas estonios, esclavos fugados de las galeras turcas, colonos armenios, griegos ortodoxos, piratas bálticos caídos en desgracia, católicos lituanos, polacos apostólicos temerosos de Dios, mercaderes musulmanes sin escrúpulos, judíos jasídicos, criminales de toda procedencia dedicados al saqueo, y uno de ellos, uno, olvidado por la historia, uno como cualquier otro será el primero en disparar un arma de fuego, y quizá acierte o quizá yerre, quizá mate o quizá muera. Durante este tiempo de discordia y barbarie en el que nunca antes se había oído el sonido de un violín en este rincón de tierra, las revueltas en contra de cada sucesivo gobierno, ya sea polaco o ruso, desembocarán en masacres y represalias de rebeldes militares y grupos armados con antorchas, hoces, guadañas y bieldos, hasta que llegue la definitiva anexión a Rusia. Hombres y mujeres dedicados a la pesca y a una escuálida cosecha, despreciados durante siglos por sus monarcas y olvidados por las grandes decisiones de su tiempo, con el río y la tierra como único sustento, acaban de quedar encadenados a ella, en una situación prácticamente de esclavitud bajo el sistema de servidumbre ruso.
Con los años esta mezcolanza de etnias, congregaciones y clanes, a la que se unirán las fuerzas francesas en retirada de la campaña napoleónica, vivirá el crecimiento de sus ciudades más importantes. Por su parte, el temor a una revolución como la sucedida recientemente en Francia terminará por conceder al entorno rural la emancipación de sus casi veinte millones de esclavos aunque, a pesar de ello, la miseria los obligue a permanecer con sus señores. Se cantarán canciones y se forjarán historias sobre el último hombre muerto esclavo, y sobre todo, sobre el primer niño nacido libre en los campos de Rusia. Un niño ignorado por la historia, que significará el salto de una nación hacia la integración en la Revolución Industrial. El país comienza a ver el tendido de grandes infraestructuras. Miles de hombres cuyos hijos serán los artistas del constructivismo colaborarán en la extracción de mineral, en la metalurgia, en la fabricación de raíles, en la construcción de vías, de puentes, de miles de kilómetros de líneas férreas. Y un día cualquiera, al amanecer, una muchacha rubia nacida sin dedo meñique en la mano derecha preguntará a su padre señalando al horizonte, pero no obtendrá respuesta porque será la primera vez que los jornaleros de esta tierra contemplen la velocidad de una locomotora.
Esos mismos jornaleros, dedicados ahora a industrializar el país, serán acribillados a balazos cuando, encabezados por un sacerdote, se aproximen al palacio de San Petersburgo pidiendo salarios más dignos. Los sollozos de un crío de cuatro años, surgidos de entre la pila de cadáveres, se alzarán recorriendo todo el país en un levantamiento popular que culminará en la insurrección del acorazado Potemkin. Hasta que un domingo como cualquier otro tenga lugar un asesinato como cualquier otro, y dé comienzo la Primera Guerra Mundial, que, en esta tierra dividida, será a su vez una guerra civil que se sumará a la revolución social.
Con la abdicación de los Románov, el país entero estallará al unísono en un grito de júbilo, pero poco tardará en sobrevenir el desplome, cuando los soldados regresen a sus hogares tras el exterminio que ha supuesto el frente: muertos anónimos, supervivientes anónimos. Generaciones enteras de hombres maltrechos, mutilados, enfermos, traumatizados, hijos o nietos de aquel primer chiquillo libre que contempla ahora la nueva Rusia, arruinada y exhausta, poblada un siglo atrás por millones de cervices de esclavos, dedicados ahora a merodear como proscritos desesperados entre mendigos, familias en la indigencia, destacamentos de desertores enfrentados al ejército, bandas de delincuentes y patrullas armadas contra este nuevo estado en el que saqueos y matanzas son la única ley, dictada por la venganza contra siglos de vasallaje.
El mismo día que en Sudáfrica nace un bebé al que llamarán Nelson Rolihlahla Mandela, la ejecución sumaria de la familia Románov inaugura la nueva era de terror y psicosis. Detenciones, fusilamientos en masa, tomas de rehenes, reclutamientos forzados e internamientos en campos se ponen a la orden del día.
No extrañará que en la tierra que se alcanza a ver desde esta colina, con más de un millón y medio de muertos y cientos de miles sin hogar, en plena hambruna, surjan fuerzas cruzadas entre ejércitos bolcheviques, monárquicos, tropas de minorías nacionales luchando por la emancipación respecto de Rusia, ejércitos extranjeros en avance, tentativas de los revolucionarios antibolcheviques, e incluso desertores de todos ellos, huidos de las búsquedas, de las detenciones y de la reintegración forzada en otras filas.
Serán miles los niños que nacerán en medio de este horror, en el seno de familias desheredadas que malviven de acá para allá, sin certeza del lugar, el estado, el país en el que viven. El mercado negro y el trueque se han convertido en la única posibilidad para sobrevivir. Media garrafa de samogón por un saco de grano, dos cestas de patatas por una alforja de alforfón, que sean dos, trato hecho, y así logrará aquella joven nacida sin meñique en la mano derecha que la vida de su hijo dure más que este invierno.
Una migración masiva de obreros y ciudadanos hambrientos de regreso al campo reducirá a la mitad la población de las grandes ciudades, pero los objetivos inalcanzables de la colectivización arruinarán aún más a los campesinos. Los procesos y deportaciones se intensificarán y se incrementará el envío de población rusa a las áreas de mayor identidad nacionalista para mezclarse con la local en un intento de «rusificar» el país, aunque pocos de entre los niños que verán la luz en esos años lograrán superar la miseria, la enfermedad y el hambre.
Y durante una mañana soleada de junio, en que quizá se haya levantado brisa, la guerra regresará a esta tierra, esta vez desde el oeste.
Puede que al principio el avance alemán sea celebrado por algunos sectores descontentos, pero pocas semanas después, si no días, todo hombre mayor de edad será llamado a filas y toda mujer a las fábricas de munición. La ausencia del meñique en la mano derecha facilitará a Natasha su infatigable trabajo en la factoría de armamento de Nizhin, aunque su marido haya caído en batalla y su hijo haya sido evacuado con pronóstico grave a un hospital de campaña en Minsk.
Millones de hombres tendrán que retroceder rezando, llorando, temblando de pánico para salvar la vida sin entender por qué, en su retirada, deben destruir su propio hogar para impedir el avance nazi, volando los puentes, pozos de petróleo, carreteras y líneas férreas que construyeron sus abuelos.
A pesar de todo, en un par de inviernos Alemania se verá obligada a replegarse a la línea del Dniéper, que no será capaz de defender durante mucho tiempo. Apenas un mes después Kiev volverá a ser ruso y poco más tarde el Ejército Rojo llegará a la frontera con Polonia, anterior incluso al inicio de la guerra.
En Minsk, el amor unirá a ese soldado evacuado, lisiado por la metralla e incapaz de reincorporarse al frente, con su enfermera de cabecera. Su primer y único hijo, Alexéi, llegará al mundo sano y salvo en abril de 1942, en medio del caos y la destrucción. Lo primero que hará Natasha es contar los dedos de la mano derecha de su nieto en busca de una herencia genética poco deseable.
Silbatos, trompetas, bocinas, fuegos artificiales y confeti llenarán las ruinas en que se han convertido las ciudades que han sido escenario del conflicto. En Kiev, donde una cuarta parte del frente occidental ha muerto o caído prisionero, la algarabía es redoblada. El bulevar Jreshchátyk y la plaza Maidán Nezalézhnosti son un auténtico hervidero de celebraciones, llantos y abrazos entre desconocidos, ancianos exhaustos, parejas besándose los labios consumidos y mutilados que bailan alzando sus muletas, exhibiendo su sonrisa demacrada al son de las bandas municipales de música.
Alexéi recordará siempre esta sensación de ser el rey del mundo, con solo tres años, sobre la marea de cabezas, por encima de las calles devastadas, sembradas de escombros, sentado sobre los hombros de su padre, cuya cojera a duras penas le permitirá avanzar entre la multitud.
La tierra que se divisa desde esta colina hospedará casi ocho millones de cuerpos, incluyendo medio millón de judíos. Más de setecientas ciudades han sido arrasadas y más de veintiocho mil pueblos y aldeas, borrados del mapa de un país desolado, sin apenas infraestructuras ni potencial humano, en plena hambruna.
Los recursos para la reconstrucción del país serán los que sobren del rearme necesario para contrarrestar la amenaza atómica de Occidente. El rápido éxito nuclear tensará aún más las relaciones entre comunistas y capitalistas, y solo el «deshielo» de Jrushchov permitirá una gradual apertura cultural al mundo, con un crecimiento económico general y un incremento en el nivel de vida. Pronto se lanzará el primer satélite artificial Sputnik y en unos años la perra Laika hará el primer viaje al espacio. Sin embargo, las exageradísimas fuerzas armadas se revelan como una carga cada día más insostenible, lastrando el desarrollo de todo el país.
El rechazo de Alexéi al ejército es frontal, y sus aspiraciones adolescentes comienzan a inclinarse hacia la carrera espacial. Su vecina, Helga, solo tiene cinco años y ni siquiera concibe que la luna no sea una luz redonda, sino un lugar al que será posible llegar en menos de diez años.
Soplo cardíaco leve. Soplo cardíaco leve y no hay más que hablar. Así es como con tres palabras nada más Alexéi se libra de tener que hacer el servicio militar, más que obligatorio en su país, sobre todo después del altísimo número de bajas que dejó la Gran Guerra contra Alemania. Su madre, testigo de toda aquella barbarie cuando fue enfermera en el hospital de Minsk, no sentirá la menor decepción pese a que en el bloqueo de esta Unión Soviética hace años que la carrera militar se considera la mejor de las salidas laborales. Tres palabras nada más. Pero así como traen la alegría de evitar el servicio militar, se llevan la posibilidad de una carrera espacial ansiada desde la niñez. El sueño de ser cosmonauta tendrá que dejar paso a uno más prosaico, en la escuela politécnica de Kiev, y aunque seguirá prestando atención a Gagarin, a Tereshkova y a Leónov, el ajedrez irá progresivamente acaparando su atención.
Para Alexéi la sucesión de Jrushchov por un Brézhnev casi en la setentena quedará eclipsada por el fallecimiento de su madre durante el invierno, por complicaciones derivadas de una infección renal. Su padre, viudo, lisiado y entregado al vodka, nunca volverá a ser la persona que un día lo llevó sobre sus hombros por las calles de aquel Kiev devastado. Sin otra intención que la de eludir el espectáculo de su deterioro, Alexéi se decide a terminar sus estudios de Física y Matemáticas en el Instituto Pedagógico para independizarse a una vivienda minúscula en Kórosten, desde la que, con la más absoluta discreción, empezará a colaborar en la distribución de la revista samizdat moscovita Sintaxis.
Con el fin del «deshielo», cada día serán más las sentencias de trabajos forzados a escritores, novelistas, dramaturgos o periodistas debido a su «actividad antisoviética». Un mal menor en comparación con el reciente uso que el Politburó está haciendo de la psiquiatría como herramienta de lucha contra la insurrección. Los presos políticos empezarán a ser hospitalizados como enfermos mentales en instituciones, asilos y manicomios por toda la Unión Soviética. Sin embargo, aunque en el caso de Alexéi supondrá el fin de su coqueteo con la disidencia, la inhumanidad de la medida reactivará, por rebeldía, muchas células dormidas de la samizdat. En una de esas cantinas en las que se reúnen de vez en cuando los contrarrevolucionarios, un tipo grande, corpulento, con aspecto de trabajar en la construcción, logrará contra todo pronóstico seducir a la camarera. Para finales de año, concretamente en noviembre, nacerá su hija. Será su abuela quien elija el nombre de la pequeña: Irina. La niña tiene sus mismos ojos.
A finales de la década, la producción agrícola soviética aumenta y el terror de Estado, las hambrunas, las purgas y la guerra han quedado atrás definitivamente. De hecho, en el Dniéper comienza la construcción de una gran estación de producción energética, como parte de las medidas de industrialización del país.
Un tal Anatoli Kárpov, que tres años atrás, con solo quince, ya se había convertido en el maestro nacional más joven de la Unión Soviética, se proclama ganador del campeonato mundial juvenil de ajedrez. Garri Kaspárov aún tiene solo seis años.
Irina, que acaba de cumplir uno, da muestras de precocidad motriz.
La ingeniería soviética está redirigiendo su tecnología atómica para fines energéticos, así que dos meses antes de que los Beatles anuncien su separación tiene lugar otro de los golpes de efecto de Brézhnev: la construcción del primer complejo nuclear en Ucrania, incluyendo la ciudad que albergará a sus trabajadores y a sus familias. La «ciudad del futuro», como comenzará a ser conocida, en la que se plantará un arbusto de rosas por cada habitante.
Alexéi, con los ojos puestos en las noticias que llegan de Estados Unidos sobre la celebración de un multitudinario festival de música en Woodstock, regresará a las reuniones clandestinas en casa de un conocido, una de las cuales le brindará la posibilidad de aproximarse a una joven tímida, que parece no haber cumplido ni los veinticinco años. Se llama Helga, según el conocido común. Solo cuando logre invitarla a un café, pocos días después, averiguará que se trata de aquella vecina de la infancia que no levantaba dos palmos del suelo cuando él ya soñaba con conquistar el espacio exterior. Parece ser que acaba de trasladarse a Kórosten, pero no es muy comunicativa y no entra mucho en detalle. No menciona ningún novio o prometido. Es mona. Quién sabe. Ya veremos.
Un año después, cuando en septiembre muera Jrushchov ante el menosprecio oficial, Alexéi y Helga ya se están planteando irse a vivir juntos, y un año más tarde, mientras en Estados Unidos Charles Manson ve conmutada su pena de muerte por cadena perpetua, empezarán a buscarse un pisito.
Ese verano, en un arranque de valor, Alexéi le pedirá matrimonio después de una cena a la luz de las velas, y esa misma noche celebrarán la respuesta afirmativa con una tórrida velada de enhorabuena.
En septiembre morirá en Londres Jimi Hendrix.
26 de enero de 1972. Una fecha para no olvidar. El «Sí, quiero» no se da todos los días. Ella de blanco, él de azul marino. Una ceremonia íntima con la familia más allegada. La música, el vodka, los gritos, los bailes. Todo es perfecto.
Un gran año. Emerson Fittipaldi es campeón del mundo de Fórmula 1 y Bobby Fischer se proclama campeón mundial de ajedrez en Reikiavik, superando ampliamente a Borís Spaski. Sin embargo, al año siguiente, ese Bobby Fischer irreducible rehúsa defender su título de campeón mundial ante Anatoli Kárpov. La decepción cunde en un país que contaba con ese duelo para evadirse de la progresiva quiebra generalizada que ha supuesto la era del estancamiento. Miles de habitantes de las grandes ciudades perderán sus hogares, las enfermedades comenzarán a proliferar debido al debilitamiento del sistema sanitario y regresará el racionamiento de los alimentos básicos.
En abril se inauguran las Torres Gemelas de Nueva York, y solo un par de meses después Alexéi consigue un puesto de director de escuela. Es una gran oportunidad para él, sobre todo en este escenario de regresión económica que llegará a alcanzar los niveles que tenía veinte años atrás, así que el 30 de junio de 1973, justo un día de eclipse de sol, la pareja se traslada a un piso de maestros.
Después de plantar dos arbustos de rosas, Alexéi abrazará a Helga. Este sí es el lugar en el que comenzar una vida.
El día antes de que se celebre la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de 1980 en Moscú, pese al boicot estadounidense, la pequeña Irina acompañará a su madre a comprarse unas gafas. Será la niña la que elija las de montura blanca gruesa. Nataliya las llevará siempre colgadas del cuello con una cadena dorada.
A estas alturas, con Ronald Reagan a punto de ganar las elecciones presidenciales en Estados Unidos, a Alexéi le tiemblan las piernas ante la posibilidad de que, a pesar de su soplo cardíaco leve y de no haber hecho el servicio militar, lo llamen a filas contra los muyahidines. Y desde el mismo día en que se inicia la intervención soviética en Afganistán solo pensará en una cosa:
Ha llegado el momento.
Perdona, ¿de qué me hablas?
De una pequeña Helga, ¿no te haría ilusión?
Pero, Alexéi, ya lo hemos hablado mil veces. Necesito tiempo.
¿Tiempo? ¿Y si me llaman al frente?
Pero si ni siquiera has hecho el servicio militar.
Pues precisamente por eso.
Ya lo hemos hablado.
Lo sé.
Y conoces la respuesta.
¿Qué respuesta?
La que siempre te doy.
Dámela otra vez.
No es el momento.
¿Qué momento?
Mi momento.
¿Tu momento? Tienes treinta y tres años.
Me da igual, no estoy preparada.
Y de nuevo la conversación se saldará con un «No» hasta que Alexéi vuelva a contraatacar, como viene sucediendo durante los últimos tres años. Es cierto que, por el momento, no ha sido reclutado, pero quién sabe. Quizá lo convoquen a finales de año, cuando un perturbado asesine a John Lennon.
Puede que hace un par de años Irak invadiese Irán, o que el año pasado el Papa sufriese un atentado solo un par de días después de la muerte de Bob Marley, o que este año el Thriller de Michael Jackson inundase las discotecas de Occidente, pero para Alexéi todos los años son iguales, o, más bien, empiezan igual. Cada septiembre, como si siguiese en vigor el antiguo calendario que derogó Pedro el Grande, Alexéi tiene que pasar por esta penitencia de reuniones de principio de curso, atender amablemente a los padres de cada alumno, sonreír a cada pareja, permitirles advertirle sobre el singular carácter de su niña, las especialísimas particularidades de su retoño, y escuchar con paciencia infinita sus opiniones sobre el futuro que esperan para él, sus expectativas, sus ambiciones.
A decir verdad aún no hay mucho que comentar. Ya llegarán los malos comportamientos, las riñas, las faltas de respeto a algún profesor de carácter más débil, y entonces sí, entonces habrá que hablar en serio, pero de momento no se trata más que de un trámite, una toma de contacto larga y aburrida. Tanto que Alexéi, mientras habla de conductas y trayectorias académicas, en realidad se dedica a buscar los parecidos entre cada alumno y sus padres, o en buscar las deudas que los padres tienen con los hijos. Deudas por una herencia defectuosa. Por todos los casos que, lejos de haber mejorado la especie, han empeorado respecto de sus antecesores. Deudas por una constitución enfermiza o enclenque, por una estatura reducida, por una indiscutible cara de tonto o por unas orejas de soplillo. ¿A quién de los dos debe Borya su tic al parpadear, a su padre o a su madre? ¿Y Klavdiya? ¿A cuál de los dos le debe las siete dioptrías que la pobre corrige con esas gafas de culo de vaso? ¿Y Vanya, esa cabeza tan descomunal? A su madre, claramente. La cabeza de la señora Alyona es aún mayor que la de su chiquitín. Y así van pasando parejas, y en todas ellas busca Alexéi no solo las imperfecciones y anomalías que combinadas desemboquen en las del chaval en cuestión, sino incluso los gestos, los tonos de voz, los giros del lenguaje, las expresiones, las agresividades, los complejos, los trastornos, las manías, las rarezas.
Cada diez minutos entra una nueva pareja y sale la anterior. Cada diez minutos otro alumno, otra familia, otro mundo.
En la Antártida acaba de medirse la temperatura más baja registrada jamás en el planeta Tierra. La radio lleva horas hablando de ello, como si por el hecho de que haya sido en una base rusa, esa temperatura fuese motivo de orgullo patrio. El mes que viene la propaganda se dedicará a justificar el bloqueo soviético a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles y para cuando llegue el verano la noticia será la identificación del virus del sida. Pero ni eso, ni las elecciones, ni la pugna entre el Tetris y el Comecocos, ni la irrupción de Terminator en las carteleras de medio mundo, ni tan siquiera el récord de permanencia en órbita de los últimos tres cosmonautas, logran ahuyentar el pánico de Alexéi a los atentados de los muyahidines en Kabul, ni a la movilización creciente de tropas.
Pueden llamarme al frente en cualquier momento, ¿te das cuenta, Helga?
¿Otra vez?
¿Cómo que otra vez?
Pero si no sabes ni sujetar una escopeta.
¿Tú crees que eso le importa a Chernenko?
No van a llamarte a filas.
¿Cómo lo sabes? ¿Cómo estás tan segura?
Lo estoy y punto. Y ya es suficiente. No quiero seguir hablando de esto.
Nunca quieres hablar.
Ya lo hemos hablado demasiadas veces.
Y nunca llegamos a nada.
Ya hemos llegado, pero a ti no te basta.
Helga, tenemos que hablar.
¿Y si no es su padre? ¿Y si el tipo que está ahora mismo acompañando a su mujer en el despacho de Alexéi para hablar con él sobre el pequeño Liosha no es su verdadero padre? Podría ser. Se parecen poco. La verdad es que Masha, la madre de Liosha, no es muy atractiva. En realidad no es atractiva en absoluto. Ni mucho ni poco. No parece que quepan muchas posibilidades para una vieja infidelidad cuya consecuencia haya sido el pequeño Liosha. Pero, desde luego, el parecido del niño con este ojos de huevo que está sentado frente a Alexéi mirando distraído al infinito es prácticamente nulo. Ella continúa hablando sobre su chiquitín, sobre lo aplicado que es, y obediente, y disciplinado, y que nunca ha sido problemático mientras el presunto padre guarda silencio, cansado de un discurso que sin duda se repite día tras día.
Sí, otra vez es septiembre.
La puerta se cierra finalmente y Alexéi, por fin solo en el despacho, suspira aliviado. Camina hacia la ventana. Ya está atardeciendo. Apoya una mano en el marco de la ventana y con el pulgar y el corazón de la otra se presiona en las sienes. Aún quedan un par de padres.
Antes de que entren se sienta. Abre el tercer cajón de su mesa. Saca una botella de vodka que le acaban de regalar los padres de Kiryl, le da un trago breve, la cierra y la mete en el cajón. Se pone de pie para encaminarse hacia la puerta. Titubea por un segundo. Vuelve a sentarse. Abre el cajón, saca la botella de nuevo y da un largo trago. Ahora sí. La mete otra vez, cierra, se aproxima a la puerta, abre y llama por el nombre a los padres del penúltimo alumno. Una pareja madura se levanta de las sillas que ocupa en la antesala y entra en su despacho. ¿Seguro que ese tipo es el padre?
Hay gente que se adelanta a las situaciones, que tiene ya preparado el dinero al ir a pagar, que tiene ya relleno el formulario al llegar a la ventanilla, pero Alexéi no es una de esas personas. Alexéi habitualmente llega a la puerta de casa pensando en las musarañas, de forma que solo en el momento en que se encuentra frente a la cerradura advierte que tiene que abrir, así que es entonces cuando toca empezar a bucear de un bolsillo a otro, del pantalón a la americana, de la chaqueta al bolsillo trasero, buscando las llaves. Lógicamente, no aparecen, y da comienzo la fase de palparse el cuerpo, el bolsillo de la camisa, la gabardina doblada en el antebrazo, la cintura, en espera del tintineo que revele dónde están. Así es como sucede habitualmente, pero hoy no. Hoy Alexéi está parado frente a la puerta de su casa, con la llave perfectamente preparada a un milímetro del ojo de la cerradura, en silencio, quieto. La nula oscilación del pulso en el vértice metálico podría sugerir que está tranquilo. Equivocadamente.
Introduce la llave. La deja dentro. Retira la mano y espera. Presta unos segundos de atención. No se oye nada, así que, lleno de decisión, toma la llave de nuevo, la gira y abre la puerta. La lamparita del recibidor está encendida. Hay tres maletas junto al banco de la entrada y al fondo del pasillo se oyen pasos, un atareado revolver de objetos, ropa, golpes de cajones, puertas. Alexéi da un paso. Se detiene. Espera. Da otro paso. Está como un pasmarote en medio del recibidor, en el centro de la alfombra. Lógicamente nadie ha reparado en su llegada desde el interior, desde el tumulto de sonidos del fondo de la casa.
Continúa de pie, nervioso, indeciso. La puerta de la calle aún sin cerrar. No quiere estar aquí. No debe estar aquí. No es así como esto debe ocurrir, con él en medio. Da un paso atrás, sin girarse. Otro. Toma la puerta con cuidado. Tira de ella con delicadeza, manteniendo girado el pestillo con la llave para evitar el sonido de la cerradura y el golpe de la puerta. Está perdiendo el barniz.
La luz sucia del aplique del descansillo parpadea un instante. Quizá esté a punto de fundirse. El ascensor aún sigue esperando en silencio a su espalda. Duda por un momento, pero podría ser demasiado ruidoso. Baja peldaño a peldaño, en silencio, hasta el portal y sale a la inmensa nocturnidad de septiembre. Llega hasta el coche, abre el maletero, deja dentro el maletín y camina bajo la luz de las farolas. Duda. Encamina sus pasos en ninguna dirección concreta para hacer tiempo. Para perderlo. Para dejar que pase sin que eso suponga nada en absoluto. Y ahora ¿qué? ¿Dedicar este momento a la autocompasión, a sentirse aún más miserable? ¿O quizá dedicarlo a prestar atención a las anécdotas de la calle, a los detalles ridículos de la escena? ¿Las hojas de los árboles, un colibrí en el estanque, parejas, una mariposa en el viento…? Basta con caminar. Respirar. Poner un pie tras otro y conservar el equilibrio. La espalda recta, el cuerpo erguido, la oscilación del peso, la respiración. No pensar en nada. Y dejar que pasen las horas. Llenar los pulmones, y vaciarlos de aire, de tiempo, de significado.
Se sienta en un banco. Ojea un periódico abandonado: hoy, 10 de septiembre, da comienzo en Moscú la primera partida de ajedrez del campeonato del mundo. El aspirante, Garri Kaspárov, con solo veintiún años, representa la nueva Rusia frente al actual campeón, Anatoli Kárpov, representante de los valores del régimen, doce años mayor y muy experimentado. El sistema de competición no tiene precedentes. Las tablas no cuentan y hay que llegar a las seis victorias de diferencia entre ambos jugadores. Esto tiene pinta de que va a ponerse interesante.
Camina y piensa en la velocidad a la que se vive. La velocidad a la que deja atrás el presente. El tiempo que tardan en desaparecer los recuerdos, en ser erosionados, barridos, disueltos. El titular de ese periódico, el rostro de esa anciana, el ladrido de ese perro, las carcajadas de esos niños ya han comenzado a desaparecer. ¿Cuánto ha desaparecido ya?
Quizá Helga haya terminado. Habrá que darle un margen para evitar situaciones incómodas.
Alexéi alza la vista, sale por un momento de sus pensamientos. Hace tiempo que dejó atrás el parque. Ha caminado como un sonámbulo por el bulevar. Debe volver a casa, sin prisa, sobre sus pasos, tranquilamente, demorándose en el recorrido.
En efecto, la puerta está perdiendo el barniz. Alexéi vuelve a estar parado frente a ella. Ningún sonido en el descansillo más allá del zumbido del aplique, sus propias pisadas, su propia respiración.
Gira la llave y la puerta se abre con el chasquido característico. Esta vez la lamparita del recibidor no está encendida. No quedan maletas junto al banco de la entrada. La vivienda está en absoluto silencio.
Cierra la puerta a su espalda. Camina lentamente sin quitarse el abrigo, en la penumbra que el reflejo naranja de las farolas esparce por el techo.
Mira a su alrededor. Aún le queda tabaco en el bolsillo. Se sienta. El estallido de la piedra del mechero inunda la habitación por un momento. Después queda la incandescencia del ascua del cigarrillo. Cada sonido llena la totalidad de la casa.
Sobre la mesa hay un paquete con su nombre. Lo coge y guiña un ojo para evitar que el humo se le meta y le haga llorar. Es la letra de Helga. El paquete no es muy pesado. Lo sacude pero no hace ruido. Parecen documentos, papeles o fotografías, quizá algún objeto menor. Lo observa por un momento y lo deja sobre la mesa.
Mira de nuevo a su alrededor. Al silencio que lo envuelve. Es real. Ha ocurrido. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Fumar toda la noche en la oscuridad? ¿Acostarse como si no sucediese nada? ¿Qué pinta él solo en esta casa? Vuelve a ponerse de pie, las manos palpan durante un momento el desorden de objetos sobre la mesa. Localizan las llaves, el tabaco y algunas monedas, se las guarda en los bolsillos y sale. Ha empezado a chispear. El frío se está adelantando este año. Alexéi camina despacio por la acera escasamente iluminada, junto a los arriates de césped. Los pies se dirigen solos al único lugar en el que guarecerse a estas horas: la cantina del hotel Polissya. No está lejos. De hecho, un poco más allá del gimnasio se adivina ya la marquesina, y justo detrás las ventanas iluminadas aleatoriamente en la fachada.
Rodea el volumen del edificio y entra pausadamente. Un camarero menudo y de aspecto ríspido acude a su encuentro y lo acompaña a una mesa discreta, en un rincón tenuemente iluminado, lejos de la televisión.
Alexéi mira a su alrededor. Contempla las caras, las conversaciones en las mesas que le rodean: parejas, grupos de hombres de negocios, una familia de viaje, tipos desplazados, una mujer sola, un grupo de amigos… Se mira a sí mismo, sus manos, su reloj, las mangas de su chaqueta, su presencia real, material, opaca en el asiento de cuero beige, sentado a la mesa: no está menos solo que en su casa.
El camarero está de pie a su lado, interrogativamente. Alexéi pide vodka. Una botella. El par de minutos que se demora el camarero basta para que, sentado, inmóvil, inactivo, comience a sorprenderse de lo parecidos que son el dolor y el miedo. De hecho, el miedo que le hace sentir el dolor que está sintiendo le hace sentir más miedo. La espiral es creciente. Le asombra cómo el miedo se agiganta, cómo la ansiedad se está abriendo paso, con qué facilidad el pánico se está apoderando de él progresivamente sin que pueda oponer la menor resistencia. La única resistencia posible la trae el camarero dentro de una botella chata de vidrio blanco.
El vodka está caliente y le raspa la garganta. Él no es bebedor. Al menos no tanto como Borís, o Yegor, o Vladímir. No está acostumbrado a ese primer vaso. Ni a ese primer vaso, ni al segundo, ni a todos los demás que le siguen. Enseguida pierde la cuenta.
En media hora está totalmente aturdido. Respira fatigosamente, las manos le pesan, la vista se le nubla. La escena a su alrededor empieza a disolverse. El zumbido de la televisión se ha vuelto ininteligible, al igual que las conversaciones, al igual que los sonidos del local. El murmullo de cubiertos, vasos, sillas y voces se mezcla en una masa de ruido indiferenciado. Apenas distingue nada. Ni sus propias sensaciones. La ansiedad ha cedido paso a un vértigo. Y el vértigo a una modorra y una náusea. Sigue bebiendo. Con determinación. Un vaso tras otro. Con impaciencia, con perplejidad. Lleva media botella y no piensa parar. No va a parar. Otro vaso. Todo se amortigua, se atenúa, se entumece progresivamente. El tiempo pasa. La lluvia ha empezado a batir contra los cristales de las ventanas.
La cantina está quedándose vacía. Una pareja sale, seguida unos minutos después por un grupo de mediana edad. Alexéi ya es prácticamente incapaz de mantenerse erguido. Se marchan un par de personas más. Las ve salir, en silencio. Le miran con desatención. Sigue bebiendo. Finalmente no quedan más que él y el camarero menudo y de aspecto ríspido, que se acerca tímidamente para indicarle que la hora del cierre está próxima.
Los ojos neblinosos, la boca entreabierta, la cara derritiéndose en una expresión imbécil. Un hilo de baba cuelga de su labio inferior. Se aferra a la mesa y al respaldo y se desliza a lo largo del sofá de cuero para llegar al borde, donde el camarero le ayuda a incorporarse sujetándolo de un brazo.
Rechaza su ayuda con un refunfuño y se intenta poner la gabardina con dificultad. Después toma la botella por el gollete y sale a trompicones a la calle.
Desciende torpemente las escaleras. El camino es tan fatigoso ahora. Tan largo. Un paso. Otro. Un tropezón. El respaldo de un banco. Una farola. Un seto. Otra farola. El despiece del suelo. Una papelera. Un buzón. No está muy seguro de dónde girar. Parece que es aquí. Reconoce en un súbito golpe de vista el arriate de césped de su casa. Ahora las llaves. Bolsillos y más bolsillos hasta que las encuentre. Después acertar en la cerradura y abrir el portal. El ascensor huele a humedad. Apretar los botones al azar. El brillo rojo de los números en el espejo. Su propio rostro en ese espejo. Su rostro. Un rostro. Mirar un rostro de ojos brumosos parpadeando despacio. Despertarse sentado en el suelo del ascensor. Esperar. El silencio. Llenar el silencio con la respiración. Intentar ponerse de pie. Fracasar. Salir a gatas. Empujar la puerta, aferrarse a ella para erguirse. Trastabillar hasta la puerta de casa, y de nuevo la llave. De nuevo los bolsillos hasta dar con ella y lograr abrir y lograr entrar y lograr cerrar a su espalda.
El mismo silencio. La misma penumbra naranja de las farolas en el techo. La botella se desprende de su mano con un sonido acuoso contra la moqueta. Lo siguiente en caer va a ser él. Un par de pasos más, hasta el sofá. Un par de pasos más antes de que todo vuelva a fundirse en una oscuridad opaca y adiposa. Un par de pasos más.
Una luz sucia entra por la ventana. Alexéi abre los ojos a la desorientación. Está tumbado en el suelo, vestido, y tiene una pierna sobre el sofá. La gabardina metida por una de las mangas, el resto enredado en torno al cuerpo. Nota un brazo dormido, y un hilo de baba reseco en el labio. Parpadea. La luz se le clava en las pupilas. Se frota los ojos, la cara, e intenta moverse. Erguirse. Todo le da vueltas. La cabeza le da vueltas. El dolor de cabeza le da vueltas.
La radio está en el suelo, rota, estrellada, no recuerda cómo. ¿Seguirá funcionando? Mira el reloj. Ni siquiera lo entiende. No puede fijar la vista en las manecillas. Trepa hasta el sofá. Se sienta. Se quita la gabardina, los zapatos, los calcetines. Siente náuseas. Se incorpora para ir a la cocina a beber agua. Pero vuelve a sentarse. Siente el sabor del vodka en la boca. Necesita beber agua. Vuelve a intentar incorporarse. La mano aferrada al respaldo del sofá. Inspira profundamente y camina hasta la cocina.
Abre el grifo, deja correr el agua y mete la cabeza dentro. El agua fría en la nuca le calma. Permanece un buen rato así. Cuando saca la cabeza y vuelve a erguirse todo empieza a girar de nuevo. Siente las náuseas y corre al baño a vomitar. Dos minutos después está dentro de la ducha. El agua cae sobre su cabeza, sobre su cuerpo entumecido. Quizá está llorando.
Cuando empieza a regir, adquiere importancia la sutil circunstancia de que, en efecto, es muy tarde, y, en efecto, es imposible que llegue a t