El libro de Sarah

Scott McClanahan

Fragmento

cap-1

Primera parte

Solo sé una cosa de la vida. Si vives el tiempo suficiente empiezas a perder cosas. Te empiezan a robar cosas: primero pierdes la juventud, después a tus padres, después a tus amigos y por fin terminas perdiéndote a ti mismo.

En todo el mundo nadie conducía borracho mejor que yo. Llevaba años haciéndolo. Una mañana Sarah volvió del trabajo y se fue a la cama. La arropé y la besé en la frente y le dije que no se preocupara por nada. Le dije que viajara al país de los sueños y que no se preocupara por su turno de noche y que todo iría mejor cuando se despertara. Luego cerré la puerta detrás de mí y bajé las escaleras con sigilo. Esquivé los montones de trastos del sótano y fui a un cuartito donde teníamos el piano sin afinar que Sarah tocaba de niña. Era donde yo guardaba la botella grande. Me saqué del bolsillo de atrás el botellín de agua vacío y abrí la tapa del piano. La tapa chirrió y se abrió como la boca de un monstruo. «Estoy preocupada por ti», me había dicho Sarah unas semanas antes. Me acordé ahora mientras metía la mano dentro del piano de pared abierto y sacaba la botella. Las teclas del piano esbozaron una melodía mientras yo abría el tapón de rosca de la botella y le acercaba el botellín de agua vacío y lo llenaba hasta arriba. Escuché su canción de amor. Volví a enroscar del todo los dos tapones y luego devolví la botella grande a su sitio y cerré la tapa del piano.

Era el momento de mi parte favorita. Era el momento de conducir. Conduje por mi calle saltándome semáforos en rojo y señales de stop que me gritaban que parara. Me ponía a toda pastilla junto a coches que iban a ciento veinte por hora y pensaba: «Estamos a un metro o dos el uno del otro. Estamos todos a un metro o dos de descubrir los aspectos físicos de la muerte».

A veces decía estas cosas en voz alta y a veces no. Me metía en la interestatal y veía pasar las líneas blancas y me acordaba de un amigo mío que solía reírse como un maniaco cuando yo entraba en el coche y gritaba «Nadie conduce borracho mejor que yo» y pisaba el acelerador. ¿Y saben qué? Tenía razón mi amigo. Era como si le mejoraran los reflejos o algo parecido. Como que no estaba ni tenso ni nervioso y era capaz de conducir como si no estuviera conduciendo. Una vez le pregunté cuál era su secreto para que no lo parara la policía y me contestó que el secreto era ser invisible. Ahora susurré esa revelación: «Sé invisible, Scott, sé invisible».

Bebí del botellín de agua lleno de ginebra, di un trago de agua de otro botellín y repetí la operación. Metí la mano en la guantera y saqué el enjuague bucal. Lo destapé, solté una risita e hice unas gárgaras. Luego conduje hacia el cielo azul y la majestuosa montaña púrpura y volví a escupir el enjuague bucal dentro del frasco. Escuché la radio y busqué un CD y sentí lo que no sentía nunca. Me sentí tranquilo y me sentí radiante y me sentí invisible. De forma que subí la colina por la interestatal. Invisible. Luego oí hablar a Iris.

—Oh, mierda —dije. Me había olvidado de los niños. Miré al asiento de atrás y allí estaba mi hijo Sam y allí estaba mi hija Iris, sentados en el asiento trasero. Siempre estaba haciendo imbecilidades como llevarme conmigo a los niños y olvidarme o haciendo cosas como meter a los niños en el coche y no darme cuenta siquiera de que estaba metiendo a los niños en el coche. Ahora les grité:

—¿Estáis bien ahí detrás? Quedaos ahí y disfrutad del viaje. Podemos ir a ver a los abuelos. ¿Queréis ir a casa de los abuelos?

Querían. Levanté un brazo en el aire y grité:

—Vamos a casa de la abuela. —Los niños se rieron en el asiento de atrás, de manera que volví a gritarlo—: ¡Vamos a casa de la abuela!

Pero esta vez no se rieron. No me importó. No pensaba dejar que me estropearan el día con su mal humor. Así que di otro sorbo de ginebra y lo rematé otra vez con agua y vi cómo el mundo entero se desmadraba. Vi lo nervioso que me ponía todos los días la posibilidad de que Sarah encontrara mis botellas. Vi lo nervioso que me ponía la posibilidad de que Sarah encontrara mis escondrijos. De forma que bebí. Me imaginé a mí mismo bebiéndome toda la piel del mundo y toda la sangre del mundo y los espíritus de todos mis amigos y me estaba bebiendo el aire. Estaba licuando a mis hijos y bebiéndomelos también. Y sabían de maravilla.

Seguí conduciendo rumbo a la casa de la abuela y fue entonces cuando vi un coche de la pasma aparcado junto a la carretera. Mierda. Mierda. Pisa el freno. Pisa el freno. Radar de control de velocidad. Pasamos junto al policía. Miré por el retrovisor y pensé: «No te muevas. Por favor». Me imaginé que era invisible. Luego vi que el coche avanzaba un poco y se metía en la interestatal. Vi que las luces del coche de la pasma se encendían y empezaban a parpadear. Rojo. Azul. Blanco. Rojo. Azul. Blanco. Seguí conduciendo un momento y luego me acordé de lo que me había dicho una vez mi vecino el policía: «Son las cosas que hace la gente después de que los pares las que provocan que terminen detenidos». Frené y paré en el arcén a un metro o dos de los coches que pasaban zumbando a 120 por hora. Qué cerca estábamos siempre de matarnos los unos a los otros. El coche de la pasma paró detrás de mí. Miré al poli por el retrovisor.

Se quedó un segundo más o menos sentado en su coche y aproveché para meterme la mano en el bolsillo de la camisa y sacar los tres chicles que llevaba siempre allí. Me los metí en la boca para camuflarme el aliento y miré cómo el policía de carreteras se incorporaba para salir de su coche y luego seguía incorporándose más y más hasta erguirse cuan alto era. Caminó así de alto hacia mí y lo vi tocar la parte de atrás de mi coche para dejar sus huellas dactilares en caso de que yo le disparara y me diera a la fuga. Bajé la ventanilla y el policía dijo:

—La documentación del vehículo, por favor.

Pero yo ya estaba listo. Siempre llevaba los papeles del coche y la copia del seguro en el asiento del pasajero, para que si me paraban no tuviera que ponerme a hurgar borracho en la guantera hasta encontrarlos. Ahora lo cogí todo y me dediqué a repetirme mentalmente: «No tiembles. Por favor, no tiembles». Cuando bebía siempre me quedaba un rato sentado en el coche en los aparcamientos y practicaba hablar sin voz gangosa y sin temblor de manos. Pero ahora era la hora de la verdad y la voz me salía gangosa y las manos también me temblaban. Apenas fui capaz de darle los papeles sin que se me cayeran. El poli no dijo nada. Se inclinó y miró el interior del coche.

Luego se quedó junto al coche y miró el registro de matrícula. Miró mi permiso de conducir. Miró la copia del seguro. Luego se inclinó un poco, como si pudiera oler algo en mí. Yo estaba seguro de que lo podía oler. Los niños daban patadas y hablaban solos en el asiento de atrás.

—Un segundo —dijo el poli, y caminó de vuelta al coche patrulla y se sentó en él.

Todo se había terminado y Sarah se iba a enterar de todo. Iris y Sam empezaron a llorar un poco.

—No pasa nada, niños —les dije—. Todo va bien.

Pero yo sabía que no iba bien. Me imaginé que el poli volvía y me preguntaba: «Señor, ¿ha bebido usted alcohol hoy?». Y después: «¿Le importa salir del vehículo?». Me imaginé que Sarah venía a comisaría a recoger a los niños y que los servicios de protección del menor se presentaban allí y la interrogaban. Yo lloraría cuando le contara lo sucedido y admitiera que había estado mintiendo todo el tiempo y había arriesgado las vidas de los niños y estaba destruyendo la vida que habíamos creado juntos. Le contaría que estaba destruyendo nuestras vidas.

Miré cómo el policía salía finalmente de su coche y caminaba de vuelta al mío. Esperé a que me dijera: «Señor, ¿puede salir de su coche?». Pero no lo dijo. Me devolvió todo lo que yo le acababa de entregar hacía unos minutos. Por fin se asomó al asiento de atrás y, en vez de detenerme, dijo:

—¿Qué tal, chavales? ¿Queréis ayudarme a asegurarnos de que papá no conduzca demasiado deprisa?

Cogí el permiso y el registro de matrícula y los papeles de la póliza. Los niños no contestaron.

De forma que se marchó. Y yo quedé libre. Me daba demasiado miedo dar las gracias. Ahora los niños estaban llorando de verdad. Les caían los mocos de la nariz. «No lloréis, nenes», pero tenía la voz tan gangosa que ni siquiera se me entendía. Estiré el brazo para cambiar el CD que sonaba, pero me temblaba tanto la mano que lo tuve que dejar. Volví a meterme en la interestatal y conduje un rato, sonreí y empecé a avanzar en zigzag por entre los carriles de la autopista. Sonreí y escuché llorar a los niños y sentí que el mundo resplandecía. Vomité en una bolsa de plástico del Walmart y la tiré por la ventanilla. Los niños aún lloraban, pero ya no me importaba. Era libre, no me habían pillado y estaba conduciendo nuestro coche de la muerte a toda velocidad y sin miedo. Estaba destruyendo nuestras vidas y era una sensación maravillosa, joder.

Al cabo de unas semanas quemé una Biblia. Miré a mi amigo Chris y le dije:

—Eh, colega, deberíamos quemar una Biblia.

Por supuesto, ya llevábamos tiempo haciendo aquellas coñas. Un mes antes estábamos pagando en el autorrestaurante de Taco Bell y el total del pedido subió a 6,66 dólares. Así que cada vez que salía con amigos y quería escandalizarlos, me ponía a contarles que tenía la sensación de que me perseguía el diablo. Les decía:

—No, en serio. Creo que me persigue el puto diablo.

Luego paraba en el Taco Bell y hacía mi pedido diabólico y subía a 6,66 dólares, igual que siempre, y todo el mundo decía «hostia puta» y se volvía loco.

Quizá fuera una señal. Quizá Satanás estuviera intentando decirme algo.

Así que me puse a buscar una Biblia para quemarla. A Chris no le pareció buena idea y me dijo que Sarah se iba a enterar. Le dije que no se preocupara por Sarah. Que yo era un puñetero hombre adulto, y si me daba la gana de quemar una Biblia, Sarah no me podía decir que no.

Busqué por las estanterías del sótano y miré todas las Biblias que teníamos. Había tres. Había una Biblia de Gedeón y otra con la portada negra que había sido mi Biblia en la infancia. Y había otra más en el estante de abajo. Era la más nueva de las tres. Alguien nos la había regalado por nuestra boda.

Estiré el brazo hacia abajo y la cogí del estante. Era una de aquellas Biblias blancas grandes y lujosas, y en una esquina tenía escritos con letras doradas los nombres Sarah y Scott McClanahan. Era la típica Biblia que se veía en las mesillas de café o en las casas de las abuelas.

—Creo que no deberíamos —me dijo Chris, pero no le hice caso.

Dejé la Biblia sobre la mesa y la abrí por el Libro de Daniel. «Ordenó que pusieran el horno siete veces más caliente que de costumbre.» Caminé hasta otra parte del sótano, donde Sarah guardaba las viejas herramientas de su padre. Estuve buscando un rato y por fin encontré un bote viejo de líquido inflamable y unas cerillas.

Cogí el líquido inflamable y me dediqué a rociar las páginas de la Biblia y luego saqué una cerilla y la encendí. Luego apagué la cerilla de un soplido.

—Oh, joder, déjame hacer una cosa.

Y apagué las luces.

—No deberíamos estar haciendo esto —repitió Chris—. No deberíamos estar haciendo esto.

Pero me limité a encender otra cerilla y a dejarla caer sobre la Biblia, y entonces se oyó un ruido como de desgarrón y la Biblia se inflamó.

La luz me resplandeció en la cara. Me vi reflejado en la ventana y vi que tenía una aureola en torno a la cabeza.

Las llamas se propagaron por las páginas como olas por el océano y pasaron del rojo al marrón y por fin al negro. Apagué las brasas oscuras que quedaban y eso fue todo. No pasó nada. Fue como cuando bebía en el coche y el diablo no tenía nada que decir. Luego Chris y yo nos reímos. Pero a continuación oímos a Sarah en el piso de arriba y nos entró el pánico. Cerré la Biblia de golpe. El papel crujió y se arrugó. Devolví la Biblia al estante de abajo y ella bajó las escaleras.

Al cabo de un mes ya me había olvidado del asunto. No sé por qué, pero en vez de deshacerme de aquella Biblia quemada me había limitado a devolverla al estante de abajo. Un día Sarah y yo estábamos en el sótano con una de las amigas de Sarah. Yo estaba trabajando en mi mesa y Sarah le estaba enseñando a su amiga el suelo nuevo que habíamos puesto en el sótano.

—Queda bonito.

—Sí, queda muy bonito.

Estaban diciendo esa clase de rollos. Luego la amiga de Sarah miró el suelo reluciente y luego miró todos los libros que yo tenía en los estantes y me dijo:

—Cuántos libros.

Sarah negó con la cabeza y dijo:

—Ajá, le gustan los libros.

Luego la amiga de Sarah vio algo en los estantes que le interesó.

—Ay, mira, yo de niña tenía una Biblia igual que esa. Me encantaban estas Biblias enormes y lujosas.

Me di la vuelta de golpe y vi que la mujer sacaba la Biblia quemada del estante y la sostenía. Sarah le contó que aquella Biblia se la habían regalado hacía un par de años por su boda. Luego la amiga de Sarah abrió la Biblia y las páginas quemadas crepitaron y se arrugaron y se desintegraron.

—Oh, Dios —dijo la amiga de Sarah.

—¿Qué demonios? —dijo Sarah.

Me habían pillado. Sarah cogió la Biblia de manos de su amiga pero no dijo nada. Yo tampoco.

Intenté pensar en algo que decir. Cuando estaba en sexto de primaria mis amigos y yo nos quedamos levantados hasta tarde una noche y nos bebimos una botella entera de vino barato que mis padres tenían al fondo de uno de los armarios. Después de terminárnosla, en vez de tirar la botella simplemente la volví a meter en el armario. El verano siguiente mi madre estaba limpiando y se encontró con la botella vacía que yo había devuelto al armario.

—¿Qué le ha pasado a esta botella de vino, Scott? —me dijo.

—Debe de haberse evaporado —le dije yo.

Y me creyó.

Cuando Sarah me preguntó si yo sabía qué le había pasado a la Biblia, no supe qué hacer. Me pregunté si debería mentir igual que había mentido cuando iba a sexto de primaria y decir que no sabía de qué estaba hablando y ponerle una cara como si ella fuera una puta loca. Pero le conté la verdad. Le conté que la Biblia la habíamos quemado Chris y yo. Al principio simplemente se quedó allí de pie, mirándome como si estuviera confusa.

Luego me dijo en voz muy baja:

—Pero ¿por qué?

La amiga de Sarah estaba allí plantada con una sonrisa como de no saber qué decir.

Pero entonces Sarah se puso a gritar:

—¿Por qué la has quemado? ¿Por qué coño la has quemado? —Y se puso a vociferar—. Es la Biblia que me regaló Mary Jo por mi boda.

Y luego la amiga de Sarah dijo:

—No me puedo creer lo que has hecho, Scott.

Y Sarah siguió gritándome un rato y por fin subió las escaleras hecha una furia.

Aquella noche Sarah todavía estaba cabreada y gritando:

—¿Por qué lo has hecho?

Intenté defenderme otra vez. Le dije que no era para tanto. Que había sido una coña. Que de todas maneras no creíamos en todos aquellos rollos, o sea que no importaba. Le dije que simplemente estábamos aburridos.

Luego Sarah me dijo que aquello le daba muy mal rollo. Se preguntó si habría más cosas que yo no le había estado contando, si no estaría hablando con cierta gente. Si no estaría llevando una doble vida. Me dijo que nadie hacía cosas como aquella, ni siquiera de coña.

Luego me dijo que quería la Biblia quemada fuera de casa. Me dijo que no la quería en casa ni un minuto más. Le dije que la sacaría con la basura de la mañana, pero no le bastó. Me dijo que me deshiciera de ella en aquel mismo instante. Así que me levanté, fui a la cocina y saqué una bolsa de basura. Luego agité la bolsa para abrirla y se infló y se infló y se llenó de aire. Bajé al sótano y metí la Biblia dentro. Cayeron motitas de ceniza de la Biblia quemada, despacio, como copos de nieve. Luego agarré las asas de la bolsa de basura y las até bien fuerte.

—Voy a ponerla en la basura —le dije, pero con eso tampoco le bastaba.

Me dijo que no quería que la vieran los que recogían la basura. Me puse a gritar y a decirle que era una puta ridiculez preocuparse por lo que pudieran pensar los putos basureros.

Pero luego dije «Vale, vale». Me volví a vestir y cogí las llaves y le dije que encontraría una manera de deshacerme de ella. Salí de casa a oscuras y busqué un sitio donde tirar la Biblia. Miré la luna llena y me alejé con el coche calle abajo.

Conduje hasta la gasolinera y salí del coche para tirarla, pero había un tipo de espaldas a mí echando gasolina en el surtidor contiguo. Intenté meter a presión la enorme Biblia en la papelera que había junto a los surtidores, pero la papelera estaba atiborrada hasta arriba, de manera que no cabía. Intenté meter la Biblia de lado, pero tampoco cabía. El tipo que estaba echando gasolina a mi lado seguía de espaldas a mí y tampoco pareció darse cuenta. Oí risas y venían del tipo que estaba echando gasolina a mi lado. Se giró hacia mí y le vi la cara y le vi la piel. Parecía quemado. Tenía todo el cuello cubierto de tejido cicatrizado y la boca se le veía derretida y esculpida en forma de mueca de dolor. Así que simplemente dejé caer la Biblia quemada al suelo y el hombre quemado se me quedó mirando.

Y huí. Entré en mi coche y huí a toda pastilla. Levanté la vista hacia la luna y vi nubes pasándole por encima y por debajo y por en medio como cuchillos. Vi que las nubes trazaban formas fantasmales en el cielo y vi lo ridículo que era todo. Y no pasó nada.

El asunto estaba resuelto y no me encontraba en ninguna encrucijada, rodeado por un ejército de ángeles infernales. Y tampoco vi el futuro. No vi el hecho de que el tío de Chris se iba a suicidar al cabo de dos meses ni tampoco el hecho de que Chris acabaría divorciándose en menos de un año. No vi que mi hija iba a nacer diminuta y enferma. Y no vi que Sarah iba a decirme muy pronto que lo nuestro se había acabado. Y no se oyó el ruido de los fantasmas persiguiéndome. Y nadie me enseñó mi vida futura ni el hecho de que todo lo que yo conocía y amaba iba a desaparecer pronto. Y no había nadie con un tridente y tampoco olía a azufre. No había promesas de apocalipsis futuro ni ruido de cosas chillando ni llantos ni rechinar de dientes. No había una encrucijada y no había almas en venta. Y no había nada parecido a Satanás. No había nada más que yo. Puro infierno.

El día que conocí a Sarah Johnson, me dijo que se me iba a encoger el pene.

Llevaba un jersey negro de cuello cisne, medias con falda negra y unas botas negras hasta la rodilla. Parecía un personaje de dibujos animados y tenía unos ojos castaños muy muy muy pero que muy grandes. Tenía la nariz pequeña y una boquita de piñón minúscula. La boquita se le doblaba hacia abajo por las comisuras como estuviera haciendo una mueca de enfado, pero a la mierda las descripciones.

Me bebí mi Mountain Dew y ella me dijo:

—¿Sabes que eso lleva tartracina? Está demostrado que encoge el pene.

Di un trago de la botella y le dije:

—Por eso lo bebo. Necesito quitarle un palmo.

Ella se rio de la siguiente manera: digan Dios mío. Dios mío. Luego repítanlo un millón de veces.

La primera vez que oí a Sarah Johnson contar una historia fue al cabo de unos minutos. Me estaba hablando de una de sus compañeras de piso y contándome que aquella noche a la compañera le iban a pulir el botón. Por eso Sarah iba a salir hasta tarde, para darle un poco de intimidad.

—¿Pulirle el botón? —le dije—. ¿Eso qué quiere decir?

Sarah sonrió, se señaló la entrepierna, movió las manos de arriba abajo como si fueran pistolas del Salvaje Oeste y me dijo:

—Ya sabes. Pulir el botón. Hay que cuidar el botón.

Y me guiñó el ojo.

Luego me preguntó si me gustaban los botones.

—Sí —le dije—. Me gustan los botones.

—¿Y a quién no? —dijo Sarah—. Dios bendiga los botones.

La primera vez que Sarah Johnson me tocó la mano fue al cabo de unos minutos. Yo estaba en una silla con ruedas y Sarah también estaba en una silla con ruedas, pero ella estaba rodando de un lado a otro entre su mesa y otra mesa. Estiró el brazo y me tomó la mano y me atrajo hacia sí. Estuvimos rodando con las sillas por la sala.

—¿Qué cojones estamos haciendo? —le dije.

Sarah sonrió y dijo:

—Yo estoy bailando con la silla y tú bailando conmigo.

Me dijo que había una obra de teatro que quería ver aquella noche y que deberíamos ir juntos. Me pidió que la acompañara y le dije que vale.

En la primera cita que tuve con Sarah Johnson pasó lo siguiente. Yo tenía diecinueve años y ella veinticuatro y me di cuenta de que nunca había tenido una cita. Nunca. Vino a mi habitación y yo llevaba una camiseta con las mangas cortadas y tenía la dentadura jodida porque me había partido un incisivo por la mitad. Aquella misma semana me había afeitado la cabeza en el lavamanos.

Le ofrecí una Old Milwaukee. Todavía no estaba listo. Me miró y me dijo:

—Vaya, la cita ideal.

Luego miró la habitación sucia. Libros por todas partes, latas vacías, papeles desperdigado

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