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Ben Lerner

Fragmento

UNO

El Ayuntamiento había convertido un tramo elevado de ramal ferroviario abandonado en un paseo verde y la agente y yo lo recorríamos hacia el sur bajo un calor impropio de la estación tras un banquete de celebración en Chelsea escandalosamente caro que había incluido pulpitos literalmente masajeados por el chef hasta la muerte. Habíamos ingerido enteras aquellas cositas de ternura imposible; la primera cabeza intacta, por no hablar de un animal que decora su guarida, que consumí en mi vida había sido observada enfrascada en juegos complejos. Avanzamos hacia el sur entre raíles en desuso débilmente iluminados y zumaques y árboles de las pelucas primorosamente plantados hasta llegar a la parte donde habían cortado la vía y unos escalones de madera descendían varios niveles por debajo de la estructura; el nivel inferior cuenta con unos ventanales con vistas a la Décima Avenida que forman una suerte de anfiteatro donde puedes sentarte a contemplar el tráfico. Nos sentamos y contemplamos el tráfico y bromeo y no bromeo cuando digo que intuí una inteligencia ajena, me sentí el sujeto de una sucesión de imágenes, sensaciones, recuerdos y afectos que, hablando con propiedad, no me pertenecían: la capacidad de percibir luz polarizada, una fusión de sabor y textura similares a la sal frotada contra las ventosas y un terror localizado en las extremidades que puenteaba completamente el cerebro. Estaba contándole todo esto a la agente, que inhalaba y exhalaba humo, y los dos nos reíamos.

Unos meses antes la agente me había asegurado por correo electrónico que creía que podía obtener un adelanto «serio, de seis cifras» por un cuento publicado en The New Yorker; bastaba con que prometiera transformarlo en novela. Me las apañé para pergeñar una propuesta concienzuda aunque algo indefinida y enseguida las principales editoriales neoyorquinas se lanzaron a competir entre ellas y nosotros nos dedicamos a comer cefalópodos en lo que sería la escena inicial.

–¿Cuánto alargarás exactamente el cuento? –me preguntaría la agente, con la mirada perdida porque estaría calculando la propina.

–Me proyectaré en varios futuros simultáneos –debería haber dicho yo, con un leve temblor de la mano–; me abriré paso desde la ironía a la sinceridad en una ciudad que se hunde, cual aspirante a Whitman de la vulnerable cuadrícula.

En la pared de la sala adonde me habían mandado el pasado septiembre para examinarme había pintado un pulpo gigante… un pulpo y una estrella de mar y varios animales acuáticos con branquias en el cráneo, puesto que se trataba del ala de pediatría y la escena buscaba tranquilizar y distraer a los niños de las agujas y los martillitos con los que valoraban su amplitud de reflejos. Yo estaba allí a los treinta y tres años porque un médico me había detectado de casualidad una dilatación de la raíz aórtica totalmente asintomática y potencialmente aneurismática que requería seguimiento y probablemente una intervención quirúrgica y cuya explicación más común a semejante edad era el síndrome de Marfan, un trastorno genético de los tejidos conectivos que suele producir extremidades largas y flexibles. Cuando visité a un cardiólogo y me sugirió el examen, le hice notar mi excesivo índice de grasa corporal, la longitud convencional de mis brazos y mi altura solo ligeramente por encima de la media, pero él me hizo notar mis pulgares largos y delgados y la hiperlaxitud de mis articulaciones y me rebatió afirmando que podía encajar en el diagnóstico. A la mayoría de los marfanoides los diagnostican en la infancia, de ahí que me encontrara en un ala de pediatría.

Si tenía Marfan, me había explicado el cardiólogo, el umbral para la operación quirúrgica bajaba (a cuando el diámetro de la raíz aórtica alcanzara 4,5 cm), prácticamente se me echaba encima (según una resonancia magnética había alcanzado 4,2 cm), porque la probabilidad de lo que ellos llamaban «disección», una rotura a menudo letal de la aorta, era mayor entre los marfanoides; si no tenía dicho trastorno genético, si mi aorta se consideraba idiopática, probablemente a la larga seguiría necesitando operarme, pero el umbral se alejaba (a 5 cm) y la progresión se ralentizaba. En cualquier caso, ahora cargaba con el peso de saber que había una posibilidad estadísticamente significativa de que la mayor arteria de mi cuerpo se rompiera en cualquier momento, un suceso que yo imaginaba, por incorrecto que fuera, como una manguera golpeando y rociándome la sangre con sangre; justo antes de desmayarme veo algo a lo lejos como si, etcétera.

Pues allí estaba, sumergido en el hospital Mount Sinai, en una silla de plástico rojo diseñada para un niño de guardería, una silla que inmediatamente hizo que me sintiera desgarbado y larguirucho con mi bata de papel y por tanto confirmase el diagnóstico de Marfan antes de que llegara el equipo médico. Alex, que me había acompañado según ella como apoyo moral pero en realidad ejercía de apoyo práctico dado que me había mostrado incapaz de salir de la consulta del médico sin ni siquiera el recuerdo más básico de cualquier información que me hubieran facilitado, se sentó enfrente de mí en la única silla para adultos, pensada sin duda para un padre, con la libreta en el regazo.

Me habían explicado por adelantado que el examen lo realizaría un trío de médicos que tras consultar entre ellos me darían su opinión, en la que yo pensaba como si fuera un veredicto, pero había dos cosas en los médicos que en ese momento estaban entrando en la sala para las que no estaba preparado: eran guapas y más jóvenes que yo. Por suerte Alex estaba conmigo porque de lo contrario no se habría creído que las doctoras –to das ellas con aspecto de proceder del subcontinente asiático– lucían unas proporciones ideales bajo las batas blancas, inmaculados rostros simétricos de pómulos marcados que, sin duda mediante la diestra aplicación de sombras y brillos, resplandecían con una salud casi paródica incluso bajo la luz hospitalaria y un tono dorado. Miré a Alex, que me miró con las cejas arqueadas.

Me pidieron que me levantara y a continuación me midieron los brazos y la curvatura del pecho y la columna y el arco plantar, tomaron tantas medidas de acuerdo a un programa nosológico ignoto para mí que tuve la impresión de que se me multiplicaban las extremidades. Que las doctoras fueran más jóvenes constituía un desafortunado hito más allá del cual la ciencia médica no podría seguir manteniendo su benévola relación paternal con mi organismo puesto que en adelante los médicos verían en mi cuerpo patologizado su futura decadencia y su pasada inmadurez. Y no obstante, en la sala decorada para niños me sentí infantilizado simultáneamente por tres mujeres de veintilargos inverosímilmente atractivas mientras desde la distancia más literal de su silla Alex me miraba con compasión.

Mi cerebro nota lo que toca, pero le falla la propiocepción, no sabe determinar la posición del cuerpo en la corriente, en particular la de los brazos, y al privilegiar la flexibilidad por encima de los datos propioceptivos carece de estereognosia, la facultad para crear la imagen mental de la forma de lo que toca: sabe detectar variaciones de textura locales, pero no integrar dicha información en una imagen general, no sabe leer la ficción realista que aparenta ser el mundo. Lo que quiero decir es que las partes de mi cuerpo estaban adquiriendo una terrible autonomía neurológica no solo espacial sino también temporal, mi futuro se me venía encima conforme cada contracción expandía, aunque fuera infinitesimalmente, las tuberías excesi

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