Uno más ocho

Fede Durán
Carlos Robles
Jorge Benítez

Fragmento

cap-1

La vida eterna

Ana Llurba

Hacía dos meses que no nos veíamos. Desde el último verano, después que acabaron las clases. Una noche me llamó, desconsolada. Las palabras se le atropellaban en la garganta. Era un tsunami de sollozos y pesadumbre. Un poco más tarde pasé a buscarla. Me estaba esperando junto a la puerta. La abracé y la acompañé hasta un taxi mientras su carcelera intentaba intimidarme con su mirada reprobatoria.

Apenas llegamos a mi casa, nos escabullimos de mi madre y mi hermana que veían la televisión en el living. Afuera había una luna de un gris encefálico. La calle estaba iluminada por unos raquíticos faroles. La tranquilidad nocturna era interrumpida solo por el ruido de una brisa ligera que circulaba entre las copas de los árboles. Nos desplomamos en las camitas como dos pesos muertos.

Cuando llegábamos a mi casa, siempre nos escabullíamos hasta el cuartito de huéspedes. Allí había dos camitas individuales separadas por una mesita de luz. Nos refugiábamos ahí porque a mi madre no le gustaba que nos acostáramos juntas en mi cama. Por eso entrábamos con sigilo y nos recostábamos de espaldas, girábamos las cabezas y nos observábamos la una a la otra desde la cama opuesta durante largos minutos.

Sin embargo, aquella noche no fue así. Apenas nos acostamos en las camitas, yo busqué ansiosa, insistente, su mirada. Pero ella no me contemplaba a mí. Silvina miraba hacia el cielo, a través del cristal de la ventana. Miraba sin ver. Una neblina de melancolía le había caído en los ojos. De repente, Silvina levantó un brazo y señaló hacia afuera. Con la mano del otro brazo se tapó la boca, para contener un grito. Hasta ese momento yo pensaba que Silvina pertenecía a la misma aristocracia de espíritu que yo. O por lo menos lo había sido durante un tiempo.

Antes de conocerla, yo había asistido los primeros cuatro años de secundaria a un colegio privado y católico. Allí había sido testigo de cómo, con la punta de ganzúa de una percha, le sacaban un feto de murciélago a una chica de entre las piernas. Era un video VHS que nos puso la profesora de religión en el aparato de televisión que teníamos en el aula. En esa época, cuando tenía trece años, la palabra «aborto» detonaba una nebulosa confusa de rituales satanistas mezclados con las vísceras desparramadas de los perros que eran aplastados por los coches en la calle. Y que yo solía observar con una mórbida fascinación, buscando mensajes ocultos dejados allí para mí. Era algo más allá de la realidad tangible, ominoso, terrorífico.

Como cuando con Silvina escuchamos el batir de las alas de un grupo de aves nocturnas en medio de la espesura una noche de otoño. Fue la primera vez que nos besamos en el banco de un parque. Volví a mi casa ruborizada y con chupetones y marcas de sus colmillos en el cuello.

En aquel colegio privado y católico alguna vez había sucedido que una chica de repente un día lucía una barriga más grande de lo normal y al día siguiente dejaba de venir al colegio. Algunas pocas volvían unos meses después, con las tetas supergrandes y una sombra de languidez en el rostro. Con el paso del tiempo me enteré de que quedarse embarazada era como el fin de los tiempos, una experiencia por la que todas, dada nuestra condición de mujeres, estábamos predestinadas a pasar. Como le había ocurrido a María, la virgen, después de la visita del ángel. Por eso yo había decidido ser mala. Si era buena me iba a pasar lo mismo que a la madre de Jesús. Y no quería, por nada del mundo, ser un vientre de alquiler del Espíritu Santo. O lo que era aún peor, que anidara adentro de mí lo mismo que tenía la chica de aquel video que había visto en el colegio.

Aunque había visto ilustraciones medievales de personas a las que habían tenido que extraerle una piedra del cerebro porque se habían vuelto locos; o sabía que cuando era chica a mi madre se le había metido un parásito en forma de culebra en los intestinos y que lo había tenido que cagar con ayuda de mi abuela, esto era muy diferente. ¿Cómo habían podido sacarle un murciélago nonato por el agujero de la vagina a aquella chica del video? ¿O era el orificio del ano?

Había conocido a mi primer novio allí. Era unos años mayor que yo y tocaba la batería en una banda de death metal que se llamaba Tus Fetos en Formol. Decían que había jugado a la güija con unos amigos de noche en un cementerio. Y el nombre de su banda se debía a una célebre aventura nocturna, cuando con sus amigos se colaron en la morgue del hospital que lindaba con el colegio. Aunque él sabía más cosas que yo, y que todas las personas que conocía hasta ese entonces, por las dudas ni siquiera me peinaba con el mismo peine que él. Solo nos dábamos besos cortitos, mientras yo apretaba bien mis dientes para que nuestras lenguas ni siquiera se tocaran. Y algún que otro abrazo. Pero nada «más allá», ningún toqueteo o roce que siquiera nos dejara acariciar aquella palabra. «Aborto.» Un concepto que oscilaba sobre mi cabeza como la hoja pendular de una guillotina. En aquel tiempo tenebroso, los embarazos eran una epidemia muy contagiosa y yo aún no sabía de dónde venían con exactitud. Y tampoco me animaba a preguntar.

Cuando conocí a Silvina, en la puerta del colegio público, ambas teníamos diecisiete años. Las dos veníamos de colegios privados católicos. Ella se había cambiado de centro después de la tormenta sentimental y económica que se desató en su casa cuando su madre encontró a su padre en la cama con su asistente. El mismo verano que yo había aprovechado que a mi madre le habían ido mal unos negocios. Entonces le insistí con que si me cambiaba a la pública no tendría que gastar en matrícula, cuotas mensuales y uniforme. Hacía tres semanas que mi madre no salía de la cama más que para ir al baño, así que fue fácil reconducir su apatía depresiva para que firmara un poder que autorizaba a mi hermana mayor a que me inscribiera en la escuela pública.

La vida era buena ahora. Las monjas no controlaban si me maquillaba los ojos, mascaba chicle o me subía la falda por arriba de la rodilla. Mis compañeras ya no espiaban con disimulo mi entrepierna durante la clase de gimnasia. Ya nadie intentaba adivinar si mi novio me había desvirgado o no. La vida era buena ahora porque tenía a Silvina. Al igual que ella, empecé a dormir hasta el mediodía y usaba gafas de sol durante el resto del día.

Las uñas no paraban de crecerme, tenía que cortármelas todos los días. Pero cada vez crecían más solidas y hasta tenían unas aureolas de tonos entre verdosos y amarillentos en las cu­tículas. Adopté la costumbre de pintármelas con un esmalte negro de marca. Me lo había regalado Silvina junto con una edición de los Himnos a la noche de Novalis. Además, habíamos empezado a fumar. Primero le robábamos los Virginia Slims a la madre de Silvina que había empezado a salir con hombres más jóvenes y sentía que esos cigarrillos finos y elegantes la hacían sentir menos vieja. Después nos pasamos a los mentolados. Fumábamos Kool. Dos cajetillas diarias cada una. Como murciélagos.

No tenía nada de hambre y aprendí a jugar con la comida para que nadie se diera cuenta de que solo comía lo mínimo para no desvanecerme. Mi piel se volvió pálida y transparente. Se me notaban las venas, como los gajos tentaculares de una hiedra azul extendiéndose por debajo de todo mi cu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos