El matón que soñaba con un lugar en el paraíso

Jonas Jonasson

Fragmento

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1

Su vida pronto se llenaría de muertes y agresiones, maleantes y rufianes, aunque de momento sólo soñaba despierto en la recepción del hotel más deprimente de Suecia.

Como siempre, el único nieto del tratante de caballos Henrik Bergman culpaba de sus fracasos a su abuelo. En el sur de Suecia, el viejo había sido el mejor en su ramo, nunca vendía menos de siete mil animales al año, todos de primera calidad.

A partir de 1955, los pérfidos campesinos empezaron a cambiar la sangre caliente por tractores a un ritmo que el abuelo se negaba a comprender o aceptar. Las siete mil transacciones pronto se convirtieron en setecientas, que se redujeron a setenta y acabaron en siete. La fortuna multimillonaria de la familia se esfumó en una nube de gasoil.

En 1960, el padre del nieto aún no nacido intentó salvar lo que pudiera salvarse, visitando a los campesinos de la región para predicar sobre la perversidad de la mecánica. Corrían rumores inquietantes. Como que el gasoil causaba cáncer si le salpicaba a uno, algo que ocurría con frecuencia. Pero entonces su padre añadió al discurso que el gasoil podía provocar esterilidad en los hombres. No debió decirlo. Por una parte no era cierto y, por otra, sonaba demasiado bien a los campesinos cachondos, que, aunque disponían de pocos recursos, solían tener entre tres y ocho hijos cada uno. Conseguir condones resultaba embarazoso, algo que no ocurría con los Massey Ferguson o los John Deere.

El abuelo murió arruinado; más concretamente, coceado por el último animal que le quedaba. Su hijo, desconsolado y sin caballos, tiró la toalla, se apuntó a un curso de logística y al poco tiempo consiguió trabajo en Facit AB, una de las multinacionales punteras en la producción de calculadoras y máquinas de escribir. De esa manera consiguió que el futuro lo arrollara no una, sino dos veces en su vida, pues de pronto apareció en el mercado la calculadora electrónica. Como si fuera una burla al producto estrella de Facit, la variante japonesa, además, podía llevarse en el bolsillo interior de la chaqueta.

Las máquinas del grupo Facit no empequeñecieron —por lo menos no con la suficiente rapidez—, pero sí la compañía, hasta quedar reducida a nada.

El hijo del tratante de caballos fue despedido. Para soportar que la existencia lo hubiera engañado por partida doble se dio a la bebida. Desempleado, amargado, siempre ebrio y sin duchar, acabó perdiendo atractivo para su esposa, veinte años más joven, pero ésta lo aguantó durante un tiempo y luego durante un tiempo más... Hasta que al final la joven y paciente mujer pensó que el error de haberse casado con el hombre inadecuado podía corregirse.

—Quiero el divorcio —anunció una mañana mientras su esposo buscaba algo, paseándose por el apartamento en calzoncillos blancos con lamparones.

—¿Has visto mi botella de coñac? —preguntó él.

—No. Pero quiero el divorcio.

—Ayer la dejé en la encimera, la habrás cambiado de sitio.

—No lo sé, es posible que la colocara en el mueble bar después de limpiar, pero estoy intentando explicarte que quiero el divorcio.

—¿En el mueble bar? Sí, debería haber buscado ahí. ¡Qué tonto soy! Entonces, ¿te irás de casa? ¿Y te llevarás a ese que sólo sabe cagarse encima?

Sí, ella se llevó el bebé. Un niño de cabellos trigueños y ojos amables y azules. Más adelante llegaría a ser recepcionista.(La madre, por su parte, había pensado hacer carrera como profesora de idiomas, pero el bebé había llegado un cuarto de hora antes del examen final.)

Entonces cogió sus maletas, viajó a Estocolmo con el pequeño y firmó los papeles del divorcio. Al mismo tiempo, recuperó su nombre de soltera, Persson, sin tener en cuenta las consecuencias para el chico, al que se había bautizado con el nombre de Per. No es que uno no pueda llamarse Per Persson —o Jonas Jonasson—, el problema es que puede sonar algo repetitivo.

En la capital la esperaba un trabajo como vigilante de aparcamiento. La madre de Per Persson paseaba calle arriba, calle abajo, y prácticamente todos los días recibía broncas por parte de los hombres que habían aparcado mal, sobre todo de aquellos que se podían permitir las multas correspondientes. El sueño de la enseñanza, ese de inculcar qué preposiciones alemanas rigen el acusativo o el dativo a alumnos a los que en general, y con toda seguridad, la asignatura les importa un bledo, se desvaneció por completo.

Pero tras media eternidad apareció uno de aquellos mal «aparcadores» increpantes, que se quedó cortado al descubrir, en plena discusión, que bajo el uniforme de vigilante de aparcamiento había una mujer. Una cosa llevó a la otra y acabaron cenando en un buen restaurante, donde la multa fue rasgada en dos a la hora del café y la copa. Cuando después de ésta vino la segunda, el mal «aparcador» se declaró a la madre de Per Persson.

El pretendiente resultó ser un banquero islandés que estaba a punto de regresar a Reikiavik. Le prometió a su futura esposa riquezas y verdes praderas si lo acompañaba. Y también le dio al hijo un abrazo de bienvenida, aunque con escaso entusiasmo. Sin embargo, el penoso período de vigilancia de aparcamientos había durado tanto que el futuro recepcionista acababa de alcanzar la mayoría de edad y podía decidir por sí mismo. Confiaba en tener un porvenir más prometedor en Suecia, y como nadie puede comparar lo que sucedió después con lo que podría haber ocurrido, resulta imposible saber si el muchacho iba muy descaminado en sus cálculos.

A los dieciséis años, Per Persson ya compaginaba sus estudios de secundaria, por los que no sentía especial interés, con un trabajo. Nunca le contó en detalle a su madre en qué consistía ese trabajo. Y tenía sus razones.

—¿Adónde vas, cariño? —solía preguntar ella.

—A trabajar, mamá.

—¿Tan tarde?

—Sí, hay trabajo a todas horas.

—Pero ¿qué es lo que haces en realidad?

—Te lo he explicado mil veces. Soy asistente en el sector del ocio. Se trata de facilitar encuentros entre personas y cosas así.

—¿Cómo que «asistente»? ¿Y cómo se llama...?

—Mamá, tengo prisa. Ya hablaremos más tarde.

Per Persson se escabulló una vez más.

Queda claro que era reacio a explicar los detalles, como que su jefe tenía un local que ofrecía sexo de pago en una casa de madera amarilla, grande y deteriorada, en Huddinge, al sur de Estocolmo. O que el negocio se llamaba Club Amore. O que su trabajo consistía en ocuparse de la logística, así como ejercer de relaciones públicas y vigilante. Se trataba de que cada cliente encontrara la habitación correcta, para disfrutar de la clase de amor carnal correcta durante el lapso de tiempo correcto. El muchacho organizaba la agenda, cronometraba las visitas y escuchaba a través de las puertas —y dejaba volar su imaginación—. Si le parecía que algo iba mal, daba la voz de alarma.

Por la misma época en que la madre emigró y Per finalizó sus estudios, su jefe decidió cambiar de negocio. El Club Amore se convirtió en la pensión Sjöudden. A pesar de lo que su nombre indicaba, no se encontraba junto a un lago ni en un cabo, pero como dijo su dueño:

—Este antro tiene que llamarse de alguna manera.

Catorce habitaciones. A doscientas veinticinco coronas la noche. Cuarto de baño y ducha compartidos. Sábanas y toallas limpias una vez a la semana, sólo en caso de que las usadas estuvieran lo bastante sucias.

Transformar la actividad de nido de amor en hotel de tercera categoría no era algo que el propietario desease en realidad. Habría ganado mucho más dinero manteniendo a los clientes en la cama y bien acompañados. Además, cuando las chicas tenían un hueco durante la jornada, él solía pasar un rato con alguna de ellas.

La única ventaja de la pensión Sjöudden consistía en que su actividad no era ilegal. El ex propietario del puticlub había pasado ocho meses en prisión y no quería repetir.

A Per Persson, que había dado muestras de talento para la logística, le ofrecieron el puesto de recepcionista, y el trabajo no estaba mal del todo (aunque no se puede decir lo mismo del salario). Consistía en registrar las entradas y salidas de los clientes, asegurarse de que la gente pagara, y controlar reservas y cancelaciones. También se requería que fuera simpático, siempre y cuando eso no perjudicara el negocio.

Se trataba de una nueva actividad bajo un nombre nuevo y el cometido de Per no sólo era diferente, sino que también le confería mayor responsabilidad que su anterior puesto. Eso ocasionó que acudiera a su jefe para proponerle humildemente un reajuste salarial.

—¿Al alza o a la baja? —preguntó el hombre.

El joven respondió que lo prefería al alza. La conversación no seguía el rumbo que había previsto, pero ahora se encontraba allí y esperó poder conservar, por lo menos, lo que ya tenía.

Y así fue. Sin embargo, el jefe se mostró muy generoso y le hizo una propuesta:

—Puedes mudarte al trastero de la recepción, así no tendrás que pagar el alquiler del apartamento que te dejó tu madre.

Bien. Per Persson estuvo de acuerdo en que se trataba de una manera de ahorrarse un dinero. Además, ya que le pagaban en negro, podría solicitar ayuda social y subsidio por desempleo.

Así que el joven recepcionista se convirtió en esclavo de su trabajo. Vivía y sobrevivía en su recepción. Pasó un año, pasaron dos, pasaron cinco, y, en general, al muchacho no le fue mejor que a su padre ni a su abuelo. Y por esa razón, este último se llevó las culpas. El viejo se había hecho multimillonario varias veces. Ahora, la tercera generación de su propia sangre se encontraba detrás de un mostrador y daba la bienvenida a malolientes huéspedes que respondían al nombre de Asesino Anders o a motes igual de desagradables.

Asesino Anders era uno de los huéspedes de larga estancia de la pensión Sjöudden. En realidad se llamaba Johan Andersson y había pasado toda su vida adulta en la cárcel. Nunca había tenido facilidad de palabra o expresión, pero aprendió pronto que, pese a sus carencias, conseguía salirse con la suya si le soltaba unos guantazos a quien se manifestara en su contra o pareciera estarlo. Y un par más si era necesario.

Con el tiempo, esa clase de conversaciones llevó al joven Johan a frecuentar malas compañías. Su nuevo círculo de amistades le hizo mezclar su ya conocida técnica de argumentación expeditiva con el alcohol y las pastillas, y entonces todo se fue al garete. El alcohol y las pastillas le costaron una condena de doce años antes de haber cumplido los veinte, cuando fue incapaz de explicar cómo su hacha había acabado en la espalda del principal distribuidor de anfetaminas de la región.

Al cabo de ocho años lo soltaron, y celebró la liberación con tanto entusiasmo que apenas le dio tiempo a que se le pasara la borrachera antes de que le cayeran otros catorce años. En esa ocasión estuvo involucrada una escopeta. A quemarropa y en plena cara del que había remplazado en sus funciones a la víctima del hacha. Fue una visión muy desagradable para quienes tuvieron que limpiarlo todo.

Durante el juicio, Johan sostuvo que no había sido su intención disparar. O al menos, eso creía. Apenas recordaba la secuencia de los hechos. Más o menos como en la siguiente ocasión, cuando degolló al tercer distribuidor de pastillas por haberle echado en cara que estaba de mal humor. El inminente degollado tenía razón, aunque eso no le valió de nada.

Ahora, con cincuenta y seis años, Asesino Anders se encontraba de nuevo en libertad. A diferencia de las veces anteriores, no se trataba de un permiso temporal, sino de algo más permanente. Ésa era la idea. Lo único que tenía que hacer era evitar el alcohol. Y las pastillas. Y a todos y todo lo relacionado con el alcohol y las pastillas.

En cambio, la cerveza no era tan peligrosa, por lo general lo alegraba. O medio alegraba. Por lo menos no lo hacía enloquecer.

Se presentó en la pensión Sjöudden creyendo que el establecimiento aún ofrecía esa clase de sensaciones que uno echa de menos si ha estado a la sombra una década o tres. Una vez que se repuso de la decepción inicial al saber que las cosas habían cambiado, decidió hospedarse sin más. Tenía que vivir en alguna parte y no era cuestión de pelearse por doscientas coronas, sobre todo teniendo en cuenta cómo solían acabar sus peleas.

Antes de recibir la llave de la habitación, Asesino Anders tuvo tiempo de contarle la historia de su vida al joven recepcionista. Ésta incluía su infancia, aun cuando Anders no creía que fuera relevante para lo que había acontecido más tarde. Los primeros años transcurrieron, sobre todo, con un padre que sólo soportaba el trabajo si se emborrachaba al acabar la jornada, y una madre que empezó a hacer lo mismo para poder soportarlo a él. Eso condujo a que el padre no soportara a la madre, cosa que demostraba propinándole frecuentes palizas, en particular cuando el niño estaba presente.

Tras escuchar el relato, el recepcionista no se atrevió a hacer otra cosa que darle la bienvenida y estrecharle la mano, presentándose:

—Per Persson.

—Johan Andersson —contestó Asesino, y prometió intentar matar lo menos posible en el futuro.

A continuación, pidió al recepcionista que lo invitara a una cerveza. Tras diecisiete años sin probarla, no era de extrañar que tuviera la garganta seca.

Per no tenía intención de comenzar su relación con aquel tipo negándole una cerveza. Pero mientras se la servía, le preguntó al señor Andersson si sería tan amable de dejar el alcohol y las pastillas fuera del establecimiento.

—Sí, será lo mejor —respondió Johan Andersson—. Pero oye, llámame Asesino Anders. Todo el mundo me llama así.

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2

Uno tenía que alegrarse de las pequeñas cosas. Como que los meses pasaran sin que Asesino Anders liquidara al recepcionista o a alguien en las inmediaciones de la pensión. O que el jefe le permitiera a Per Persson cerrar la recepción los domingos para disfrutar de unas horas de descanso. Si el tiempo —a diferencia de todo lo demás— estaba de su lado, el recepcionista salía. No para divertirse, el dinero no le alcanzaba para tanto, pero sentarse en un banco del parque a pensar aún era gratis.

Así que allí estaba sentado —con cuatro sándwiches de jamón y un botellín de zumo de frambuesa—, cuando inesperadamente le dirigieron la palabra:

—¿Cómo estás, hijo mío?

Era una mujer no mucho mayor que él. Se la veía sucia y agotada, y lucía un alzacuellos blanco que brillaba alrededor de su pescuezo, a pesar de estar manchado de hollín.

A Per Persson nunca le había interesado la religión, pero una pastora era una pastora, y pensó que se merecía el mismo respeto que un asesino, un drogadicto o la escoria habitual con la que se relacionaba en el trabajo. Quizá incluso un poco más.

—Gracias por preguntar —respondió—. He tenido momentos mejores. Bueno, pensándolo bien, no, no los he tenido. Se podría decir que mi vida es un constante sufrimiento.

«¡Vaya! Me estoy abriendo demasiado», pensó. Lo mejor sería reconducir la conversación.

—Pero no quisiera agobiarla con mi salud y mi estado de ánimo. Con sólo poder comer un poco, todo lo demás tiene solución —añadió, y dio a entender que la conversación había terminado, y se concentró en abrir la fiambrera.

Sin embargo, la pastora no advirtió la indirecta. Dijo que no la agobiaba y que lo ayudaría con lo poco que pudiera aportar si así conseguía que su existencia fuera algo más llevadera. Una oración personal era lo mínimo que podía ofrecerle.

¿Una oración? Per Persson se preguntó qué le hacía pensar a aquella pastora andrajosa que eso iba a servirle de alguna ayuda. ¿Creía que empezaría a llover dinero del cielo? ¿O pan y patatas? Aunque... ¿por qué no? Además, le resultaba difícil rechazar a alguien que sólo deseaba su bien.

—Gracias, madre. Si cree que una oración dirigida al cielo hará que mi vida sea más llevadera, entonces no seré yo quien ponga objeciones.

La mujer sonrió y se hizo un sitio en el banco junto al recepcionista de descanso dominical. Y comenzó su trabajo.

—Señor, mira a tu hijo... Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Per —respondió Per Persson, y se preguntó qué beneficio sacaría Dios de esa información.

—Señor, mira a tu hijo Per, mira cómo sufre...

—Bueno, sufrir, sufrir, lo que se dice sufrir... tampoco sufro tanto.

La pastora perdió el hilo. Entonces dijo que volvería a empezar desde el principio y que la oración resultaría más provechosa si no la interrumpía demasiado.

Per Persson le pidió disculpas y prometió dejarla rezar en paz.

—Gracias —dijo ella, y tomó nuevo impulso—. Señor, mira cómo, aunque en realidad no sufre, este infeliz siente que su vida podría mejorar. Señor, dale seguridad, enséñale a amar al mundo y el mundo lo amará a él. Oh, Jesús, carga con tu cruz junto a él, venga a nosotros tu reino y todo lo demás.

«¿Y todo lo demás?», pensó el recepcionista, pero se abstuvo de mencionarlo.

—Dios te bendiga, hijo mío, con la fuerza y el poder y... la fuerza. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Per Persson no sabía cómo tenía que ser una oración personal, pero lo que acababa de oír le sonaba a chapuza. Y estaba a punto de decirlo, cuando ella se le adelantó:

—Veinte coronas, gracias.

¿Veinte coronas? ¿Por aquello?

—¿Tengo que pagar por la oración? —preguntó.

La mujer asintió. Las oraciones no consistían sólo en soltarlas. Exigían concentración y devoción, requerían un esfuerzo, y una pastora también tenía que vivir en el mundo mientras le tocara estar aquí y no en el cielo.

A Per Persson no le parecía que lo que acababa de oír exigiera devoción ni concentración, y tampoco estaba seguro de que fuera el cielo lo que le esperaba a esa pastora cuando le llegase la hora.

—¿Lo dejamos en diez coronas? —intentó negociar la mujer.

La pastora fue rebajando el precio, de poco a casi nada. Per Persson la observó con más detenimiento y vio en ella otra... ¿cara? Algo... ¿miserable? Entonces decidió que esa mujer era más una hermana en la desgracia que una estafadora.

—¿Quiere un sándwich? —le ofreció.

El rostro de la pastora se iluminó.

—¡Vaya, gracias, no estaría mal! ¡Dios te bendiga!

Per Persson le dijo que, viéndolo con perspectiva histórica, todo indicaba que el Señor estaba ocupado con asuntos importantes, ninguno de los cuales sería bendecirlo a él. Y que la oración que acababa de llegarle allá arriba probablemente no cambiaría las cosas.

La mujer pareció dispuesta a replicar, pero él fue más rápido y le tendió la fiambrera.

—Aquí tiene —dijo—. Dejemos que la comida silencie nuestras bocas.

—«El Señor guía a los humildes por la justicia, y adoctrina a los pobres en sus sendas.» Salmo veinticinco —citó la pastora, con la boca llena de pan.

—Que así sea —añadió Per Persson.

Era una auténtica pastora. Mientras se comía los cuatro sándwiches de jamón del recepcionista, le contó que había tenido una parroquia propia hasta el domingo anterior, cuando, en mitad del sermón, el presidente del consejo eclesiástico la interrumpió y le pidió que bajara del púlpito, recogiera sus cosas y se largara.

A Per Persson eso le pareció horrible. ¿No había nada llamado «derechos laborales» en el reino de los cielos?

Sí, lo había, pero el presidente pensaba que tenía razones para actuar así. Y, además, toda la parroquia estaba de su lado. Incluida la propia pastora. Al menos dos miembros de la congregación le arrojaron sus libros de salmos mientras ella se escabullía.

—Como comprenderás, hay una versión más larga. ¿Quieres escucharla? Has de saber que mi vida no ha sido de color de rosa.

Per Persson recapacitó. ¿Deseaba saber de qué color era aquella vida si no era rosa, o ya tenía suficiente con la cantidad de miseria que él cargaba a cuestas sin necesidad de añadir la de ella?

—No creo que ser consciente de la oscuridad en la que viven otros mejore mi existencia —dijo—. Aunque, a menos que se alargue mucho, si lo desea, puede hacerme un resumen de la cuestión.

¿Un resumen de la cuestión? El resumen era que había pasado siete días vagando, de domingo a domingo. Había dormido en sótanos y Dios sabe dónde más, había comido lo que había encontrado...

—¿Como todos mis sándwiches de jamón? —apuntó Per Persson—. ¿Desea digerir mi única comida con mi último zumo de frambuesa?

La pastora no lo rechazó. Y tras apagar la sed, dijo:

—En resumidas cuentas, no creo en Dios. Y mucho menos en Jesucristo. Fue mi padre el que me obligó a seguir sus pasos; no los de Jesucristo, los de él. Para su gran decepción, nunca tuvo un hijo, sólo una hija. Aunque a mi padre también lo obligó mi abuelo. Quizá ambos fueran enviados del diablo, no es fácil saberlo. En todo caso, la condición pastoral forma parte de la familia.

Eso de ser una víctima a la sombra del padre o el abuelo fue algo por lo que Per Persson sintió una inmediata simpatía, y dijo que si los hijos pudieran librarse de cargar toda la mierda acumulada para ellos por las generaciones anteriores, quizá el mundo sería un lugar mejor donde vivir.

La mujer se abstuvo de señalar la importancia de las generaciones anteriores. En cambio, le preguntó si era lo que lo había llevado hasta aquel banco del parque.

A aquel banco del parque, sí. Y a una lúgubre recepción, donde vivía y trabajaba. Y a compartir cervezas con Asesino Anders.

—¿Asesino Anders? —preguntó ella.

—Sí. Vive en la habitación número siete.

Per Persson pensó que bien podría perder un par de minutos con la pastora, ya que se había dignado a interesarse por él. Así que le habló del abuelo, que había dilapidado su fortuna. De su padre, que había tirado la toalla. De su madre, que se había liado con un banquero islandés y había abandonado el país. De cómo él mismo había acabado, con tan sólo dieciséis años, en una casa de putas. Y de cómo ahora trabajaba de recepcionista en la pensión en la que se había convertido la casa de putas.

—Y cuando por fin tengo veinte minutos libres y me siento en un banco a una distancia prudencial de los mangantes y golfos con que suelo tratar en el trabajo, entonces aparece una pastora que no cree en Dios, que primero intenta estafarme el poco dinero que tengo y después me gorronea el almuerzo. Ésa es mi vida, a no ser que cuando vuelva, gracias a su oración, la vieja casa de putas se haya transformado en el Grand Hotel.

La desastrada religiosa, con migas alrededor de la boca, pareció avergonzarse. Dijo que no era seguro que la oración tuviera un efecto inmediato, pues había sido una chapuza y el destinatario no existía. Ahora se arrepentía de haber querido ser retribuida por un trabajo fraudulento, máxime teniendo en cuenta la generosidad y los sándwiches del recepcionista.

—Anda, cuéntame más cosas de esa pensión —pidió luego—. ¿Por casualidad no tendrías una habitación libre... a precio de amigo?

—¿«Precio de amigo»? —repitió él—. ¿Desde cuándo somos amigos usted y yo?

—Bueno, todavía estamos a tiempo.

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3

A la pastora le asignaron la habitación 8, pared con pared con la de Asesino Anders. Pero a diferencia de éste, a quien Per Persson nunca se atrevía a pedirle que pagara, la nueva clienta debía abonar una semana por adelantado. Al precio habitual.

—¿Por adelantado? Pero si es todo lo que me queda.

—Pues más a mi favor, así el dinero no se irá por mal camino. Puedo rezar una oración para usted gratis, así quizá se arreglen las cosas —repuso el recepcionista.

En ese instante entró un hombre con chaqueta de cuero, gafas de sol y barba de tres días. Parecía la parodia de un gánster, lo que probablemente era, y, sin saludar, preguntó por Johan Andersson.

El recepcionista se irguió y respondió que no podía revelar quién vivía y quién no vivía en la pensión Sjöudden. Allí se respetaba a rajatabla la privacidad de los clientes.

—O contestas a mi pregunta o te corto los huevos —espetó el de la chaqueta de cuero—. ¿Dónde está Asesino Anders?

—Habitación siete —respondió Per Persson.

El matón se alejó por el pasillo. La pastora lo siguió con la mirada y se preguntó si habría jaleo a la vista. ¿Creía el recepcionista que ella podría hacer algo en su calidad de religiosa?

Per Persson no creía nada, pero ni siquiera tuvo tiempo de decirlo, pues en ese momento regresaba el de la chaqueta de cuero.

—Anders está roque en su cama. Sé muy bien cómo podrían ponerse las cosas, así que de momento dejémoslo dormir. Guarda este sobre y dáselo cuando se levante. De parte del Conde.

—¿Eso es todo? —preguntó Per Persson.

—Bueno, no. Dile que contiene cinco mil coronas en lugar de diez mil, ya que sólo ha hecho la mitad del trabajo —aclaró el hombre, y se marchó.

¿Cinco mil? Cinco que al parecer deberían haber sido diez. Y ahora era cosa del recepcionista explicarle al hombre más peligroso de Suecia que faltaba dinero. A no ser que delegara la faena en la pastora, ya que acababa de ofrecer sus servicios.

—Asesino Anders —dijo ella—. Así que existe de verdad, no era una invención tuya.

—Un alma perdida. Digamos que muy perdida.

Para su sorpresa, ella respondió entonces que si el alma perdida se encontraba perdida a tal extremo, no sería una inmoralidad que el recepcionista y ella tomaran prestado un billete de mil coronas para ponerse las botas en algún buen restaurante de los alrededores.

Per Persson se preguntó qué clase de pastora era aquella que le salía con semejante propuesta, pero reconoció que la idea resultaba atractiva. Aunque, por otra parte, había una razón por la cual Asesino Anders era llamado así. O mejor dicho, tres razones, si el recepcionista no recordaba mal: un hacha en una espalda, un escopetazo en una cara y una navaja en la garganta.

La cuestión sobre la conveniencia de coger dinero a hurtadillas a un asesino se esfumó, pues el asesino en cuestión se había despertado y se aproximaba por el pasillo con el pelo revuelto.

—Tengo sed —dijo—. Hoy debían pagarme un trabajo, pero se han retrasado y no tengo ni para una cerveza. Ni para comida. ¿Puedes prestarme doscientas coronas de la caja?

Era una pregunta y al mismo tiempo no lo era. Asesino Anders contaba con tener ipso facto dos billetes de cien en la mano.

Entonces la pastora dio un paso al frente.

—Buenos días —saludó—. Mi nombre es Johanna Kjellander y antes tenía una parroquia. Ahora soy una simple pastora.

—Los curas son una mierda —dijo Asesino Anders sin dirigirle la mirada.

La retórica no era uno de sus puntos fuertes. Se volvió y siguió hablando con el recepcionista:

—¿Me aflojas esos billetes o qué?

—No coincido con usted en esa apreciación —replicó Johanna Kjellander—. Por supuesto que en nuestro sector hay algún descarriado que otro; sin ir más lejos, yo misma. Pero ése es un tema del que me agradaría debatir con usted, señor Anders, en otra ocasión. En cambio, ahora se trata de un sobre con cinco mil coronas que un conde acaba de entregar al recepcionista.

—¿Cinco mil? ¡Eran diez mil! ¿Qué has hecho con el resto del dinero, monja de mierda?

Asesino, resacoso y recién levantado, miró airado a Johanna Kjellander. Per Persson, que no deseaba acabar con una pastora asesinada en su recepción, aclaró nervioso que el Conde había dejado el recado de que las cinco mil coronas eran parte del pago, ya que sólo se había hecho la mitad del trabajo. El recepcionista y la pastora eran simples mensajeros y esperaba que el señor Anders comprendiera que...

Pero Johanna Kjellander tomó de nuevo la palabra. Lo de «monja de mierda» le había sentado mal.

—¡Debería avergonzarse! —exclamó con tanta determinación que el aludido estuvo a punto de hacerlo. Y añadió que él sabía p

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