Alguien como yo (Mi elección 3)

Elísabet Benavent

Fragmento

1

Me miraba diferente e miraba diferente. Me miraba, sí, pero ya no éramos él y yo. Éramos dos personas distintas metidas den­ tro de nuestro propio cuerpo pero que de pronto no tenían derecho a acercarse el uno al otro. Durante un tiempo me pa­ reció que reteníamos a los verdaderos Hugo y Alba, encarce­ lados y escondidos, pero poco a poco aquella sensación fue desapareciendo hasta diluirse.

Al menos nos mirábamos. Al menos no había desapa­ recido. Al menos seguía allí. Dijo que no se marcharía y… no lo hizo. Eso debería ser suficiente, ¿no? Entonces, ¿por qué no lo era?

Si algo debo agradecerle fue darme la motivación para vol­ ver a refugiarme en mis amigas. Gabi fue mucho más compren­ siva de lo que imaginaba. No dijo «te lo advertí», claro, por­ que tenerme sollozando en su regazo hizo que se diera cuenta de que, quizá, había prejuzgado una historia de la que no cono­ cía todos los detalles.

Alguien como yo —¿Por qué lo ha hecho? —le pregunté, con la mirada perdida, en el salón de su casa.

—A lo mejor os quiere más de lo que crees.
¿Era eso verdad? Aquel día ella entendió y yo por fin pude explicarme. Las dos aprendimos.

—Te dije cosas que no siento porque no te entendía. Me faltó confiar en ti. Pero… era imposible, Alba. Si era amor…, esta es la mejor decisión.

Hugo era sabio, joder. Me había destrozado por dentro, de arriba abajo, pero de no haberlo hecho todo hubiera sido peor.

El mes siguiente fue… malo. Horrible. Nico y él no se habituaban al nuevo statu quo. Y a mí me costó volver a estar en la misma habitación que Hugo. Ya nunca nos quedábamos solos. Si no estaba Nico, yo no pisaba su casa, porque no po­ día soportar ese hilo interno, esa tensión de saber que si no se hubiera alejado, yo aún moriría por él. A veces ni siquiera en­ traba en su piso por no verlo. Nico y yo empezamos a hacer más vida en mi piso y Hugo pasó más tiempo solo.

Conforme pasaron las semanas me di cuenta de que eso creaba una falsa sensación de alivio. Ojos que no ven no es co­ razón que no siente, porque Nico y yo nos despedíamos con un beso en la puerta de mi casa y cuando se marchaba en lo úni­ co en lo que podía pensar era en Hugo solo, escuchando discos antiguos. Y me partía en dos.

Así que tuve que hacer un esfuerzo. Lo hicimos todos, no me colgaré yo sola la medalla. Todos pusimos de nuestra parte para intentar volver a estar los tres en la misma habitación y que se pudiera respirar. La primera cena en la terraza fue tan rara que al llegar a mi piso, lloré como una imbécil. El si­ lencio había dejado de ser motivo de burla por su parte. Tam­ poco era dulce ya. Eran cosas por decir que si no se pronuncia­ ban era porque no se podía. Éramos nuestros propios censores

sabet Benavent y dolía tanto..., tanto como las conversaciones vacuas sobre el trabajo o sobre cómo les iba a mis amigas.

Y entonces, un día, sucedió... Me di cuenta de que Hugo había encontrado a alguien en quien apoyarse… y no era yo. Estaba más contento, sonreía más, parecía que ya no nos evi­ taba. ¿Quién era ella? Mi hermana. Ella fue la artífice. Y que conste que sabía que allí no existía nada sórdido. Nada de sexo ni atracción ni romanticismo…, solo una relación casi pla­ tónica. Ella siguió llamándolo «cuñado» durante bastante tiem­ po, hasta que él le tuvo que explicar que nos dolía. No lo sé a ciencia cierta, pero imagino que fue así, porque yo nunca me atreví a decírselo…, en el fondo me reconfortaba. Era una prue­ ba de que todos los recuerdos que tenía de nuestro Nueva York y lo que había significado no era una exageración de la memo­ ria. No. Yo no había imaginado un amor de película; nosotros habíamos protagonizado el amor de nuestras vidas en aquella ciudad, cogidos de la mano. El amor que todas las románticas esperamos nació y murió allí. Y mi fe en las emociones supra­ humanas, también. ¿En qué situación quedaba mi relación con Nico después de esta afirmación? Porque… sí, Nico y yo ha­ bíamos decidido seguir juntos. Nos pareció lo lógico, aunque mi hermana me sugirió que me lo pensase bien, que quizá nin­ guno de los dos estaba aún preparado para iniciar algo nuevo. Y al fin y al cabo era nuevo. Porque Hugo no estaba y porque algo había cambiado, empezando por nosotros. Fue una rup­ tura para los tres. Que se lo digan a Nico, que debió rayar todos los discos de Lana del Rey.

Poco a poco, la situación fue normalizándose. Nico y yo como pareja convencional. Mis amigas más cerca, porque de pronto no tenía nada que esconder y todo era natural y nor­ mal para todo el mundo. Hugo en su casa, rey de las sonrisas que intentan decir «todo va bien». Eva de aquí para allá, alter­ nándose como cojín emocional para su hermana y para el ex­

uien como yo novio de esta, al que había cogido un cariño que apenas me podía explicar.

Y empezamos nuestras rutinas. La oficina. El Club. Las cenas. Hubo días que quedamos los cuatro. Volvieron las risas. Las bromas. Pero todo estaba contagiándose de una desidia in­ fecciosa que ponía raíces allí donde se posaba. Era fácil ver que ninguno de los dos sentía ya ninguna ilusión por su proyecto empresarial, por ejemplo. Pero fingimos. Todos fingimos, por­ que al final en la vida se aprende que de tanto fingir a veces uno se cree el papel que interpreta. Y si eso ocurría, todo estaría bien. ¿No?

Hugo se volcó con su trabajo en la oficina y empezó a ocuparse de muchas más labores de El Club, tratando de dejar más libre a Nico para que viviéramos nuestra propia historia de amor. Pero algo fallaba. Algo…

2

La vida onó el despertador y se conectó la radio a volumen mo­ derado. Una machacona canción de discoteca invadió la habitación e hizo que Nico gruñera y se tapara la cabeza con la almohada.

—Puta música de los cojones —rugió.
—Si quieres programo Radio3 —le dije mientras me le­ vantaba de la cama—. Llegaremos todos los días tarde. No hay Dios que no se duerma escuchando Radio3.

Él me lanzó un cojín que se estrelló en la puerta del baño y a mí me dio la risa. Abrí el agua de la ducha y espe­ ré a que saliera caliente, además de encender la calefacción. Hacía un frío de pelotas, como bien constataban la piel de gallina y mis pezones erectos. Nico entró en el baño mien­ tras se frotaba los ojos y me apartó un poco para usar el baño.

—Ni se te ocurra mear delante de mí —me quejé. —Joder…

S

Alguien como yo

Se giró de nuevo hacia la puerta y fue a salir, pero atolon­ drado volvió, me besó y se fue. Mientras me duchaba, escuché cómo se marchaba hacia su piso. Recibí el agua caliente con un gemido de satisfacción.

Nos encontramos cuarenta y cinco minutos después en el portal. Iba bien abrigado, con una chaqueta gris oscura y una bufanda un poco más clara. Nos besamos y fuimos andando hacia la parada de autobús. Solíamos ir juntos casi todas las mañanas; alguna incluso nos marchábamos en coche con Hugo, pero él tenía por costumbre ir bastante antes a la oficina, así que eran las menos.

Hicimos el trayecto casi callados, como siempre, conmi­ go apoyada en su torneado hombro. Ya me daba igual que nos viera alguien de la oficina; creo que todos imaginaban que sa­ líamos juntos, pero no había nada raro allí que tuviéramos que esconder. Sin Hugo, lo nuestro se convertía en una relación decente. Lo que los demás definirían como decente, que nadie me entienda mal;

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos