La suerte del enano

César Pérez Gellida

Fragmento

La suerte del enano

LA SUERTE DEL ENANO

Club de golf Torrequebrada

Calle Club de Golf, 1. Benalmádena Costa (Málaga)

16 de mayo de 2019

Algunos días antes de que sus constantes vitales dejaran de ser constantes y estuvieran a punto de ser vitales, Sara Robles no hubiera sido capaz de imaginar que la suerte, o, más bien, la mala suerte, pudiera ser del todo determinante. Tanto es así, que en este soleado día de mediados de mayo, su vida —y eso lo tiene muy presente— está en manos de la caprichosa fortuna.

El cielo está libre de nubes y, sin embargo, siendo escrupulosos no podría decirse que esté del todo despejado. No, por culpa de una que se ha situado de forma caprichosa justo en la vertical de su mirada. Una que, estática y de contorno difuminado, da la impresión de estar empeñada en hacer notar su presencia. Parece querer asumir el papel de bailarina principal de una coreografía celeste que está a punto de empezar. La nube permanece justo ahí por alguna razón, eso es evidente. No puede ser casual. Nunca lo es. Siendo consciente de ello, Sara no tarda mucho en concluir que está ahí para ser la receptora de sus pensamientos porque, de otra manera, estos se perderían en el aire arrastrados por el viento. Se desvanecerían para siempre, como les sucede a la mayor parte de las ideas, razonamientos, conceptos, juicios y demás seres de esa especie tan amenazada como es la inteligencia.

Así, sin dejar más espacio a la controversia —sigue teniendo presente que sus constantes vitales están a punto de dejar de serlo—, la inspectora proyecta hacia arriba lo que su intelecto, en pleno proceso de producción, va fabricando. Recién horneado en su cerebro, sube tierno y calentito.

Sara jamás ha creído en la suerte, ni en la buena ni en la mala. Es de esas personas que todo lo explican recurriendo a la férrea doctrina que un día escribió ese impecable binomio conformado por causa y efecto. Una creencia que, aplicada a lo que ahora ocupa su mente, se traduce de la siguiente manera: lo que ocurre es siempre consecuencia de. Tiene un origen, un por qué, y, por ende, si alguien es capaz de mantenerse ajeno al sometimiento del albedrío, logra detectar las oportunidades que se le presentan y, sobre todo, las aprovecha, entonces las circunstancias se quedan en eso: en meras circunstancias. De hecho, siempre ha pensado que los que creen que su destino está sellado son unos cobardes que rehúsan tomar el mando de sus decisiones, pero, además, son los mismos que se niegan a ser consecuentes con estas. Es por eso que se considera una acérrima defensora de la cita atribuida a Einstein: «Tendremos el destino que hayamos merecido» y no cree que existan personas que hayan nacido con un pan bajo el brazo, que tengan buena estrella o una flor en el culo que los protege contra todo lo malo. Por las mismas razones, tampoco cree en el mal fario ni admite que los tuertos o los gatos negros trasmitan mala fortuna. A fin de cuentas, y yendo a la última línea del resumen, lo que ocurre es que hay muchos que no son capaces de gestionar el éxito ajeno, pero son más aún los que no están preparados para asumir su propio fracaso.

Así ha pensado Sara Robles, jefa del Grupo de Homicidios de Valladolid, hasta que una concatenación desmesurada de desgracias que se han cebado con ella la ha arrastrado hasta el punto en el que se encuentra en este preciso instante: tumbada boca arriba sobre un mullido colchón de césped recién cortado, sintiendo la densa presencia de la sangre —la suya— que le ha asperjado la cara y salpicado en los labios. De esta guisa, al tiempo que intenta administrar el dolor que le ha ocasionado recibir un impacto de bala del calibre 38 en el pecho y otro que le ha destrozado la clavícula izquierda, Sara es capaz de percibir su olor metálico y de notar ese sabor a herrumbre que le recuerda al de una vieja moneda manoseada. En ese instante, tratando de tomar aire a bocanadas pero con su capacidad analítica intacta, a la inspectora no le queda más remedio que admitir que es posible que, en lo relativo a la suerte, haya un plano intermedio. Un estadio que podría funcionar de engranaje entre lo venturoso y lo empírico, una caprichosa entelequia que sea la culpable de que determinados acontecimientos terminen bien y otros mal.

Y ya.

En el acmé de la reflexión le sobreviene a Sara un ejemplo que le sirve para apuntalar la teoría. Un caso tan pintoresco como concluyente que, al carecer de fisuras, forma parte de la sabiduría popular a pesar de que no tuviera conocimiento alguno de ello ni de su protagonista hasta hace unos pocos días.

Fue Patricio Matesanz quien le habló de él.

Del enano.

Y no uno cualquiera, no. Uno que, sin saber cómo ni por qué, durante una deposición en apariencia rutinaria terminó defecándose en la mano. La naturaleza inconformista de Sara Robles y, por supuesto, su deformación profesional, la invitan a formularse una cuestión: ¿Determina para algo el tamaño del sujeto en el hecho de mancharse una extremidad con sus propias heces? Está claro que no. Sin embargo, que su altura no influya en el resultado, ergo, que sea circunstancial, no altera la situación en la que se encuentra: con su diminuta mano manchada de mierda.

Y ahí, precisamente ahí, encontró Sara el quid de la cuestión: lo circunstancial no suele determinar el resultado pero puede terminar siendo una mierda. Es decir, una desgracia.

Una desgracia como la que le ocurrió al enano, que fue a cagar y se cagó en la mano.

Una desgracia como la que le acaba de ocurrir a ella.

A no ser que no considere como tal morir antes de tiempo y admita de una vez por todas que a la suerte y a la muerte tan solo les diferencia una letra.

La suerte del enano

Algunos días antes de que sus constantes vitales dejen de ser constantes y estén a punto de dejar de ser vitales.

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