1
Agosto de 2018
Aylesford, Nueva York
Hanna Bright deja al pequeño Teddy en su balancín en el porche delantero y se sienta a leer su novela. Luego hará calor, pero por la mañana se está bien en el porche, protegida del sol. Ve dos coches aparcados en la casa que hay un par de puertas más abajo, al otro lado de la calle. La casa está en venta. Alguien ha debido de ir a verla para comprarla.
Y enseguida se queda absorta en su novela, pero levanta la vista poco después cuando nota que hay movimiento en la acera de enfrente. Un hombre corpulento vestido con traje al que Hanna reconoce como el típico agente inmobiliario está en el camino de entrada hablando con una mujer. Hanna se queda mirándolos y se pregunta distraída si será una compradora en firme. La casa no lleva mucho tiempo en venta y este es un barrio atractivo. Imagina que la venderán bastante rápido. Espera que la compre una familia joven: quiere muchos amigos para Teddy, que tiene seis meses. Hay un par de gemelas de cuatro meses justo al otro lado de la calle con una mamá de lo más simpática —Stephanie—, de la que Hanna se ha hecho amiga. Esta mujer parece que está sola, sin marido ni niños que la acompañen.
Con un último apretón de manos, la mujer se aleja del agente y se dirige hacia donde tiene aparcado el coche. Al llegar a la calle, levanta la vista hacia Hanna y su porche y se detiene. Entonces, para sorpresa de Hanna, cruza la calle y va hacia su casa. ¿Qué querrá?, se pregunta.
—Hola —grita la mujer con voz amable.
Hanna se da cuenta de que probablemente ronde los treinta y pocos años y de que es realmente atractiva. Tiene el pelo rubio a la altura de los hombros, una buena figura y un porte envidiable. Tras un rápido vistazo para comprobar que Teddy está bien, Hanna se levanta y baja los escalones de su porche.
—Hola, ¿en qué puedo ayudarla? —pregunta con amabilidad.
—Solo estaba mirando la casa de enfrente —contesta la mujer mientras avanza por el camino de entrada. Hanna se acerca hacia ella, protegiéndose los ojos del sol con la mano—. ¿Le importa que le haga unas preguntas sobre el barrio? —continúa.
Entonces, sí que es una compradora que va en serio, piensa Hanna, un poco decepcionada.
—Claro —responde.
—Mi marido y yo estamos interesados en esta zona. ¿Cree que es un buen sitio para criar niños? —Señala con la cabeza hacia el balancín del porche y sonríe—. Ya veo que tiene un bebé.
Hanna la mira entonces con más agrado y le hace una entusiasta descripción del barrio. Puede que esa mujer esté ya embarazada, pero que aún no se le note.
Al final de la conversación, la mujer le da las gracias y vuelve a su coche. Hanna se da cuenta de que no le ha preguntado su nombre. Bueno. Ya habrá tiempo para eso si finalmente compra la casa. Hay algo que le ronda la cabeza, pero no sabe bien qué es. Teddy empieza entonces a llorar y al levantar al bebé del balancín comprende de qué se trata. La mujer no llevaba anillo de casada. Da igual. Hoy en día mucha gente tiene familia sin estar casada, aunque ella ha mencionado a un marido. Pero ¿quién va a ver una casa sin su pareja?
Stephanie Kilgour ha dejado a las gemelas en sus cunas en la planta de arriba para que echen su siesta matutina. Ahora se sienta un momento en el sofá de la sala de estar, apoya la espalda y cierra los ojos. Está tan cansada que no sabe cómo consigue levantarse cuando las bebés empiezan a llamarla entre lloros a las seis de la mañana. Nada —ni nadie— podría haberla preparado para esto.
Se relaja un momento, dejando que su agotado cuerpo se hunda en los cojines, con la cabeza apoyada pesadamente en los almohadones. Deja que el cuerpo se le afloje. Si no se anda con cuidado, podría quedarse dormida ahí sentada. Y eso no estaría bien, las gemelas solo duermen una media hora por la mañana y la dificultad de despertarse después de un rato tan corto no le merecerá la pena. Le tocará descansar cuando las gemelas duerman su siesta más larga de la tarde.
Sus hijas, Emma y Jackie, son lo mejor que le ha pasado. Pero no tenía ni idea de que iba a ser tan duro. No se imaginaba el coste que supondría para su cuerpo, y también para su mente. Los efectos del prolongado insomnio le están pasando factura. La gente que sabía que estaba embarazada de gemelas —ella no lo había mantenido en secreto— había bromeado con que tener dos bebés sería mucho más difícil. Ella se había limitado a sonreír, encantada con su embarazo, e incluso había presumido en silencio de lo bien que se sentía, de la facilidad con la que su cuerpo estaba llevando los cambios.
Stephanie siempre había sido un poco obsesiva y había pasado mucho tiempo planeando el parto, deseando que todo saliese a la perfección. No estaba tan confiada como para pensar que podría hacerlo sin medicamentos, pero quería tener un parto normal, aunque fuese de gemelas.
Sin embargo, una vez que estuvieron en la sala de partos, el plan se fue al garete. Había terminado con dos bebés en peligro y una cesárea de emergencia. En vez de música relajante, iluminación tenue y control de la respiración, fue todo máquinas pitando, ritmos cardiacos en caída libre, personal sanitario arremolinado y carrera en camilla a la sala de operaciones. Se acuerda de su marido, Patrick, sujetándole la mano con la cara pálida por el miedo. Lo que más recuerda, además de su pánico cuando se llevaron rápidamente a sus bebés a cuidados intensivos antes siquiera de que ella pudiera abrazarlas, son los temblores incontrolables y las náuseas tras el parto. Por suerte, las gemelas nacieron bien, sanas y con buen peso.
Le costó no sentirse una fracasada aquellos primeros días, luchando contra el insomnio, el dolor de la recuperación tras la cesárea y la frustración de tener que dar el pecho a dos bebés, al parecer, a todas horas... Aquellas primeras dos semanas después de que nacieran las gemelas fueron las más difíciles en la vida de Stephanie. Las bebés habían empezado enseguida a mamar bien, pero piensa a menudo en lo estresante que había sido la cesárea... para todos. «No siempre se puede elegir», se dice a sí misma. Lo importante es que ella y las niñas están sanas. Últimamente, Stephanie se sorprende de lo ingenua que era antes del parto. El control es una ilusión.
Luego, los cólicos... Las niñas no durmieron bien desde el principio, y después, más o menos cuando cumplieron las seis semanas, la cosa empeoró. Lloraban y se quejaban y no se dormían. Su pediatra, la doctora Prashad, le dijo que probablemente se les pasaría a las doce semanas. Eso fue hace más de un mes y nada había mejorado. Ahora, Stephanie y Patrick parecen estar funcionando por pura fuerza de voluntad. No han dormido bien desde el nacimiento de las gemelas. Los quejidos empiezan a primera hora de la noche y duran hasta, más o menos, la una o las dos de la madrugada. Después, se despiertan a las seis. «Cruel» es la única forma de describirlo.
La respiración de Stephanie se relaja y, en apenas un momento, se queda dormida.
De repente, un sonido penetrante —un fuerte «pipi-pi»— la despierta con un sobresalto. Está desorientada, su mente confusa. Es el detector de humos: hay humo en la casa, puede olerlo. Se pone de pie a trompicones, con los ojos abiertos de par en par por el miedo. Viene de la cocina. Por un momento, se queda paralizada, piensa en las gemelas que están arriba y, después, corre hacia la cocina. Hay una sartén en los fogones y se ha prendido fuego. Se queda un momento en la puerta, estupefacta, porque no recuerda haber puesto nada en el fogón. Rápidamente, entra en la cocina, alcanza con frenesí el extintor del armario de arriba junto a la cocina. En medio del pánico, no recuerda cómo funciona. Se gira hacia el fuego y ve que las llamas son ahora más altas, apuntan hacia el techo, aunque aún no lo alcanzan. Puede oír el zumbido de las llamas y el calor es casi insoportable. El corazón le late frenéticamente a la vez que tiene un momento de indecisión. ¿Debería quedarse ahí, desperdiciando unos valiosos segundos mientras trata de hacer funcionar el extintor o subir corriendo a por las bebés? ¿Tendría siquiera tiempo suficiente para sacarlas? ¿Debería llamar antes a emergencias? Entonces, de repente, sabe qué hacer: abre de un tirón el armario de abajo y coge una tapadera de metal y, después, la desliza sobre la sartén. Al carecer de oxígeno, el fuego se sofoca y rápidamente se apaga. Coge un guante para el horno, acerca la mano y apaga el fogón.
Stephanie se encorva aliviada. La habitación huele a humo. Los ojos le escuecen y le lloran y se apoya sobre la encimera, temblando ahora que el peligro ha pasado. La alarma sigue sonando con fuerza, pero se da cuenta de que no es la de la cocina la que se ha disparado, sino la de arriba. Enciende el extractor de encima de la cocina, abre la ventana que hay sobre el fregadero y sube corriendo. Tiene que sacar el taburete del dormitorio para llegar al atronador detector de humos del pasillo. Por fin, lo apaga con manos temblorosas. En medio del repentino silencio, puede oír llorar a las bebés, que se han despertado sobresaltadas con la alarma.
Entra corriendo en la habitación de las niñas mientras susurra «chsss, chsss». Coge en brazos a las gemelas, de una en una, para tranquilizarlas y besarlas en sus tiernas mejillas. Ya no van a dormirse otra vez. Están demasiado alteradas. Baja a Jackie y, después, a Emma, las coloca a las dos en el parque de la sala de estar con algunos de sus juguetes preferidos y vuelve a la cocina.
El aire está limpio, pero aún apesta a humo. Se queda mirando la sartén que está sobre el fogón como si aún le tuviera miedo. Coge el guante de horno y levanta la tapa. Parece que solo había aceite en la sartén. ¿Iba a freír algo? No se acuerda. ¿Cómo ha podido poner una sartén en el fuego, olvidarse de ella y permitirse quedarse dormida? Piensa horrorizada en lo rápido que podría haberse extendido el fuego.
Aún agitada, vuelve a la sala de estar y se sienta en la alfombra con la espalda apoyada en el sofá para acurrucar a las dos bebés contra su pecho. Las besa en sus tiernas cabezas y les acaricia las mejillas, conteniendo las lágrimas.
—Lo siento mucho, lo siento mucho... —susurra.
Tiene que acordarse de decirle a Patrick que mire el detector de humos de la cocina cuando llegue a casa esta noche.
2
El lunes, justo después de comer, Stephanie mira distraída la pared de la consulta de la pediatra, con los ojos vidriosos por el cansancio. La noche anterior ha sido especialmente difícil. Las gemelas siguen atadas en su cochecito doble, tratando de liberarse. Es la forma más fácil de contenerlas. Espera que la doctora no tarde mucho más. Una cosa que Stephanie ha aprendido como madre primeriza es que los horarios lo son todo. Espera mantener despiertas a las niñas lo suficiente hasta que acabe la consulta y que, después, puedan quedarse dormidas en el coche durante el corto trayecto hasta casa. Las llevará dentro para su siesta de la tarde, aún dormidas, una después de la otra, dejando a una sola en el coche cerrado con llave mientras mete a la otra...
La puerta se abre de pronto y la doctora Prashad le sonríe. Stephanie sabe que también es madre, que entiende lo que pasa, aunque no tenga gemelas.
—¿Qué tal estamos? —pregunta la doctora con tono comprensivo.
Hace bien en preguntar. Es una consulta que no estaba programada, pero no es la primera visita de este tipo de Stephanie.
—No muy bien —confiesa Stephanie respondiendo con una titubeante sonrisa. Nota de inmediato que los ojos se le llenan de lágrimas. Mierda. ¿Por qué últimamente a la mínima muestra de compasión se echa a llorar? Es la falta de sueño, eso es, simple y llanamente. Si no empieza pronto a dormir más, se le va a ir la cabeza.
Aparta la vista de la doctora para mirar a sus bebés.
La doctora Prashad la observa preocupada.
—Los cólicos dan mucha guerra —dice—. No me imagino cómo será con dos a la vez.
—Es un infierno —admite Stephanie con una leve sonrisa—. Las dos se pasan despiertas y llorando desde las siete de la tarde hasta la una o las dos de la madrugada. Todos. Los. Días. Patrick y yo las ponemos en sus balancines y las oímos llorar mientras engullimos algo de cena. Y, después, las cogemos en brazos y damos vueltas por la habitación durante varias horas. —Se restriega los ojos con las manos—. He leído todos los libros sobre cómo criar niños, lo hemos intentado todo, pero nada funciona. —Vacila—. ¿Está segura de que no les sucede nada malo? Quiero decir..., ¿puede ser que hayamos pasado algo por alto? —No pretende acusar a la doctora, pero...
La doctora suspira.
—Son unas bebés sanas. Les hemos realizado un examen exhaustivo. Sé que no facilita las cosas el hecho de que no sepamos mucho sobre los cólicos, pero le prometo que se pasará.
Stephanie se arma de valor y pregunta:
—Pero ¿cuándo? ¿Cuánto tiempo más va a durar esto? —Nota el agotamiento, incluso la desesperación, de su propia voz y se odia por ello. Parece una quejica que no sabe apañárselas. No soporta a las mujeres así. Siempre ha sido de las que se proponen hacer frente a las cosas y salir airosas.
La doctora niega con la cabeza.
—Me temo que no hay forma de saberlo. Normalmente termina de forma casi repentina. Lo superarán. Como ya le he dicho, la mayoría de los bebés dejan de tenerlos más o menos a los tres meses, pero puede llegar a durar hasta los nueve, más o menos. Nunca he oído de ningún niño de dos años con cólicos.
Stephanie no puede contarle a la doctora lo que ha provocado esta repentina visita. Casi incendia la casa mientras su marido estaba en el trabajo. Patrick estuvo a punto de perder los nervios cuando se lo contó. Ni siquiera recuerda haber puesto la sartén al fuego. ¿Y si la doctora Prashad considera que no es apta como madre?
No sabe por qué se ha molestado en venir. Está claro que la doctora no puede ayudarla. Le soltó el mismo rollo la última vez que fue a verla.
—¿Hay algo que esté haciendo mal? —pregunta Stephanie con bastante desesperación.
—No. No lo parece. Me ha contado cuál es su rutina diaria. Lo está haciendo todo bien. Solo tiene mala suerte, nada más. —La doctora Prashad suaviza su tono—. Esto pasará. —Stephanie asiente agotada—. Lo importante es que se cuide durante esta etapa. ¿Hay alguien que la pueda ayudar? ¿Puede contratar a una niñera o pedir a un miembro de su familia que cuide de las bebés una noche, o incluso durante unas horas, para que así logre dormir un poco?
—Ya lo hemos intentado. Pero no soy capaz de dormir con el ruido. —El sonido de los lloros desesperados de sus bebés provoca en ella una reacción visceral que no es capaz de evitar. Ahora las mira. Las gemelas se revuelven menos en su cochecito y empiezan a tener cara de sueño. Debe irse pronto para poder llevarlas a casa y echarse ella un rato. Las dos o tres horas que duerme por la tarde y las cuatro que hay entre las dos y las seis de la mañana son lo único con lo que puede contar. La mayoría de las noches manda a su protestón y avergonzado marido a la cama sobre la medianoche e intenta ocuparse sola de las niñas para que él pueda ir a trabajar y estar operativo al día siguiente.
Tras la consulta, sale empujando el cochecito por la puerta de la clínica hasta donde ha aparcado el coche. Coloca a las gemelas en sus asientos de bebé mientras se pregunta si es seguro que ella conduzca, pues últimamente ha ido perdiendo reflejos peligrosamente. Está tan cansada que después de abrochar el cinturón de las bebés a sus asientos y cerrar las dos puertas traseras, casi se va sin plegar el cochecito doble y meterlo en el maletero. Dios mío, piensa al ver el cochecito en el último momento, abandonado sobre la acera. Eso habría sido tirar a la basura mil dólares. No iba a seguir ahí cuando se diera cuenta de su error y volviera a por él. Tranquilízate, se dice a sí misma.
Con sumo cuidado, conduce los diez minutos desde el centro de Aylesford hasta el cómodo barrio de las afueras donde viven. Gira hacia su calle y hacia el camino de entrada y detiene el coche. Mira por el espejo retrovisor y ve que las dos bebés están dormidas. Gracias a Dios.
Las lleva dentro y las acomoda en sus cunas. Las dos están profundamente dormidas. ¿Por qué no pueden hacer lo mismo por la noche? Si las mete en el coche llorando a última hora y conduce por la ciudad hasta que se quedan dormidas, se despiertan en cuanto vuelve a entrar en casa. Es de lo más frustrante. Nunca se ha sentido tan impotente como cuando se enfrenta al llanto de un bebé —o, más bien, de dos— y es imposible calmarlo.
Aliviada, coge el vigilabebés y se dirige a su dormitorio sin prestar atención al montón de ropa sucia que hay en el cesto junto a la puerta del cuarto de la colada ni al olor fétido del cubo de los pañales que siempre se llena demasiado rápido. Solo quiere dormir. Ha oído que la gente puede perder la cabeza si pasa mucho tiempo sin hacerlo, que pueden empezar a imaginarse cosas.
En cuanto da con su cabeza en la almohada, se pregunta de nuevo por qué el detector de humos de la cocina no se activó el otro día —Patrick no vio que tuviese nada mal— y, a continuación, se queda dormida.
3
Patrick Kilgour vuelve a su despacho después de una reunión poco satisfactoria con un cliente. Había esperado que fuera mejor. Pero parece que ha perdido parte de su lustre, de su brillo. Patrick había notado los ojos de su socio clavados en él durante la presentación. Niall le había lanzado una mirada seria después. «Espabila», le había dicho antes de irse.
Patrick se deja caer sobre el sillón de su mesa y lo gira para mirar por la ventana, contemplando las vistas con ojos borrosos: los dos puentes arqueados que atraviesan el río Hudson y, detrás de ellos, las montañas de Catskill, una mancha en la distancia. Le escuecen los ojos por el cansancio y nota el cuerpo rígido. Demasiadas semanas sin dormir lo suficiente le están pasando factura. Quizá pueda volver a llamar al cliente cuando recupere la energía y la concentración.
Son las cuatro de la tarde y ya siente los párpados pesados. Vuelve a girarse hacia el escritorio y mira por un momento y con anhelo el sofá de piel que está en la pared de enfrente de su despacho, pero entonces dirige su atención a su ordenador, se afloja la corbata y se desabrocha el botón de arriba de la camisa. Tiene cosas que hacer antes de irse a casa, allí trabajar es imposible.
Necesita cafeína. Se levanta y sale a la recepción para sacarse un café de la máquina. Hay una mujer esperando allí, con la cabeza agachada, leyendo una revista. La ve por el rabillo del ojo —su perfil, ese pelo rubio— y la vuelve a mirar. Por suerte, Kerri, la recepcionista de mirada aguda, no está en su mesa y no puede asistir a la escena. Ha llegado a la máquina del café y ahora está de espaldas a la mujer. Ella no parece haber notado su presencia.
Erica Voss. La reconocería en cualquier lugar. Al verla, un espasmo de incredulidad le recorre el cuerpo. ¿Qué hace aquí? Han pasado más de nueve años desde la última vez que la vio. De repente, el pasado se le viene encima.
Ya no tiene sueño. Se ha inundado de adrenalina. Se pregunta qué va a pasar cuando levante los ojos de su revista y le reconozca.
Oye que Niall entra en la sala de espera. Patrick tendrá que pasar de frente ante ella para poder volver a su despacho. Se gira despacio. Ella levanta la cabeza, le ve —sin un atisbo de reconocimiento—, se levanta y se gira hacia Niall. Este extiende la mano para saludarla.
—Lo siento, ¿lleva mucho esperando? Parece que Kerri no está en su mesa —dice Niall. Entonces, ve a Patrick de pie junto a la máquina del café—. Soy Niall Foote y este es mi socio, Patrick Kilgour —añade señalando a Patrick.
Patrick siente la garganta tan seca que no puede hablar. Se queda donde está, sin acercarse para estrecharle la mano. La mira con una breve y forzada sonrisa. Ella sigue sin mostrar ninguna señal de haberle reconocido, pero él no se deja engañar. A ella se le da mejor que a él ocultar su sorpresa. Patrick siempre ha admirado su aplomo.
—La señorita Voss viene por una entrevista para el puesto temporal de auxiliar administrativa —explica Niall antes de acompañarla por el pasillo hacia su despacho, ajeno a la oculta angustia de Patrick.
Este oye que la puerta del despacho se cierra y la voz amortiguada de Niall. Se gira de nuevo hacia la máquina del café, realiza los movimientos para añadir leche y azúcar a su taza y nota que las manos le tiemblan.
¿Qué hace Erica Voss en Aylesford? Lo último que supo de ella era que estaba viviendo en Denver.
Decide irse pronto a casa. Deja el café en la mesa, coge su maletín del despacho y se marcha.
Stephanie se despierta de un sueño profundo al oír que se abre la puerta de la calle. Durante un momento, está desorientada. Mira el reloj de la mesita de noche: ni siquiera son las cuatro y media de la tarde. Se incorpora rápidamente y escucha. La habitación está a oscuras, las cortinas corridas sobre la ventana. Puede oír que alguien se mueve por la planta de abajo. Mira la pantalla del vigilabebés. Las luces no están encendidas y las niñas siguen dormidas.
Sale de la cama, un poco mareada por levantarse tan rápido, una mezcla de fatiga y baja presión sanguínea. Avanza en silencio por el pasillo hasta llegar a lo alto de las escaleras. Ve a Patrick abajo, con los ojos levantados hacia ella. No sabe exactamente qué es, pero hay algo en él que parece distinto. Puede que solo sea que ha vuelto a casa más temprano de lo habitual.
—¿Te he despertado? No quería hacerlo —dice él en voz baja.
—¿Qué ha pasado? —pregunta ella mientras baja las escaleras.
—No ha pasado nada —responde—. Solo que hoy he salido pronto, eso es todo. Estoy molido.
—Cuéntame —dice ella cuando llega hasta él y le da un cálido abrazo y un beso—. ¿Cómo ha ido la reunión? —Él frunce el ceño, se encoge de hombros y ella siente una punzada de compasión.
—No muy bien —confiesa.
Stephanie sabe que lo ha estado pasando mal últimamente. No se lo ha ocultado. Siempre le ha contado lo que pasa en el trabajo. A ella no le gusta que le oculte nada. Quiere saberlo todo.
Está preocupada por él. A un arquitecto, los errores pueden salirle caros. Tiene que estar encima de muchos detalles, y durmiendo tan poco... Se dice a sí misma que solo deben aguantar. Las niñas empezarán a dormir y los dos lo harán también y podrán llevarlo todo mucho mejor.
Le mira con más atención. Puede ver ahora lo que hay de diferente en él; está apretando la mandíbula como si estuviese preocupado por algo. Parece agotado, como ella, pero nota por debajo una energía nerviosa que no suele estar ahí.
—¿Qué pasa? Pareces un poco tenso —dice con tono suave.
—¿Yo? No, no estoy tenso. Es solo... que he estado un poco apagado en la reunión de hoy. No he sacado mi energía habitual. No creo que hayan quedado muy impresionados. —Se encoge de hombros—. Quizá debería haberles contado que tengo unas gemelas con cólicos en casa. —Hay ahora un tono hostil en su voz y ella siente que la espalda se le tensa un poco. Es como si la estuviese culpando a ella. Intenta no responderle. Respira hondo.
—Oye —dice al rato—, ninguno de los dos está ahora mismo en su mejor momento. Estamos agotados. Es lo que hay. Pero lo superaremos. —Levanta las manos, las apoya en los hombros de él y fija la mirada en sus ojos cansados—. Todo irá bien. —Recuerda que un par de noches antes él había tenido que decirle algo parecido a ella. Deben ayudarse el uno al otro. Eso es lo que han estado haciendo durante estas largas y difíciles semanas de cólicos. Él le responde asintiendo con la cabeza y con esa sonrisa que a ella le encanta.
Después, la besa.
—Lo sé.
—¿Por qué no te tumbas en el sofá y cierras los ojos un rato? Yo voy a preparar la cena antes de que se despierten.
Entra en la cocina y trabaja con rapidez, porque las niñas se despertarán pronto. Cuando mira hacia la sala de estar unos minutos después, esperando ver a su marido profundamente dormido, ve que está completamente despierto, mirando al techo. Entonces, oye un gemido y se prepara para la larga y extenuante noche que les espera.
4
A la mañana siguiente, cuando llega al despacho, Patrick abre su correo electrónico, recorre sus mensajes con la mirada y se queda helado. Hay uno de Erica Voss. Deja el dedo en el aire por encima del ratón. Piensa en borrar el correo sin leerlo, pero eso podría ser una imprudencia. Lo abre.
Hola, Patrick:
Imagino que te llevaste una sorpresa al verme otra vez. Me preguntaba si podríamos quedar para hablar, por los viejos tiempos. ¿Quizá para tomar una copa?
Con cariño,
Erica
Parece inofensiva, pero él se pone nervioso. Preferiría dejar las cosas como están. No quiere removerlas. Pero no puede ignorarla sin más. Vacila y, a continuación, escribe una respuesta.
Hola, Erica:
Podríamos vernos para tomar algo rápido. El mundo es un pañuelo.
Patrick
Mira fijamente lo que ha escrito durante un rato largo, mientras se pregunta si está cometiendo un error. Después, pulsa enviar. Se queda mirando el ordenador, nervioso, durante unos momentos esperando a que ella le responda. No tiene que esperar mucho.
¡Estupendo! La verdad es que vivo cerca, en Newburgh. Podríamos vernos hoy para tomar algo después del trabajo en Aylesford, si te viene bien.
Erica
Siente un nudo en el estómago. Se supone que ella debería estar en Denver. ¿Qué pretende? ¿Por qué estaba en su oficina? ¿Por qué quiere verle? Su sensación de inquietud se intensifica.
Erica está sentada en la sala de estar de su apartamento de Newburgh y mira la pantalla de su portátil esperando una respuesta. Se imagina a Patrick delante del ordenador de su despacho de Bleeker Street, con una expresión de desconcierto en su atractivo rostro. Preguntándose en ese mismo momento cómo contestar.
Resultó divertido verle ayer en su oficina, su reacción. Es uno de los socios de su pequeño estudio de arquitectura, con sede en la cuarta planta de un reluciente edificio nuevo del centro. Parece que le está yendo bien. No le sorprende. Siempre fue ambicioso. Está claro que se quedó impactado al verla.
Han pasado más de nueve años desde que habló por última vez con Patrick. Aparta la vista del ordenador un momento y mira alrededor de su apartamento, apenas amueblado. Acaba de mudarse y se nota. Oye una señal y vuelve a mirar el ordenador. Sonríe.
¿Te parece bien en el Pilot a las 5? Está en Bristow Street.
Patrick
Me parece perfecto. Nos vemos allí.
Erica
No creía que se fuera a negar. Pasaron demasiadas cosas entre ellos. Se pregunta cómo será él ahora, si habrá cambiado. En cierto modo, no lo cree.
Poco antes de las cinco de la tarde, Patrick sale de su despacho y va caminando hasta el bar de una pequeña calle del centro. No espera encontrarse allí con nadie que le conozca. El Pilot es más bien un tugurio, no uno de sus habituales sitios exclusivos. Se endereza la corbata con nervios y entra en el bar. Ha llegado cinco minutos tarde aposta. Mira alrededor entre la semioscuridad, buscándola.
La localiza en un rincón, sentada sola, bebiendo cerveza directamente de la botella. Su aspecto es casi el mismo, aunque no está tan delgada como antes. A los veintipocos años era despampanante, una rubia natural de facciones finas y piel bonita. Se queda mirándola un momento y, entonces, ella se gira, le ve y todo parece quedarse en silencio.
Traga saliva y camina hacia ella.
—Erica —dice cuando se acerca a su mesa. Nota el ligero aroma de su perfume, exótico y seductor, el mismo que llevaba tantos años atrás. Es desconcertante. Por un momento, se encuentra de nuevo en Colorado y están todos sentados en su bar favorito, riéndose y bebiendo cerveza, tan jóvenes, con toda la vida por delante. Lindsey a su lado con la mano apoyada plácidamente sobre su vientre de embarazada, Erica mirándole desde el otro lado de la mesa.
—Patrick —responde ella ahora mientras él se acomoda enfrente—. Tienes buen aspecto.
Él desearía haberse pedido una cerveza en la barra cuando se acercaba, en lugar de tener que esperar a que alguien le atienda ahora. Sonríe vacilante a Erica a pesar de su incomodidad. Normalmente se le da bien la gente, pero no parece entender del todo esta situación. Hay un silencio incómodo. Un camarero le ve y se acerca. Patrick cambia de opinión en cuanto a la cerveza.
—Whisky, por favor. —Sus gustos han cambiado. Se pregunta si los de ella también y si sencillamente no se fía de la limpieza de los vasos en este sitio. ¿Se dará cuenta de que está nervioso?—. Bueno..., ¿ahora vives en Newburgh?
—Sí, me he mudado hace poco desde Denver. He pensado que ya era hora de cambiar.
Él asiente e intenta parecer indiferente al comentario.
—No está lejos de aquí —añade ella—. Solo a media hora.
Él espera, pero no parece que ella vaya a decir nada más.
—Qué coincidencia que aparecieras en mi estudio.
Hay otra pausa incómoda. Llega su bebida y le da un trago ansioso. No se le ocurre qué más decir. Está pensando: «Con tantas ciudades a las que podría haberse mudado, ¿por qué aquí?».
Ella se inclina un poco hacia delante, sus manos elegantes alrededor la cerveza y despegando la etiqueta. Él recuerda haber visto eso antes.
—Sabía que andabas por aquí, así que te he buscado. Cuando supe que estabas tan cerca, pensé: ¿por qué no?
Él se queda mirándola.
—No estás interesada en el puesto de trabajo de mi empresa, ¿verdad?
Ella sonríe.
—No. Ya tengo trabajo.
Él da otro trago largo a su copa, su inquietud va en aumento. ¿A qué está jugando?
—¿Y por qué lo has solicitado?
—Quería ver si de verdad eras tú.
—Podrías haber tratado de ponerte en contacto conmigo de una forma más normal.
—No estoy segur