La hija

Anna Giurickovic

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

Lema

Éste es mi papá

¿Te acuerdas de las flores?

Duérmete ya

Buganvilla

Caballito balancín

Al menos una canción

Le vôtre est plus joli

Un hombre extraño, aunque sincero

Parece magia

El aguador

Una familia llena de amor

Boquita de piñón

Aisha Kandisha

Voy a hablar con Dios

Créditos

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A mi madre y a mi padre

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Y hasta estar aquí, ahora,

me resulta lejano.

SILVIA BRE, Marmo

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Éste es mi papá

Un entramado de calles de fiesta alrededor de la mezquita. En el zoco, el ambiente es más fresco y no tan viciado. Es septiembre. Los niños gritan, ríen, corretean entre burkas, velos de color pastel, turistas ricos, gente pobre. Se aglomeran en torno a un bazar, ante una tienda que vende artículos religiosos, ante una librería. Un hombre da un bocado a un baghrir y lo paladea como un niño. Un muchacho bebe a sorbos un té con menta y se las da de adulto. Maria tiene cinco años, observa las calles iluminadas y saborea un higo. La oración comunitaria en la mezquita princi­pal ha terminado, y hay un ininterrumpido ir y venir de personas, de familiares y amigos que intercambian saludos, postales conmemorativas, regalos. Todo el islam está de fiesta por el Eid al-Fitr, que marca el fin del Ramadán. Tres merecidos días de premio después del ayuno. Los padres de Maria son italianos y sólo llevan unos años viviendo en Rabat, pero aun así les gusta participar del clima alegre de la comunidad. Ella camina de la mano de mamá, que le consiente probar todo lo que pide. Papá le explica a una pareja francesa el sacrificio de Abraham. Es un hombre corpulento, alto, guapo. Maria se da cuenta de que, al pasar, la gente lo mira con respeto y busca su atención. Sabe que es un hombre importante, un diplomático que trabaja en la embajada italiana de Marruecos. Le gustaría arrancarle un rizo naranja de la cabeza y guardarlo en una cajita para poder decir: «Éste es mi papá.»

—«Y extendió Abraham su mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Entonces el ángel de Jehová le dio voces desde el cielo y dijo: Abraham, Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada. Porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único hijo.»

Maria está absorta en sus pensamientos. Es la única hija de su padre, y si un día él la atase y la pusiese sobre un altar con leña al lado, ella no se sorprendería. Se imagina que él lo haría mirándola fijamente con sus ojos negros y severos, a través de sus pestañas cobrizas. Ella le acariciaría un rizo de la melena naranja, que siempre tiene ganas y miedo de tocar. Pensaría que, si papá lo hace, está bien. Le gusta escuchar su voz mientras va de la mano con mamá: se siente protegida. Él tiene una voz profunda, sin ningún asomo de duda.

Unos días atrás, Maria había insistido en que su madre durmiese con ella. Había dormido con un sueño profundo, sereno, reparador. Había soñado con Italia, con Roma, con la casa de los abuelos, con la abuela, que le sirve el té en una bandeja y se sienta a su lado.

—Abuela, ¿me das también galletas?

—Pero, Maria, si las galletas están aquí.

En la bandeja, sin embargo, sólo hay una taza de porcelana llena de té. La abuela mira a su nieta y la invita a comerse las inexistentes galletas. Maria finge coger una, pero entre sus dedos no hay más que la incon­sistencia del aire. Se siente tonta y le entran ganas de llorar. Se lleva la mano a la boca y sus dientes se tocan sin haber mordido nada. Sigue masticando el vacío hasta que un dulce y delicioso sabor a miel y almendras se extiende por su boca. La abuela sonríe y ella se despierta. Es por la mañana, temprano, y su mamá ya no está junto a ella.

La noche después de haber soñado esto, Maria se había quedado despierta y había luchado contra el sueño para vigilar que su madre siguiese allí, a su lado. La había abrazado con fuerza y había usado su pecho como almohada. Al final, su padre decidió intervenir:

—Aprende a estar sola de vez en cuando —le dijo.

Es la hora de la puesta de sol. Maria, su madre y su padre se despiden de la pareja francesa y se marchan del zoco, alejándose de la medina. El cielo está teñido
de rosa, con pinceladas de color amarillo canario que persiguen al sol mientras desciende detrás de un árbol, detrás de una casa, bajo la línea del horizonte. Ya es de noche. Y esta noche mamá no dormirá con Maria. Papá la espera en la cama para contarle un cuento. Ella está en el baño celeste, el de los espejos, y lleva media hora lavándose los dientes. Primero de derecha a izquierda, luego de arriba abajo. Le ha salido sangre de las encías, así que se enjuaga y hace gárgaras mientras entona una canción: La vie en rose. Se ríe. En la cocina, mamá ya ha acabado de meter en el lavavajillas los platos sucios de pastela y cuscús. Entra en el baño, la coge en brazos y le hace cosquillas, y Maria intenta zafarse entre risas. La acompaña al dormitorio, le da un beso a ella y otro a su marido y les desea buenas noches, dejándolos solos. Su padre lleva la túnica de lino de color gris paloma que usa como bata, y la observa mientras se mete en la cama. Ha comenzado a leer y ella lo escucha.

—«¿Por dónde he de empezar mis lamentos? ¿Te desdeñaste de que tu hermana te acompañase en tu muerte?»

Maria se bebe aquellas palabras, se apasiona por la lectura.

—No todas las niñas sabrían apreciar lo que te leo. Eres especial, Maria, eres una niña muy especial.

Maria cierra los párpados dejando que penetre en ella la potente voz de su padre, que resuena en la habitación, entre las alfombras marroquíes y las tulipas de papel. Es especial, una niña muy especial. Su padre la observa con el rabillo del ojo. Tal vez quiera asegurarse de que está atenta, de que no se duerme. Entrecierra el libro dejando un dedo en medio para marcar la página. Se inclina sobre su cabeza, le besa la frente en el nacimiento del pelo, donde el vello rubio de los niños se perla de sudor. Una mano fría recorre su cuerpo, le hace cosquillas en el costado. Ahora se introduce por el elástico del pantalón corto de algodón fino para toc

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