Criaturas del aire

Fernando Savater

Fragmento

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PRÓLOGO

 

 

 

 

Cubierta

iempre me ha gustado contar cuentos. Digo «contarlos», no inventarlos: mi placer consiste en narrar a otros las historias que a mí más me han hecho disfrutar. El máximo atrevimiento que me permito en ocasiones es añadir algún modesto adorno de mi cosecha, pero siempre cosas de poca monta: una exclamación del protagonista, un rugido suplementario del ogro, alguna pequeña broma colateral, etcétera. En realidad, como cualquier niño, prefiero repetir a innovar. Considero que el papel más afortunado es el del oyente o el lector, que se concentra en gozar y en recordar sin verse obligado al esfuerzo creador. Agradezco a la misteriosa concatenación causal del universo que haya existido Shakespeare, pero no le envidio ni quisiera cambiarme por él: me ha tocado la mejor parte, la de ser sin mérito por mi parte dichoso espectador de las obras shakespearianas... Y del mismo modo me congratulo de la obra de Conan Doyle, de Cervantes, de François Villón, de Emilio Salgari y de tantos otros.

En mi libro La infancia recuperada me permití comentar las obras de algunos de los tantos amigos que me ha dado la lectura, por repetir la hermosa expresión de Borges. En éste, que en cierto modo es prolongación de aquél, he intentado hacer hablar por mi cuenta a diversos personajes literarios, algunos de los cuales son también históricos aunque yo los he conocido por hechizo y gracia de la literatura (el más improbable de todos es el Fernando Savater treintañero que con impudicia cierra la serie después de haberla escrito). Así permanezco fiel a lo que me hizo gozar y cuento otra vez a medias, con alteraciones o disidencias fruto del cariño, los relatos que mejor supieron encandilarme. Me he resistido ahora a la tentación de incluir nuevos inquilinos en este pintoresco castillo embrujado: así que no figuran ni Emma Bovary, ni el mosquetero d’Artagnan, ni Gandalf, ni el Wittgenstein de Bernhard, ni Maigret, ni tantos otros a los que hoy echo en falta. Pero creo que cada libro responde a un ánimo especial e irrepetible y el autor de Criaturas del aire ya no existe, aunque yo me acuerde con cierta nostalgia de él. La suerte está echada y el conjuro ha concluido: sería abusivo por mi parte pretender convocar nuevos fantasmas. Que el lector —ese auténtico «hombre invisible» que se nos acerca por la noche susurrando en las tinieblas a los escritores— prolongue, si le apetece, mi tarea y hable a otros de las criaturas que le emocionan, como me propuse yo hace tanto tiempo. Así saldará por su parte la misma deuda que con estas páginas he intentado pagar a mi vez...

 

Fernando Savater

Marzo de 2004

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ENVÍO

A don Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate, duque de Alba y conde de Aranda

 

 

 

 

Cubierta

l comenzar su ofrenda de las Novelas ejemplares al conde de Lemos, señala Cervantes: «En dos errores casi de ordinario caen los que dedican sus obras a algún príncipe. El primero es que en la carta que llaman dedicatoria, que ha de ser breve y sucinta, muy de propósito y espacio (ya llevados de la verdad o de la lisonja), se dilatan en ella en traerle a la memoria no sólo las hazañas de sus padres y abuelos, sino las de todos sus parientes, amigos y bienhechores. Es el segundo decirles que las ponen debajo de su protección y amparo, porque las lenguas maldicientes y murmuradoras no se atrevan a morderlas y lacerarlas. Yo, pues, huyendo de estos dos inconvenientes...», etcétera. Hago mías también estas dos prevenciones del manco famoso. No detallaré las grandezas y títulos de vuestra excelencia porque bien sabéis que no son ellas las que me mueven a enviaros esta obrilla, sino la antigua amistad con que me honráis; que aunque más fueran de las muchas que son, si no recayeran en vos, en nada me atraerían. Opino igual que el profesor Summerlee, aquel personaje de El mundo perdido de Arthur Conan Doyle, quien en cierta ocasión le espetó a su compañero de aventuras lord John Roxton: «No reverencio otra aristocracia que la de la inteligencia y el arte, y no estoy dispuesto a inclinarme ante quien no la posea aunque tenga tantos pergaminos de nobleza como puedan inventar los esclavos y adoptar los idiotas». ¡Y eso se lo decía a lord John Roxton, uno de los nobles más dignos de tal calificativo que han pisado este confuso siglo!

Por otra parte, muy ingenuo sería aspirar a resguardarme a la sombra de vuestro nombre: decía también Cervantes en la ocasión citada que si la obra no era buena, ni la clava de Hércules podría impedir que «los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias se den un filo en su vituperio, sin guardar respeto a nadie». Pues yo voy más lejos todavía: aunque este libro fuera mucho mejor de lo que es, estoy cierto de que no alcanzaría el elogio de los libelistas profesionales ni escaparía a su mala baba. Que se defienda pues por sí mismo, como todos los otros míos han hecho antes que él.

Puestas así las cosas, aquí debiera sin duda finalizar este envío.

Empero, me atrevo a proseguir. Permitidme que brevemente os exponga el designio de este haz de composiciones, el a qué y por qué de su factura peculiar. Que bien sé que vuestra excelencia es hombre de prólogos y aun de epílogos, y que disfruta grandemente con esos deleitosos merodeos en torno al corazón secreto y a la sorpresa siempre irreductible de la literatura. También ése es mi gusto, como no ignoráis.

Tras acabar La infancia recuperada, a la que no escatimasteis generoso aprecio y apoyo, me propuse repetir aquella aventura pero ya no con narraciones (romances, como diría Stevenson) sino con personajes. La Infancia aspiraba a rememorar la alegría de la ficción libre y su sentido; ahora se trataba de intentar una suerte de fenomenología de las individualidades imaginarias, en la que se diese cuenta no sólo de la determinación concreta que cada personaje alcanza en su escaparate literario, sino también de las posibilidades fantásticas que brinda a la creatividad del lector. La primera dificultad, dictada por el maestro Borges,

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