Dos novelitas poco edificantes

Jorge Volpi
Eloy Urroz

Fragmento

Título

I

LA PORNOGRAFÍA

Nací en la época en que la pornografía era un bien público, un placer consuetudinario al que todos los hombres tienen un derecho inalienable. Se la encontraba en quioscos, videoclubes y en las calles. La pornografía era, gracias al cielo, todavía sagrada y se la hallaba en cualquier lugar profano —una tentadora paradoja. Pocos hombres en muy pocas épocas, creo, han tenido la fortuna coyuntural que yo tuve: encontrar pornografía fácilmente y entender que con ella se ingresa, de pronto, en el maravilloso templo de las Furias. Por ejemplo, descubro cómo miles de niños de las ciudades crecieron con la pornografía como si se tratara de un juguete. A ellos, a los quince años de edad, ver contorsionarse a las mujeres les aburre. Lo entiendo. El sexo, la imaginación, las perversiones o el sadomasoquismo no son ningún templo y tampoco significan nada. El amor y su profanación son el acto más espurio que existe, uno de los hechos más nimios de la vida, como lavarse las manos o comerse una ensalada. La pornografía, para ellos, no guarda misterio.

Los prostíbulos, los cabarets, los sex shops, están en su peor momento. Dedicarse a la prostitución no es el mismo negocio que era antes, el que defendían Larsen, Anselmo o incluso Tereza Batista. Las putas sobreviven la hambruna gracias a clientes viejos, rutinarios. Ellos, más que agrado, sienten conmiseración por ellas, incluso a veces las consuelan. Las putas no desvirgan a ningún adolescente de catorce o quince, pues sus novias los desvirgan antes… sin cobrarles un centavo. Los jóvenes prefieren ver películas de guerra, violentas y proteicas, antes que filmes donde la ponografía rebasa la pantalla. Si una horripilante escena semierótica y ridícula interrumpe la acción de los bandidos, los niños toman el control de la videocasetera y la adelantan —con toda razón. Me inclino a pensar que Estados Unidos tiene que ver en ello. Nada menos parecido al verdadero arte porno que la asepsia puritana de los gringos, nada menos nauseabundo que las colegialas mostrándole el culo al director el día de fin de curso en un acto que no es sino ingenua rebeldía, ingenuo desacato. Hace muchos años perdieron la noción del arte porno, o quizá nunca la tuvieron. El sexo con condón (sin requiebros y juegos) que ellos promueven, ha debilitado la imaginación tanto como miles de argumentos soporíferos han devastado la inteligencia de millones de niños.

Todavía lo recuerdo: no hubo ritual más hermoso en mi adolescencia que el viaje en auto hacia el prostíbulo a los trece años, el momento en que veía desvestirse a la puta frente a mis ojos, sola, inmarcesible, para mí. Sabía, de algún modo intuitivo, que ingresaba a un santuario ardiente donde la malicia de la carne era el primer motor, el verdadero vehículo de todos mis actos. En cambio, los actos sexuales de los niños de trece años han perdido hoy cualquier significado: sus primas o vecinas los desvirgan justo cuando han tenido su primera erección, las mujeres desnudas de la tele son el objeto más anodino del mundo. No existen los requiebros del alma, tampoco existe el mal o el bien, el pensamiento dual (esa salutífera enfermedad platónica) se reduce a la Nada, al sinsentido, acaso a la violencia como único vehículo de satisfacción, como único modo de llegar al orgasmo. Los prostíbulos no reciben a nadie menor de cincuenta años, ¿quién diablos va a querer dormirse por dinero cuando en el parque, a mediodía, puedes encontrar quién te haga una buena felación? El precioso don del cielo que fue, en alguna época, pagar por tener sexo, se ha diluido, se ha desgastado, no guarda ningún acicate para un muchacho de quince o dieciocho años.

Tuve la suerte, dije, de nacer en una época en que la pornografía era un bien público. Ésa fue mi suerte, no la de otros: ni los más viejos la tuvieron y menos los más jóvenes. Hace treinta o cuarenta años, un adolescente que deseaba acostarse con alguien, pasaba el peor vía crucis antes de lograr su objetivo. Luego de consumarlo, era aún peor: volver a encontrar a la tía soltera o a la sirvienta dispuesta a hacer un favor al niño era un milagro de Dios, conseguir la estratosférica cantidad para dársela otra vez a la misma prostituta, imposible… Cuando por fin se conseguía el dinero, la puta había emigrado, nos había traicionado yéndose con otros, cosa (por cierto) muy difícil de aceptar a cierta edad. Hoy, un adolescente que desea acostarse con una prostituta… sencillamente no existe, prefiere otro entretenimiento, otro gozo. No es que les guste el béisbol como antes, simplemente prefieren robar o matar a alguien… como hacen los héroes de las películas, como hicieron los estudiantes de Columbine.

Cuando dije que la pornografía era sagrada, quise decir que lo es para los que nacieron antes que yo: mi padre, mi abuelo, por ejemplo. Para mi hermano de diecisiete no lo es. Para mí, en cambio, sí lo es y, a diferencia de mi abuelo y mi padre, la pornografía la tengo al alcance de la mano. No necesito buscarla, allí está, saludándome, esperando que la explote y ella me explote a mí en una suerte de perfecto y perverso contubernio. Ambos somos clientes que entendemos el sagrado acto de pagar para espolear nuestra imaginación.

Título

II

ÚRSULA

En aquellos días, yo era un cliente asiduo de la pornografía. En realidad siempre he sido un cliente asiduo, ferviente, un adicto. Nunca imaginé encontrarme con otro paliativo, otra adicción, que lograra suplir ese vicio. Y lo hallé: el infierno de los celos y el amor. A Úrsula la conocí un viernes, un día después de haber asistido (como solía, cada vez que tenía un poco de dinero) a uno de esos antros en la avenida Insurgentes donde una mujer sin ropa se contorsiona encima de ti y la mayoría llama, eufemísticamente, table dance.

Eran las doce y diez o doce y cuarto, hacía mucho calor, recién salía de mi clase de latín, cuando de coche a coche la miré: sentada frente al volante, comiendo algo, poco decidida a arrancar. Aunque era rubia (siempre he detestado a las rubias), di marcha atrás al coche y la miré con cinismo, dispuesto a irme nada más volteara y contemplara sus horribles facciones. Ella, creo, no se percató: concentrada como estaba en meter la cuchara de plástico en el fondo del vaso y escarbar las últimas minucias del yogur. Por fin, giró: no tenía horribles facciones, en absoluto. Le sonreí, ella sonrió y entonces decidí bajarme. Estacioné el auto como pude y me acerqué. Realmente no parecía sorprendida.

—Hola —dije aproximándome a la

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