La ciudad antes llamada Distrito

Sandra Olguín

Fragmento

La Ciudad antes llamada Distrito

I

Un foco blanco hace brillar las paredes amarillas de un cuarto caliente, húmedo. Parpadean dos canicas de gelatina dura. Son los ojos de Raymundo el hombre toro, líder de los Agrios. Los años se llevaron su pelo recio en sudores, la afición a las carnitas y a la barbacoa le engordó hasta la nariz, que destaca rugosa con sus poros como cráteres negros, arriba de los labios que sin descanso exhalan un tufo maligno y superan su límite original, invadiendo de rojo la piel morena. A su lado derecho respira sobre bigote y labios delgados Federico, el favorito entre los agentes de Raymundo; en la silla de la izquierda se acomoda Ulises con sus piernas largas y sus brazos duros. Frente al toro viejo se sienta el Maromero, mortífero bailarín peso pluma, de habilidad inigualable entre los agentes de policía del Distrito entero. Se aprieta la nariz con pulgar e índice, inhala y pela los ojos tratando de subir algo de la garganta al cerebro. A sus costados están los dos Adanes: uno alto y fuerte, el otro chaparro y enclenque, opuestos en todo excepto en la piel tan morena y el nombre de pila. En la cabeza de la mesa, frente al refrigerador, está sentado Carlos, el informante. A su izquierda, Diego se muerde las uñas y no se atreve a quejarse del aire que le enfría la espalda porque la puerta de metal está mal cerrada. Tampoco se quiere levantar a cerrarla bien. Desde el otro lado de la mesa, el viejo Nelson se alegra por dentro al darse cuenta de la molestia de Diego, quien lo reemplazará dentro de unos meses, cuando se jubile.

Sentados a la mesa de oficina que desencajaría en un comedor normal pero que luce tan bien en la casa del jefe de los Agrios, los ocho agentes se miran entre sí y piensan todos lo mismo: la culpa es del Ray. En la última redada que los Agrios hicieron junto a la policía del Distrito, Raymundo se llevó un cargamento que no le correspondía y dejó sin su parte al grupo de policías conocido como los Crisis, rompiendo el arreglo de hace varios años y provocando enfrentamientos entre aquel grupo y el de Raymundo. Y ahora, reunidos los Agrios en el comedor del jefe que tantas desgracias les ha provocado, sólo Carlos, que siempre sabe muy bien de lo que habla, se atreve a comenzar la discusión. Detrás de él vibra vacío el refrigerador contra el suelo rojo cubierto con impermeabilizante.

—Ray, te vas a enojar por lo que voy a decir —empieza el informante y gira su cabeza de arrugada nuca hacia el Maromero—, así que tú, Maromero, me tienes que hacer el paro —ojea a Raymundo, deseando más una respuesta suya que del Maromero.

El jefe de los Agrios se fastidia y extiende los brazos de golpe sobre la mesa. Abre la boca para hablar pero el Maromero, ya impaciente desde antes de que empezara la reunión, se adelanta.

—Tú habla tranquilo, Carlos, nadie te va a hacer nada. Ni siquiera Raymundo, que se cree el mejor de nosotros —contesta el bailarín, queriendo provocar.

Raymundo se pasa la lengua sobre los labios y cierra las manos en un puño, pero no responde a la ofensa. Carlos comienza su informe.

—Pues ayer en la tarde vi al Vicente y me dijo que Raymundo tiene que regresar lo que le quitó a los Crisis —acerca su silla hacia la del Maromero—. Es por eso que nos están cayendo tan duro, nomás quieren que les regresemos lo que les tocaba y ya, nos van a dejar en paz —termina y pone las manos sobre la barriga dura.

El agrio comandante eructa barbacoa y se indigna conforme pronóstico ante las palabras de Carlos. Sin mirarlo comienza a hablar.

—A ti nomás te gusta decir cosas malas, ¿verdad Carlos? Nomás molestias, nomás malas noticias contigo —aprieta Carlos la boca, niega despacio con la cabeza y Raymundo sigue hablando—. No son por el cargamento los problemas que tenemos con los Crisis, ya desde hace mucho estaban buscando una razón para fregarnos.

Nadie se atreve a contestar el argumento de Raymundo, que sigue hablando sobre el odio que los Crisis siempre han sentido por los Agrios. Burbujea y hierve el cerebro del Maromero, le comienza a saltar el pie derecho en un tic que no puede controlar. ¿Cómo que no es por lo del cargamento? ¿Cuánto tiempo más nos vamos a fregar hasta que este cabrón regrese lo que se robó? Se hace corta su mecha e interrumpe al jefe.

—Sí es por el cargamento que les quitaste y todos lo sabemos. Cuántas veces has hecho lo mismo, te llevas lo que no te toca y todos los demás tenemos que salir a los madrazos por tu culpa.

Raymundo exhala un segundo eructo por la nariz dilatada, se rasca la ceja izquierda con la mano derecha y contesta, con los ojos fijos en su inesperado interlocutor:

—¿Y a ti quién te preguntó, escuincle? Te atreves a hablar nomás cuando andas coco, cabrón. ¿Te sientes muy machito? —aprieta las manos gordas, pesadas sobre la mesa—. El cargamento es mío, yo me lo gané en el último operativo, como tú te llevaste lo que te dio la gana agarrar, ¿no? ¿Y quién te lo va a quitar, eh? ¿Por qué no lo regresas tú? Por qué quieres que a mí me quiten lo mío, a ver.

El Maromero ya suda de ganas, piensa en sacar su navaja entusiasta, compañera infalible que duerme escondida en la manga izquierda de su chamarra. Debajo de la mesa le brincan ya los dos pies. Los demás infelices lo miran, quieren verlo bailar. Entonces habla Nelson, amigo único del Maromero entre todos los Agrios, con voz suave.

—Nadie te quiere quitar nada, Ray, pero esto te lo llevaste a la mala y lo tenemos que regresar. Regrésalo. Nosotros nos cooperamos entre todos y te damos algo a cambio.

Cada agente aprieta las manos, los ojos se tensan en sus cuencas amarillentas cuando escuchan la propuesta de compensación, pero encuentran pronto alivio cuando Raymundo responde.

—Está bien, está bien. Voy a regresar esa madre —ya sonríe el conciliador Nelson—, pero a cambio necesito algo bueno. Por ejemplo, me gustaría lo que le tocó al Maromero en la última redada.

Apenas termina de hablar Raymundo y ya salta el Maromero empujando su silla hacia atrás, siente contra la muñeca de la mano izquierda el frío de la navaja despierta.

—Qué huevos tienes, me cae. Me quieres quitar lo que me gané bien, cuando yo nunca he tenido nada comparado con lo que a ti te he hecho ganar. Ya tienes tu bodega llena y todavía quieres más —ladra adelantando la cabeza con el cuello tenso y señala con la palma de la mano abierta la puerta que lleva a la cueva del tesoro del jefe de los Agrios—. A mí no me tienes que amenazar, yo me salgo de tus desmadres y se acabó —añade y se arregla los botones de la chamarra como preparándose para salir del comedor de Raymundo.

La voz de Nelson insiste:

—Maromero, cálmate, siéntate —dice, y con las manos trata de dominar al bailarín por todos temido—. Todos podemos darle una parte de lo nuestro al Ray, no nomás tú.

Raymundo lo interrumpe.

—No, no, no, Nelson, déjalo que se vaya, déjalo —dice limpiándose las uñas con un palillo que sacó de su cartera en un esfuerzo por fingir indiferencia—. Lárgate, haz tus berrinches como el escuincle de mierda que eres, ándale —se dirige al M

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