El mal de la taiga

Cristina Rivera Garza

Fragmento

El mal de la taiga

I

Lo mismo

Que habían vivido ahí, me dijeron. Que ésa era la casa. Y la señalaban con una especie de timidez que bien podía confundirse con el respeto o con el terror. Sus dedos apenas lograban asomarse por las bocamangas de unos abrigos pesados y negros. El olor a carbón bajo sus brazos. Las uñas sucias. Esos labios tan resecos. Sus pupilas, que se movían con discreción hacia el objeto señalado, no tardaban en regresar a su punto de partida: la mirada frontal. ¿Qué buscaba ahí en realidad? Eso era lo que me preguntaban sin atreverse a preguntar. Y yo, que tampoco lo sabía con exactitud, acoplaba mis pasos a los suyos. Y los seguía de regreso a la comarca entre la nieve.

No era una casa, eso habría que decirlo desde ahora. Yo hubiera descrito lo que vi esa mañana de inicios de otoño como una cabaña, tal vez menos. Una casucha. Era, en todo caso, una estructura habitacional hecha de tablas de madera y pedazos de cartón y abundantes ramas secas. Tenía un techo, en efecto, de dos aguas; y un par de ventanas que, a falta de vidrio, recubrían con un plástico grueso y transparente. Tenía el aire de ser un último refugio. Daba la impresión de que, más allá, sólo quedaban la intemperie y la ley de la intemperie y el cielo, muy azul, tan alto, sobre la intemperie.

Recuerdo el frío. Recuerdo el frío sobre todo. Recuerdo las mandíbulas apretadas. Los puños dentro de los bolsillos.

Habían llegado ahí, según mis datos, a inicios del invierno. Lo había colegido así porque la última comunicación que emitieron había salido de una oficina de telégrafos de un poblado fronterizo que quedaba a unos doscientos kilómetros de distancia. El telegrama, dirigido al hombre que me había encargado la investigación, afirmaba escueta pero sólo indirectamente que no pensaban regresar jamás: «CUANDO DECIMOS ADIÓS, ¿QUÉ ES LO QUE SALUDAMOS EN REALIDAD?».

Tomé el caso porque siempre he sentido una debilidad achacosa por formas de escritura que ya están en desuso: el radiograma, la taquigrafía, los telegramas. Fue cosa de tocar el papel amarillento y empezar a soñar. Las yemas de los dedos sobre las arrugas de la hoja. El olor a viejo. Algo guardado. ¿A quién se le hubiera ocurrido hacer algo así? A esos dos, por supuesto. De entre todos, sólo a ellos dos. ¿Desde qué lugar tan lejano en el espacio, tan lejano en el tiempo, había partido este puñado de mayúsculas? Y, sobre todo, ¿qué habían saludado en realidad? ¿Qué cosa o cosas habían aceptado en sus vidas? Quise saber eso desde el inicio. Quise entender.

El hombre me había citado en un café del centro, a las cuatro de la tarde. Lo había conocido apenas unas noches antes, frente a las imágenes de un bosque o de muchos bosques. Óleos. Radiografías. Instalaciones.

—¿Le gustan? —me había preguntado con un acento que no pude identificar de inmediato.

Le dije la verdad. Le dije que sí.

—¿Le intrigan los bosques? —preguntó otra vez, recargando una mano sobre la pared que también sostenía mi espalda. La parte posterior de mi cuello.

Me volví a ver el cuadro de la derecha: óleo sobre madera, alambre, resina. Un bosque dentro de un bosque. Algo primordial.

—Me intrigan, sí —dije después de pensarlo un buen rato.

—No me parece que sea usted de las personas que se pierden dentro de un bosque —dijo mientras me tomaba del codo y, con una destreza que parecía simple elegancia, me llevó desde el interior de la galería hacia la terraza.

—Tiene razón —le dije—. Y tampoco me gusta que me lleven del codo —añadí.

Se rio, por supuesto. Los dientes blancos. La manzana de Adán, que temblaba. El asomo de barba.

—También tiene cara de eso, sí —dijo cuando regresó con dos copas alargadas.

Recuerdo el brindis, el primero. Recuerdo la manera en que tuve que reírme de la cara que no veía, que era la mía, pero que imaginaba con toda claridad. El gesto de suspicacia mezclado con el establecimiento tácito de la distancia. El ceño fruncido. La barbilla alzada. Recuerdo haber dicho: «Por el bosque o los bosques». El entrechocar de algo.

—Pero debe saber lo que es el mal de la taiga, ¿verdad? —dijo cuando por fin dejó de reír, luego de darle un largo trago al líquido que burbujeaba dentro de la copa—. Al parecer —continuó en voz muy baja—, ciertos habitantes de la taiga llegan a tener ataques de ansiedad terribles y emprenden viajes suicidas para salir de ahí —aunque guardó silencio me pareció que quería continuar—. Cosa imposible por estar rodeados de lo mismo en algo así como cinco mil kilómetros a la redonda —concluyó, suspirando.

Recuerdo el lobo. Vi, en efecto, un lobo enorme y gris sobre la nieve. Vi sus fauces, abiertas; sus ojos, sus garras. Vi el hilo rojo que partía de su huella y se deslizaba luego entre la nieve hasta enredarse en el tronco del abeto. Vi el abeto, majestuoso. Trepaba entonces, el hilo rojo, por sus ramas combas, por sus perennes hojas aciculares hasta alcanzar, en lo alto, las ramas verdes de otra conífera. Fue por eso que observé el cielo: gris también, repleto de gruesas nubes abigarradas. ¿Cuál gris? El gris de diez minutos antes de la tormenta, naturalmente. No oía, no podía escuchar nada, pero vi cómo el lobo se preparaba para saltar sobre algo. Vi cómo la saliva, sus dientes, sus labios.

—Lo mismo —repetí tratando de retomar el hilo.

—Lo mismo —dijo él, percatándose del esfuerzo—. Si no los placaran como en el rugby se perderían para siempre en la inmensidad.

—Lo mismo —repetí—. Ver, a veces, es sólo constatar un hecho.

Es difícil saber a ciencia cierta cuándo empieza un caso, en qué momento uno acepta una investigación. Supongo que, aunque el intercambio de datos y la negociación del contrato ocurrieron unos días después, una tarde de verano, en el café del centro de un lugar costero, el caso de los locos de la taiga dio inicio ahí, en la terraza de una galería a la que un hombre con el asomo de una barba rubia y rala me había llevado del codo sin mi consentimiento.

El mal de la taiga

II

Contrato

Que le habían hablado de mi trabajo, eso dijo. Que lo había sabido desde antes, dijo, desde antes de tomarme del codo para atravesar la galería y llevarme hacia la terraza. ¿Me había fijado en lo oscuro que había estado el cielo esa noche? Que el artista que pintaba/instalaba

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