Muerte en el jardín de la luna

Martín Solares

Fragmento

Muerte en el Jardín de la Luna

Un policía cualquiera ve a la muerte a los ojos una vez a la semana. Un gran policía no sólo la mira a los ojos: también la invita a bailar.

La muerte y yo bailamos muy de cerca, muchas veces, en el mes de noviembre de mil novecientos veintisiete. Así es el trabajo de un policía. Nadie me prometió que la Brigada Nocturna sería una excepción —como si investigar los casos más perturbadores y desconcertantes de París, aquellos que no debía conocer la opinión pública, en ese año tan sórdido, nos diera una garantía—. Más bien era lo contrario: a principios de septiembre entré a la Brigada Nocturna y dos meses después sufrí mi primer atentado. Un asesino con cabeza y garras de jabalí intentó matarme y me provocó heridas que cambiaron el rumbo de mi vida, por decirlo con suavidad. Por eso no puedo contar mi paso por la policía con un estilo convencional.

Dicen que entre policías sólo hay dos tipos de historias: aquellas en que se sigue a la muerte de cerca, aquellas en que la muerte te sigue a ti. Ya conté mi primera aventura, cuando perseguí al asesino. Hoy voy a contar la segunda.*

La noche que detuve a mi primer delincuente, alguien pensó que ese joven policía merecía un castigo ejemplar, así que le pusieron precio a mi cabeza: contrataron a uno de los peores navajeros de Europa para matarme. Un sujeto habituado a apuñalar, a eviscerar y a despedazar a sus víctimas de modo ostentoso. Uno célebre por su crueldad. Uno que debía hacerme sufrir, en un sitio público, para escarmiento de mis colegas, para humillación de la policía y para terror de los parisinos. Y yo, por supuesto, no me enteré hasta que fue demasiado tarde.

Horas después fui a caminar con mi amiga, la bellísima maga Mariska, y como ocurre entre aquellos que han escapado a la muerte, algo sucedió entre nosotros. Ella se detuvo de repente. Echó para atrás su fabulosa melena; más que alzar sus manos hacia mí, permitió que levitaran hasta mi cuello, y acercó su rostro al mío. Estaba a punto de besarla por primera vez cuando Karim Khayam, el más inoportuno de mis colegas, apareció de la nada:

—¡Pierre! ¡El jefe te manda llamar! ¡Dice que regreses de inmediato!

Nos encontrábamos en la orilla del Sena y aunque comenzaba a amanecer, la luna aún descansaba, inmensa, sobre el centro de París. Mariska dio un paso hacia atrás y cubrió sus ojos de piedra preciosa con sus enormes anteojos oscuros:

—Ya sé lo que eso significa… Iré a mi casa: sola, por lo visto.

Y desapareció, como sólo ella podía hacerlo.

Iba a reclamarle a Karim con las palabras más duras que me vinieron a la mente cuando comprendí que algo muy malo había sucedido:

—Pierre —la voz le temblaba—, mataron al Pelirrojo.

—¿Qué? ¿A Jean-Jacques?

—Lo siento mucho. Ojalá fuera un error, pero encontraron su cadáver.

—¿Dónde?

—En los Jardines de Luxemburgo.

Corrimos hacia allá:

—¿De verdad era él? ¿Lo viste con tus propios ojos?

—Claro que sí; lo identificó el doctor Rotondi; uf, uf, no corras tanto.

No podía creerlo. Le Rouge había sido mi consejero y protector desde que entré a la Brigada Nocturna. Mi amigo y mentor.

—¿Cómo están seguros de que murió?

—Porque ningún cuerpo podría sobrevivir con tantas cuchilladas. ¡Caramba, Le Noir! ¿Por qué me obligas a, uf, hablar mientras corro? ¡Cargo más peso que tú!

Subimos por la pendiente de Saint-Michel desde la orilla del río hasta los Jardines de Luxemburgo. Cuando cruzamos las rejas, creí que mi corazón iba a estallar.

El día anterior investigué un crimen, recorrí buena parte de la ciudad a pie, fui a una fiesta en casa de los condes de Noailles, perseguí a un sospechoso que intentó masacrarme… Y unas horas después sucedió lo de Le Rouge.

—Uf, pensé que no llegaba —Karim se dobló en dos para recuperar el aliento—. Yo, uf, descanso; tú, uf, tú ve a ver al patrón, uf.

Intranquilos, malhumorados, apoyados en una ambulancia y en dos furgonetas sin placas, algunos de mis colegas con más experiencia resguardaban la entrada que da a la calle Soufflot; y fumando, siempre fumando, envuelto en su espesa nube de humo, el comisario McGrau, patrón absoluto de la Brigada Nocturna, en compañía del doctor Rotondi, analizaba cada detalle en la escena del crimen. Tan pronto llegué a su lado vi algo horroroso.

El agente Jean-Jacques Moreau, conocido en la brigada como Le Rouge y en los barrios bajos como el Pelirrojo, yacía boca abajo en el sendero principal. Su sangre había oscurecido la grava alrededor de su cuerpo, y su cabeza y sus brazos se extendían en dirección de la salida más próxima, como si hubiera tenido la intención de apoyarse en la reja. Pero no lo logró.

El velador que lo halló estaba ahí, con los dos vigilantes que formaban su equipo:

—Apareció de repente. Habíamos hecho la ronda en esta zona y todo estaba bajo control. Las rejas estaban cerradas, no había caminantes en la avenida, habíamos revisado cada arbusto, ¡nos consta que no había nadie escondido! De repente oímos ruido, alguien tosía, regresamos sobre nuestros pasos y este hombre se hallaba tendido en el piso, justo en donde habíamos estado. ¡Pero eso no es humanamente posible!

McGrau tocó el cuello de Le Rouge:

—Aún está tibio.

—No lo entiendo. El jardín cierra sus rejas con la puesta del sol, y lo peinamos a conciencia. Parejas de enamorados, turistas, vagabundos, borrachos o drogadictos: es imposible que nadie se oculte. Conocemos cada arbusto, cada escondrijo posible. ¿Cómo llegó este hombre aquí?

Y tenía razón. Pero ahí estaba el mejor de nuestros detectives, muerto y tirado en uno de los senderos centrales de los Jardines de Luxemburgo, a pocos pasos del cruce de la avenida Saint-Michel y la calle Soufflot.

—No hay rastros de violencia en las cercanías —confirmó el doctor Rotondi—, como si hubiera surgido de la nada.

El comisario miró al mejor de sus agentes con gran pesar e hizo una señal a los peritos:

—Llévenselo.

Los colegas se inclinaron sobre el Pelirrojo y le dieron media vuelta, a fin de colocarlo sobre una camilla. Tenía las heridas que se producen cuando alguien se defiende de un ataque con cuchillo: las peores estaban sobre el cuello, el torso y los antebrazos; la sangre oscurecía la parte delantera de su camisa blanca, por lo general inmaculada, y su eterna corbata azul. Pero antes de que levantaran el cuerpo, el jefe los detuvo:

—Esperen. ¡Esperen! No toquen nada…

El comisario alejó a los camilleros con extrema precaución. Debajo del Pelirrojo había algo: debías inclinarte para verlo a la luz de la luna, pero allí, sobre la grava que cubre el camino de entrada, Le Rouge había escrito y ocultado un mensaje. El jefe iluminó la grava con su encendedor y apareció una palabra:

F O T O

—Llame

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