La mansión

Fragmento

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Índice

Portadilla

Dedicatoria

Prólogo del autor

Mink

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Linda

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Flem

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Notas

Sobre el autor

Créditos

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Para Phil Stone

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Prólogo del autor

Este libro es la última parte y la recapitulación de una obra concebida y empezada en 1925. Como al autor le gusta creer que el trabajo de toda su vida es parte de una literatura viva, y tiene la esperanza de que así sea, dado que «vida» es «movimiento», y «movimiento» es cambio y transformación, y que, por consiguiente, la única alternativa al movimiento es su falta, es decir, la estasis, la muerte, no duda de que se encontrarán discrepancias y contradicciones en el progreso de esta crónica a lo largo de treinta y cuatro años; el objeto de esta nota es, sencillamente, hacer saber al lector que el autor ha encontrado ya más discrepancias y contradicciones de las que espera que descubra el lector; contradicciones y discrepancias debidas al hecho de que el autor ha aprendido más, al menos eso cree, acerca del corazón humano y de sus dilemas, de lo que sabía hace treinta y cuatro años; y está convencido de que, después de haber vivido con los personajes de esta crónica todo ese tiempo, los conoce mejor que cuando empezó a escribir acerca de ellos.

 

WILLIAM FAULKNER

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Mink

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Uno

 

El jurado dijo «Culpable» y el juez «Cadena perpetua», pero Mink no los oyó. No estaba escuchando. En realidad no había sido capaz de escuchar desde aquel primer día en que el juez golpeó repetidamente con el pequeño mazo de madera la mesa situada sobre el estrado hasta que él, Mink, volvió los ojos, fijos en la puerta más alejada, para ver qué demonios quería aquel individuo, y el otro, el juez, adelantando el cuerpo por encima de la mesa, le gritó: «¡Escúcheme, Snopes! ¿Mató a Jack Houston o no lo mató?» y él, Mink, respondió: «No me moleste ahora. ¿No ve que estoy ocupado?». Luego volvió la vista hacia la puerta del fondo, gritando, él también, hacia, contra, por encima de la pared de insignificantes rostros descoloridos que le rodeaba: «¡Snopes! ¡Flem Snopes! ¡Alguien que vaya a buscar a Flem Snopes y que lo traiga! ¡Le pagaré..., Flem le pagará!».

Porque no había tenido tiempo de escuchar. De hecho, el primer viaje desde la celda hasta el tribunal, que hizo esposado al ayudante del sheriff, no fue más que una estúpida injerencia, de una imbecilidad verdaderamente escandalosa, y una interrupción, como todos los trayectos y traslados posteriores, siempre esposado, a la solución final de los problemas de los dos —los suyos y los de la maldita Justicia—, cuando lo que tenían que hacer era limitarse a esperar un poco y a dejarlo tranquilo: permitirle vigilar, las manos sucias asomando entre los mugrientos intersticios de los barrotes de la ventana, atendiendo, durante los largos meses desde que lo detuvieron hasta el comienzo del juicio, a lo que era su más imperiosa necesidad.

Al principio, durante los primeros días tras los barrotes de la ventana, tan sólo le impacientaba su propia impaciencia y —sí, también lo admitía— su misma estupidez. Mucho antes de que llegara el momento en que tuvo que apuntar y disparar, sabía que su primo Flem, el único miembro de su clan que poseía el poder (y los motivos), o del que al menos se podía esperar que le librara de las consecuencias de su acción, no estaría allí para hacerlo. Sabía incluso por qué Flem tardaría al menos un año en volver; Frenchman’s Bend era demasiado pequeño: todo el mundo estaba al cabo de la calle acerca de todo, y habían comprendido que el viaje a Texas no era más que una excusa, incluso sin la conmoción y los interminables comentarios que la chica de los Varner había causado desde que ella misma (o quienquiera que fuese) descubrió la primera sombra de vello en sus partes, por no hablar de la última primavera y verano, cuando el condenado McCarron localizaba a todos sus rivales y se peleaba con ellos hasta ponerlos en fuga como si fueran machos tras una perra en celo.

Así que mucho antes de que Flem se casara con ella, él, Mink, y todos los habitantes de Frenchman’s Bend y hasta de quince kilómetros a la redonda sabían que el viejo Will Varner tendría que casarla con alguien, y deprisa, si para la primavera siguiente no quería encontrarse con un bastardo en el patio trasero de su casa. Y cuando finalmente fue Flem quien se casó con ella, él, Mink, tampoco se llevó una sorpresa. Se trataba de Flem, con su buena suerte habitual. Bueno, sí; algo más que suerte en este caso; el único habitante de Frenchman’s Bend que se había enfrentado al viejo Will Varner y había mantenido el tipo; que más o menos ya había eliminado a Jody, el hijo del viejo Will, sacándolo del almacén, y que ahora estaba preparando las cosas para quedarse con la mitad de lo demás por el hecho de ser el yerno del propietario. Nada más que por casarse con ella a tiempo y evitar que trajera al mundo a un bastardo, a Flem, además de ser esposo legítimo de la condenada chica que desde que cumpliera los quince años, y simplemente con caminar, tenía alborotados a todos los varones de Frenchman’s Bend menores de ochenta, le habían pagado por ello: no sólo el derecho a meter la mano, siempre que se le ocurriera, por debajo de aquel vestido que hacía que un hombre se excitara sólo con pensar en la mano de otro haciéndolo, sino que había recibido gratis, por hacerlo, la escritura de propiedad de la finca del Viejo Francés.

Por eso sabía que Flem no estaría allí cuando lo necesitara, dado que a él y a su mujer no les quedaba otro remedio que permanecer lejos de Frenchman’s Bend por lo menos el tiempo suficiente para no tener que decir que lo que traían consigo sólo tenía un mes, porque en ese caso todo el que lo mirara se moriría de risa. Si bien cuando por fin llegó el momento, cuando se presentó el instante en que no pudo retrasar por más tiempo apuntar y apretar el gatillo, se olvidó de eso. No, no era cierto. No lo había olvidado. Sencillamente no pudo esperar más: Houston no le permitió seguir esperando; y ésa fue una ofensa más de su enemigo en el acto mismo de morir: obligarle a él, a Mink, a matarlo en un momento en que la única persona con poder para salvarlo y que hubiera tenido que hacerlo tanto si quería como si no, en razón de las antiguas leyes inmutables de la consanguinidad, estaba a mil quinientos kilómetros de distancia; y esta vez la ofensa era irreparable, porque en el mismo momento de cometerla Houston escapó para siempre a toda posibilidad de retribución.

Mink no había olvidado que su primo no estaría allí. Simplemente no podía esperar más. No le había quedado más remedio que confiar en ellos. Ellos eran los que habían asegurado que no caía un gorrión del cielo sin su conocimiento. Con la palabra ellos Mink no se refería a quienquiera que fuese que la gente llamaba Viejo Patrón. Mink no creía en ningún Viejo Patrón. Había visto demasiadas cosas en su vida, y si existiera algún Viejo Patrón, de mirada tan penetrante y tanto poder como se afirmaba que poseía, tendría que haber intervenido ya en algún momento. Además, él, Mink, no era religioso. No había puesto los pies en una iglesia desde los quince años y no tenía intención de hacerlo, puesto que era un sitio donde un hombre con un agujero en el estómago y una comezón en la entrepierna que no conseguía calmar en casa solía, atribuyéndose el título de dispensador de la palabra divina, reunir convenientemente al mayor número posible de mujeres a las que tentar ofreciéndoles el trabajo de un órgano a cambio de la satisfacción de otro; el trabajo de llenarle a él un agujero como pago por taparles el suyo la primera vez que su marido saliera al campo y las interesadas pudieran llegarse hasta los matorrales donde las esperaba el predicador; las esposas acudían atraídas por el ofrecimiento más ventajoso que conocían para canjear un plato de pollo frito o un pastel de batata; y los maridos acudían no para interrumpir el trueque, puesto que sabían que no lo podían interrumpir ni estar a su altura, pero sí al menos para tratar de descubrir si el nombre de su mujer encabezaba aquel día la lista de espera o si aún le quedaba tiempo de abrir los últimos surcos antes de atarla a la pata de la cama y esconderse detrás de la puerta, esperando; en cuanto a los más jóvenes, ni siquiera se molestaban en entrar en la iglesia, sino que eran los primeros en correr por parejas a esconderse detrás del matorral que les quedaba más a mano.

Mink se refería simplemente al ellos, él, ello —como se lo quiera llamar—, que representa una simple justicia fundamental y una equidad en los asuntos humanos, porque, de lo contrario, a un hombre más le valdría desaparecer; ellos, él, ello, llámesele como se quiera, no podían, no era posible que hostigaran y atormentaran eternamente a un individuo sin que algún día, en algún momento, se le permitiera en recompensa vengarse, llegar al ojo por ojo y al diente por diente. Podían acosarlo y hacerle la vida imposible, o sencillamente sentarse y contemplar cómo todo se le ponía en contra sin oportunidad de responder, dando casi la impresión de que todo sucedía de acuerdo con un modelo preestablecido; sentarse sencillamente y mirar y disfrutar con ello (¿por qué no? a un hombre no le importaba, siempre que fuese hombre y se mantuviera la justicia); quizá lo estaban poniendo a prueba para ver si era hombre o no, lo bastante hombre para soportar un pequeño hostigamiento y algunas preocupaciones y tener por tanto derecho a devolver el golpe cuando le llegara la vez. Porque sin duda llegaría el momento en que le tocara el turno, después de que se hubiera ganado el derecho de manera justa y equitativa, de la misma forma que ellos se habían ganado el derecho a ponerlo a prueba e incluso a disfrutar con la prueba; llegaría el momento en que tendrían que demostrarle que eran tan hombres como Mink les había demostrado que lo era él; porque entonces ya no tendría que depender de ellos sino que se habría ganado el derecho a que le fuesen fieles; y que no se atrevieran (no se atreverían) a dejarlo en la estacada, porque de lo contrario después les sería tan difícil vivir con su conciencia como le había resultado a él mantener la autoestima después de aguantar todo lo que había tenido que aguantar de Jack Houston.

De manera que aquella mañana sabía que Flem no iba a estar allí. Pero ya no podía esperar más; había llegado el momento de que Jack Houston y él dejaran de respirar el mismo aire. Así que, al faltarle su primo, tuvo que recurrir al derecho a depender de ellos, derecho que había ganado no pidiéndoles nunca nada.

Comenzó en la primavera. No; comenzó el otoño anterior. No; comenzó incluso mucho antes. Empezó en el momento mismo en que Houston nació, lleno ya de arrogancia, de intolerancia y de orgullo. No en el momento en que los dos, Mink Snopes incluido, empezaron a respirar el mismo aire del norte de Mississippi, porque él, Mink, no era pendenciero. No lo había sido nunca. Simplemente, la mala suerte llevaba hostigándolo y acosándolo toda la vida, provocando la constante y sempiterna necesidad de defender sus derechos más elementales.

Aunque tan sólo durante el verano anterior al último otoño el destino de Jack Houston se había cruzado finalmente con el suyo, con el de Mink, lo que constituía otra faceta del agravio: que nada, ni siquiera ellos, ellos menos que nadie, se había dignado advertirle de cuál sería el desenlace de aquel primer encuentro. Todo esto sucedió después de que la joven esposa de Houston entrara en el establo del semental buscando el nido donde una gallina ponía sus huevos y el caballo la matara, cuando cualquier persona decente habría pensado que ningún marido que mereciera ese nombre volvería a tener un semental por muchos años que viviera. Pero no Houston. Houston no sólo era lo bastante rico para poseer un semental de pura sangre capaz de matar a su mujer, sino lo bastante orgulloso e intolerante como para prescindir de todo decoro y, después de matarlo de un tiro, dar media vuelta y comprar otro exactamente igual, quizá por si acaso volvía a casarse; lo bastante rico como para mostrarse tan desconsolado por la muerte de su mujer que ni siquiera los vecinos se atrevían a llamar a su puerta, pero sin dejar por ello de ir dos o tres veces por semana a toda velocidad a lomos del futuro asesino, con el enorme perro corriendo como un galgo o como otro caballo a su lado, hasta el almacén de Varner y, una vez allí, no bajarse siquiera de la silla: los tres esperando en el camino —el hombre arrogante, inflexible, el caballo de mirada atravesada y el perro que enseñaba los dientes y erizaba el pelo cada vez que alguien se le acercaba— mientras Houston encargaba a quienquiera que se encontrara en la galería, tratándolo como si no fuera más que un negro, que pidiera en el almacén lo que fuese que había venido a buscar.

Hasta una mañana en que él, Mink, cuando iba camino del almacén (no tenía caballo para ir a por una lata de rapé o un frasco de quinina o un poco de carne) y acababa de alcanzar la cumbre de una pequeña colina, oyó al semental tras él, que se acercaba a gran velocidad; le hubiera cedido todo el camino a Houston si hubiera tenido tiempo, pero el caballo ya se le echaba encima, y el jinete tuvo que tirar salvajemente de las riendas para no derribarlo, y el maldito perro le pasó tan cerca al saltar que casi le rozó el pecho, al mismo tiempo que le gruñía en plena cara. Houston hizo girar en redondo al caballo, reteniéndolo mientras danzaba y corcoveaba, para gritarle: «¿Por qué demonios no saltó cuando me oyó venir? ¡Quítese del camino! ¿También quiere que le machaque los sesos antes de que consiga sujetarlo?».

Bien; tal vez fuera aquélla su manera de afligirse por la esposa que quizá no había matado con sus propias manos y por la que incluso había pegado un tiro al caballo asesino. Pero aún era lo bastante arrogante o lo bastante rico para comprar otro exactamente igual, cosa que a él, Mink, ni le iba ni le venía, sobre todo porque lo único que había que hacer era esperar a que, antes o después, aquel caballo que era un hijo de mala madre terminase también con Houston; sólo que a continuación sucedió algo imprevisto con lo que Mink no había contado.

Se trataba de su vaca lechera, la única que tenía, dado que no era un hombre rico como Houston, sino tan sólo independiente; un hombre que no pedía favores a nadie y que se bastaba a sí mismo. La vaca, por algún percance, no había quedado preñada, y allí estaba él, que no sólo había pasado un invierno sin leche y aún le esperaba otro año entero en la misma situación, sino que se había quedado además sin el ternero, pese a los cincuenta centavos en efectivo que había pagado para que la cubriera el toro, porque el único toro cuyos servicios costaban menos de un dólar era el canijo semental de un negro que exigía el pago en efectivo antes de que la vaca cruzara la cerca.

Mink había alimentado a la vaca todo el invierno, esperando un ternero inexistente. Luego tuvo que llevarla otra vez a casa del negro —a cinco kilómetros de distancia—, y no para reclamar los cincuenta centavos, sino tan sólo para pedir que el toro la montase por segunda vez, a lo que el negro se negó sin el pago por adelantado de otros cincuenta centavos. Mink se quedó allí, en el patio, maldiciendo al negro, que acabó por meterse en la casa y cerrar la puerta, mientras él seguía allí, en el patio vacío, maldiciéndolo a él y a toda su familia dentro de la casa enmudecida, hasta que se desahogó lo suficiente para desandar con la vaca, que seguía sin estar preñada, los cinco kilómetros que lo separaban de su casa.

Después tuvo que mantener a aquella vaca inútil, dejándola que agotara su exiguo pasto y alimentándola luego con sus escasas reservas durante el resto del verano y el otoño, dado que, según un acuerdo local, todo el ganado tenía que permanecer bajo techado hasta que se hubieran recogido las cosechas. Lo que significó que hasta noviembre no pudo soltarla para el invierno. E incluso entonces tuvo que sustraer para ella un poco de pienso de los cerdos que criaba para carne, y lograr así que conservara la costumbre de volver con cierta regularidad al establo; hasta que Mink se dio cuenta de que llevaba tres o cuatro días sin aparecer, y finalmente la encontró en los pastos de Houston entre su vacada.

Y ya estaba en el camino que llevaba a la casa de Houston, con la cuerda enrollada en la mano, cuando sin saber siquiera lo que iba a hacer y sin pararse ni reducir la marcha se dio la vuelta, camino de su casa, metiéndose la cuerda enrollada dentro de la camisa donde nadie la viera, no para regresar a la cabaña en la que vivía, sin pintar y necesitada de arreglos, y que ni siquiera era suya, sino simplemente para aislarse y pensar, por lo que terminó sentándose en un tronco al lado del camino, dispuesto a examinar todas las posibilidades de la idea que acababa de ocurrírsele.

Si no reclamaba inmediatamente aquella vaca que para nada le servía, no sólo pasaría el invierno sin que a él le costara un centavo, sino que estaría dos, diez veces mejor alimentada, que si era él quien la cuidaba. Además de dejar que Houston la guardara durante el invierno (puesto que no sólo era lo bastante rico para criar y engordar ganado vacuno, sino que se permitía el lujo de tener un negro que no hacía otra cosa que dar de comer a los animales y atenderlos, un negro al que daba una vivienda mejor que la que él, Mink, un blanco con mujer y dos hijas, ocupaba), cuando reclamara la vaca en primavera ya habría tenido otro celo y, dado que convivía con los toros de Houston, estaría de verdad preñada, lo que no sólo serviría para que volviera a dar leche, sino que aumentaría su valor como carne de primera, mientras que el becerro del raquítico toro del negro apenas hubiera tenido valor alguno.

Como es lógico, tendría que estar preparado para responder a las inevitables preguntas; Frenchman’s Bend era demasiado pequeño, condenadamente pequeño para que alguien hiciera algo sin que se enterara todo el mundo, y aún más pequeño para que no se supiera lo que alguien poseía o dejaba de poseer. No pasaron siquiera cuatro días. En el almacén de Varner, hasta donde iba a pie todos los días, dándoles así oportunidad de que sacaran a relucir el asunto y acabaran de una vez, hubo por fin uno que dijo (Mink no recordaba quién, no tenía importancia):

—¿No has encontrado todavía la vaca?

—¿Qué vaca? —dijo Mink.

—Jack Houston dice —respondió el otro— que vayas y te lleves a ese saco de huesos de su pasto; dice que está cansado de alimentarla.

—Ah, esa vaca —dijo Mink—. Ya no es mía. Se la vendí el verano pasado a uno de los chicos Gowrie cerca de la iglesia de Caledonia.

—Me alegro de saberlo —dijo el otro—. Porque si estuviera en tu lugar y mi vaca pastara en las tierras de Jack Houston, cogería una cuerda e iría a buscarla sin darme cuenta yo mismo de lo que estaba haciendo, y mucho menos Jack Houston. Creo que ni siquiera me pararía a darle las gracias —porque todo el mundo en Frenchman’s Bend conocía a Houston: malhumorado y resentido, siempre encerrado en casa desde que el semental matara a su mujer cuatro años atrás. Como si nadie antes que él hubiera perdido una esposa, incluso aunque, por alguna extraña razón incomprensible, el marido no hubiera querido librarse de su mujer. Malhumorado y resentido, único habitante de aquella casa tan grande con dos criados negros, el varón y la mujer que cocinaba, el semental y el gigantesco perro de caza que era tan desdeñoso, altanero y malhumorado como su mismo dueño; un condenado y desabrido hijo de perra que ni siquiera se daba cuenta de la suerte que tenía; no sólo lo bastante rico como para tener una esposa que gimoteaba y le reñía y le quitaba hasta el último dólar que llevaba en el bolsillo, sino también para prescindir del matrimonio si así lo deseaba; lo bastante rico para contratar a una mujer que le hiciera la comida en lugar de tener que casarse con ella. Lo bastante rico para contratar a otro negro que se levantara en las frías mañanas de invierno en lugar de hacerlo él y que saliera con la lluvia y la escarcha a dar de comer no sólo al ganado vacuno que vendía luego a los mejores precios del mercado porque podía esperar a que subieran, sino también al semental de pura sangre, e incluso al maldito perro de caza que corría junto al caballo en el que Houston galopaba de aquí para allá, de manera que un individuo con sólo sus dos piernas para trasladarse tenía que salirse de un salto del camino y caer entre las zarzas porque de lo contrario el hijo de perra del caballo también lo hubiera matado a él con sus pezuñas bien herradas y lo habría dejado tendido en la cuneta para que el hijo de perra del sabueso se lo comiera antes incluso de que Houston diera parte del accidente.

De acuerdo: si Houston era una persona tan engreída que ni siquiera se le podían dar las gracias, él, Mink, no estaba dispuesto a meterse en sus tierras sin que lo invitaran. Aunque es cierto que le correspondía dar las gracias a alguien. Eso fue una semana después de que viera a su vaca en el pasto de Houston; luego transcurrió un mes y también pasaron las Navidades y llegó el triste invierno con su dureza y su humedad. Todos los mediodías, con el impermeable (la única ropa de invierno, remendada a base de alambre y parches de neumáticos, que tenía para ponerse encima del mono de algodón raído y recosido), Mink iba por el camino embarrado, iluminado ya por una luz tan triste como la del atardecer, para ver cómo los animales de raza propiedad de Houston, y su pobre vaca con ellos, se dirigían, sin apresurarse, hacia el establo que estaba más caliente y protegido contra las inclemencias del tiempo que la cabaña donde él vivía, para que les diera de comer el criado negro que llevaba ropa más cálida de la que él y su familia poseían, para maldecir, entre el vapor de su propio aliento, al negro por su piel negra dentro de una ropa más abrigada que la suya, la de un hombre blanco, y para maldecir también el abundante alimento destinado a los animales y no a los seres humanos, aunque su vaca lo compartiera; para maldecir sobre todo al hombre blanco, ignorante de lo que sucedía, mediante cuya riqueza o precisamente a causa de ella existía semejante estado de cosas; y para maldecir el hecho de que su propia venganza —o la revancha que creía ser simple justicia y derecho suyo inalienable— no pudiera realizarse de un solo golpe, sino que dependiera en cambio de la lenta transformación de piensos convertidos en peso, más la incontrolable, incluso imprevisible, disposición amorosa de la vaca y los posteriores y largos nueve meses de gestación; y para maldecir finalmente su propia situación, que le imponía la única forma de justicia a su alcance: la espera pasiva y prolongada.

De eso se trataba: la espera prolongada. No sólo la angustia de la esperanza retrasada, ni siquiera el agravio de la simple justicia retrasada, sino saber que, incluso cuando Houston recibiera el golpe, a él, Mink, le costaría dárselo ocho dólares en efectivo: los ocho dólares que tendría que afirmar que el imaginario comprador le había pagado por el animal con el fin de autentificar la mentira de que la había vendido y que, cuando reclamara la vaca en primavera, tendría que entregar a Houston como prenda de que hasta aquel momento creía de verdad que había vendido el animal —o por lo menos que había estimado su valor en ocho dólares— cuando fuera a contarle que el comprador había venido a verle a él, Mink, aquella misma mañana para decirle que la vaca se le había escapado la noche misma en que la compró y se la llevó a su casa, y reclamándole, por tanto, los ocho dólares que había pagado por ella, haciendo así de la vaca no sólo el objeto del arrogante desprecio de Houston sino también de la curiosidad interesada del resto de Frenchman’s Bend, ya que para entonces le habría costado a él, Mink, dieciséis dólares recuperar lo que desde un principio era suyo.

Ése era el agravio: los ocho dólares. Porque tampoco contaba el hecho de que él, Mink, no hubiera podido mantener a la vaca durante el invierno por ocho dólares, y menos aún le hubiera añadido los quilos de carne que ahora veía con sus propios ojos que el animal llevaba encima. Lo que importaba era que tendría que darle a Houston, que no los necesitaba y que ni siquiera echaría de menos el pienso que la vaca se había comido, los ocho dólares con los que él, Mink, podría haberse comprado para Navidades cinco litros de whisky, además de un dólar o dos para las fruslerías que su mujer y sus dos hijas siempre le pedían gimoteando.

Pero no había otra solución. Y en cualquier caso, su orgullo consistía en que no se resignaba. No estaba en su naturaleza ser tan poca cosa, tan insignificante, tan débil, como para aceptarlo todo mansamente tan sólo porque no sabía cómo evitarlo. Antes bien por el contrario, eso redoblaba la indignación y la rabia por la injusticia de tener que mostrarse adulador e incluso un poco encogido cuando fuera a recuperar la vaca; la injusticia de tener que malgastar una mentira por el privilegio de dar ocho dólares, que le hacían mucha falta, que había ahorrado haciendo sacrificios, y a un individuo que ni siquiera los necesitaba, que no advertiría su ausencia y que ni siquiera sabía aún que iba a recibirlos. Finalmente llegó el momento, el día, al final del invierno cuando, de acuerdo con la tradición local, los dueños del ganado que desde el otoño andaba suelto por los rastrojos de los maizales tenían que recoger a sus animales y encerrarlos para que se pudiera arar la tierra y volver a sembrar; y una tarde, más bien al anochecer, después de esperar a que su vaca hubiera recibido el último pienso con el resto de la manada de Houston, se acercó al pastizal, la gastada soga enrollada sobre el hombro y el insignificante puñado de billetes muy usados de dólar y de monedas de cuarto de dólar y de cinco y diez centavos en el bolsillo del mono, sin necesidad de adular ni de encogerse aún porque allí sólo estaría el negro con su bieldo, mientras el hombre acaudalado se hallaría en la casa, en la cocina calentita, en la mano un vaso de ponche que no estaría preparado con el nauseabundo y maloliente licor de fabricación casera que, por ejemplo, él, Mink, habría tenido que comprar con su parte de los ocho dólares si hubiera podido quedárselos, sino con un buen whisky con todos los papeles en regla que le habrían traído de Memphis. Sin tener todavía ni que adular ni que encogerse; diciendo tan sólo, con voz tranquila y autoridad de hombre blanco, al negro que hizo una pausa en la puerta del establo para volver a mirarle:

—¿Qué tal? Ya veo que tienen aquí a mi vaca. Ponle este ronzal al cuello y me la llevaré para que no estorbe —el negro mirándole un segundo más antes de marcharse, atravesando el establo en dirección a la casa; sin venir a por el ronzal, algo que él, Mink, no esperaba que hiciera de todas formas, sino yendo antes a decírselo al otro blanco, para saber qué hacer. Que era exactamente lo que él, Mink, había esperado, apoyando las muñecas, despellejadas y enrojecidas por el frío y que incluso las deshilachadas mangas del impermeable no lograban tapar, sobre la cerca pintada de blanco. Sí, claro; Houston con el ponche de buen whisky en la mano, probablemente descalzo, pero con los pies, enfundados en buenos calcetines de lana, sobre la estufa, calentándose en espera de la cena, y que ahora, lanzando una maldición, tendría que retirar los pies, volverse a poner las frías botas de caucho, húmedas y embarradas, y volver al pastizal.

Que fue lo que sucedió: el golpe seco de la puerta de la cocina y el chapoteo de las botas de caucho al cruzar el patio trasero y llegar al prado anunciaban al hombre sorprendido y molesto. Después atravesó también el establo, con el negro detrás, a tres metros de distancia.

—¿Qué tal, Jack? —dijo Mink—. Es una lástima hacerle salir con el frío y la lluvia. Ese negro suyo podía haberlo resuelto sin llamarle. Acabo de enterarme hoy mismo de que ha tenido usted mi vaca todo el invierno. Si su negro le pone este ronzal, me la llevaré para que no les estorbe.

—Me dijeron que se la había vendido a Nub Gowrie —dijo Houston.

—Eso creía yo —respondió Mink—, hasta que Nub ha aparecido esta mañana montado en una mula y me ha dicho que la vaca se le escapó la misma noche que se la llevó a su casa y que no la había vuelto a ver desde entonces, de manera que le he devuelto los ocho dólares que me pagó por ella —echando ya mano al bolsillo y al exiguo montón de billetes y de monedas—. Así que como parece que el precio de esta vaca son ocho dólares, calculo que es eso lo que le debo a usted por mantenerla durante el invierno. Lo que la convierte en una vaca de dieciséis dólares, ¿no es cierto? tanto si ella lo sabe como si no. Aquí tiene. Coja el dinero y deje que su negro le ponga el ronzal y me la...

—Esa vaca no valía ocho dólares el otoño pasado —dijo Houston—. Pero ahora vale bastante más. Ha comido pienso de mi propiedad por valor de más de dieciséis dólares. Aparte de que el toro joven la montó la semana pasada. Fue la semana pasada, ¿no es eso, Henry? —le preguntó al negro.

—Sí, señor —dijo el negro—. El martes pasado. Lo apunté en el libro.

—Si me hubiera usted informado antes, le habría ahorrado el esfuerzo al toro y también a ese negro suyo con el bieldo —dijo Mink. Y añadió, dirigiéndose al negro—: Vamos. Coge el ronzal...

—Un momento —dijo Houston; también él se había llevado la mano al bolsillo—. Usted mismo acaba de fijar el precio de esa vaca en ocho dólares. De acuerdo. Se la compro.

—Pero usted mismo asegura que ha subido de valor desde entonces —dijo Mink—. Y yo trato de darle por ella el resto hasta dieciséis. Así que está claro que no aceptaría dieciséis, y no digamos nada de ocho. Quédese con su dinero. Y si su negro está demasiado cansado para ponerle el ronzal, entraré y lo haré yo mismo —empezando incluso a trepar por la cerca.

—Un momento —Houston se volvió hacia el negro—: ¿Cuánto dirías que vale ahora?

—Pagarían treinta por ella —dijo el negro—. Puede que treinta y cinco.

—¿Ha oído eso? —preguntó Houston.

—No —dijo Mink, sin dejar de trepar por la cerca—. Nunca escucho lo que dicen los negros: me escuchan ellos a mí. Si no quiere ponerle el ronzal a la vaca, dígale que se aparte de mi camino.

—No entre en mi propiedad, Snopes —dijo Houston.

—Vaya, vaya —dijo Mink, con una pierna por encima de la cerca y el rollo de cuerda colgándole de una mano despellejada y enrojecida—, no me diga que lleva revólver siempre que trata de comprar una vaca. ¿También lo lleva para sembrar una simiente de algodón o un grano de maíz? —era todo un cuadro: Mink con la pierna por encima de la cerca; Houston del otro lado, con el revólver colgándole de la mano, apoyada en la pierna; el negro, también inmóvil, sin mirar a ningún sitio, mostrando un poco el blanco de los ojos—. Si me lo hubiera dicho también yo podría haber traído uno.

—De acuerdo —dijo Houston. Colocó cuidadosamente el revólver encima del poste de la cerca que tenía al lado—. Deje la cuerda. Pase la cerca por el sitio donde está. Yo retrocederé hasta el poste siguiente; luego cuente hasta tres y veremos quién usa el revólver para comprar.

—O quizá sea su negro quien cuente —dijo Mink—. Todo lo que tiene que hacer es decir tres. Porque tampoco yo tengo un negro conmigo. Está claro que se necesitan un negro amaestrado y un revólver para hacer con usted un trato sobre ganado —bajó la pierna al suelo por fuera de la cerca—. Así que supongo que será mejor pasarme por el almacén y tener una conversación con tío Billy y el alguacil. Quizá debiera haberlo hecho antes y ahorrarme el paseo con este frío. Se me ocurre que podría dejar el ronzal, para no tener que traerlo y llevarlo, pero tal vez quisiera usted cargarme treinta y cinco dólares por recuperarlo, puesto que parece ser ése su precio límite para cualquier cosa de otro que aparece en su pastizal —se estaba marchando ya—. Hasta la vista, entonces. Y si hace algún trato con ganado de ocho dólares, asegúrese de que no le den monedas falsas.

Se alejó con paso suficientemente firme, pero dominado por una rabia tan violenta que durante algún tiempo ni siquiera veía y le resonaban los oídos como si alguien acabara de disparar justo por encima de su cabeza. En realidad también contaba con la rabia y, ahora, a solas y en privado, era el mejor momento para dejar que se agotara. Porque se daba cuenta de que había previsto algo similar y que le iba a hacer falta tener la cabeza lo más clara posible. Instintivamente se había dado cuenta de que su escandalosa mala suerte inventaría algo parecido, de manera que incluso el hecho de que recurrir a Varner, el juez de paz, para que el alguacil presentara una comunicación a Houston reclamándole la vaca, le fuese a costar otros dos dólares y medio tampoco le sorprendió demasiado: se trataba una vez más de ellos, poniéndolo a prueba para ver todo lo que era capaz de sufrir y de aguantar.

Así que, en cierto modo, tampoco le sorprendió lo que sucedió a continuación. En cierto modo fue culpa suya: los había subestimado; el asunto de llevarle a Houston los ocho dólares, ponerle el ronzal a la vaca y llevársela a casa, parecía una cosa demasiado sencilla, demasiado insignificante para despertar su interés. Pero se había equivocado; aún no habían terminado con él. Varner ni siquiera se mostró dispuesto a redactar la reclamación; por lo que dos días después se reunieron siete personas, contando al negro: Mink, Houston, Varner, el alguacil y dos tratantes de ganado; todos junto a la cerca del pastizal de Houston, mientras el negro sacaba la vaca para que la examinaran los dos expertos.

—¿Y bien? —dijo Varner por fin.

—Yo daría treinta y cinco —respondió el primer tratante.

—Si la ha cubierto un toro de raza —añadió el segundo—, yo subiría hasta treinta y siete y medio.

—¿No llegaría a cuarenta? —preguntó Varner.

—No —dijo el segundo—. Tal vez no esté preñada.

—Por eso no subiría yo hasta los treinta y siete y medio —intervino el primero.

—De acuerdo —dijo Varner, un hombre alto, demacrado, estrecho de caderas y con un enorme bigote, lo que acentuaba el parecido con su padre, uno de los jinetes de la caballería de Forrest—. Vamos a dejarlo en treinta y siete y medio y a dividir por dos —ahora estaba mirando a Mink—. Cuando le haya pagado a Houston dieciocho dólares con setenta y cinco centavos recuperará la vaca. Sólo que usted no tiene los dieciocho dólares con setenta y cinco centavos, ¿no es cierto?

Mink siguió allí, con las muñecas enrojecidas y en carne viva que el impermeable no llegaba a tapar descansando inmóviles sobre la cerca, la vista nublada una vez más, los oídos sonándole como si alguien hubiera disparado una escopeta por encima de su cabeza y en el rostro una expresión amable, casi como si sonriera.

—No —dijo.

—¿No se los podría prestar su primo Flem? —sugirió el segundo tratante. Nadie se molestó en responderle, ni siquiera para recordarle que Flem estaba todavía en Texas, adonde él y su mujer se habían marchado para pasar allí la luna de miel.

—Entonces tendrá que pagarlo con trabajo —dijo Varner. Ahora hablaba con Houston—: ¿Tiene usted algo que ofrecerle?

—Voy a cercar otro pastizal —dijo Houston—. Le pagaré cincuenta centavos diarios. Que trabaje treinta y siete días completos y otro más desde que amanezca hasta mediodía cavando los hoyos para los postes y tendiendo el alambre. ¿Qué hacemos con la vaca? ¿Sigo guardándola o se la lleva Quick? (Quick era el alguacil.)

—¿Quiere usted que se la lleve Quick? —preguntó Varner.

—No —dijo Houston—. Lleva tanto tiempo aquí que podría entrarle morriña. Además, así Snopes podrá verla todos los días y darse ánimos viendo cuál va a ser el fruto de su trabajo.

—Bien, bien —dijo Varner con algo de impaciencia—. Ya está arreglado. No quiero saber nada más de este asunto.

Eso era lo que tenía que hacer. Y su orgullo consistía en no resignarse nunca, pasara lo que pasase. Ni siquiera perdiendo la vaca, en el caso de que el animal mismo desapareciera de la ecuación, devolviéndole lo que podría llamarse paz. Eliminación de la vaca que podría haber llevado a cabo él mismo. Más aún: podría haber conseguido dieciocho dólares y setenta y cinco centavos por hacerlo, lo que, unido a los ocho dólares que Houston se había negado a aceptar, se convertía prácticamente en veintisiete dólares, más dinero en metálico del que había visto junto desde no recordaba ya cuándo, puesto que incluso el producto de la venta en otoño de una o dos balas de algodón, menos la parte del terrateniente que correspondía a Varner, menos la cuenta pendiente del almacén, apenas le dejaba otra cosa que los mismos ocho o diez dólares en metálico con los que ingenuamente había creído poder recuperar la vaca.

Houston mismo se lo sugirió, de hecho, al segundo o tercer día de cavar hoyos y de colocar dentro los pesados postes de madera de algarrobo; Houston, que llegó a lomos del semental y estuvo un rato mirándolo. Mink ni siquiera hizo una pausa ni, mucho menos aún, levantó la vista.

—Oiga —dijo Houston—. Míreme —Mink alzó entonces los ojos, pero sin dejar de trabajar. Houston había extendido ya la mano; Mink vio el dinero—. Varner dijo dieciocho con setenta y cinco. De acuerdo, aquí los tiene. Cójalos, vuélvase a casa y olvídese de la vaca —Mink apartó la vista, se echó al hombro un poste que sin duda parecía más pesado y más sólido que él y lo dejó caer en el hoyo, apisonando la tierra con el mango de la pala, de manera que sólo tuvo que oír cómo el semental daba media vuelta y se marchaba.

Al cuarto día tampoco necesitó más que oír acercarse al semental y pararse, y no tuvo que levantar la vista cuando Houston dijo:

—Snopes —después, de nuevo— Snopes —luego— Mink —sin que él, Mink, alzara los ojos y menos aún se detuviera mientras decía:

—Le estoy oyendo.

—Deje eso ahora mismo. Tiene que labrar la tierra para sembrar. Tiene que ganarse la vida. Váyase a casa y vuelva después de que haya sembrado.

—No me queda tiempo para ganarme la vida —dijo Mink, sin hacer la menor pausa—. Tengo que llevarme la vaca a casa.

A la mañana siguiente no fue Houston a lomos del semental sino Varner en persona con su calesa. Si bien él, Mink, no sabía aún que era Varner quien se había asustado de pronto, temeroso por la paz y la tranquilidad del pueblo que tenía tan bien agarrado con su férrea mano de usurero, apoyada en las hipotecas y los derechos de retención conservados en la gran caja fuerte del almacén. Y ahora él, Mink, alzó los ojos y vio dinero en el puño cerrado que descansaba sobre la rodilla de Varner.

—He incluido esto en su cuenta de suministros del año —dijo Varner—. Vengo de su casa. Todavía no ha abierto usted un solo surco. Recoja esas herramientas, tome el dinero, déselo a Jack, llévese a casa la condenada vaca y póngase a arar.

Aunque esta vez se trataba sólo de Varner; podía hacer una pausa y apoyarse incluso en el pico.

—¿Ha oído usted que yo me haya quejado de su sentencia sobre la vaca? —preguntó.

—No —dijo Varner.

—En ese caso, apártese de mi camino y ocúpese de sus asuntos y deje que yo me ocupe de los míos —dijo. Entonces Varner se apeó de la calesa (un hombre lo bastante viejo para que los deudores que le adulaban lo llamasen tío Billy, pero todavía lo bastante ágil para bajarse de un salto, las riendas en una mano y la fusta en la otra).

—Váyase al infierno —dijo—; recoja las herramientas y vuelva a su casa. Estaré allí antes de que amanezca, y si para entonces no encuentro algún surco hecho, voy a tirar al camino hasta la última porquería que tenga dentro de esa casa y se la alquilaré a otro mañana mismo.

Y él, Mink, mirándolo con la misma expresión amable, casi como si sonriera.

—Sería usted capaz de hacerlo —dijo.

—Puede estar seguro —respondió Varner—. Vamos. Váyase ahora mismo.

—Claro que sí, cómo no —dijo—. Dado que se trata de la siguiente sentencia del tribunal acerca de este caso, y dado que una persona amante de la ley siempre acata la sentencia de un tribunal —dándose la vuelta.

—Vamos —dijo Varner cuando ya estaba de espaldas—. Coja este dinero.

—¿No es eso cierto? —dijo Mink, alejándose.

A media tarde había arado más de la cuarta parte de una hectárea. Cuando giró el arado al final de un surco vio la calesa que se acercaba por el camino. Esta vez había dentro dos personas, Varner y el alguacil, Quick, y el vehículo se movía a paso de tortuga porque, atada con una cuerda al eje trasero, venía su vaca. Mink no se apresuró; inició el nuevo surco, desenganchó los tirantes y ató la mula a la cerca; sólo después se acercó a donde estaban los dos hombres, todavía sentados en la calesa, mirándolo.

—He pagado a Houston los dieciocho dólares y aquí está su vaca —dijo Varner—. Y si alguna vez me entero de que usted o algo que le pertenezca aparece en las tierras de Jack Houston, lo meteré en la cárcel.

—Y setenta y cinco centavos —dijo Mink—. Aunque quizá se hayan evaporado. Esa vaca ha sido objeto de una sentencia judicial. Sólo puedo aceptarla de acuerdo con los términos de la sentencia.

—Lon —le dijo Varner al alguacil con voz monótona y casi amable—, mete la vaca ahí dentro, quítale la cuerda y vuelve a la calesa lo más deprisa que puedas.

—Lon —dijo Mink con voz igualmente amable e igualmente monótona—, si metes esa vaca en mi tierra, iré a buscar la escopeta y la mataré.

No se paró a ver lo que hacían. Volvió junto a la mula, desató las riendas, las enganchó en los tirantes y abrió otro surco, de espaldas a la casa y al camino, de manera que sólo cuando hizo girar a la mula al final del surco vio por un momento la calesa alejándose al paso de tortuga que le imponía el lento caminar de la vaca. Siguió arando la tierra hasta que se hizo de noche y le llegó la hora de comerse la cena a base de cerdo salado de mala calidad, melaza barata y harina con gorgojos que, incluso después de habérsela comido, aún seguiría siendo propiedad de Will Varner hasta que él, Mink, hubiera desmotado y vendido, al otoño siguiente, el algodón que aún no había plantado.

Una hora después, con una lámpara de queroseno para iluminar débilmente el lento alzarse y caer del pico, estaba otra vez en la cerca de Houston. No se había tumbado ni había dejado de trabajar desde el amanecer; cuando volviera a salir el sol llevaría veinticuatro horas sin dormir; y cuando de hecho el sol le iluminó de nuevo estaba otra vez en sus campos con la mula y el arado, y sólo se detuvo a la hora del almuerzo, para volver otra vez después al campo..., o eso creía hasta que despertó y se encontró tumbado en el surco que acababa de hacer, bajo los mangos en ángulo del arado hundido en la tierra, la mula anclada, todavía entre los tirantes, y el sol a punto de ocultarse.

Después de la cena, idéntica al desayuno y a la cena de la noche anterior, cruzó, una vez más, con la lámpara encendida el pastizal de Houston camino de donde había dejado el pico con que cavaba los agujeros. No vio a Houston, que estaba sentado en el montón de postes, hasta que se puso en pie, con la escopeta recostada sobre el brazo izquierdo.

—Váyase a casa —dijo Houston—. Y no vuelva nunca después de ponerse el sol. Si quiere matarse, que no sea aquí. Quizá no pueda impedir que trabaje durante el día para pagar esa vaca, pero voy a impedírselo por la noche.

Pero también podía soportar aquello. Y es que ya conocía el truco. Lo había aprendido por las bravas; había tenido que enseñárselo a sí mismo por pura necesidad: un hombre es capaz de superar cualquier cosa por el simple procedimiento de negarse a aceptarlo, de no resignarse, de no someterse. Podía incluso dormir por la noche. No era tanto que tuviera tiempo para dormir como que había alcanzado algo muy parecido a la paz, liberándose de la prisa y de la precipitación. Labró el resto de su tierra arrendada, luego abrió los espacios libres entre los surcos cuando el tiempo era bueno, dedicando los malos días a la cerca de Houston, haciendo una cruz para indicar que le quedaba un día menos, es decir, cincuenta centavos menos para recuperar la vaca. Pero ya sin prisa, sin sensación de urgencia; cuando finalmente llegó la primavera y la tierra tuvo la tibieza suficiente para recibir la simiente y se dio cuenta de que no podría trabajar en la cerca durante muchos días por las exigencias de sus propios cultivos, lo aceptó con calma, yendo a por sus simientes de maíz y algodón al almacén de Varner y procediendo después a la siembra, haciéndolo con más cuidado que nunca, porque ahora sólo necesitaba matar el tiempo hasta que pudiera volver a la cerca y disolver con el sudor de su frente medio dólar más. Porque la paciencia era también parte de su orgullo; no resignarse nunca porque de esa manera podía vencerlos; quizá fuesen más fuertes que él de momento, pero nadie ni nada lograría esperar más tiempo que él cuando únicamente esperar era lo que hacía falta, lo que le permitiría alcanzar sus objetivos.

Finalmente un día, al ponerse el sol, pudo prescindir de la paciencia al mismo tiempo que dejaba definitivamente el pico, los tensores y lo que quedaba del alambre. Houston, por supuesto, sabía también que era el último día. Probablemente habría pasado las horas esperando que, en el momento en que el sol se ocultara tras los árboles de poniente, apareciera al trote por el camino para llevarse la vaca; probablemente se habría pasado todo el día, desde el amanecer, en la ventana de la cocina para verlo a él, Mink, dirigirse hacia su lugar de trabajo con el ronzal de la vaca, dispuesto a llevársela a casa en cuanto terminara. De hecho, durante todo aquel último día, mientras cavaba los últimos hoyos y no enterraba los postes sino el último resto del desafuero que ellos habían cometido contra él, utilizando al viejo Will Varner en persona como instrumento para ver lo que era capaz de soportar, se imaginaba a Houston recorriendo en vano con la mirada el camino que llevaba hasta su casa, examinando matorrales y rincones para descubrir dónde había escondido el ronzal.

Cuando lo cierto era que aún no lo había traído y que estuvo trabajando sin parar hasta que el sol se ocultó por completo, de manera que nadie pudiera decir que la jornada de trabajo no estaba completa y acabada; sólo entonces recogió el pico y la pala y los tensores, para devolverlos al cercado donde se daba de comer a los animales y colocarlos ordenada y cuidadosamente en la esquina donde el negro o Houston o cualquiera que quisiera mirar no tendría más remedio que verlos, sin volver la cabeza ni siquiera una vez hacia la casa de Houston, ni tampoco hacia la vaca que nadie podía ya negar que era suya, antes de echar a andar por el camino hacia su cabaña, a tres kilómetros de distancia.

Cenó tranquilamente y sin apresurarse, sin aguzar siquiera el oído en espera de la vaca y de quien fuera que se presentara esta vez con ella. Podría incluso tratarse de Houston en persona. Aunque, pensándolo mejor, Houston era como él; tampoco se asustaba fácilmente. El miedo y la preocupación del viejo Will Varner le harían mandar al alguacil con la vaca, ahora que la sentencia estaba cumplida hasta el último penique, con él, Mink, comiéndose el tocino y el pan y bebiéndose el café con la misma expresión amable, casi sonriente, imaginándose a Quick maldiciendo y tropezando camino adelante, molesto por tener que hacer aquel trabajo a oscuras cuando también a él le gustaría estar cenando en casa sin que le apretaran las botas; Mink ensayaba, preparaba ya las frases que le iba a decir: «He trabajado dieciocho días y medio. Se necesita un periodo de luz y otro de oscuridad para hacer un día completo, y hoy no se acaba hasta el amanecer de mañana. Llévate esa vaca a donde Will Varner y tú la pusisteis hace dieciocho días y medio e iré por la mañana a recogerla. Y recuérdale a ese negro que le dé pronto de comer, para que no tenga que esperar».

Pero no oyó nada. Y sólo entonces se dio cuenta de que en realidad esperaba que apareciera la vaca, que había contado con su vuelta, por así decirlo. Tuvo de repente un ligero sobresalto producido por el miedo, por el terror casi, al descubrir lo engañoso de la paz de la que había creído disfrutar desde su enfrentamiento con Houston y su escopeta aquella noche, dos meses atrás, junto a la cerca; ahora estaba ya tan poco seguro de lo que había creído que era paz, que tenía que estar constantemente sobre aviso, puesto que aparentemente cualquier cosa podía devolverlo al momento en que Will Varner dijo que, para recuperar la vaca, tendría que trabajar por valor de dieciocho dólares con setenta y cinco centavos a cincuenta centavos diarios. Ya no le quedaba más remedio que asegurarse de que Quick no se la había traído a hurtadillas, echando luego a correr, huyendo; tenía que encender una lámpara y salir para ver si encontraba lo que sabía que no iba a encontrar. Y por si eso fuera poco, tendría que explicar a su mujer adónde iba con la lámpara. Inevitablemente tuvo que explicárselo, utilizando un verbo que además era una grosería cuando ella le dijo: «¿Adónde vas? Creía que Jack Houston te lo había advertido», y añadiendo a continuación, no por la ordinariez, sino porque tampoco ella le dejaba en paz:

—A no ser, por supuesto, que quieras salir tú y hacerlo en mi lugar.

—¡Asqueroso! —exclamó ella—. ¡Usar palabras como ésa delante de las niñas!

—Por supuesto —respondió él—. También podrías mandarlas a ellas. Quizá entre las dos igualaran a un adulto. Aunque por la manera que tienen de comer, cualquiera de las dos bastaría.

Se llegó hasta el establo, pero la vaca no estaba allí, como ya sabía. Se alegró. Todo lo sucedido (el darse cuenta de que incluso si uno de ellos le hubiera traído la vaca, habría tenido que salir y mirar en el establo para estar seguro) había sido una ayuda, le había enseñado, sin que realmente le sucediera nada malo, exactamente lo que ellos se proponían, que no era otra cosa que sacudirlo, empujarlo por sorpresa para hacerle perder el equilibrio y causar su ruina, puesto que no podían ganarle de ninguna otra manera; no podían hacerlo con dinero o con su falta, como tampoco podían esperar más tiempo que él; sólo le podían ganar haciéndole perder el equilibrio, derribándolo y poniéndolo en la situación de rabia ciega y sorda en la que perdía por completo la razón.

Pero ya estaba otra vez perfectamente. En realidad había ganado; cuando a la mañana siguiente cogiera el ronzal y fuese a por la vaca, no sería Quick sino el mismo Houston quien dijera: «¿Por qué no vino anoche? Los dieciocho días y medio terminaron al anochecer»; de manera que sería al mismo Houston a quien tendría que contestarle: «Se necesita un periodo de luz y otro de oscuridad para hacer un día completo. Los dieciocho y medio terminan hoy por la mañana..., con tal de que ese delicado negro de usted ya le haya dado de comer».

Durmió. Desayunó; el amanecer lo vio avanzando sin prisa por el camino hacia el pastizal de Houston, el ronzal enrollado a la altura del hombro para apoyar los brazos cruzados en lo alto de la cerca; estuvo contemplando al negro con el bieldo y también a Houston por espacio de un minuto o dos antes de que ellos lo vieran a él.

—Buenos días, Jack —dijo—. Vengo a por la vaca objeto de la sentencia del tribunal, si es usted tan amable de decirle a ese negro suyo que haga el favor de ponerle el ronzal si no tiene inconveniente —sin dejar de apoyarse en la cerca mientras Houston se acercaba hasta pararse a unos tres metros de distancia.

—Todavía no ha terminado usted —dijo—. Debe dos días más.

—Vaya, vaya —dijo Mink, sin alterarse y calmosamente, casi con amabilidad—. Imagino que una persona con muchos sementales y vacas de raza, por no hablar de casi un kilómetro de cerca nueva que no le ha costado un centavo, es fácil que se confunda en una cosa de tan poca importancia como unos cuantos dólares, sobre todo si sólo se trata de dieciocho dólares con setenta y cinco centavos. Pero yo no tengo más que una vaca de ocho dólares, o más bien lo que siempre creí que era una vaca de ocho dólares. No soy lo bastante rico para no saber contar dieciocho con setenta y cinco.

—No estoy hablando de dieciocho dólares —dijo Houston—. Estoy...

—Con setenta y cinco centavos —dijo Mink.

—... hablando de diecinueve dólares. Me debe usted un dólar más.

Mink no se movió; la expresión de su rostro no se alteró.

—¿Qué dólar más? —se limitó a preguntar.

—El dólar de la indemnización —dijo Houston—. La ley dice que cuando alguien recoge un animal que se ha perdido y el propietario no lo reclama antes de la noche de ese mismo día, la persona que encuentra al animal tiene derecho a un dólar de indemnización.

Mink siguió completamente inmóvil; ni siquiera apretó con más fuerza la soga que tenía en la mano.

—Por eso se apresuró usted aquel día a ahorrarle a Lon la molestia de llevarse la vaca a casa —dijo—. Para conseguir ese dólar más.

—Me tiene sin cuidado un dólar más —dijo Houston—. Y por mí Quick se puede ir al infierno. Le hubiera dejado la vaca de mil amores. Me la quedé para evitar que tuviera usted que hacer todo el camino hasta la casa del aguacil para recuperarla. Aparte de que yo le he dado de comer todos los días, cosa que Quick no habría hecho. El pico y la pala y los tensores están en la misma esquina donde los dejó anoche. En el momento que quiera...

Pero Mink se había dado ya la vuelta, echando a andar, calmosamente pero con firmeza, con la soga enrollada, por el camino hasta la carretera, pero no en dirección a su casa sino en la contraria, la del almacén de Varner a seis kilómetros de distancia, recorriendo la luminosa mañana de verano, dulce y todavía joven, entre bosques llenos de vida en los que los cornejos, los ciclamores y los ciruelos silvestres habían florecido y perdido las flores tiempo atrás, junto a los campos cultivados en los que crecían con fuerza el maíz y el algodón, aunque las plantas no fuesen tan hermosas como las suyas (evidentemente las personas que las habían plantado no habían disfrutado de la tranquilidad y la paz que él había creído tener durante la sementera); pisando calmosamente la tierra primaveral y fértil, hirviendo de vida —los frenéticos brillos y resplandores y los gritos de los pájaros, un conejo saliéndole prácticamente de debajo de los pies, tan joven y tan flaco que casi no tenía más que dos dimensiones, a no ser que la tercera fuese la velocidad—, hasta llegar al almacén de Varner.

La galería de madera carcomida por encima de los peldaños igualmente carcomidos estaba vacía. Los hombres con mono que una vez terminadas las faenas del campo vendrían a acuclillarse y a pasar el resto del día apoyados contra la fachada del almacén o incluso en su interior, también estarían hoy en sus tierras, abriendo zanjas o reparando cercas o pasando las primeras gradas y arados de pala y cultivadoras entre los tallos de las plantas ya crecidas. De hecho también el almacén estaba vacío. Mink pensó Si Flem estuviera aquí..., porque Flem no estaba allí; él, Mink, sabía mejor que nadie que su luna de miel tendría que durar hasta que pudieran volver a casa y decir a Frenchman’s Bend que la criatura que traían consigo no había nacido, como mínimo, antes de mayo. Pero si no hubiera sido eso habría sido otra cosa; la ausencia de su primo cuando se le necesitaba era otra prueba más, otro hostigamiento, otro intento de enloquecerlo, no para ver si sobrevivía, porque de eso ellos no tenían la menor duda, sino simplemente por el placer de verlo hacer otra cosa más que no estaba en absoluto justificado que tuviera que hacer.

Sólo que tampoco encontró allí a Varner. Mink no se lo esperaba. Había dado por sentado que ellos no desaprovecharían la oportunidad: tener el almacén rebosante de personas que deberían haber estado trabajando en el campo, oídos ociosos y bien aguzados para enterarse de todo lo que él hubiera venido a decirle a Will Varner. Pero hasta Varner se había ido; en el almacén estaban únicamente Jody Varner y Lump Snopes, el sustituto que Flem se había buscado cuando dejó el puesto el verano anterior para casarse.

—Si se ha ido a Jefferson, no estará de vuelta hasta la noche —dijo Mink.

—No se ha ido a Jefferson —dijo Jody—; ha ido a ver un molino en Punkin Creek y dijo que estaría de vuelta para la hora del almuerzo.

—No volverá hasta la noche —dijo Mink.

—De acuerdo —dijo Jody—. En ese caso vete a casa y vuelve mañana.

De todas formas salía perdiendo. Podía haber recorrido los ocho kilómetros hasta su casa y luego los otros ocho de vuelta antes de mediodía sin tener que apretar demasiado el paso, si le hubiera apetecido andar. O quedarse cerca del almacén hasta mediodía y esperar a que el viejo Varner apareciese por fin hacia la hora de la cena, que sería lo que hiciese, porque ellos, naturalmente, no dejarían escapar la oportunidad de obligarle a perder un día entero. Lo que significaba que tendría que dedicar la mitad de una noche a cavar hoyos para los postes de Houston, dado que necesitaba completar las dos jornadas de trabajo pasado mañana al mediodía para poder acabar lo que tendría que hacer, dado que le era imprescindible ir personalmente a Jefferson.

O podría haber vuelto a casa con el tiempo justo para almorzar y regresar luego al almacén, puesto que ya habría perdido el día entero de todos modos. Pero sin duda ellos no dejarían escapar la oportunidad; tan pronto como se hubiera alejado lo suficiente, la calesa regresaría de Punkin Creek y Varner se apearía de ella. De manera que esperó hasta después de mediodía cuando, tan pronto como Jody se marchó a almorzar a su casa, Lump cortó un trozo de queso y cogió un puñado de galletas saladas del barril.

—¿No almuerzas? —dijo Lum

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