Índice
Portadilla
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Sobre el autor
Créditos
Los terrores del segundo milenio se habían apoderado de la cultura cuando Dorian Gray comenzó a lacarse las uñas en la oscuridad de un salón del Palacio de Oriente junto a un lienzo en blanco tapado con varias sábanas.
Un día de julio del año 1994, la aurora iluminó el cadáver de un hombre gordo colgado de lo más alto de una grúa de la construcción a orillas del Mediterráneo. El cuerpo estaba partido en dos por la luz de un amanecer color de rosa, medio cuerpo lleno de sol y medio lleno de sombra, según lo balanceaba una brisa de gregal que anunciaba lluvia de verano. Antes de que llegara el juez a bajar el fiambre de aquel patíbulo industrial hubo noticias de que no muy lejos de allí, en la misma línea del mar, otro muerto se mecía igualmente de otra grúa de la misma empresa constructora. Alrededor de las diez de la mañana fue descubierto un ahorcado más y a este ya le daba el sol de lleno en la cara y, aunque estaba a unos siete metros de altura, uno de los curiosos creyó haberlo visto la noche anterior tomando un gin tonic en la barra de El Venado, un prostíbulo de lujo situado entre naranjos a pocos kilómetros del lugar donde fue colgado del cuello. En total eran tres, al parecer todos rematados previamente con un tiro en la nuca antes de darles la soga y exponerlos en lo alto de idéntica forma como un exorcismo, lo que los mafiosos llaman la fiesta de la corbata. La clave de esta serie de crímenes sincronizados ha tardado veinte años en revelarse. Ha sido este otoño de 2014 cuando ha salido a la luz el misterio de aquel triple asesinato.
Ese mismo día de autos, el 9 de julio de 1994 por la tarde, el rey don Juan Carlos, la reina doña Sofía, la infanta Elena y el príncipe Felipe llegaron al estudio de un laureado pintor de fama internacional, situado en una colonia de chalés al norte de Madrid. La dirección del Patrimonio del Estado le había encargado un retrato de la familia real y el artista había llamado a un fotógrafo de su confianza para una sesión de fotos sin informarle previamente de qué encargo se trataba. También había citado a su amigo Javier de Sosa, un famoso realizador y presentador de televisión, quien antes de bajar del taxi se sorprendió al ver dos manzanas de la colonia tomadas por la policía y un helicóptero realizando tirabuzones a baja altura alrededor de la casa del pintor.
En esos días se estaba celebrando la Copa Mundial de Fútbol en Estados Unidos y a media tarde, en todos los bares de Madrid y por las ventanas y balcones abiertos a las calles desiertas, se oía la retransmisión del partido entre España e Italia, que se jugaba en cuartos de final. En el aire tórrido sonaban los nombres de Javier Clemente, Zubizarreta, Hierro, Begiristain, los héroes del momento. Dino Baggio había marcado el primer gol para los italianos. En el segundo tiempo consiguió empatar Caminero, y en el último momento Julio Salinas se había quedado solo ante la portería del guardameta Gianluca Pagliuca, pero falló estrepitosamente. Pudo haber sido la victoria que hubiera cambiado el destino de la selección española. A falta de tres minutos para el final reglamentario Roberto Baggio marcó el gol decisivo, y en el tiempo de descuento fue cuando se produjo el percance. El árbitro húngaro Sándor Puhl no señaló la clamorosa falta de un codazo alevoso de un jugador italiano a uno de los nuestros en plena cara.
Frente al estudio del pintor hubo portazos de coches oficiales, guardaespaldas con pinganillos gangosos en las orejas, el rock duro del helicóptero sobre los aleros y toda la parafernalia de seguridad que se requiere en estos casos. Hay que imaginarse el hecho tal como pudo suceder. El pintor laureado recibió a la familia real bajo el dintel de la casa y con educada timidez realizó la consabida reverencia. A modo de saludo, Juan Carlos exclamó:
—Joder, el cabrón de Tassotti le ha roto la nariz a Luis Enrique. ¿No te has enterado? Nos han robado el partido.
Fue lo primero que dijo, y con este comentario de fútbol expresado con desparpajo por el monarca se relajaron las formalidades y hubo risas banales. La imagen de la nariz sangrante de Luis Enrique quedó como el símbolo de la derrota moral de España.
Para proteger la timidez del pintor, Javier de Sosa, con su cinismo peculiar, llegado el caso, se encargaría de dar conversación para romper los inevitables silencios embarazosos. Apenas lo tuvo delante, el rey le dijo:
—A ti te tengo yo muy visto.
El presentador, no sin descaro, le contestó:
—Y yo a usted también, en las monedas y los billetes de banco. Pero menos de lo que quisiera.
La mujer del artista había preparado té y café con algo de bollería, puede incluso que hubiera comprado una tarta en la pastelería Mallorca. El pintor preguntó por la infanta Cristina, ausente en aquella visita.
—Está en Boston con un amigo deportista, en el palco del estadio, presidiendo el partido contra Italia —le dijo el rey—. Menudo disgusto se habrá llevado, la pobre. Ese Tassotti es un cabrón.
La reina llevaba dos vestidos en un perchero y preguntó cuál de ellos le parecía al pintor el más adecuado para vestir al maniquí.
—Cualquiera de los dos, señora, está bien; tal vez este de flores parece más alegre —contestó.
La familia real se dispuso pacientemente a ser retratada desde todos los ángulos, en primeros planos y de cuerpo entero, juntos y por separado. El fotógrafo utilizó varios carretes, y mientras el rey hacía las chirigotas de costumbre, la reina, con educada curiosidad en medio del desorden natural del taller, se interesó por unos membrillos podridos que habían quedado olvidados en un cuenco de loza.
—Quise pintar un bodegón, señora, pero lo he ido dejando, dejando.
—¿Dejó que se pudrieran los membrillos? —exclamó la reina.
El pintor pudo haberle contestado que cualquier fruta podrida tiene más matices de luz, más alma, y así sucede también con las personas aunque sean reyes, pero era ya una leyenda que este pintor estaba envuelto siempre en un perfeccionismo neurótico que le impedía terminar los cuadros, y que esa impotencia había entrado a formar parte de su estética. Javier había acudido a la cita pensando que sería interesante realizar para la televisión un seguimiento de su trabajo, aunque ya suponía que iría para largo. Quedaron en llamarse.
Algún tiempo después, el pintor adquirió un lienzo con bastidor cuya medida de 3×3,39 metros daba prueba de la importancia del empeño. La tela quedó instalada en un salón del Palacio de Oriente, llamado de la Estufa Grande o de las Camelias, adonde el pintor acudiría de vez en cuando a trabajar los primeros bocetos con la desgana que producen siempre los encargos aceptados por prestigio, por obligación o simple compromiso. Desde el primer momento, una vez más, el artista se encontró con la propia neurosis y comenzó a dudar ante la tela en blanco. Desde el ventanal abierto al Campo del Moro, la luz imprimía un matiz cambiante e inaprensible en las fotografías de aquellos rostros. El fluido del tiempo, que se deslizaba de forma diabólica sobre aquellas figuras, le impedía tomar una decisión. Por otra parte, nadie de la familia real, juntos o por separado, se acercó nunca a posar. Un día el rey Juan Carlos se presentó en el Palacio de Oriente, tal vez por cumplir un simple protocolo. Se limitó a charlar unos minutos con el artista ante el lienzo cubierto con unas sábanas, como un fantasma, y ni siquiera le insinuó que lo destapara movido por la curiosidad de saber qué había debajo. Antes de que el pintor tratara de enseñarle los primeros apuntes y bocetos, el rey dio media vuelta y se perdió por los salones de palacio sin mostrar el menor interés por su propio retrato.
El trabajo quedó paralizado durante años, fue retomado a veces, dejado de lado después. Debajo de las sábanas había cinco figuras de pie fotografiadas a tamaño natural. A la izquierda, según la mirada del espectador, aparecía la infanta Elena, con un vestido claro, falda hasta las rodillas, una torera con manga corta y los brazos distendidos a lo largo del cuerpo; a su lado, el rey Juan Carlos lucía un traje azul oscuro, camisa azul claro y corbata entonada; a su izquierda, la reina Sofía, con vestido de flores, tenía las manos plegadas sobre el regazo; el príncipe Felipe, también con un terno oscuro, era la figura sobresaliente del cuadro, y, en un caballete aparte, la infanta Cristina exhibía una falda hasta los tobillos y una chaqueta de manga corta en tonos pastel. Una sensación de serenidad estática, más burguesa que aristocrática, se desprendía de las fotografías que iban a dar soporte a los primeros bocetos. Pero antes de que el artista hubiera dado la primera pincelada, el lienzo en blanco había comenzado por sí mismo a llenarse de sombras, como si la urdimbre fermentara.
Hacia el año 1994 habían comenzado a acrecentarse los terrores del segundo milenio. Según algunos astrólogos siniestros, desde el espacio sideral se estaba acercando a la Tierra un meteorito de diez kilómetros de largo por siete de ancho que iba a hacer impacto inevitablemente en España en la última Nochevieja del siglo XX mientras sus habitantes estuvieran brindando con una copa de champán en la mano o bailando la conga bajo una nube de confeti y serpentinas. Como presagio de este rigodón apocalíptico cruzaban el cielo todavía bandadas de tordos radiactivos que traían la peste nuclear desde la catástrofe de Chernóbil, y se decía que en el Central Park de Nueva York habían aparecido las primeras hormigas gigantes con un Kalashnikov en bandolera. Los biólogos de Harvard habían dado la voz de alerta. Tal vez estaba cerca la rebelión de los mariscos, de forma que en los restaurantes de lujo las langostas, centollos y cigalas hervidas se lanzarían al cuello de los comensales desde las bandejas. Por todas partes surgían profetas tenebrosos que auguraban el próximo fin del mundo y en este terrible designio coincidían con los informáticos del Séptimo Día, quienes presagiaban el colapso digital en todos los ordenadores al cambiar al dígito 2000, que ningún programador había previsto. Toda la ingeniería financiera, los registros de la propiedad, los números de Hacienda, los ficheros de antecedentes penales y el control de seguridad del Estado se iban a venir abajo. Pero este detalle ya no importaba nada, puesto que este mundo se iba a partir en pedazos como una calabaza.
Los libros de astrología, magia, ciencias ocultas y parapsicología habían ocupado por derecho propio un espacio cada vez más amplio en la mesa de novedades de las librerías. Los tratados de marxismo se habían ido por el sumidero de la historia desde la caída del Muro de Berlín, cuyo hormigón pintarrajeado se vendía en pequeñas raciones como turrón de coco y guirlache. No había progresista que no tuviera una pequeña porción del muro en un estante de la biblioteca junto a la Estética de Lukács que ya nadie leía. Esa parte de las mesas de novedades, que hasta entonces era visitada por mujeres de mediana edad de rostro verdoso, a un punto de la crisis nerviosa, abandonadas por un marido sexagenario que las había cambiado por una veinteañera, comenzaba a recibir como nuevos clientes precisamente a estos ejecutivos sexagenarios dispépticos, a quienes esa veinteañera había cambiado a su vez por un joven mulato jamaicano. Eran tipos desesperados que buscaban libros de autoayuda contra la depresión y dietas de semillas para la felicidad herbolaria. Aunque el mundo fuera a partirse en pedazos, era imposible que Javier de Sosa, el presentador de televisión más popular del momento, rodeado siempre de actrices y gente famosa, que saludaba a los amigos con una ostra en la mano sobre el plato de huevos estrellados en Casa Lucio, imaginara que un día el terror del milenio le caería directamente encima, se tragaría el sarcasmo que usaba en la tertulia del café literario y le obligaría a andar rebuscando también por las mesas de novedades el libro de cualquier gurú que le diera un sentido a su vida.
La tarde del 9 de julio de 1994, en el parque del Retiro de Madrid, a la sombra del monumento al Ángel Caído, el único que existe en el mundo dedicado al diablo, una pareja de parapléjicos en sillas de ruedas tocaba la guitarra acompañando unos salmos en forma de balada, y en medio de los dos había un ser que parecía el pastor espiritual de un rebaño con una biblia en la mano, los brazos extremadamente abiertos y la quijada aproada hacia lo alto como si fuera a despegar. Este ser presidía un corro de cincuenta devotos de una secta, todos con los brazos en cruz, compuesto por ancianas en chándal, jóvenes con cara de lechuga y señores muy maduros con gafitas sin montura y babilla dulce en los labios. También se había sumado al grupo de fieles un lobo de mar, asiduo del parque, que parecía esperar la muerte dando migas a los pájaros al tiempo que contaba historias de barcos y travesías. Estos tipos estaban rezando a Dios como si les fuera la vida en ello bajo las ramas frondosas de los castaños de Indias, y desde lo alto del pedestal Lucifer parecía precipitarse en el vacío.
—Mirad al diablo. ¡Cuando caiga sobre nosotros todo habrá acabado! —gritaba desaforado el predicador.
—Parece que se acaba de resbalar con una piel de plátano —comentó un neófito haciéndose el gracioso.
—Oiga, ni una broma. En esto, ni una broma, ¿entendido? —le amenazó con fiera mirada el pastor.
Después de este pequeño altercado de mal agüero, las guitarras de los parapléjicos siguieron tocando hasta rasgar un acorde final. Entonces se produjo el silencio, el pastor del rebaño volvió a tomar la palabra y, con una voz potente que le hacía bailar la nuez en el cuello, anunció grandes y próximos cataclismos, lluvias de azufre, pestes bubónicas de vómito negro, e indicó a sus fieles y demás curiosos la forma de ponerse a salvo. Otro neófito le interrogó con mucha humildad:
—¿Es cierto, maestro, que el fin del mundo está tan cerca?
—No lo dude, hermano —respondió el pastor de aquel rebaño—. El gran fin de fiesta está anunciado para antes de que llegue el fin del segundo milenio. Se llevará a cabo mediante una plaga de langostas de hierro. Viene escrito en el Apocalipsis. Aquí, en este libro sagrado, hace ya dos mil años que está descrita con pelos y señales la bomba de neutrones.
El caballero iluminado abrió la biblia, buscó con la uña sucia el párrafo escogido y leyó textualmente:
—«El quinto ángel tocó la trompeta y vi una estrella del cielo caída en la tierra. Y se le dio la llave del pozo del abismo. Abrió el pozo del abismo y subió un humo semejante al de un horno inmenso y con el humo de este pozo quedaron oscurecidos el sol y el aire. Y del pozo salieron langostas de hierro sobre la tierra, a las que se les mandó que no hiciesen daño a la hierba, ni a cosa verde, ni a ningún árbol, sino solo a los hombres que no lleven la señal en la frente.» ¿Lo ve usted, hermano? Este párrafo es la descripción exacta de la bomba de neutrones. Nos matará a todos, pero dejará intactas a las rosas y a los geranios.
—¡Oh, qué hermoso! —exclamó una anciana con la dulce memoria perdida—. ¡Dios salvará a las rosas y a los geranios!
—¿Y qué señal hay que llevar en la frente para librarse del castigo? —preguntó un tercer neófito.
—Una cruz con barro del Jordán —respondió el pastor—. Lo traigo en esta marmita —y, dejando la biblia sobre los muslos del paralítico de su izquierda, gritó con tono de suprema autoridad—: ¡Los que quieran salvarse de la atómica, que se vayan acercando! En fila india, por favor. Los que quieran huir hacia Ganímedes, previo pago de cinco mil pesetas para gastos del viaje, que hablen luego conmigo.
Mientras el grupo cantaba cosas terribles del profeta Daniel, el pastor abrió una marmita, atada con una lezna de zapatero, y lo que había en su interior era realmente barro, solo barro común. Delante del predicador se estableció una cola de devotos y, de uno en uno, su clientela fue humillando el testuz y se dejó signar la frente con un churrete oscuro que el tipo acompañaba con una palabra indescifrable.
El lobo de mar, que solía dar migas a los pájaros en la explanada junto al lago, cuando terminó la ceremonia tomó la palabra directa al predicador:
—Yo he sido marinero. He doblado el cabo de Hornos, el más peligroso del mundo, y este aro que llevo en la oreja da fe de ello. Aquel día había mar confusa. Las olas eran de veinte metros, y entonces le dije al capitán: «Mi capitán, hay que arriar todo el trapo, poner el barco a palo seco, cerrar las escotillas y atravesar este infierno metidos en el cascarón». Fue terrible. Tiene usted que creerme. Las olas se tragaban el barco entero, nos daban cinco vueltas en redondo dentro del abismo y se tardaba un cuarto de hora en salir a la superficie. Y así un día entero. La fuerza de la marea es la que te ayuda a doblar el cabo. Tú solo tienes que atarte bien en el camarote. Esa es la única práctica de salvación, que sirve también para la vida. Y ahora pregunto yo: ¿doblar el segundo milenio será tan peligroso como doblar el cabo de Hornos?
—Mucho más —exclamó el predicador.
El lobo de mar se quedó dudando.
—No lo creo —dijo por lo bajo.
Junto al lago del Retiro, las echadoras de cartas astrales y de tarot, generalmente argentinas, vendían el futuro por cincuenta pesetas sin necesidad de viajar a Ganímedes.
En medio de augurios tan aciagos reinaba felizmente el monarca Juan Carlos I, y aunque la vida pasaba sobre su figura dejándole minuciosas heridas, en ese tiempo su prestigio se hallaba a salvo todavía de la basura que había comenzado a emerger de las cloacas del Estado. La corrupción y la codicia venían incubando el huevo de la serpiente, pero el rey aún gozaba de la renta de haber superado el desafío de un golpe militar ya lejano y navegaba a sus anchas por aguas de Mallorca, mataba osos drogados, elefantes, venados, perdices, tenía amantes, tal vez fabricaba hijos naturales por doquier, realizaba viajes secretos y hacía negocios sucios, todo lo cual le era, no obstante, perdonado o silenciado. Su simpatía personal significaba un valor de cambio a la hora de mediar entre las pasiones políticas, aunar voluntades y cerrar tratos con los jeques de Arabia, y parecía que era el único capaz de abrirles el grifo de oro que tenían entre las piernas. «Hace tiempo que no me lleváis a Kuwait», suplicaba el rey al ministro de Asuntos Exteriores pensando sacar tajada. De hecho, navegaba las aguas del Mediterráneo en un yate regalado por uno de aquellos jeques sin que este presente obsceno dañara en absoluto el orgullo español, puesto que su vida privada permanecía inmune a la maledicencia y la máquina de picar carne de la opinión pública no había entrado en acción todavía para convertir su figura en pasta para albóndigas.
Puesto que cada rostro absorbe el tiempo, que en su huida va dejando en la piel la erosión de todos los sueños, en un salón del Palacio de Oriente los espectros de los reyes, del príncipe y de las infantas permanecieron en el cuadro inacabado tal como eran entonces, en la España de 1994. Las primeras pinceladas, los primeros bocetos con sus arrepentimientos se hallaban bajo las sábanas blancas que cubrían el lienzo. Tal vez la expresión de los rostros abocetados aún transmitía confianza en el futuro, cierta fe en la consistencia del fundamento irracional de la dinastía. Sin duda, el tiempo fugitivo habría depositado sobre el estado de gracia la degradación que todo lo contamina. Era un misterio lo que podía aparecer en este retrato fantasma cuando se levantaran las sábanas. Como en el mito de Dorian Gray, en la oscuridad de aquel salón del Palacio Real las figuras pudieron haber tomado vida propia incorporando a su alrededor la atmósfera cargada que había atravesado España durante dos décadas sin necesidad de que el pintor interviniera.
Si Cleopatra se daba tinte en el pelo sobre una palangana y del ojo de Jehová caía una gotera en forma de lágrima en la Capilla Sixtina, cualquier augurio que lanzaran los profetas cabía en un tomate maduro como la sangre.
Hacia el final del segundo milenio el Apocalipsis llegaba estimulado por la codicia de los tiburones inmobiliarios que estaban llenando de grúas los cuatro horizontes. Por todos los litorales del mapa, por todas las vaguadas que rodeaban las grandes ciudades se oían chirriar las poleas y los albañiles, que empezaban a ser rumanos, habían aprendido a cantar por bulerías en los andamios en su propio idioma. Ningún político ni economista vaticinó que aquellas grúas, de las que pendían también los huevos de oro de los promotores, pronto se convertirían en cruces del calvario o en árboles de ahorcados. En tres de ellas habían aparecido tres cucañas, y nadie se esca