La naturaleza de las lágrimas

Peter Carey

Fragmento

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Índice

Portadilla

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Dedicatoria

Catherine

Henry

Catherine

Henry

Catherine

Henry

Henry y Catherine

Henry

Reunión de procedimientos

Catherine

Catherine y Henry

Catherine

Henry

Catherine

Henry

Catherine

Catherine y Henry

Catherine

Catherine y Henry

Catherine

Henry

Catherine

Henry y Catherine

Catherine

Agradecimientos

Sobre el autor

Notas

Créditos

Grupo Santillana

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Para Frances Coady

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Catherine

 

Muerto, y nadie me lo dijo. Cuando pasé frente a su despacho, su secretaria sollozaba a gritos.

—¿Qué ocurre, Felicia?

—¿Cómo, no lo sabes? El señor Tindall ha muerto.

Lo que oí fue: «El señor Tindall se ha herido en la cabeza».[1] Y pensé: «Por Dios, cálmate».

—¿Dónde está él, Felicia?

Era una pregunta un tanto imprudente. Matthew Tindall y yo habíamos sido amantes durante trece años, pero ambos lo manteníamos en secreto. En la vida real, yo eludía a su secretaria.

Felicia tenía ya la el carmín de los labios corrido, y frunció la boca como un horrible calcetín.

—¿Que dónde está? —exclamó, llorando—. Qué pregunta más espantosa.

No entendí su respuesta, de modo que repetí mi pregunta.

—Catherine, está muerto —dijo.

Y esto le desencadenó un nuevo acceso de sollozos.

Como para demostrar que Felicia se equivocaba, entré en el despacho de Matthew, algo que nadie solía hacer. Mi amor secreto era un personaje importante, el director del Departamento de Metales. Sobre el escritorio estaba la foto de sus dos hijos y, en un estante, su ridículo sombrero de tweed. Lo cogí, sin saber por qué lo hacía.

Por supuesto, su secretaria me vio robarlo, pero ya no me importaba. Bajé corriendo la escalera hasta la planta baja. Aquella tarde de abril, entre los miles de visitantes diarios de las salas georgianas del Museo Swinburne y los ochenta empleados, no había ni un alma que tuviera la más mínima idea de lo que acababa de ocurrir.

Todo el mundo tenía el mismo aire de siempre. Era imposible que Matthew no estuviera en alguna parte, esperando para sorprenderme. Mi amado era muy peculiar. Con aquella arruga vertical justo a la izquierda de la larga y pronunciada nariz, el cabello abundante y la boca grande, suave y siempre tierna. Por supuesto, estaba casado. Por supuesto. Contaba cuarenta años cuando reparé en él por primera vez, siete antes de que nos hiciéramos amantes. Por entonces yo aún no había cumplido los treinta y era un bicho raro, es decir, la primera mujer relojera que el museo había visto nunca.

Trece años. Mi vida entera. Durante todo ese tiempo habíamos vivido en un mundo hermoso: el Museo Swinburne, uno de los muchos sitios de Londres que albergan tesoros casi desconocidos. El museo tenía un importante Departamento de Relojería con una colección de relojes, autómatas e ingenios mecánicos de fama mundial. Quienquiera que estuviera allí el 21 de abril de 2010 podría haberme visto, una mujer alta y particularmente elegante que estrujaba en las manos un sombrero de tweed. Puede que pareciera loca, pero quizá no me diferenciaba demasiado de mis colegas, los diversos conservadores y restauradores que atravesaban las galerías públicas de camino a una reunión, un taller o un almacén donde se proponían «interrogar» a un objeto antiguo, una espada, un edredón o tal vez un reloj de agua islámico. Formábamos el personal del museo, profesores, sacerdotes, restauradores, lijadores, científicos, fontaneros, mecánicos —coleccionistas obsesivos, en realidad—, especialistas en metales, vidrios, telas y loza. Afirmábamos que éramos gente de toda clase, si bien en el fondo creíamos que los estereotipos al respecto eran ciertos. Un experto en relojería, por ejemplo, nunca sería una mujer joven con piernas bonitas, sino un hombre algo retraído de menos de un metro setenta, precavido, un tanto extraño, con finos cabellos rubios y poco propenso a mirar a la gente a los ojos. Se escurriría como un ratón por las galerías de la planta baja, con su eterno manojo tintineante de llaves como si fuera el guardián de los misterios. De hecho, nadie del museo conocía el laberinto entero. Todos teníamos un territorio reducido de atajos, de rutas que sabíamos que nos llevarían a donde queríamos ir. Esto convertía el museo en un lugar maravilloso para llevar una vida secreta y para gozar del perverso placer que tal vida puede proporcionar.

En la muerte, resultaba horroroso. Es decir, era igual, pero más brillante, más nítido. Todo parecía más definido y, a la vez, más lejano. ¿Cómo había muerto Matthew? ¿Cómo podía ser que hubiera muerto?

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