La novena viuda

Geling Yan

Fragmento

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1

 

 

 

 

Todas ellas quedaron viudas aquella noche del verano de 1944. A partir de entonces en el pueblo de Shitun hubo nueve viudas en plena flor de la vida. La de más edad no pasaba de los veinte años y la más joven, llamada Wang Putao, tan sólo tenía catorce. Con el tiempo, fueron conocidas como «las viudas heroicas». Todas excepto Putao. Tras la cosecha de trigo y mijo de cada año, la gente del pueblo lograba juntar varios kilos para repartirlos entre las viudas. Entre todas excepto Putao. Cuando más adelante el gobierno se encargó de buscar una familia respetable para aquellas jóvenes, a Putao le tocó seguir calentando en soledad la cama en la que dormía.

Al atardecer de aquel día de verano el pueblo entero se había reunido para ver la competición de columpios entre un grupo de jóvenes y la anciana Wei, que a sus setenta años seguía aceptando aquel desafío anual. Como sus pequeños pies vendados no le permitían mantenerse de pie, se sostenía con las rodillas sobre la tabla y era capaz, en un arrebato de locura, de hacer un giro completo dibujando un círculo perfecto con la cuerda del columpio. Se oyeron los primeros disparos justo en el momento en que a la anciana Wei se le había levantado en pleno giro la falda, cubriéndole el cuerpo y la cara. Los gritos aún no habían salido completamente de las bocas asustadas de la gente cuando la anciana Wei ya había caído ante ellos hecha un guiñapo de carne y sangre. Nadie se paró a comprobar si seguía respirando. En un abrir y cerrar de ojos la calle quedó desierta y sólo la falda de seda de la anciana Wei se movía agitada por el viento.

Si Putao hubiera participado aquel día, quizá la anciana Wei habría podido seguir compitiendo en los columpios unos años más. Cuando Putao aparecía por allí se adueñaba del columpio haciendo que la anciana Wei se enfureciese y no parase de maldecirla desde abajo. Putao no habría caído de esa manera, no habría quedado convertida en aquel amasijo de carne y sangre. No había en este mundo nada que pudiera perturbarla. Cuando oía a la gente decir que centenares de miles de soldados de la República China habían sido derrotados por los diablos japoneses[1] y que la ciudad de Luoyang había sucumbido ante el enemigo, ella murmuraba:

—Sucumbido —mientras pensaba que la palabra sucumbir le sonaba a algo que venía de fuera, de algún lugar más grande.

Aquel día Putao había ido a saldar las deudas de su suegro. A su suegro le impresionaba su testarudez. Cuando alguien no quería pagar, ella no cesaba hasta conseguirlo. Se encaramaba al muro de la casa de los deudores y allí permanecía sentada sin quitarles la vista de encima mientras en el patio la familia trituraba el grano en el molino, encendía el fuego y cocinaba. Había veces que se quedaba desde el amanecer hasta el anochecer. Dentro del patio ya habían hecho las tres comidas del día, pero ella seguía allí subida.

—¿No tienes hambre? —le preguntaban.

—Mucha —contestaba.

Si alguien la invitaba a que bajara y tomara un poco de sopa, ella le contestaba:

—Padre dice que si se acepta un favor, luego no se cobra la deuda.

—Pero si sólo le debemos el dinero de un litro de aceite para la lámpara.

—Si cada casa nos debiera un litro, mi familia no tendría ni para un tazón de sopa.

El suegro de Putao se llamaba Sun Huaiqing. Era el segundo hermano de una de las grandes familias de Shitun. Poseía más de cincuenta mu[2] de tierra y una tienda en la que se vendían todo tipo de artículos en la parte delantera y en cuya trastienda se hacían tortas, salsa de soja y vinagre. Solían venir a la tienda de Sun desde los cincuenta pueblos de alrededor para vender sésamo, nueces, soja y comprar queroseno, barniz natural, píldoras y jarabe de «diez gotas» para las indisposiciones del verano. La salsa de soja y las tortas para fiestas, bodas y funerales se encargaban siempre en la tienda de Sun. Antes de la siega, Sun solía fiar a todos los que entonces no tenían dinero contante y sonante. Una parte de la deuda se pagaba con la cosecha de verano y el resto, con la de otoño. Cuando la cosecha de otoño ya estaba a punto de secarse y aún había quien le debía dinero, Sun Huaiqing enviaba a su hijo a reclamar la deuda. Pero a Sun Huaiqing le disgustaba la apatía de su hijo, que, tras pasar varios días fuera, regresaba sin haber cobrado nada. Si le volvía a enviar, fingía tener dolor de cabeza y fiebre. Entonces Putao se ofrecía a ir y por la noche regresaba cargada de dinero. A la gente del pueblo le gustaba rumorear y comentaba cómo Sun Huaiqing había perdido las maneras con la edad. ¡Dónde se había visto que una joven nuera osara salir del pueblo! Pero Sun hacía como que no se enteraba.

Al subir la colina del lado de Weipo, Putao oyó el sonido de los disparos. Los pueblos de Weipo y Shitun estaban separados por una colina en cuya parte alta la tierra formaba un paisaje extraño de abruptos precipicios donde no crecía ningún árbol, tan sólo unos arbustos que salían horizontales desde las paredes. Estos arbustos tapaban el camino serpenteante de manera que hasta que no los rodeabas no te topabas de cara con quien venía caminando en el otro sentido. Putao se detuvo al ver cómo los gorriones oscurecían el cielo espantados por el ruido de los disparos. La noche anterior había llegado a las calles del pueblo desde las montañas un grupo de laoba[3] en busca de alimentos. Al día siguiente por la tarde, se disponían a regresar a las montañas con un buen acopio de víveres cuando se encontraron en el camino a dos soldados japoneses que estaban instalando las líneas de teléfono, y los mataron. No se dieron cuenta de que quedaba uno encaramado al poste, que no tardó en avisar por teléfono al campamento japonés. Mientras los vecinos de Shitun disfrutaban en la calle del espectáculo de columpios, un destacamento de soldados japoneses rodeó el pueblo, y todos los caminos principales y las pequeñas sendas quedaron cerrados.

Putao bajó de nuevo la mirada y vio la sombra de alguien que apareció por el lado del precipicio. Era un muchacho vestido con uniforme amarillo, más joven que su marido, Tienao, y que aún no se había afeitado nunca la pelusa negra que le cubría el labio superior. Era uno de los diablos japoneses. En los siete u ocho años que llevaban en guerra, era la primera vez que se encontraba cara a cara y cruzaba la mirada con uno de ellos. El joven soldado le dijo algo mientras le indicaba con un movimiento de la bayoneta que se apartara, pero ella no le entendió y simplemente se quedó mirándole. Él avanzó medio paso, cruzó la bayoneta y empujó la culata para indicarle que retrocediera. Tenía cara de pocos amigos y hasta enseñaba los dientes, unos dientes muy blancos. Putao dio un paso atrás.

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